El viejo profesor Roscio, cuya fama de oculista perduraba en la Sicilia occidental y hasta tendía ya al mito, hacía veinte años que abandonó cátedra y profesión. Con más de noventa años, por ironía del destino o por encarnar mejor el mito del hombre que desafió a la naturaleza devolviendo la vista a los ciegos y con la vista lo pagó, padecía una ceguera casi total, y habitaba en Palermo, en casa de un hijo que, en tanto que oculista, seguramente era tan bueno como él, pero vivía de las rentas del nombre paterno, en opinión de la mayoría.
Laurana anunció por teléfono su visita, para el día y la hora que al profesor más conviniese. El viejo profesor, enterado por la criada, acudió al teléfono y le contestó que fuera enseguida; no es que, por las señas que le dio Laurana, se acordase de aquel viejo camarada del hijo; pero estaba avidísimo de compañía, en la oscura soledad en la que ya vivía.
Eran las cinco de la tarde. El profesor estaba en la terraza, sentado en una butaca, con un gramófono al lado del que, ora estentórea, ora trémula y llena de suspiros, salía la voz de un actor famoso declamando el canto trigésimo del Infierno.
—¿Ve cómo he acabado? —dijo el profesor tendiéndole la mano—. Oyéndole a éste la Divina comedia —añadió como si el actor estuviera presente y el profesor tuviera razones más personales para despreciarlo—. Preferiría que me la leyese mi nieto, que tiene doce años, o la criada, o el portero, pero tienen otras cosas que hacer.
Más allá de la balaustrada, bajo cendales de siroco, Palermo refulgía.
—Bonita vista —dijo el profesor, y con seguridad fue indicando—: San Juan de los Eremitas, palacio de Orleans, Palacio Real. —Sonrió—. Cuando vinimos a vivir a esta casa, hace diez años, veía algo más. Ahora veo sólo la luz, pero como una lejana llama blanca. Por suerte en Palermo hay tanta luz… Pero dejemos nuestras desventuras personales… Fue usted, pues, compañero de mi pobre hijo.
—Hasta la universidad; él hizo luego medicina y yo letras.
—Letras. Y es usted profesor, ¿no?
—Sí, de latín y de historia.
—¿Sabe que yo siento no haber sido profesor de letras? Al menos ahora me sabría de memoria la Divina comedia.
«Es una manía que tiene», pensó Laurana.
—Pero usted ha hecho en la vida mucho más que leer y explicar la Divina comedia.
—¿Cree que lo que yo he hecho tiene más sentido que lo que hace usted?
—No. Quiero decir que lo que yo hago pueden hacerlo miles de personas, mientras que lo que usted ha hecho sólo muy pocos, diez o veinte personas en todo el mundo.
—Cuentos —dijo el anciano, y pareció adormilarse. Al poco preguntó de pronto—: Y mi hijo, últimamente, ¿cómo estaba?
—¿Cómo estaba?
—Digo, ¿se mostraba preocupado, inquieto, nervioso?
—No creo. Aunque ayer, hablando con una persona que lo vio en Roma, recordé que sí, que últimamente estaba un poco cambiado, al menos en ciertas cosas. Pero ¿por qué me lo pregunta usted?
—Porque también a mí me parecía algo cambiado… Pero ¿dice que una persona lo vio en Roma?
—Sí, en Roma, quince o veinte días antes de la desgracia.
—Extraño… ¿No se confundirá por casualidad esa persona?
—No se confunde. Es un amigo, un compañero de estudios. Es diputado, comunista. Su hijo fue a Roma precisamente a verlo.
—¿A verlo? Extraño, muy extraño… No creo que quisiera pedirle un favor: aunque los comunistas, de algún modo, estén también en el poder, siempre es más fácil obtener favores de éstos —y señaló con la mano el palacio de Orleans, sede del gobierno regional—. Y a éstos mi hijo los tenía hasta en casa, y gente bien poderosa, según me dicen.
—No era un favor precisamente lo que fue a pedirle. Quería que nuestro amigo denunciase en la cámara los abusos y robos de cierta persona notable.
—¿Mi hijo? —se asombró el anciano.
—Sí, y también yo estoy sorprendido.
—Lo cierto es que estaba cambiado —observó el viejo como para sí—. Estaba cambiado y no sé exactamente desde cuándo, no recuerdo la primera vez que vi en él cierto cansancio, cierto hastío, y una severidad que me recordó a su madre… Mi mujer era de una familia de arrendatarios que entre el año 26 y el 30 se las vio y se las deseó para librarse de la red que les echó encima Cesare Mori[2]… Y no, no amaba mucho a su prójimo… O quizá es más exacto decir que no lo entendía, y nadie hizo nunca nada por ayudarlo a entenderlo, yo menos que nadie … Pero ¿de qué estábamos hablando?
—De su hijo.
—Sí, de mi hijo… Era inteligente, pero de una inteligencia tranquila, lenta. Y era muy honrado… Quizá de mi mujer le venía un gran apego a la tierra, al campo. Sólo esto, porque su abuelo, el padre de mi mujer, vivía en el campo como un salvaje, y también mi mujer; y mi hijo, en cambio, le echaba mucha literatura, creo… Era un muchacho, un hombre, de esos que parecen sencillos y son condenadamente complicados… Por eso no me gustó que entrara en una familia católica, cuando se casó… Y digo católica por decir, en mi vida he conocido aquí un católico auténtico, y voy a cumplir noventa y dos… Hay gente que se habrá comido en su vida no sé cuántos kilos de trigo hecho hostias, pero que no por eso es menos capaz de meter la mano en el bolsillo ajeno, soltarle una patada en la cara al moribundo o un escopetazo por la espalda al sano… ¿Usted conoce a mi nuera, a su familia?
—No íntimamente.
—Yo nada. He visto pocas veces a mi nuera, y sólo una a ese tío suyo canónigo, o arcipreste, o lo que diablos sea.
—Arcipreste.
—Un hombre de lo más dulce. Quería convertirme. Suerte que estaba de paso, si no habría acabado trayéndome por sorpresa el Santísimo… No entendió que yo soy un hombre religioso… Pero mi nuera es muy bella, ¿verdad?
—Muy bella.
—O quizá mucha mujer, «mujer de cama», como decíamos cuando yo era joven —añadió con distanciamiento de entendido, como si no hablara de la mujer de su difunto hijo, y dibujando con las manos un cuerpo tendido—. Creo que esta expresión no se usa ahora, la mujer ha perdido el misterio de la alcoba y el del alma. ¿Y sabe qué pienso? Que la Iglesia católica está cosechando hoy día su mayor triunfo: el hombre por fin odia a la mujer. No lo consiguió ni en los siglos más graves, más oscuros. Lo ha conseguido hoy. Y quizás un teólogo diría que ha sido un ardid de la Providencia: el hombre creía correr por la gran vía de la libertad, también en cuestión de erotismo, y en cambio ha acabado en el fondo del antiguo pozo.
—Sí, tal vez… Aunque me parece que, en el mundo digamos cristiano, nunca había sido el cuerpo de la mujer tan exaltado, tan expuesto como hoy, y la misma función de reclamo, de fascinación, que la publicidad da a la mujer…
—Ha dicho usted una palabra que es la clave de la cuestión: expuesto, el cuerpo de la mujer está expuesto. Expuesto como antiguamente dejaban expuestos a los ahorcados… Se ha hecho justicia, quiero decir… Pero estoy hablando demasiado, mejor será que descanse un poco.
Laurana lo entendió como una despedida, se puso en pie.
—No se mueva —dijo el viejo, alarmado al ver que se le escapaba tan pronto la rara ocasión de conversar. De nuevo pareció adormilarse, caer en el sueño con su hermoso perfil de medalla, el mismo que generaciones de estudiantes habían de ver en un bajorrelieve de bronce en el vestíbulo de la universidad, en un bajorrelieve con una de esas inscripciones de las que, si llegasen a leerla, reirían. «Así caerá también en la muerte», pensó Laurana, y se quedó mirándolo con cierta angustia, hasta que el anciano, inmóvil siempre, como siguiendo el hilo del pensamiento en el que se había sumido, dijo—: Hay cosas, hechos, que es mejor dejarlos en la oscuridad en que están… Proverbio, norma: el muerto está muerto, ayudemos al vivo. Si usted dice este proverbio a uno del norte, éste se imaginará un accidente con un muerto y un herido, y que lo razonable es dejar al muerto y ver de salvar al herido. Un siciliano, en cambio, piensa en el asesino y en su víctima; y el vivo al que ayudar es precisamente el asesino. Qué es, además, un muerto para un siciliano quizá lo comprendió ese Lawrence que contribuyó a llevar al eros al callejón sin salida: un muerto es una ridícula ánima del purgatorio, un pequeño gusano con apariencia humana que da saltitos sobre ladrillos que queman… Pero se comprende que cuando el muerto es de la sangre de uno, hay que hacer lo posible para que el vivo, o sea, el asesino, se reúna pronto con él entre las llamas del purgatorio… Pero hay algo en la muerte de mi hijo que me hace pensar en los vivos, preocuparme por los vivos…
—¿Los vivos que son los asesinos?
—No, no los vivos que directa, materialmente lo mataron. Los vivos que lo desengañaron, que le hicieron ver ciertas cosas de la vida, hacer otras… Quien ha tenido la suerte de alcanzar la edad que yo tengo llega a creer que la muerte es un acto de voluntad, un pequeño acto de voluntad en mi caso: un día me cansaré de oír a éste —señalando el gramófono—, el ruido de la ciudad, a la criada que hace seis meses canta Una lacrima sul viso y a mi nuera que lleva diez años preguntando todas las mañanas por mi salud con la mal disimulada esperanza de saber que estoy en las últimas, y decidiré morir, igual que cuelga uno el teléfono cuando al otro lado tiene a un pesado o a un necio… Pero quiero decir una cosa: que puede haber en un hombre una experiencia, una pena, una idea, un estado de ánimo que hagan de la muerte una simple formalidad. Y entonces, si hay responsables, es preciso buscarlos entre los allegados, y en el caso de mi hijo podría empezarse por mí, porque un padre es siempre culpable, siempre. —Los ojos apagados parecían perderse en la lejanía del pasado, de los recuerdos—. Como ve, también yo soy de los vivos a los que hay que ayudar.
Laurana sospechó que en aquellas palabras había una especie de doble fondo, o al menos una oscura, dolorosa intuición. Preguntó:
—¿Está pensando en alguien en concreto?
—Oh, no, en nadie en concreto. Pienso en los vivos, como le digo. ¿Y usted?
—No sé.
Se hizo un silencio. Laurana se levantó para despedirse. El anciano le tendió la mano, dijo:
—Es un problema. —Y quizá se refería al crimen, quizá a la vida.