II

El 23 de agosto de 1964 fue el último día feliz que pasó el farmacéutico Manno en este mundo. Según el forense, lo vivió hasta el ocaso; y por cierto que abonaban el dictamen de la ciencia las muchas piezas que desbordaban de su morral y del morral del doctor Roscio: once conejos, seis perdices, tres liebres. Según los entendidos, aquélla era cacería de todo un día, considerando que la zona no era coto ni abundaba en caza. Al farmacéutico y al doctor les gustaba cazar con esfuerzo, poner a prueba la capacidad de los perros y la propia, y por eso se entendían bien y salían siempre juntos, sin más compañeros. Y juntos terminaron aquel feliz día de caza, a diez metros de distancia: el farmacéutico alcanzado en la espalda, el doctor Roscio en el pecho. Y se quedó a hacerles compañía, en la nada eterna o en las partidas de caza elíseas, un perro del farmacéutico, uno de los diez que se había llevado, pues había dejado al undécimo en casa porque tenía inflamación de ojos. Quizá atacara a los asesinos, o quizá lo mataran por puro encono, por saña.

No se sabe cómo reaccionaron en el momento los otros nueve perros del farmacéutico y los dos del doctor. El caso es que hacia las nueve de la noche entraron en el pueblo —y así pasaron a ser leyenda— corriendo en prieta manada y aullando de una manera tan extraña que todos (pues todos, claro está, los vieron y oyeron) se sobrecogieron con terrible presentimiento. Y así, en grupo y gimiendo, se dirigieron derechamente al almacén que el farmacéutico tenía habilitado para perrera, y ante la puerta cerrada del almacén redoblaron sus aullidos, sin duda para comunicar al de los ojos inflamados el trágico suceso.

La vuelta de los perros llevó al pueblo entero, durante días y días (y así será siempre que se hable de los atributos de los perros), a poner en tela de juicio el orden de la Creación, ya que no deja de ser injusto que los perros carezcan del don de la palabra. Aunque en este caso, de haberlo poseído, dicho sea en descargo del Creador, habrían enmudecido, tanto acerca de la identidad de los asesinos como delante del sargento de carabineros. A quien, por cierto, no dieron parte del inquietante regreso de los animales hasta la medianoche, cuando estaba ya en la cama, y hasta el amanecer permaneció en pie, tratando, ayudado por carabineros y curiosos, de persuadir a los canes, con comida, caricias y buenas palabras, de que lo condujeran al lugar donde habían dejado a sus amos. Pero como los perros no se daban a partido, enterado por la mujer del farmacéutico del paraje al que era posible que hubieran ido, ya con el sol bien alto salió a buscarlos. Y sólo al atardecer, después de un día de lo más penoso, encontró los cadáveres, tal como esperaba, pues ya cuando lo sacaron de la cama supo que se había cumplido la amenaza de aquel anónimo que todo el mundo, él incluido, había tomado a broma.

Dificilillo era el caso, el más difícil con el que se enfrentaba el sargento en los tres años que llevaba en el pueblo: un doble asesinato; víctimas, dos personas honradas, respetadas, queridas, de buena posición y familia influyente, el farmacéutico por estar casado con una Spanò, biznieta del Spanò de la estatua, y el doctor Roscio por ser hijo del profesor Roscio, oculista, y estar casado con una Rosello, sobrina del arcipreste y prima del abogado Rosello.

Sobra decir que de la capital se apresuraron a acudir el coronel y el comisario de policía. Se encargó del caso, como se leyó en la prensa, el comisario, en estrecha colaboración, desde luego, con los carabineros. Lo primero que hicieron, pues siempre llueve sobre mojado, fue llamar a declarar a todos cuantos tenían antecedentes penales, menos a los insolventes y usureros, que en el pueblo no eran pocos. Pero a las cuarenta y ocho horas tuvieron que soltarlos. Estaban a oscuras, y lo estaban también los «confidentes» locales de los carabineros. Entretanto, se preparaban los funerales, con la pompa que cumplía a la condición de las víctimas y familias, a la resonancia del caso, al pesar de la gente; y la policía decidió solemnizarlos e inmortalizarlos con una filmación, preparada en tal secreto que ni uno solo de los que participaron en el cortejo fúnebre dejó luego de aparecer en la pantalla con una cara que parecía decir al objetivo, al operador, a los investigadores: «Sé que estáis ahí, pero perdéis el tiempo: ésta es la cara de un caballero, de un inocente, de un amigo de las víctimas».

Siguiendo a los muertos, que llevaban a cuestas sus clientes más leales y robustos, y que pesaban como plomo por ser los ataúdes de nogal macizo, con incrustaciones de bronce por contera, los amigos de la farmacia hablaban del anónimo, hurgaban en el pasado de Manno, mostraban todo el duelo que hacía al caso por el pobre doctor Roscio, quien sin tener nada que ver había pagado con la vida la imprudencia de acompañar al farmacéutico después de la amenazadora carta. Pues, con todos los respetos por el farmacéutico, ahora que la amenaza de muerte se había atrozmente cumplido, preciso era reconocer que un móvil del delito debió de haber, por absurdo que fuera, por insignificante, lejana, involuntaria que fuera la (mala) acción de la víctima en que se fundaba. Porque la carta bien claro lo decía: «Morirás por lo que has hecho». Luego alguna culpa, leve, antigua, pero culpa, debía de tener el farmacéutico. Aunque por otro lado nadie hace nada por nada: no se mata a un hombre (en este caso a dos, contando al inocente doctor Roscio) por una cosa de nada. En caliente, estamos de acuerdo, se puede matar por un adelantamiento, por una palabra, pero aquél era un crimen planeado en frío, para vengar alguna ofensa difícil de olvidar, de esas que el tiempo, en vez de borrar, recrudece. No faltan, de acuerdo también, locos que se obsesionan con alguien, que creen que ese alguien los persigue, secreta, constantemente. Pero ¿de verdad puede decirse que aquél era el crimen de un loco? Aparte de que entonces los locos serían dos, y cuesta creer que dos locos se pongan de acuerdo. Porque dos eran los asesinos: nadie se arriesgaría a enfrentarse solo a dos personas armadas con escopetas cargadas y listas, conocidas además por ser tiradores bastante rápidos, bastante certeros. Cosa de locos sí era la carta: ¿por qué avisar? ¿Y si el farmacéutico, consciente de su culpa (que seguro que la había), o simplemente asustado, hubiese renunciado a salir de caza? ¿No se habría ido al traste el plan de los asesinos?

—El anónimo —dijo el notario Pecorilla— es típico de los crímenes pasionales: por mucho que sea un riesgo, el vengador quiere que la víctima empiece a morir y a la vez reviva su culpa desde que recibe el aviso.

—Pero el farmacéutico no empezó a morir, ni mucho menos —repuso el profesor Laurana—. Puede que se turbara algo la tarde del anónimo, pero después bromeaba, estaba tranquilo.

—¿Quién sabe lo que un hombre puede ocultar? —observó el notario.

—Ocultar, ¿por qué? Al contrario, si hubiera tenido alguna sospecha, lo más sensato habría sido…

—… comunicarla a los amigos y hasta al sargento —concluyó el notario con ironía.

—¿Y por qué no?

—¡Ay, querido amigo! —contestó el notario con asombro y reprobación, aunque afectuosamente—. Supón, querido amigo, que Manno, que en paz descanse, en un momento de flaqueza, de locura… Somos humanos, ¿no? —Buscó consenso entre los presentes y no le faltó—. A la farmacia van más mujeres que hombres, el farmacéutico es considerado casi un médico… Vamos, que la ocasión hace al ladrón… Alguna jovencita… Cuidado, no me consta que el difunto tuviera este flaco, pero ¿quién lo asegura?

—Nadie —dijo don Luigi Corvaia.

—Ajá, ¿lo ve? —continuó el notario—. Y yo diría que hasta alguna razón hay para sospechar que… Hablemos claro: él se casó por interés. Basta con mirar a su mujer, la pobre, para darse cuenta: buenísima mujer, no lo niego, llena de virtudes, pero fea, la pobre, fea como ella sola…

—Él vivió en la pobreza —dijo don Luigi—, y como todos los que han sido pobres era codicioso y avaro, sobre todo de joven… Luego, casado y con la farmacia yendo bien, parece que cambió.

—Usted lo ha dicho: parece. Porque en realidad era un tipo cerrado, duro… Pero a lo que íbamos, ¿os acordáis, por ejemplo, de cuando hablábamos de mujeres?

A la pregunta del notario se apresuró a contestar don Luigi:

—Se quedaba callado, escuchaba y no decía nada.

—Y eso, seamos sinceros, nosotros que tanto hablamos de mujeres, es propio de quien trajina. A veces, ¿os acordáis?, esbozaba una sonrisa como diciendo: «Vosotros hablad, que yo trajino». Y hay que considerar que era un buen mozo.

—Eso que dice, mi querido notario, nada prueba —intervino el profesor Laurana—. Y aunque fuera verdad, o sea que sedujera a alguna muchacha o deshonrase a alguna casada, por emplear un lenguaje de vieja novela popular, falta explicar por qué, al recibir el anónimo, no habría de comunicar al sargento sus sospechas acerca de la identidad del autor.

—Porque a veces, entre perder la paz del hogar y ganar la paz eterna, uno elige la paz eterna, ni más ni menos —repuso el señor Zerillo, con una expresión que claramente reflejaba cuánto lamentaba no haber sido hasta entonces capaz de elegir lo mismo.

—Pero el sargento, con discreción… —empezó a objetar el profesor Laurana.

—No sea necio —lo interrumpió el notario—. Pero disculpe, le explico luego… —Habían llegado ya frente a la iglesia del cementerio, donde se pronunciaban los discursos fúnebres, y el notario justamente era el elegido para loar las virtudes del difunto farmacéutico.

Pero no le hizo falta al profesor que el notario le explicara nada; en efecto, había sido un necio.

Ya la tarde anterior, con exquisitas alusiones, con delicados eufemismos, había el comisario invitado a la viuda de Manno a hacer memoria, a recordar si alguna vez, por alguna razón, como ocurre en todo tiempo y lugar, había tenido una sombra, decía bien, una sombra de sospecha, no, ¡por Dios!, de que su marido tuviera una relación extraconyugal o la engañara a veces, sino de que alguna mujer fuera tras él, se le insinuase, frecuentase mucho la farmacia; la impresión más vaga, en fin; con eso se conformaba. La mujer dijo que no, cada vez que se lo preguntaban, decididamente. No se dio por vencido el comisario, sin embargo; mandó traer al cuartel a la sirvienta y tras seis horas de paternal interrogatorio logró hacerle admitir que sí, que una vez hubo en la pareja un pequeño incidente a propósito de cierta joven que, según la señora, aparecía mucho por la farmacia (la farmacia ocupaba el bajo de la casa y a la señora le resultaba fácil ver cuando quería a los que entraban y salían). Pregunta: «¿y el farmacéutico?». Respuesta: «Lo negaba». Pregunta: «¿y usted qué pensaba?». Respuesta: «¿Yo? ¿Yo qué pinto?». Pregunta: «¿Sospechaba lo mismo que la señora?». Respuesta: «La señora no sospechaba nada: la chica le parecía algo fresca, y un hombre es un hombre». Pregunta: «Algo fresca, y muy guapa». Respuesta: «Para mí no tan guapa, pero fresca, mucho». Pregunta: «Algo fresca, o sea, algo ligera de cascos, ¿es eso lo que quiere decir?». Respuesta: «Sí». Pregunta: «¿y cómo se llama esa joven?». Respuesta: «No lo sé», con las variantes «No la conozco», «No la he visto en mi vida», «La vi una vez y ya no me acuerdo»; así desde las dos y media hasta las siete y cuarto, hora en que, por repentino despertar de la memoria, la sirvienta recordó no sólo el nombre, sino también la edad, la calle y el número del domicilio, los parientes hasta quinto grado e infinidad de datos relativos a la muchacha en cuestión.

Con lo que a las siete y media la muchacha en cuestión comparecía ante el comisario, y el padre de la muchacha esperaba ante el cuartel; y a las nueve la futura suegra de la muchacha, acompañada de dos amigas, se presentaba en casa de la muchacha y devolvía un reloj de pulsera, un llavero, una corbata y doce cartas, y pedía la inmediata devolución de un anillo, una pulsera, un velo de misa y doce cartas. Ventilada la ceremonia, que rompía para siempre el noviazgo, y para malévolo remate de ella, hizo la ex futura suegra la siguiente exhortación: «Buscaos a otro tonto», dando por cierto a entender que su hijo era poco inteligente, por haber casi arriesgado la honra por una mujer que se lió con el farmacéutico; exhortación que arrancó gemidos de vergüenza y rabia a la madre de la muchacha y a los parientes que habían acudido. Se marchó la vieja aprisa, antes de que los otros se repusieran y montaran en cólera, seguida de las dos amigas, y ya en la calle, para que la oyeran los vecinos, gritó: «No hay mal que por bien no venga. ¡Ojalá lo hubieran matado antes de que mi hijo pisara esa casa!», refiriéndose desde luego al farmacéutico, que recibió así el segundo elogio fúnebre del día.