—¡Hola!

—¡Hola!

—¿Puedo pasar?

—No es mi casa…

—¿Puedes salir?

—¿Para qué…?

—¿Quién es…? —La erguida silueta de arrugado rostro de Celestina Sánchez hizo su aparición en el quicio de la puerta que separaba el salón de la cocina y no necesitó que Apolonia le respondiera:

—¡Ah, ya…! —exclamó—. Darío Pocaterra, supongo… ¡Pasa, pasa! Ya que has llegado hasta aquí, no vamos a permitir que te quedes en la calle… ¡Siéntate! Y tú, pequeña, cierra, que no necesitamos que los vecinos se enteren de lo que ocurre…

Darío obedeció, pero no quiso tomar asiento sino que permaneció en pie, muy cerca de la puerta y durante unos largos instantes se hizo un silencio en el que se diría que nadie sabía cómo romper el hielo.

Por fin, fue la anciana la que habló de nuevo.

—¿A qué has venido? —quiso saber.

Él indicó a Apolonia con leve gesto de la barbilla.

—A por ella.

—¿A por ella? —repitió con sorna la vieja—. ¿Así, sin más? ¿Y no te daría igual llevarte la radio, el tocadiscos, o un sillón…? ¿Para qué la quieres? ¿Para jugar a esconderla en los armarios mientras te dedicas a matar gente?

—¡Señora!

—¡De señora, mierda…! Yo soy Tina la Buscabalas y a nadie se le ocurriría llamarme señora… Pero tú: tú eres un cerdo, torturador y asesino; uno de los mayores canallas que hayan pisado nunca este país, que tiene muchos donde escoger, y no voy a consentir que te la lleves… ¿Está claro?

—No se meta en esto, por favor —suplicó Darío en tono conciliador—. Es algo personal entre Apolonia y yo…

—¡Te equivocas…! —le interrumpió la española convencida—. Yo me la encontré sola, desamparada y casi a punto de tirarse al mar para poner de una vez fin a todas sus desgracias, y no voy a permitir que vuelva a ocurrirle tan sólo porque a ti te apetezca…

—¿Y cómo piensa impedirlo…?

Con una agilidad impropia de una mujer de sus años y su aspecto, la otra cruzó la estancia, penetró un instante en el dormitorio contiguo y regresó empuñando con firmeza un lustroso revólver de seis tiros.

—¡Con esto! —señaló—. Sé cómo manejarlo y no dudaré en volarte la cabeza… A mí nada me importa y te garantizo que nadie va a echarme en cara que me haya cargado al mayor hijo de puta conocido… Porque tú ya no eres Darío Pocaterra, de los Pocaterra de Cantagallo, muchacho… Hazte a la idea de que eres un verdugo al que todos señalan con el dedo, y que dentro de unos días, cuando los «rebeldes» salgan de Ciudad Nueva, te buscarán donde quiera que te encuentres y te aplastarán como a la rata que eres. A ti, y a Chuchú Gamazo, Winston Domínguez y Santos Parra… —Ante su incontenible gesto de sorpresa, sonrió levemente y añadió—: ¿Qué suponías? ¿Que esas cosas no se saben…? «Todo» Santo Domingo lo sabe, y todo Santo Domingo espera veros flotando en el Ozama antes de fin de mes.

—¡Está loca…!

—¡No! No estoy loca… ¡«Tú» estás loco por continuar aquí y no haber huido aunque sea a nado…! No te inquietes: los tiburones no comen mierda… —Ante el instintivo ademán que hizo él de dar un paso adelante se refugió tras la mesa y alzó significativamente el percutor de su revólver—. ¡Atrévete! —le provocó—. Intenta algo y verás lo que duras.

Darío dudó, pero Apolonia que había asistido muy quieta, en silencio, y aparentemente ausente, a la escena, extendió el brazo, impidiéndole el paso.

—¡No te muevas…! —rogó—. La conozco y es muy capaz de hacerlo… Es mejor que te vayas.

Él la miró, y por primera vez se pudo leer en sus ojos algo que no fuera su frialdad de siempre.

—¡Vente conmigo! —suplicó—. Vente conmigo y te juro que nos iremos muy lejos y lo olvidaremos todo.

—¿Y los muertos, Darío? ¿Quién los olvida…? Te lo advertí cuando aún estabas a tiempo, pero no me hiciste caso… —sonrió apenas, con tristeza—. Hubiera sido muy bonito… ¡Demasiado bonito…! Pero era como un sueño…: dejar de ser puta y encontrar a un hombre a quien querer… Ahora estoy bien aquí. Éste es mi hogar; el único que he tenido nunca y ella se ocupa de mí… ¡Me está enseñando a leer! —añadió orgullosa—. La quiero, y sé que a su lado llegaré a convertirme en una chica normal.

—¿Normal? —se asombró él—. ¿Normal en esta chabola y en compañía de semejante chiflada?

—Hay mucha gente normal que vive en chabolas, Darío… Y mucha gente anormal que vive en haciendas… ¿Qué necesidad tenías de convertirte en lo que eres? ¿Qué te empujaba?

Él buscó inútilmente una respuesta; se volvió luego a mirar a la anciana que le observaba sin bajar ni un instante el arma y al fin optó por encogerse de hombros:

—No lo sé —admitió—. ¡Te juro que no lo sé…! Es como cuando el cáncer comienza a crecer dentro de un cuerpo sano, y no hay fuerza en el mundo que consiga detenerlo… La necesidad de hacer daño iba creciendo día a día dentro de mí, y aunque quería frenarla, no podía… ¡Estoy enfermo! —musitó casi sollozando—. ¿Es que no te das cuenta? Estoy enfermo y a veces tengo la impresión de que eres la única que puedes curarme… ¡Por favor…! ¡Por favor! —repitió—. ¡Ayúdame…!

La muchacha negó suavemente, con profunda tristeza, pero decidida:

—Demasiado tarde… —musitó—. Demasiado tarde, Darío… ¡Lo siento! ¡Márchate, por favor…!

Él vaciló unos segundos y por fin giró sobre sí mismo y abrió la puerta, pero desde el umbral se volvió un instante.

—¡Volveré! —señaló con firmeza.

Salió cerrando de un portazo, y al cabo de unos segundos la anciana soltó un largo suspiro, como si con él dejara escapar toda la tensión que llevaba dentro, y colocó suavemente el arma sobre la mesa.

—Es muy capaz de hacerlo… —admitió.

Apolonia Cienfuegos alargó la mano, tomó el revólver y estudió el percutor pasando el dedo por su extremo.

—No está limado —dijo—. ¿Hubiera sido capaz de matarle?

—Desde luego, hijita, desde luego. Y lo difícil no hubiera sido matarlo. Lo verdaderamente difícil ha sido contenerme… —Abrió la puerta y gritó con toda la fuerza de sus pulmones—: ¡Don Gustavo…! ¡Don Gustavo, venga en seguida…!

Permaneció a la expectativa hasta que un hombretón enorme, gordo, calvo y sudoroso que bamboleaba al correr una barriga gigantesca cruzó la calle a toda prisa y llegó jadeante.

—¿Qué ocurre, Tina? —exclamó alarmado—. ¿Qué tripa se le ha roto?

La vieja señaló con un amplio ademán cuanto había a su alrededor:

—Usted siempre ha querido comprarme la casa para ensanchar su negocio… ¿Cuánto cree que vale todo lo que hay aquí?

—¿Todo? —se sorprendió el otro.

—¡Todo! Incluso los retratos de esos buitres a los que no quiero volver a ver nunca… Incluso los casquillos…

El gordo se secó el sudor de la frente con la palma de la mano, fue de un lado a otro asomándose a las habitaciones y esforzándose por calcular mentalmente, y al fin, con timidez, casi con miedo, aventuró:

—¿Cien mil pesos?

—Es usted más ladrón que El Tempranillo… —fue la seca respuesta—. Sabe que vale por lo menos el doble, pero por ochenta mil pesos pagados en el acto, es suyo.

—¿En el acto? —se alarmó el otro—. ¿De dónde saco yo ochenta mil pesos en el acto?

—De debajo del ladrillo en que los guarda, que el barrio entero lo sabe… ¿Lo toma o lo deja? Ochenta mil pesos y en este mismo momento le firmo los papeles.

El otro meditó un instante y por último afirmó una y otra vez con la cabeza.

—¡De acuerdo, de acuerdo…! Ochenta mil pesos… —Hizo una corta pausa—. Pero dígame, Tina… ¿para qué quiere tanto dinero junto?

—Para oír cantar a Lola Flores.

—¡Coño! ¿Y tanto cuesta? Cómprese otro disco.

—Es que nos vamos a España… ¿Me ha entendido? Con ese dinero y el que tengo ahorrado, la pequeña y yo nos vamos a establecer en Madrid, como dos señoronas… Dos «indianas» ricas que no han roto un plato en su vida y buscan un buen marido para la niña… Un chico joven, guapo y formal que jamás haya oído hablar de guerras civiles, ni de muertos… En España ya hay de ésos…

El sudoroso Don Gustavo la observó largamente, como si le costara un gran trabajo entender de qué le estaba hablando, luego se volvió a Apolonia, la estudió de arriba abajo, y concluyó por afirmar con un gesto de admirativo convencimiento:

—¡Lo encontrarán! —dijo—. Ya lo creo que lo encontrarán.