—¿Cuándo fue eso?
—Anoche.
—¿Y están todos muertos?
—Todos.
—¿No pensabas decírmelo…?
—Decírtelo significaba confesarte la verdad y no quería hacerte sufrir. Siempre mantuve la esperanza de que cuando yo desapareciera nadie vendría a contarte lo que hice.
—Ya vinieron.
Doña Aurora Polanco de Pocaterra se aproximó una vez más a la ventana y observó el valle en el que las palmeras y los árboles habían cesado de danzar enloquecidos, y la hojarasca dormía nuevamente en tierra porque ya la furia del vendaval había pasado y el mundo comenzaba a recuperar su normal apariencia.
Caía la tarde, el sol buscaba descansar todo su peso sobre la línea de las lejanas colinas, y los primeros pájaros osaban abandonar sus refugios y lanzarse a perseguir velozmente a las miríadas de desorientados insectos que pululaban de un lado a otro sin tomar plena conciencia de qué era lo que en verdad había ocurrido.
La calma regresaba a Cantagallo tras aquel fatigoso paréntesis de calor y viento, y el estruendo daba paso a un dulce silencio roto tan sólo por el tímido piar de algunos polluelos entre las ramas de las ceibas.
El Ama evocó el amplio rostro y la eterna sonrisa de Américo Ospina; se remontó a los lejanos tiempos en que pasaba largas temporadas en la hacienda como inseparable compañero de su hijo, y cayó en la cuenta que en el dormitorio del ala norte, aquél que siempre le estuvo reservado, se guardaban aún algunas de sus camisas y un par de botas que se le quedaron pequeñas.
¡Américo! El eterno inventor de travesuras; el mejor cazador de los contornos; el mayor y más divertido mentiroso de la isla, estaba muerto, y agradeció a su mente que no fuera capaz de ofrecerle la imagen de su rostro tal como su hijo se lo había descrito; desencajado y con los ojos casi fuera de las órbitas, pero no quiso agradecer a su corazón que hubiera sabido resistir tan destructivo relato.
Deseaba estar muerta. Prefería mil veces estar tan muerta como Américo Ospina, que continuar allí, en pie ante la ventana, rumiando hasta desmenuzar la horrenda historia de los crímenes sin cuento de su hijo.
—Mil veces muerta, sí… —musitó quedamente—. Hubiera sido mejor que me enterraran viva como a él, que tener que escuchar lo que he oído, aceptar que existen seres como tú, y que he tenido que ser yo quien lo trajera a este mundo…
No obtuvo respuesta porque Darío Pocaterra parecía haber consumido ya todas las palabras a que tuviera derecho en esta vida, por lo que doña Aurora se volvió y lo miró de frente, a los ojos, aunque se diría que ya no había lugar para la ira, el odio, ni aun la tristeza en aquella mirada, sino tan sólo una profunda repugnancia y un desprecio tan hondo que obligaban a pensar que por algún extraño mecanismo, había dejado de improviso de ser madre, olvidando por completo que algún día pudo serlo, como si una parte de su cerebro y su memoria se hubieran desactivado del resto de su mente.
Aún permaneció unos instantes muy quieta, casi estatuaria, dando la sensación de que tan sólo su cuerpo seguía clavado al viejo suelo de oscura madera del salón, y su espíritu había emprendido un largo viaje a ninguna parte, o tal vez al insondable vacío en que se había convertido a partir de aquella tarde su existencia.
Por último avanzó apenas unos pasos y aflojó uno de los nudos que sujetaban los brazos de Darío al pesado sillón en el que tantísimas veces se sentara aquel gran hombre que fue don Balbino Pocaterra.
—Matarte ahora constituiría un castigo muy leve —señaló roncamente—. Ya no me considero tu madre y por lo tanto no soy quién para aplicar la pena que te correspondería por la bestialidad de tus crímenes… Vete y que otros, o tu propia conciencia, te persigan por el asesinato de tantos inocentes y el mío propio, porque a mí me has matado con muchísima más crueldad que a Américo Ospina.
Salió del salón despacio, encorvada y tambaleante porque mil años habían caído en pocas horas sobre sus frágiles espaldas, y abandonando la vieja mansión colonial antaño alegre y luminosa que jamás volvería a conocer ya tiempos mejores, encaró, decidida y serena, el amplio sendero que conducía al hermoso mirador de La Roca de Cantagallo.
El cielo, de un rojo sangre, parecía haberse vestido de gala para despedir al vendaval que se alejaba hacia el Oeste, y una calma infinita, calma de muerte, había heredado el dominio del valle estremecido y rugiente hasta minutos antes.
Doña Aurora, con la mente en blanco porque hasta la última de sus ideas acababan de arrancársela a la fuerza, continuó avanzando atenta únicamente a que la invadiera la belleza y la serenidad del paisaje que la circundaba; aquel paisaje que la hizo feliz desde el día que puso el pie en la hacienda y del que siempre había dicho que no comprendía cómo nadie podía arrojarse al abismo después de haberlo contemplado. Cuando alcanzó al fin el banco labrado en piedra se detuvo y no permitió que nada, nada más que el esplendor del valle sobre el que comenzaban a extenderse las sombras, se adueñara de ella y de su ánimo, pues necesitaba convencerse a través de aquel valle de que Dios, el Dios que lo había creado tan perfecto, no había sido una víctima más de aquella guerra absurda, cruel y sin sentido.
El sol se iba y le pidió que le esperara.
Dio un último paso y en ese instante escuchó la voz de un extraño a sus espaldas:
—¡Madre!
Se volvió sin desearlo. Allí, en el centro del camino, en mitad del paisaje, destrozándolo con su figura indigna, se encontraba Darío Pocaterra, quieto, con las piernas abiertas y el aire decidido.
—¡No lo hagas, madre! —suplicó con dulzura—. Tú no tienes la culpa.
Después, muy lentamente, alzó la mano armada del viejo revólver de su padre, se introdujo el cañón en la boca y tras mirarla por última vez a los ojos, apretó, muy despacio, el gatillo.
Aurora Polanco de Pocaterra el Ama, pudo ver cómo el cerebro de su hijo saltaba por los aires, y la postrera ráfaga de viento del vendaval vencido lo arrastraba muy lejos.