III

Merced a un montón de recetas y al médico que las prescribió, se convenció el comisario de que el ir y venir de la muchacha a la farmacia se debía casi concluyentemente a la meningitis que padeció un hermano suyo de once años, que aún presentaba secuelas: un aire lelo y asustado, fallos de memoria, dificultad para hablar. Como el padre trabajaba en el campo y la madre no salía de casa, a ella, por otra parte la más lista e instruida de la casa, le tocaba ir por las recetas y consultar al médico de cabecera. Como es natural, también se interrogó al padre y al ex novio, aunque sólo por apurar esta pista.

Convencido el comisario, a la muchacha le quedaba por convencer al resto del pueblo, siete mil quinientos habitantes, sus familiares inclusive. Los cuales, apenas la dejó el comisario, por lo pronto se le echaron encima y silenciosa, sañuda, esmeradamente, le pegaron.

La señora Teresa Spanò, viuda de Manno, que había sacado fotografías del farmacéutico para elegir la que mandar esmaltar y poner en la tumba, veía en todas ellas cómo el bello y plácido rostro del marido se animaba con un imperceptible guiño en el labio y una luz fría y burlona en los ojos. La metamorfosis del farmacéutico, pues, se verificaba también en el hogar en el que durante quince años había vivido como marido fiel, como padre ejemplar. Torturada por la sospecha hasta cuando dormía, en medio de un centellear de espejos en los que su marido se le aparecía como su madre lo trajo al mundo y dislocado como un títere, despertando sobresaltada, la señora se levantaba para interrogar de nuevo las imágenes del marido, el cual unas veces parecía responderle, desde la muerte en que estaba, que todo era muerte y nada importaba, y otras, las más, desde la vida cruel y cínica, que la vida seguía. Abiertamente afrentados estaban sus parientes, prontos siempre a reprocharle aquel matrimonio al que ya en su día se opusieron por todos los medios, mientras que los del farmacéutico, tan al margen del fastuoso luto como alejados se habían mantenido de la vida holgada y satisfecha del pariente, consideraban lo ocurrido en términos de fatalidad: uno cambia de situación, cree tocar la riqueza y la felicidad, y, ¡zas!, enseguida lo alcanza el dolor, la ignominia, la muerte.

Aunque no había ningún indicio, salvo una colilla de puro hallada en el lugar del crimen (y que los investigadores supusieron que fumaría uno de los asesinos durante la larga espera al acecho), no había uno solo del pueblo que por su cuenta, secretamente, no hubiera ya resuelto o casi el misterio, o que no se considerase en poder de una clave para resolverlo. También el profesor Laurana tenía su clave: el UNICUIQUE que, junto con otras palabras que había olvidado, atisbó casualmente en el dorso del papel a la oblicua luz que sobre él caía. No sabía si el sargento había hecho caso de su sugerencia de mirar también por la otra cara, o si, ahora que la investigación estaba en marcha, habían examinado debidamente la carta en los laboratorios de la policía, en cuyo caso el UNICUIQUE no podía dejar de ser el centro de la investigación. Aunque en verdad no era nada seguro ni que examinaran la carta como él había sugerido, ni que, una vez examinada, comprendieran la importancia del indicio. Y había en esto cierta vanidad, la de creer que no todos podían penetrar en un secreto tan evidente, o en una evidencia tan secreta, que requería, precisamente por la contradicción que encerraba, una mente libre y despierta.

Por eso, por vanidad, dio el primer paso: casi sin querer. Cuando, como todas las tardes, pasó por el quiosco, pidió L’Osservatore Romano. Esto extrañó mucho al quiosquero, primero porque el profesor tenía fama, no del todo merecida, de furioso anticlerical, y segundo porque hacía al menos veinte años que nadie le pedía ese periódico. Así se lo dijo, dando al profesor una pequeña alegría:

—Hará al menos veinte años que nadie me pide L’Osservatore Romano. En la guerra aún lo leía alguien, me llegaban cinco ejemplares. Luego vino el secretario del Fascio y me dijo que o dejaba de venderlo, o me retiraban la licencia… La ley la hace el que manda. ¿Usted qué habría hecho?

—Lo que usted —dijo el profesor. «Luego nadie ha preguntado al quiosquero si vende L’Osservatore; aunque quizá el sargento lo supiera ya. Probaré en Correos o con el cartero.»

El jefe de Correos era un tipo hablador, amigo de todos. No costó mucho sacarle información.

—Estoy haciendo un trabajo sobre Manzoni y me han hablado de un artículo que publicó L’Osservatore hará unos quince o veinte días. ¿Lo recibe aquí alguien?

Se sabía que el profesor hacía trabajitos de crítica que publicaba en revistas. Por eso el jefe de Correos dio la información sin pensarlo (y no la habría dado, o la habría dado con vacilación, con desconfianza, si la policía ya se la hubiera pedido).

—Me llegan dos ejemplares, uno para el arcipreste y el otro para el párroco de Santa Ana.

—¿Y para Democracia Cristiana no?

—No.

—¿Tampoco para el secretario?

—Tampoco; sólo dos ejemplares, se lo aseguro. —Y atribuyendo la insistencia del profesor a la falta de trato con los curas, le aconsejó—: Vaya a ver al párroco de Santa Ana, si tiene el número del periódico que usted busca, se lo dará.

El profesor siguió al punto el consejo; la iglesia de Santa Ana estaba a dos pasos, la casa parroquial al lado. Tenía además cierta confianza con el párroco, hombre de espíritu abierto, mal visto por sus superiores y muy querido del pueblo (aunque llevaban razón los superiores).

Fue recibido con los brazos abiertos; pero cuando explicó el motivo de la visita, el párroco puso cara de sentirlo mucho y dijo que sí, que recibía L’Osservatore, que por inercia y por no llamar la atención no había cancelado la suscripción que abrió su predecesor; pero que no, que leerlo no…

—Nunca lo he leído, no lo abro siquiera; tal como viene creo que se lo lleva mi coadjutor. ¿Lo conoce? Ese cura joven, en los huesos, que nunca mira a los ojos… Un tonto, y espía además: me lo han endosado por eso. Él leerá L’Osservatore, hasta puede que lo guarde. Si quiere lo llamo.

—Se lo agradecería.

—Hecho. —Descolgó el teléfono, pidió el número. En cuanto le dieron línea preguntó de sopetón—: ¿Le has dado ya el parte diario al arcipreste? —y le guiñaba el ojo al profesor, moviendo ostentosamente el aparato por el que se oía la voz del otro, que por supuesto negaba—. Pero si a mí me la… Y no te llamo por eso… Escúchame, ¿qué haces con los ejemplares de L’Osservatore Romano que me robas? —Más protestas, que el párroco atajó diciendo—: No, esta vez sí es broma… Di, ¿qué haces con ellos?… ¿Los guardas?… Así me gusta. Espera que te digo qué números me hacen falta, no para mí, se entiende, para un amigo, un profesor… ¿Qué números le hacen falta?

—Exactamente no lo sé; el artículo que busco debió de aparecer entre el 1 de julio y el 15 de agosto.

—Muy bien… Oye, los ejemplares del 1 de julio al 15 de agosto, ¿los tienes todos?… ¿Que has de mirarlo? Pues míralo, y de paso fíjate si en alguno hablan de Manzoni… Míralo bien y me llamas. —Colgó, explicó—: Va a ver. Si encuentra el artículo, le diré que me lo traiga mañana, así se evita usted las náuseas de verlo. Repugna.

—¿De veras?

—Hay que tener estómago, créame, para acercársele. Yo creo que además es algo vicioso, ya me entiende… Yo me divierto teniéndolo siempre entre mozas… Sufre, el desgraciado sufre. Y se venga. Yo, ¿sabe usted?, me tomo la vida como viene… ¿Ha oído el chiste del ama joven, el cura y el obispo?… ¿No? Pues voy a contárselo, así por una vez oirá un chiste de curas contado por un cura… Van y le dicen al obispo que en un pueblo hay un cura que no sólo tiene un ama de edad muy por debajo, como diría Manzoni (lupus in fabula), de la edad sinodal,[1] sino que además duerme con ella en la misma cama. Conque sale para allá el obispo, ve al ama, joven y apañada de verdad, el dormitorio, la cama, y le dice al cura de qué lo acusan. El cura no lo niega. «Es verdad», dice, «que ella duerme de un lado y yo del otro, pero como ve, entremedias hay unos goznes en la pared, y yo todas las noches, antes de acostarnos, fijo una tabla bien grande y gruesa, que es como una pared», y le enseña la tabla. El obispo se tranquiliza, sorprendido de tanto candor, y se acuerda de esos santos de la Edad Media que se acostaban con mujeres poniendo en medio un crucifijo o una espada. Le dice con dulzura: «Sí, muy bien la tabla, es una precaución, pero dime, hijo mío, cuando la tentación te asalta, violenta, irresistible, infernal como es, ¿qué haces?». «Pues muy fácil», contesta el cura: «quito la tabla».

El párroco tuvo tiempo de contar dos chistes más antes de que llamara el coadjutor. Lo había mirado: los números del 1 de julio al 15 de agosto los tenía todos, pero no había ningún artículo sobre Manzoni.

—Lo siento —dijo el párroco—. A lo mejor no ha mirado bien. Un tonto, ya le digo. Para asegurarse, lo mejor sería que fuera usted y los viera. ¿O quiere que le diga que me los traiga todos?

—No, no, gracias, sería mucha molestia. Además, tampoco me es tan indispensable el artículo.

—Y que lo diga. Hace siglos que no decimos nada indispensable… Además, figúrese lo que dirá de Manzoni un católico; de un escritor al que hoy sólo un libertino, un libertino de verdad, en el sentido original y en el sentido corriente de la palabra, puede entender, amar…

—Y sin embargo hay páginas de católicos sobre Manzoni muy lúcidas.

—Las conozco: «el dios que aterra y exalta», la gracia, el paisaje, Manzoni y Virgilio… Oh, si es por esto yo diría que toda la crítica de Manzoni está hecha por católicos, con alguna excepción, y no muy inteligente, la verdad… ¿y sabe cuándo nos acercamos al centro, al magma? Cuando se toca el tema del silencio del amor… Pero dejémoslo correr… Venga, quiero enseñarle una cosa, usted que entiende. —Fue a un armario empotrado, lo abrió, sacó una estatuilla de un palmo de alta, un san Roque—. Mírela, qué movimiento, qué finura… ¿y sabe cómo la conseguí? Por un colega, de un pueblo de aquí al lado: la tenía en la sacristía, en un trastero, como cosa vieja. Yo le compré un bonito san Roque nuevo, grande, de cartón piedra. Me tiene por un maniaco, por uno de esos que se chiflan por las antiguallas: casi se sentía mal por ganar tanto con el cambio.

Era el párroco bien conocido por ser un ávido y sagaz entendido en arte, y se sabía que tenía asiduo y provechoso comercio con algunos anticuarios de Palermo. En efecto, mostrando la estatuilla por todos lados, dijo:

—Ya la he enseñado, me ofrecen trescientas mil liras. Pero por ahora quiero disfrutarla yo; siempre hay tiempo para que acabe en casa de algún ladrón del dinero público… ¿Usted qué dice? ¿Primera mitad del siglo XVI?

—Podría ser.

—De la misma opinión es el profesor De Renzis, una autoridad en escultura siciliana de los siglos XV y XVI… Claro que su opinión… —y se echó a reír— coincide siempre con la mía; para eso le pago.

—No cree usted en nada.

—Oh, sí, en algunas cosas, quizá demasiadas, para los tiempos que corren.

En el pueblo se contaba la anécdota, quizá verídica, de que un día, celebrando misa, al ir a abrir el sagrario, se le atascó la llave y, mientras forcejeaba impaciente con la cerradura, se le escapó el juramento: «¡Sal de ahí, demonio!»; se refería a la llave. Pero era así, en la iglesia siempre tenía prisa, siempre andaba por ahí en trapicheos, en cambalaches.

—Perdone, pero entonces no entiendo… —empezó a decir el profesor.

—¿Por qué llevo sotana?… Pues le diré que no me la puse por gusto. Pero a lo mejor conoce usted la historia: un tío mío, párroco de esta misma iglesia, usurero, rico, me lo dejó todo a condición de que me hiciera cura. Yo tenía tres años cuando murió. A los diez, cuando entré en el seminario, me creía un san Luis; a los veintidós, cuando salí, la encarnación de Satán. Lo habría plantado todo, pero estaba la herencia, mi madre… Hoy me da ya igual lo que heredé, mi madre está muerta; podría irme…

—Pero está el Concordato.

—A mí, teniendo el testamento de mi tío, el Concordato no me afecta: me metí a cura obligado, luego no me privarían de mis derechos civiles… Pero lo cierto es que ahora me siento cómodo en esta sotana, y entre la comodidad y el desdén he alcanzado un equilibrio, una perfección, una plenitud de vida…

—¿Y no podría eso darle problemas?

—No, ninguno. Si se atreven a tocarme, les monto un escándalo que hasta los corresponsales del Pravda tendrían que instalarse aquí un mes por lo menos… ¿Qué digo, un escándalo? Una serie, una ráfaga de escándalos…

Entretenido con tan placentera plática, el profesor Laurana dejó la casa parroquial casi a medianoche. Se iba lleno de simpatía por el párroco de Santa Ana. «Pero en Sicilia, quizá en toda Italia», se dijo, «hay tanta gente simpática a la que habría que cortarle el cuello…»

En cuanto al UNICUIQUE, ya sabía que no podía venir del ejemplar de la parroquia de Santa Ana. Y ya era algo.