IV

Habían ya pasado los tres días de luto riguroso, por lo que no consideró Laurana una inconveniencia ir a ver al arcipreste Rosello y pedirle aquel número de L’Osservatore Romano de entre el 1 de julio y el 15 de agosto que traía un artículo sobre Manzoni imprescindible para su trabajo. El arcipreste era tío de la mujer del doctor Roscio, y le tenía un gran cariño por haberla criado en casa hasta que se casó. La casa del arcipreste era enorme, y se mantenía gracias a grandes propiedades indivisas; cuando veinte años atrás vivían en ella los dos hermanos con sus respectivas esposas e hijos, doce miembros formaban una sola familia, más el arcipreste, que era el cabeza y no sólo en sentido espiritual. La muerte o los casamientos se había llevado ya a nueve, y por tanto quedaban cuatro: el arcipreste, las dos cuñadas y un sobrino soltero, el abogado Rosello.

El arcipreste estaba en la sacristía, quitándose los ornamentos litúrgicos. Recibió al profesor como caído del cielo. Tras diez minutos de ceremonias pasaron a hablar del atroz crimen, del ánimo generoso y amable del difunto doctor Roscio, del dolor inconsolable de la viuda.

—Terrible crimen… Y tan oscuro además, tan misterioso —dijo el profesor.

—No tanto —afirmó el arcipreste, y tras una pausa—: Verá, ése, el farmacéutico, tenía sus asuntos de faldas. No se sabía nada, de acuerdo. Pero lo cierto es que primero lo amenazaron y luego lo mataron, que es el procedimiento típico de la venganza. Y mi pobre sobrino lo pagó.

—¿Eso cree?

—¿Y qué otra cosa se puede pensar? Cuestiones de interés no tenía con nadie, por lo que se ha averiguado. No cabe pensar sino en un asunto de faldas. Un padre, un hermano, un novio que de pronto no aguanta más la afrenta y corta por lo sano, con tanta rabia que no ve ni que hay un inocente…

—Es posible, pero no seguro.

—¿Que no es seguro? Lo único seguro, querido profesor, es Dios. Y la muerte. Seguro, no, claro, pero elementos que nos acercan a la seguridad los hay. Primero: la carta advierte al farmacéutico de que pagará con la vida alguna culpa; no dice cuál, pero quien la escribió suponía que esa culpa, si era antigua, acudiría enseguida a la memoria de quien la había contraído (luego era una culpa grave, de las que no se olvidan), o se refería a algo reciente, en curso, digamos. Segundo: si, como usted sabe bien, porque me han dicho que estaba presente, el farmacéutico se negó a denunciarlo, al menos debía de tener la sospecha de que de la denuncia podía derivar algo poco honroso para él, sí, al menos la sospecha debía de tenerla. Tercero: no parece que la vida conyugal discurriese muy tranquila en casa del farmacéutico…

—No sé… Pero le haré algunas objeciones. Primera: el farmacéutico recibe una amenaza clara, directa, ¿y qué hace? A la semana brinda a su enemigo la mejor ocasión para cumplirla: sale de caza. La verdad es que no se la tomó en serio, que creyó que era una broma; luego nada de culpa, ni pasada ni presente. O mejor, dada la ferocidad con la que ejecutaron la amenaza, hay que pensar en una culpa muy antigua, tan antigua que parece mentira que desencadene una venganza después de tanto tiempo. O bien hay que pensar en una culpa en la que incurrió sin darse cuenta: un acto, una palabra, algo, en fin, sin importancia pero que se graba indeleblemente en una mente enferma, perturbada. Segundo: ninguno de los que vieron la carta creyeron que fuera en serio; ninguno, y éste es un pueblo pequeño, en el que no es fácil que pase inadvertida una relación amorosa, por secreta que sea, o un vicio, por mucho que se esconda… En cuanto a lo de no querer denunciarlo, es verdad; pero por eso mismo, porque él y los amigos lo consideraron una broma.

—Puede que tenga razón —dijo el arcipreste; pero se le leía en los ojos que seguía firme en su opinión—. Dios mío —se encomendó—, arroja tu luz sobre la verdad, para que se haga justicia y no venganza.

—Esperémoslo —dijo a modo de amén el profesor. Y explicó el motivo de su visita.

—¿L’Osservatore Romano? —preguntó el arcipreste, regocijado de ver que lo pedía un descreído—. Sí, lo recibo, lo leo, pero guardarlo… Guardo las revistas: Civiltà Cattolica, Vita e Pensiero, pero no los periódicos… El sacristán va por el correo, me lo trae aquí; yo luego me llevo a casa la correspondencia privada y los periódicos. Una vez que los he leído, los periódicos pasan a ser, por así decirlo, del dominio doméstico: L’Osservatore Romano, Il Popolo… Vea —y sacó L’Osservatore del montón del correo—, ahora me lo llevo a casa, nada más acabar de comer lo leo y esta misma tarde, seguro, mis cuñadas o la criada lo usarán para envolver algo o encender el horno… A menos, por supuesto, que traiga una encíclica, un discurso, un decreto de Su Santidad.

—Por supuesto.

—Si este ejemplar, que es de anteayer, le hiciera falta… —y se lo alargó tal cual, doblado en ocho—. Yo con hojearlo aquí mismo, ahora, me conformo… También con los periódicos voy retrasado, sí, esta semana ha sido para mí un infierno…

Laurana había abierto el periódico, se había quedado mirando la cabecera; allí estaba el UNICUIQUE, igual que el que entrevió en el dorso de la carta. UNICUIQUE SUUM, «A cada cual, lo suyo»; bonitos caracteres de imprenta, elegante rabo curvado de la Q; más las llaves cruzadas y la tiara y, en los mismos caracteres, NON PRAEVALEBUNT. A cada cual, lo suyo: como al farmacéutico Manno y al doctor Roscio. ¿Qué palabra habría tras el UNICUIQUE que la misma mano que luego acabó con dos vidas recortó y pegó en la hoja? ¿La palabra «sentencia»? ¿La palabra «muerte»? Lástima no poder ver de nuevo la carta, ya bajo secreto de sumario.

—No tenga reparos —decía el arcipreste—, si necesita el ejemplar lléveselo.

—¿Cómo?… Ah, sí, gracias. Pero no, no me hace falta. —El profesor dejó el periódico en la mesa, se levantó. Estaba turbado, agobiado de pronto por el olor a madera vieja, a flores mustias, a cera que flotaba en la sacristía—. Se lo agradezco —añadió tendiendo la mano, que el arcipreste estrechó entre las suyas con el amor que se dedica al descarriado.

—Hasta la vista —se despidió el arcipreste—. Espero que venga a verme alguna vez.

—Con mucho gusto —contestó Laurana.

Salió de la sacristía, atravesó la iglesia desierta. En la plaza no había una sombra; cruzándola consideró lo bien que se estaba en la iglesia y en la sacristía, y la consideración se le trocó en irónica metáfora, por el párroco de Santa Ana, por el arcipreste: estaban bien de verdad, cada cual a su modo. O tal vez, según lo que decía la gente, los dos del mismo modo, y diferían las apariencias. Divagaba: por una suerte de sutil, inconsciente amor propio, evitaba la idea de la decepción, del fracaso. Era ésta: aunque averiguara de qué ejemplar recortaron el UNICUIQUE del anónimo, sería imposible saber adónde fue a parar dicho ejemplar una vez salido de la casa del arcipreste. Porque estaba claro que ni el arcipreste, ni sus cuñadas, ni su sobrino, ni la criada tenían nada que ver. Dado el uso que en aquella casa daban a los periódicos, no cabía pensar sino en un mínimo porcentaje de lectores que, después que los hojeaba el arcipreste, los guardase, como el coadjutor de Santa Ana, y en que, por tanto, aquel número, aquel trozo le había llegado al autor del anónimo (y de los crímenes) envolviendo algún paquete. Aparte de que cualquiera, con intención o casualmente, habría podido comprar el periódico en algún quiosco de la capital.

Bien pensado, por tanto, no hizo mal la policía en pasar por alto el UNICUIQUE; la experiencia, desde luego. Tiempo perdido era ponerse a buscar en un pajar una aguja que se sabe que no tiene ojo, a la que no se puede enhebrar el hilo de la investigación. Él, en cambio, quedó deslumbrado por aquel detalle. Un periódico que tenía sólo dos abonados en el pueblo: una pista concreta, que abría una vía a la investigación. Cuando en realidad llevaba a un callejón sin salida.

Pero tampoco iba mejor encaminada la policía, que se había centrado en la colilla de puro. Se averiguó que era de la marca Branca, y que en el pueblo solamente los fumaba el secretario del ayuntamiento, persona fuera de toda sospecha, amén de forastera y residente en el pueblo hacía apenas seis meses. «L’Osservatore es igual que el puro Branca», se dijo Laurana, «deja que la policía siga la pista del puro y tú olvídate de L’Osservatore.» Pero en su casa, mientras su madre ponía la mesa, anotó en un papel: «El que compuso el anónimo recortando las palabras de L’Osservatore, a) fue listo y compró el periódico en la capital con idea de despistar; b) tuvo casualmente el periódico a mano y lo usó sin fijarse en cuál era; c) estaba tan acostumbrado a ver ese periódico que le parecía un periódico como cualquier otro, y no pensó en su particularidad tipográfica ni en la limitada y casi profesional difusión». Dejó el bolígrafo, releyó la anotación, rasgó el papel minuciosamente.