Se encerró en su habitación; aquella misma habitación en la que ella había permanecido oculta tanto tiempo y que se había convertido con su ausencia en la más impersonal de todas las impersonales habitaciones de hoteles de este mundo, y no quiso ver a nadie ni responder ninguna llamada hasta que fue una vez más Wolf Herrera quien subió a sacarle de su encierro.
—He venido a despedirme —dijo tomando asiento como siempre en la butaca y colocando los pies con gesto de cansancio sobre la mesa—. Esto se acaba.
—Completamente. García-Godoy asumirá el poder, los soldados regresarán a sus cuarteles, los «muchachos» entregarán las armas y Caamaño, Wessin e Imbert Barrera tomarán posesión de lejanas embajadas muy distantes entre sí… —Sonrió mientras encendía con parsimonia un cigarrillo—. ¡Y aquí no ha pasado nada!
—Lo dudo.
—Pues no lo dudes… Mañana Caamaño da un almuerzo de despedida a los periodistas, y aunque los espaguetis con cerdo me revuelven las tripas, acudiré a escuchar su último discurso y por la noche dormiré en Caracas.
—¿Echarás esto de menos?
—No. Ha sido una bonita experiencia, pero ya está bien… Quiero descansar, pasar una larga temporada con mi familia, y meditar largamente sobre cuanto he visto… Tal vez, incluso, escriba un libro.
—¿Estaré yo en ese libro?
—Prefiero que no… —Le observó largamente y se diría que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a añadir, pero al fin lo hizo—: La verdad es que no sé por qué he subido… Hace tiempo decidí olvidarme de ti, ignorarte, pero hay algo, tal vez el hecho de que te conocí siendo de otro modo, que me ha hecho venir… —Hizo una nueva pausa—. Quiero darte un consejo; un buen consejo… Márchate de Santo Domingo…
—¡Vaya! —exclamó Darío tratando de sonreír forzadamente—. Eres el segundo que me aconseja lo mismo en veinticuatro horas.
—Pues no lo eches en saco roto… Estás en la lista, Darío… Hay listas de un lado y de otro, pero tú estás en la peor, porque por ti nadie moverá un dedo. El lunes Buck Bucanan y su gente se habrán ido y no querrán saber nada de los que quedaron atrás ni os agradecerán haberles ahorrado el trabajo sucio… Los «constitucionalistas» se ayudarán; los militares se apoyarán; los comunistas formarán de nuevo un fuerte bloque, pero tú… —Negó con la cabeza, pesimista—. A ti y a los tuyos todos os rechazarán. Unos por odio, otros por desprecio, y otros porque no querrán que os relacionen con ellos… Los verdugos nunca tuvieron amigos…
—Es muy duro eso que dices.
—Es la verdad, y lo sabes… Ignoro por qué te metiste en esto. Ni siquiera quiero saberlo pese a que creo que me ayudaría a comprender mejor a los seres humanos, lo cual resulta básico en mi profesión, pero ahora el dominicano que no vaya a cortarte la cabeza será porque preferiría cortarte los cojones… Aquí habrá paz, o no la habrá, no lo sé, pero lo que resulta evidente, es que los tipos como vosotros sobran, y si no se quitan de en medio por sí mismos, alguien acaba eliminándolos. Incluso tu amigo Ospina, que ya se ha vuelto a casa, está dispuesto a volarte los sesos…
—¿Y adónde crees que puedo ir?
—Eso tú lo sabrás… —Se encogió de hombros—. Si eres como yo imagino, te esconderás en algún sitio donde tengas ocasión de meditar e imponerte tu propio castigo. Si eres como los demás aseguran, acabarás uniéndote a la pléyade de asesinos y provocadores fascistas que pululan por el mundo poniéndose al servicio de las dictaduras más reaccionarias. Depende de ti.
—¿Y pese a no estar seguro de qué es lo que voy a elegir, has venido a avisarme?
Wolf Herrera asintió con un gesto.
—Tal vez algún día me arrepienta —admitió—. Pero si no hubiera venido, habría empezado a arrepentirme mañana mismo… —Se puso en pie y no hizo ademán de tenderle la mano, sino que se encaminó directamente a la puerta, y ya en ella, le lanzó una última mirada—. ¡Adiós, Darío! —dijo—. Te juro que eres la última persona de este mundo en cuyo pellejo me gustaría encontrarme. Te debe resultar muy difícil continuar viviendo contigo mismo.
Se fue, cerrando despacio y sin hacer ruido, y Darío permaneció muy quieto, con las puntas de los dedos en la frente y los codos apoyados en la rodilla, meditando en cuanto acababa de escuchar y digiriendo la bilis que parecía haber convertido su estómago en un crisol al rojo vivo. La sangre había huido de su rostro y su pierna izquierda parecía atacada de un leve e incontrolable temblor convulsivo. Sentía ira, vergüenza, angustia, miedo, y un indescriptible dolor que le estrujaba el corazón, porque presentía que el momento de rendir cuentas de sus actos se iba acercando a pasos agigantados, y cada uno de esos pasos le aproximaban más y más a la comprensión de la espantosa monstruosidad de tales actos.
Al cabo de diez minutos, cuando consideró que había recuperado el control sobre sí mismo, alargó la mano, tomó el teléfono y marcó un número.
—Caamaño almorzará mañana en el Césare —dijo cuando escuchó la voz que le respondía al otro lado.
—¿Cómo lo sabes? —fue la inmediata respuesta.
—Se despide de los periodistas y el Césare es el único restaurante decente abierto en Ciudad Nueva. Además es el único que prepara espaguetis con cochino…
—Es el lugar perfecto… —El tono de Chuchú Gamazo se había alterado—. Se le puede cazar cuando cruce la acera y tenemos una escapatoria ideal por la Washington donde no hay ya apenas controles… Cuando quieran reaccionar estaremos en la Universitaria y no habrá quien nos encuentre… —Hizo una pausa y se diría que se estaba esforzando por ordenar sus ideas—. Lo mejor es que entremos por separado… —Señaló por último—. Avisaré a los otros. Y nos reuniremos en la oficina de Santos Parra a las doce en punto… ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Colgó, salió a la terraza, respiró profundamente el aire de la noche que olía a mar y tierra mojada, contempló las luces de la ciudad en calma en la que habían cesado los tiroteos nocturnos, y se preguntó por qué había hecho aquello.
No tenía ningún interés en que Caamaño muriese, y ninguno tampoco en correr el riesgo de ser víctima de su propio atentado, pero tal como habían asegurado Wolf Herrera y aquella vieja loca que vivía con Apolonia, era ya un hombre marcado y lo único que podía hacer olvidar tan infamante estigma, era demostrar que, además de asesinar gente indefensa a sangre fría, era capaz de arriesgar la vida por un ideal, aunque ese ideal fuera otro asesinato.
—Si conseguía su objetivo y el coronel Caamaño, jefe de las fuerzas Constitucionalistas, caía definitivamente, la mitad de los dominicanos estarían dispuestos a olvidar sus anteriores canalladas, y si fallaba, por lo menos reconocerían que tuvo el valor de dar la cara metiéndose en plena boca del lobo.
Aunque nunca hubiera tenido ideales, una acción semejante serviría a su modo de ver para dar cobertura moral a sus pasados actos, y serviría, también, para obligar a sus compañeros de fechorías a demostrar que tenían el valor de hacer algo más que torturar y asesinar impunemente.
Se sentía satisfecho consigo mismo. Por primera vez en mucho tiempo no renegaba interiormente de su comportamiento y le agradaba comprobar que no tenía miedo y no le importaba enfrentarse con un arma en la mano a la temible Guardia Personal del coronel.
La noticia que Wolf Herrera le había dado de que Américo Ospina no se encontraba ya en Ciudad Nueva también le tranquilizaba, porque lo único que no hubiera deseado nunca era tener que disparar contra su amigo o que una bala perdida le alcanzara en la refriega. Puede que Américo se sintiera en verdad capaz de volarle la cabeza por lo que había hecho, pero él personalmente aborrecía la idea de ensuciarse con su sangre. Américo había luchado honradamente por lo que habían sido sus ideales, y hubiera resultado muy triste que una bala que no le estaba destinada, acabara con su vida cuando ya la contienda concluía.
Esa noche durmió como no había dormido en mucho tiempo y a la mañana siguiente, con la primera claridad del día, se dio un baño, se afeitó, se vistió con unos usados tejanos y una camisa de flores, y, ocultando los ojos tras unas discretas gafas oscuras, se fue a dar un largo paseo por la orilla del mar, dejando pasar el tiempo hasta que llegara la hora de arriesgarse a penetrar en Ciudad Nueva.
Alcanzó el punto exacto en que había sido asesinado el Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, Benefactor de la Patria, tomó asiento sobre el monumento que conmemoraba aquel acto considerado gesta gloriosa por unos y execrable crimen por otros, y se preguntó si algún día tal vez también levantarían un monolito frente al Césare, que parte de los dominicanos considerarían en honor del coronel Caamaño, y otros glorificación de sus ejecutores.
Entendía ahora, como nunca soñó hacerlo, el estado de ánimo de los conjurados durante la larga espera que tuvo lugar allí mismo, al otro lado de la calzada, cuando permanecieron durante horas apostados y con las armas listas aguardando la aparición del coche del dictador, y se preguntó cuántos de ellos tomarían conciencia de que probablemente aquel acto se volvería en su contra convirtiéndoles de heroicos verdugos en denostadas víctimas.
¿Había valido la pena?
Aquélla era una pregunta que no tenía respuesta, o que tal vez tenía millones de respuestas dependiendo de a quién se lo preguntaran, pero lo cierto era que si aquel 30 de mayo un grupo de hombres no hubieran decidido seguir adelante con su idea, nunca hubiera estallado una guerra civil en la isla, y él no se encontraría ahora allí, cansado de todo y asqueado de sí mismo.
Sobre las once se puso de nuevo en pie, lanzó una larga mirada al mar, que parecía más azul, transparente y tranquilo que nunca, sintió una ráfaga de nostalgia por los días en que acudía con Serena a La Romana a hacer pesca submarina, y emprendió, sin prisas, el camino que había de conducirle al corazón del territorio controlado por los amigos de aquéllos a los que había estado asesinando impunemente.
Ya todo era distinto; la normalidad parecía haber vuelto a la ciudad, y salvo por algunos distraídos soldados que le vieron pasar sin prestarle atención y un par de «rebeldes» armados que charlaban y reían en el extremo de la calle, nada indicaba que en la capital dominicana perdurara la lucha fratricida que había sumido al país en el caos durante meses.
Bajó por Julio Verne hasta la plaza de la Independencia, y tomó asiento en un banco, a la sombra de un copudo samán, en un lugar discreto desde el que podía dominar la entrada al edificio donde se encontraba ubicada la oficina de Santos Parra, en la calle Palo-Hincado.
Había mucho movimiento en las proximidades; la gente iba de un lado a otro apresuradamente como si les urgiera volver a poner de nuevo la ciudad en marcha tras el largo paréntesis de inactividad, y nadie parecía reparar en él, como no reparaban tampoco en los escasos «muchachos» armados que deambulaban sin rumbo por unas calles que comenzaban a dejar de pertenecerles.
A las doce en punto lanzó una discreta ojeada a su alrededor y cruzando la calle penetró en el zaguán, desde el que espió de nuevo antes de decidirse a subir a la primera planta en la que tan sólo se abría una única puerta a la que golpeó discretamente.
No obtuvo respuesta.
Repitió la llamada, pero el eco, a local vacío, le hizo comprender que sus compañeros aún no habían llegado, lo cual no le sorprendió porque apenas pasaban un par de minutos de la hora señalada, y él, que había estado atento al portal, no los había visto.
Dudó entre regresar a su puesto en el banco o permanecer allí y optó por lo segundo, que se le antojó más seguro, ya que el edificio, que se encontraba ocupado por grandes oficinas a las que sin duda sus empleados no habían decidido regresar todavía, aparecía momentáneamente abandonado.
Tomó asiento en un escalón del rellano, y al apagar el quinto cigarrillo llegó a la conclusión de que no vendrían. Aun así, aguardó veinte minutos, y a la una y media en punto se puso en pie y salió de nuevo a la calle abrumado por una indescriptible sensación de frustración, alivio y rabia.
El calor se había vuelto bochornoso; el sol caía a plomo agobiando a la ciudad y sus habitantes, y los atareados peatones de horas antes habían optado sin duda por buscar refugio en la semipenumbra y el frescor de sus casas.
Descendió por Palo-Hincado hasta Arzobispo Portes con la idea de seguir por ella y alcanzar La Frontera por un lugar casi opuesto a aquél por el que había entrado, y no pudo evitar una leve sonrisa al descubrir en la próxima esquina el carrito de «Frío-frío» que habían utilizado para introducir armas en la ciudad.
El escuálido negro, aquel omnipresente hombrecillo que parecía estar destinado a cruzarse eternamente en su camino, dormitaba a la sombra del rayado toldo con la mano aferrada a una rueda como si temiera que alguien aprovechara el momento de distracción para volver a despojarle de su armatoste, y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para abrir los ojos y entender lo que le estaba diciendo.
—Uno de guanabana.
—¿Eh…?
—Uno de guanabana, abuelo… ¡Doble…!
—Sí, hijo, sí… Ahora mismo…
El negro se puso trabajosamente en pie, abrió la tapa, raspó cuidadosamente el hielo procurando que ni una brizna cayera fuera del cucurucho de papel y luego alzó la vista, y le miró entre sueños.
—¿De guanabana, has dicho…?
Asintió, observó cómo buscaba el frasco elegido como si le costara un enorme esfuerzo reconocerlo, pagó, tomó el «Frío-frío» y se disponía a llevárselo a la boca, cuando desde el otro lado de la calle, alguien gritó:
—¡Eh, tú…! ¡Pocaterra…!
Miró hacia allá, alarmado, y tardó un instante en avistarlo, pero al fin pudo distinguir a un hombre, el malhadado Teófilo Barragán; el vendedor de lotería que jamás había dado en toda su vida un premio a nadie, que le observaba desde el balcón de un segundo piso aguzando la vista como si estuviera intentando cerciorarse de que no se equivocaba.
—¡Pocaterra…! —repitió de nuevo a voz en grito—. ¿Qué haces aquí, hijo de la gran puta…? ¡Canalla…! ¡Asesino…!
Echó a correr arrojando lejos el cucurucho y empujando al pobre negro contra el carro que a punto estuvo de volcarse, y al llegar a la esquina aún pudo escuchar los insultos de Barragán que aullaba fuera de sí:
—¡¡Espera, cabrón…!! ¡¡Espera…!! ¡Detengan a ese hijo de puta…! Tú, Sebastián… ¡Agárralo…! ¡Mátalo…! Es Darío Pocaterra, uno de los de la «Caracola».
Luego todo fueron voces, llamadas y disparos destinados sin duda a atraer la atención, y en pocos minutos las calles hirvieron de actividad y se diría que «rebeldes» armados surgían de todas las casas y todas las esquinas preguntándose qué era lo que ocurría y a quién estaban persiguiendo.
Corrió desalentado en busca de «la línea», pero cuando la tuvo a la vista comprendió que sus centinelas estaban ya alerta porque advirtió que miraban hacia él empuñando sus armas, y dando media vuelta se adentró por un callejón que encontró a su izquierda y corrió de nuevo aunque no tenía ni idea de adónde conducía.
Muy pronto llegó a la conclusión de que estaba acorralado. Coches con gente armada cruzaban de un lado a otro, sonaban nuevos tiros, silbatos y órdenes, y alguien desde una ventana gritó:
—¡Allí va! ¡Allí va! —Lo que le obligó a doblar otra esquina tratando de escapar a su mirada.
Vio un portal abierto y penetró en él trepando a saltos por los escalones hasta alcanzar el último piso. Buscó la puerta que conducía a la azotea, pero la halló cerrada, y eso le obligó a volver sobre sus pasos para detenerse, jadeante y tembloroso en el siguiente descansillo donde trató de hacer un supremo esfuerzo por serenarse.
Prestó atención; aguzando el oído aún por encima del violento golpear de su propio corazón, le llegaron nuevas voces, y atisbando hacia abajo distinguió a tres hombres armados que subían.
Calculó la altura. Cuatro pisos eran más que suficientes para estrellarse contra el suelo porque estaba convencido de que no permitiría que lo agarraran con vida y le juzgaran sumariamente aquella partida de muertos de hambre zarrapastrosos, para fusilarle luego arrojándole al río como había arrojado él a tantos desgraciados.
Habían llegado ya al segundo piso. Se mordió los labios y se aferró a la barandilla dispuesto a dar el salto, pero en ese momento advirtió que una puerta se abría frente a él y le hacían silenciosas señas para que se apresurara a entrar.
Lo hizo porque lo mismo daba lanzarse por el hueco de una escalera que por una ventana, y el desconocido encajó con sumo cuidado la puerta y se llevó un dedo a los labios ordenándole que le siguiera en silencio por un oscuro, mugriento y apestoso pasillo.
A la escasa luz que penetraba por un ventanuco no pudo precisar si se trataba de un hombre muy viejo o tan encorvado por alguna dolorosa enfermedad, que al mostrar en primer plano su despoblada cabeza de ralos cabellos blanquecinos, obligaba a considerarle mayor de lo que era en realidad.
Más tarde, tampoco pudo averiguarlo. El desconocido de tez tan pálida que resultaba a ratos verdosa, profundas ojeras y descuidada barba, parecía más bien un cadáver ambulante que recorriera en silencio aquellas tétricas estancias, que un auténtico ser viviente, capaz de moverse y respirar.
—Aquí no corre peligro… —susurró casi inaudiblemente mientras arrastraba sus destrozadas zapatillas de felpa por el pringoso suelo—. Aquí no corre ningún peligro —repitió—. ¿Por qué le persigue la chusma roja?
—Quieren matarme.
—En ese caso, es mi amigo… —Habían llegado a lo que un millón de años atrás debió ser un acogedor salón de clase media baja, y Darío comenzó a entender las razones de su salvador cuando advirtió que la pared principal se encontraba presidida por un enorme retrato del Generalísimo Trujillo en uniforme de gala.
—¡Siéntese! —murmuró de nuevo aquella especie de alcayata humana sin alzar el rostro, señalando el destartalado sillón que se encontraba a los pies del cuadro—. «Él» le protegerá. «Él» siempre protegió esta casa… —Y luego añadió orgullosamente—: Amó a mi esposa.
—¿Cómo dice? —inquirió temiendo haber oído mal.
—Digo que amó a mi esposa… —Repitió en el mismo tono—. ¡Es muy guapa! ¡Muy, muy hermosa!, y «Él» tuvo a bien fijarse en ella… Ahora se está muriendo… ¡Pobrecita! Hace ya cuatro años que se está muriendo, pero aún sigue siendo muy, muy hermosa… ¿Quiere verla…?
Sin aguardar respuesta le tomó del brazo con una mano que parecía pertenecer a un esqueleto, y obligándole a ponerse en pie le condujo a la puerta de la estancia vecina, de la que surgió, como una bofetada, un vaho de pútrida pestilencia.
—¡Mírela! ¿No es bella?
El espectáculo resultaba en verdad repelente, porque desnudo sobre una enorme y hedionda cama aparecía el esquelético cuerpo de una mujer cubierta de pústulas y mugre de la que se desprendía aquella fetidez insoportable.
Le asaltó un vahído y tuvo que aferrarse al quicio de la puerta para no caer al suelo o vomitar sobre la propia enferma y regresando de nuevo bajo el retrato del Benefactor de la Patria se esforzó cuanto pudo hasta conseguir articular:
—Sí que es muy bella… ¿Qué tiene?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —se asombró—. Hace cuatro años que está enferma y no ha llamado a un médico.
—¿Y si se la llevan? —fue la extraña respuesta—. ¿Se imagina lo que sería vivir solo en esta casa tan enorme…? ¿Y qué ocurriría si cualquier malnacido le cuenta que el Generalísimo ha muerto? Saber que él ya nunca le hará el amor la mataría del disgusto… —agitó la cabeza pesaroso—. ¡Casi me mata a mí…!
Pasó tres largas, espantosas e inolvidables horas en compañía de aquel despojo viviente cuya única razón de ser, pasada, presente y futura, se basaba en el hecho de que veinticinco años atrás su «hermosísima» esposa se había acostado con un tirano durante dos maravillosas semanas, y que aún parecía mantener la esperanza de que tal portentoso hecho se repitiera pese a que de los culpables de sus cuernos, uno estuviese muerto hacía dos años, y la otra con pie y medio en la tumba.
Cuando salió de nuevo a la calle había oscurecido, y aunque una fresca brisa que llegaba del mar barría la ciudad, aún le persiguió durante largo rato el hedor a muerte y miseria de aquel repugnante mausoleo ubicado en el cuarto piso de un céntrico edificio de la capital de la nación.
No vio a nadie. Había luz en las ventanas e incluso de algunas de ellas surgían voces y música, pero se diría que la ciudad se había retirado pronto a dormir y cuando cruzó la Pasteur y se supo fuera de los límites de la zona controlada por los «rebeldes», tuvo que tomar asiento en el escalón de un portal porque ya las piernas se negaban a sostenerle.
Tan sólo entonces se sintió lo suficientemente sereno como para detenerse a meditar en el hecho de que sus compañeros le habían abandonado en pleno corazón de territorio enemigo, y por unos instantes quiso creer que tal vez los habían apresado y a aquellas alturas ya habrían sido fusilados, pero llegó a la conclusión de que no resultaba lógico que los tres se hubieran dejado capturar al mismo tiempo, y tras descansar un largo rato y recuperar el control sobre sí mismo, decidió emprender a pie y sin prisas el largo camino que debería llevarle, atravesando la mayor parte de la ciudad, al viejo caserón a orillas del Ozama.
Estaban allí, en el sótano, fumando, dando buena cuenta de un par de botellas de ron, y aparentemente aguardando su llegada en compañía de Buck Bucanan.
—¿Qué pasó, hermano? —fue lo primero que dijo Chuchú Gamazo, sonriendo abiertamente a modo de saludo—. ¿Te perdiste?
—¿Me perdí? —repitió incrédulo—. Creí que habíamos decidido matar a Caamaño y pasé dos horas esperando a tres hijos de puta que no se dignaron aparecer. Luego casi me agarran esos cerdos, y estoy vivo de milagro… —Su voz denotaba su incontenida ira—. ¿Por qué coño no fuisteis?
—Hubo un cambio de planes —fue la tranquila respuesta.
—¿Un cambio de planes? —se asombró—. ¿Tan sólo un simple cambio de planes…? ¿Qué cambio de planes que mereciera dejarme a merced de los comunistas?
—Nos equivocamos de objetivo.
—No. No nos equivocamos de objetivo. Caamaño estaba donde yo dije.
—Pero es que el objetivo no es Caamaño… —El tabaquero hizo una larga pausa, pretendiendo con ello desconcertar aún más a su interlocutor y exacerbar su curiosidad—. El objetivo es Imbert Barrera.
—¿Cómo has dicho? —inquirió anonadado.
—Que el objetivo, el auténtico objetivo que ahora nos interesa, es el general Antonio Imbert Barrera.
—¿Imbert Barrera? ¿El presidente de la Junta Militar?
—El mismo.
—¿Pero qué estupidez es ésa? ¿Cómo vamos a matar a un general?
—Muy sencillo. Matándolo.
Darío Pocaterra recorrió con la vista los rostros de Santos Parra, Winston Domínguez y el «gringo» Buck Bucanan, y lo que leyó en sus ojos le llevó al convencimiento de que Chuchú Gamazo no estaba bromeando.
—No entiendo nada —admitió al fin—. ¡Nada de nada! Esta mañana estábamos decididos a matar a Caamaño, y ahora pretendéis volveros contra su principal enemigo. ¿Por qué?
El tabaquero, que había llenado hasta los bordes un vaso de ron, se lo tendió tomando asiento según su costumbre en la mesa de tortura, encendió la colilla del habano que se le había apagado y, sin dejar de sonreír, señaló:
—Es muy sencillo: si matamos a Caamaño creamos un mártir, y si matamos a Imbert Barrera también. Y mártir por mártir nos interesa más que sea uno de los nuestros… En estos momentos la paz está a punto de firmarse, la mayoría de los «rebeldes» se han vuelto a sus casas y los que quedan han escondido sus mejores armas. Si esta noche asesinan al general Imbert Barrera, sus partidarios se enfurecerán, los militares clamarán pidiendo venganza, Wessin lanzará sus tanques sobre Ciudad Nueva para castigar a los culpables, los americanos se sentirán impotentes para contener tan justas reivindicaciones y en menos de tres horas habremos aniquilado a Caamaño y toda la partida de hijos de puta comunistas que aún le rodea… —sonrió ampliamente—. ¿No te parece genial?
Meditó unos segundos sobre el alcance de tan diabólica maquinación, y al fin no pudo por menos que alzar los ojos hacia Buck Bucanan:
—Ha sido idea suya, ¿no es cierto? —quiso saber—. Algo así tan sólo se le puede ocurrir a alguien con un cerebro tan retorcido como el suyo. Nunca ha estado dispuesto a aceptar la paz, ¿verdad? Todo fue un montaje destinado a conseguir que los de dentro bajaran la guardia y se les pudiera asestar el golpe definitivo.
—¡No! —negó el americano con aparente sinceridad—. No fue un montaje. García Godoy iba a ser nombrado, efectivamente, presidente, pero cuando descubrí que pretendían atentar contra Caamaño calculé las repercusiones que ello podría traer aparejado y se me ocurrió darle la vuelta a la tortilla.
—¡Muy astuto! —admitió—. Realmente ingenioso. Nadie se atreverá a alzar la voz porque masacremos a los asesinos de un general que fue a su vez asesino de un generalísimo asesino. Pero… ¿y si se descubre? ¿Y si alguien averigua que no fueron los Caamañistas sino nosotros los que matamos a Imbert Barrera…?
—Nadie lo descubrirá —sentenció Chuchú Gamazo—. Tenemos a un comunista que se nos murió en la Tumba India. Durante el ataque lo dejamos allí, como si una granada le hubiera reventado por accidente, y cuando encuentren su cadáver nadie dudará que los demás también eran de los suyos.
—Por lo que veo no habéis descuidado un solo detalle.
—Ni uno, puedes estar seguro. Sabemos punto por punto cuáles serán los pasos de Imbert Barrera esta noche y cuándo su guardia personal se distraerá lo suficiente como para que podamos llegar hasta él sin peligro…
—¿Lo sabe Wessin?
—De momento lo sabemos los justos —agitó la cabeza—. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa Imbert Barrera? Fue uno de los asesinos del Benefactor, un títere, un mierda, y nadie le quiere. Aún no me explico por qué está presidiendo la Junta, pero ya es hora de que sirva para algo, aunque sea muerto.
Darío bebió de un largo trago la mayor parte del contenido de su vaso y lanzó un profundo resoplido.
—¡Guau…! —exclamó—. No cabe duda de que éste ha sido un día de grandes sorpresas… Necesito tiempo para asimilarlas.
—No hay mucho tiempo… —intervino Buck Bucanan—. ¿Está a favor o en contra?
Los miró. Sabía que pronunciarse en contra significaba firmar su propia sentencia de muerte, y se esforzó por sonreír para impedirles calibrar la magnitud de su desconcierto.
—¡A favor, naturalmente! —replicó al fin—. Juntos empezamos esto, y juntos lo acabaremos. ¿Cuándo será?
—Dentro de una hora, más o menos. Ahora está cenando con el general Parker… Lo cazaremos en el momento en que regrese a su casa.
—¡Bien! —admitió—. A mí, a estas alturas me da igual quién muera y por qué. Voy a echarme un rato. Nunca había corrido ni caminado tanto como hoy. Tengo los pies deshechos.
Al pasar echó una ojeada al cadáver que aún permanecía en el interior del ataúd, en el fondo de la tumba, y ascendió la escalera cansinamente, apoyándose en la barandilla porque en verdad le costaba un enorme esfuerzo dar un paso y se diría que se iba a derrumbar de un momento a otro.
Los cuatro le observaron desde abajo, sorprendidos por su visible agotamiento, y cuando hubo desaparecido en el piso alto, se miraron, concluyeron por encogerse de hombros, y reanudaron una charla que se centraba casi exclusivamente en concretar punto por punto, hasta el último detalle del atentado.
Darío por su parte atravesó muy despacio el amplio salón de entrada aunque para ello tuvo que apoyarse en las paredes, salió hasta el porche, respiró profundamente como si el aire se negara a bajar a sus pulmones, y se dejó caer en los peldaños que descendían al jardín para romper a llorar incontenible y desesperadamente.
Las uñas y las manos, destrozadas de arañar la tapa del ataúd; los ojos, dilatados por el más espantoso de los terrores; la boca desencajada, y el cuerpo, retorcido cruelmente por culpa de la más horrenda muerte a que podía haber sido sometido jamás ser humano alguno en este mundo desde el comienzo de los siglos, le volvían una y otra vez a la mente tal como acababa de verlos en el fondo de aquella miserable tumba hacía tan sólo unos minutos.
¡Américo Ospina! El de la sonrisa fácil; el de la alegría desbordada; el eterno soñador con quien lo había compartido todo y que jamás dudó en jugarse la cabeza por impedir que llamaran a su mejor amigo Carapalo, yacía allí víctima de aquella inhumana pandilla de bestias sin entrañas de la que él había sido durante tanto tiempo cómplice silencioso, e incluso ya muerto le parecía haber leído en sus desorbitados ojos la acusación que le hacía a él, ¡únicamente a él!, con quien había compartido la niñez, la juventud y su corta madurez, desde que apenas tenían uso de razón.
—¡Dios, Dios, Dios…! —sollozó angustiadamente—. ¿Por qué te fuiste tan lejos?
Pero Dios no se había ido lejos, porque nunca estuvo cerca ya que él jamás quiso que estuviera.
Tuvo que echar mano de toda su entereza y una fuerza de voluntad de la que ya creía carecer, para, apoyándose en la barandilla, conseguir ponerse en pie nuevamente, y paso a paso, con angustiosa lentitud, volver atrás, aproximarse a la puerta de la bodega y cerrarla con llave.
Buscó un largo tablón, lo apuntaló con todas sus fuerzas y luego, sin prisas, casi recreándose en lo que hacía, encendió una cerilla y la aproximó a un viejo y deshilachado cortinón que se caía a pedazos.
Contempló, impasible, cómo las llamas iban tomando fuerza, creciendo, ganando en altura, poder y belleza, y le fascinó descubrir cómo se abrazaban al raído paño para saltar luego a la reseca madera del quicio de la ventana; cantando, silbando; viviendo y haciendo revivir por un momento todo aquello que tocaban; dando a la luz de su danzante vientre nuevas llamas que brincaban alegres, divertidas, chispeantes y felices por aquel inmenso juguete reseco por el tiempo que acababan de ofrecerles; un juguete que parecía mantenerse en pie desde años atrás con el único fin de que un día —una noche como aquélla— el fuego acudiera a purificar la inconcebible monstruosidad de sus pecados.
Cuando un humo espeso e irrespirable se adueñó al fin de la estancia retrocedió despacio hacia la salida; luego abandonó el porche cuando se escuchaban ya los primeros golpes y los gritos de auxilio, y, por último, maravillado por la eficiente rapidez con que las llamas cumplían su trabajo, reculó paso a paso, hipnotizado, traspuesto, sordo a los alaridos de terror de sus cautivos; ajeno a todo lo que no fuera la gigantesca pira funeraria de su amigo Américo Ospina; la más justa y hermosa ceremonia de cremación que se hubiera llevado a cabo jamás en honor a un difunto.
Cuando el enorme y carcomido armazón de viejas vigas se vino por fin abajo, y de lo que fuera mansión, primero de todos los placeres y al final de todos los horrores, no quedó ya más que un humeante y silencioso montón de brasas y cenizas, Darío Pocaterra se enjugó las lágrimas, apretó los dientes y dando media vuelta emprendió, decidido, el largo camino de regreso a su hogar, en Cantagallo.