Nada pasó después de su revelación en el casino. Tampoco lo esperaba; quería ver el efecto que producía en los presentes, pero la intervención del coronel lo estropeó todo. Sólo consiguió que Rosello le hiciera algunas confidencias sobre la marcha de la investigación. El coronel Salvaggio, de haberlas oído, se habría tirado de los pelos, pero en realidad se reducían a poco: se seguía sospechando de la secreta libido del farmacéutico.
Aunque la observación no surtió el efecto esperado, Laurana tenía la impresión de que entre los socios del casino, y más particularmente entre los asiduos de la farmacia, había algo que descubrir. Y existía un hecho concreto: normalmente los cazadores se callan el lugar al que irán el día en que se levanta la veda, a fin de hallarse los primeros en un terreno de caza virgen. Ésta era la costumbre en el pueblo. Los únicos que conocían el secreto eran los que participarían en la partida, en este caso, por tanto, Manno y Roscio. Rara vez se comunicaba a terceros, y siempre bajo promesa de guardarlo. Pero era frecuente también que se hicieran falsas confidencias. Nadie, pues, que hubiera recibido de Manno o de Roscio la confidencia podía estar seguro de que no era, como se estilaba, una indicación falsa. Salvo que fuera un amigo, un gran amigo, y no cazador por añadidura: a un amigo serio, seguro, leal y no apasionado de la caza, era probable que alguno de los dos hubiera revelado el lugar al que irían de caza aquel día.
Cuando acompañó a su madre a visitar a la viuda del farmacéutico y a la del doctor, Laurana tuvo ocasión de comprobar un detalle. Les hizo a las dos la misma pregunta:
—¿Le dijo su marido adónde habían decidido ir de caza?
—Justo cuando salía me dijo que a lo mejor iban a Cannatello —contestó la viuda de Manno; Laurana anotó mentalmente aquel «a lo mejor», que le pareció revelador de la resistencia del farmacéutico a descubrir el secreto hasta a su mujer, cosa que sólo hizo al irse.
—¿Y le dijo lo del anónimo?
—No, no me lo dijo.
—No querría que se preocupase.
—Sí —dijo la viuda, secamente y con un dejo irónico.
—Además, creía que era una broma, como nosotros.
—Una broma —dijo la viuda suspirando—, una broma que le ha costado a él la vida y a mí la honra.
—A él la vida sí, por desgracia, pero a usted… ¿por qué lo dice?
—¿Por qué lo digo? ¿No ha oído las cosas vergonzosas que dicen por ahí?
—Habladurías —dijo la anciana señora Laurana—; habladurías de las que nadie con espíritu caritativo y buen juicio hará caso. —Y como tampoco ella estaba excesivamente dotada de espíritu caritativo—: ¿Porque no le dio nunca su difunto marido motivos para sospechar…?
—Nunca, señora, nunca… Han puesto en boca de mi sirvienta que yo le monté una escena de celos por esa… esa muchacha, vamos, que pobrecilla venía a la farmacia por necesidad… Y si viera usted lo tonta, lo ignorante que es; con sólo oír hablar de carabineros se echa a temblar… Ha dicho lo que han querido… Y a ésos, a los Roscio, a los Rosello, hasta al santo del arcipreste…, les ha faltado tiempo para decir que el doctor, que en paz descanse también, murió por culpa de los vicios de mi marido. Como si aquí no nos conociéramos todos, como si aquí no se supiera quién es quién, y lo que hace, si trapichea, si roba, si… —Se llevó la mano a la boca, para que no salieran consideraciones aún más injuriosas. Luego, con deliberada malevolencia, suspiró—: El pobre doctor Roscio, ¡en qué familia fue a entrar!
—No creo yo que… —empezó a decir Laurana.
—Nos conocemos todos, le digo —lo interrumpió la señora Manno—. Usted, ya se sabe, se dedica sólo a sus estudios, a sus libros… —dijo, casi con desprecio—. No tiene tiempo de pensar en ciertas cosas, de ver ciertas cosas; pero nosotras —y se volvió hacia la anciana señora Laurana en actitud de inteligencia—, nosotras sabemos…
—Sí, sabemos —reconoció la anciana.
—Y yo fui a la escuela con Luisa, la mujer de Roscio… ¡Qué carácter!
Ante aquel carácter, en agravio del cual había evocado la señora Manno recuerdos de inocentes picardías escolares y la sombra de una monja que la adoraba, se hallaba ahora Laurana, a una luz atenuada por pesados cortinones, como conviene a una casa en luto. Por todas partes había señales de duelo —hasta los espejos estaban cubiertos con velos negros—, pero lo que más hablaba del luto era el retrato de Roscio, ampliado a tamaño natural por un fotógrafo de la capital, y tan lúgubremente retocado y enlutado en traje y corbata (pues en el concepto social y estético del fotógrafo todos los muertos cuya foto ampliaba estaban obligados, por su propia muerte, a ir de luto), tan forzado a torcer la boca con amargura y a mirar con ojos cansados y suplicantes, que a la luz de la lamparita que tenía delante parecía un cómico caracterizado de fantasma.
—No, nunca me lo decía —había contestado Luisa Roscio a la pregunta de si sabía adónde iría a cazar su marido—. Porque yo, la verdad, su pasión por la caza no la veía con buenos ojos, y tampoco me gustaba la pareja que se había echado… No es que supiera nada, entiéndame… Era como un presentimiento, una corazonada… ¡Y por desgracia la mala suerte me ha dado la razón! —Y con un suspiro de dolor, casi un gemido, se llevó el pañuelo a los ojos.
—Ha sido el destino, ¿y qué se puede hacer contra el destino? —la consoló la señora Laurana.
—Sí, el destino… Pero ¿qué quiere? Cuando pienso en lo tranquilos y felices que vivíamos, sin preocupaciones, sin problemas… Y ahora, Dios me perdone, estoy desesperada, desesperada… —Bajó la cabeza y rompió a llorar en silencio.
—No, no, no —desaprobó dulcemente la anciana—, nada de desesperar; encomiéndese usted a Dios, ofrézcale su dolor…
—Al Corazón de Jesús; lo mismo me dice mi tío el arcipreste… ¿Ve qué preciosa imagen del Corazón de Jesús me ha traído? —Señaló el cuadro, que la anciana tenía detrás; la anciana se volvió, retiró la silla como si hasta ese momento hubiera cometido una irreverencia, mandó un beso a la imagen diciendo, como si lo saludara—: Sagrado Corazón de Jesús… —y añadió—: Precioso, precioso de verdad, ¡y qué mirada!
—Una mirada que consuela —reconoció la señora Luisa.
—¿Ve como el consuelo del Señor no le falta? —dijo la anciana en tono de sereno triunfo—. Y otras razones de consuelo, de esperanza, tampoco le faltan ni le faltarán: su hija, debe usted pensar también en su hija…
—Lo hago. Si no fuera por ella, no sé qué locura cometería.
—Y la niña —titubeando—, ¿sabe algo?
—No sabe nada, pobrecita mía, nada; le hemos dicho que papá se ha ido de viaje, que volverá…
—Pero al verla a usted de negro, ¿no pregunta por qué?, ¿no quiere saber?
—Nada. Al contrario, me ha dicho que estoy más guapa de negro y que me vista siempre así… —Con la diestra se llevó a la cara el pañuelo blanco a rayas negras y estalló en un llanto casi incontenible; con la izquierda tiró hacia abajo del borde de la falda, que enseguida, ante la mirada de Laurana, subió de nuevo más arriba de la rodilla. Y sollozando—: Y así será de verdad, siempre: siempre vestida de negro, siempre…
«Tiene razón la hija», pensó Laurana; hermosa mujer, y el negro le sentaba de maravilla; hermoso cuerpo: lleno, esbelto, un si es no es indolente, lánguido, relajado aun cuando más tensa estaba. Y la cara llena, aunque no llena como de mujer que ha superado los treinta, como de adolescente más bien, resplandecía con los ojos castaños, casi dorados, y con el destello de los dientes perfectos entre los labios gruesos. «Me gustaría verla sonreír»; pero desesperó de que tal milagro se produjese en aquella situación, con aquellas conversaciones a que su madre daba pie. Pero se produjo cuando hablaron del farmacéutico y de las infidelidades que ya todos le imputaban.
—No digo que no tuviera sus razones: la pobre Teresa Spanò no ha sido nunca una beldad. Fuimos juntas a la escuela, entonces ya era así, e incluso más fea. —Sonrió, luego se ensombreció de nuevo al decir—: Pero mi marido, ¿qué culpa tenía? —y siguió sollozando con el pañuelo en la boca.