Tuvo que vomitar el almuerzo.

Toda la tarde había estado haciendo esfuerzos para evitarlo, pero cuando su hijo le relató con su pasmosa tranquilidad, que habían sido capaces de enterrar en vida a seres humanos hasta el punto de consentir que perdieran la razón en el fondo de una tumba, no pudo contenerse por más tiempo, fue al cuarto de baño y devolvió hasta el hermoso flan que la vieja Rufina había preparado con tanto esmero.

—¡Nunca! Nunca en mi vida pude imaginar que nadie alcanzara tales extremos de bajeza y crueldad… —sentenció cuando hubo regresado al salón, lívida y desencajada—. Es algo que supera incluso en horror los peores tiempos de la Inquisición, y dudo que al más sádico de sus verdugos se le hubiera ocurrido un tormento semejante… Y tú… ¡Mi hijo! Mi único hijo, fuiste capaz de tomar parte en ello…

—Siempre estuve en contra… Me opuse, pero eran mayoría, porque Santos Parra prefirió no pronunciarse… En realidad, yo, lo único que quería era dejarlo todo y dedicarme a buscar a Apolonia.

—… Y a matar a Caamaño…

—No pretendo disculparme, pero tal vez la idea de matar a Camaño surgió como una forma de poner fin a las torturas y los enterramientos…

—¿Y no te detuviste a meditar en que un crimen semejante lo más probable es que acarrease un recrudecimiento de la lucha…? ¿Crees que los «constitucionalistas» se cruzarían de brazos y consentirían que García-Godoy subiera entonces al poder?

—En ese momento no me detuve a pensarlo.

—¿Había algo en lo que te detuvieras a pensar, aparte de en esa muchacha…? ¿Algo que no fuera tú mismo y lo que te apetecía o no te apetecía…?

—La amaba.

—Ésa es una palabra que jamás deberías atreverte a pronunciar… Quien demuestra un desprecio tan terrible por sus semejantes no puede pretender que sienta algo hermoso por uno de ellos… ¡Resulta injusto!

—¿Cómo lo llamarías entonces?

—¿Qué más da? Y al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene? ¿Te hubiera servido de algo encontrarla?

—La encontré.

—¿Cómo…?

—A cambio de intentar obtener información de Wolf Herrera, Buck Bucanan me prometió buscarla… Tenía ojos y oídos en toda la isla; en todas las ciudades y pueblos…; en todos los barrios…

Resultaba difícil mantenerse eternamente oculta en aquella minúscula casucha de ladrillo y latas sin asomarse a la ventana, sin salir a respirar en los atardeceres un poco de aire fresco, o sin acudir en busca de mortadela para rellenar nuevos bocadillos, y aunque en un principio algunos vecinos aventuraron que se trataba de una de las hijas de Tina la Buscabalas que había acudido al fin a visitar a su madre, pronto descubrieron que no era así, y que la hermosa muchacha de largos cabellos e inquietantes ojos que ayudaba ahora a la vieja era una «recogida» a la que había encontrado en un banco de la calle.

Algunos mozos comenzaron a rondar pronto la casa, e incluso el cetrino Ildefonso, el «guapo oficial» del barrio de Mata Hambre, se dio una vuelta por la zona y dejó ver su alta y atlética figura de abierta camisa y ceñidos pantalones indolentemente apoyada en la esquina más cercana, pero Apolonia Cienfuegos cruzó por tres veces a su lado como quien pasa junto a un poste de teléfonos, y como la vida le había enseñado a aceptar cuando estaba perdiendo su tiempo, el astuto chuleta decidió desaparecer de la zona antes de que un notorio fracaso perjudicara su bien ganada fama de seductor.

Y es que nada estaba más lejos del ánimo de Apolonia Cienfuegos —que ya nunca volvería a ser la puta Amapola— que dejarse seducir por seres que se le antojaban idénticos a los soldados «gringos», los capataces del cafetal, o, en última instancia, Darío Pocaterra y Chuchú Gamazo, tan insensatos que —como decía Celestina— preferían dedicar su tiempo a matar gente que a hacer gente nueva.

Antes de cumplir los diecinueve años, Apolonia sabía ya todo lo que convenía saber sobre los hombres y no deseaba saber más. Su intención a partir de aquel momento era mantenerlos lejos, olvidarse de ellos, ignorarlos, y dedicar su tiempo a hacer más agradable la vida de la buena mujer que le había brindado su ayuda, esforzándose cuanto estaba en su mano por llenar de algún modo el enorme vacío que habían dejado sus hijos al marcharse.

Tina la Buscabalas era evidentemente un personaje pintoresco, excéntrico y atrabiliario, pero no se necesitaba mucho esfuerzo para comprender que, al propio tiempo, era un ser humano profundamente tierno, sensible e inteligente, y cuando al tercer día de su estancia en la casa le entregó a su protegida una lista de las cosas que tenía que traer del mercado y por toda respuesta obtuvo que resultaba inútil porque no sabía leer, a punto estuvo de tragarse entero el cigarrillo.

—¿Que no sabes leer? —repitió incrédula—. ¿Cómo es posible?

—Muy fácil. Nadie me enseñó.

—¿No había escuela en tu pueblo?

—La había, pero yo tenía que ocuparme de mis hermanos. Mi madre nunca estaba en casa. Cuando no andaba en la recolección o limpiando el bar de la esquina se iba al Ambulatorio y regresaba tan debilitada que durante más de un día no se podía contar con ella.

—¿Estaba enferma?

—No. En absoluto. Iba a vender sangre.

—¿A vender sangre? —se sorprendió la vieja—. ¿Su sangre?

—Naturalmente… —replicó Apolonia sorprendida a la vez por su sorpresa—. Allá en el pueblo, todos lo hacen… También yo lo he hecho… Pagan veinticinco pesos por cada medio litro, y en los malos tiempos no teníamos otra fuente de ingresos…

—¡Pero eso…! —Por primera vez Tina la Buscabalas se había olvidado incluso de fumar de pura indignación que sentía…—. ¡Eso es una salvajada…! ¡Un crimen! —Lanzó un bufido—. ¡Vender sangre! —masculló—. ¿Y hay quien la compre…?

—¡Ya lo creo…! Y en Barahona no es nada… Peor es en Haití… El negro Odeón me contaba que casi una cuarta parte de sus paisanos viven de vender sangre… Me juró que muchos incluso venden su cuerpo para que lo utilicen después de muerto… —chascó la lengua—. Se pasa mucha hambre en Haití —añadió convencida—. Mucha, por lo que tengo oído… Imagínese cómo será aquello que incluso emigran a Barahona.

La vieja española permaneció unos instantes en silencio, observándolo todo a su alrededor, y por último su vista se detuvo en el hermoso aparato de radio que presidía orgullosamente la estancia.

—¡Mierda…! —masculló—. ¡Y yo me quejo…! ¡Yo que tengo un techo y puedo comer y cenar aunque sea a costa de agacharme mil veces al día…! ¡Vender sangre…! ¡La «propia sangre»! —repitió como si aún le costara trabajo creerlo, y luego observó con fijeza—. ¿Y dices que tú también lo has hecho? —inquirió.

—Algunas veces.

—¿Y qué se siente?

—Un pequeño mareo y debilidad… Nada en especial si no vuelves en quince días… Pero hay gente, como mi madre, que va cada semana… Y eso es malo; muy malo… Puedes morirte.

—¡Ya lo creo que puedes morirte…! ¡Bien! —exclamó poniéndose en pie y palmeando las manos en un ademán que parecía querer concluir con el tema—. Dejemos eso. Está claro que ya no vas a tener que volver a vender sangre… De eso me ocupo yo. Ahora lo que importa es que no sabes leer… Y de eso también me ocupo yo… —Tomó la libreta en la que había estado apuntando la lista de la compra y buscando una página en blanco, dibujó una enorme «A» mayúscula—. ¿Sabes lo que es esto?

—Una «A».

—¡Pero coño…! —exclamó—. ¿No dices que no sabes leer?

—Las letras las conozco… —replicó la muchacha orgullosamente—. Bueno…, casi todas…

Pero no las conocía casi todas. En realidad, apenas conocía la mitad, y algunas las confundía continuamente, pero puso en el aprendizaje su mejor voluntad y, mientras rellenaban bocadillos o vaciaban unas balas que cada día escaseaban más porque ya apenas se combatía, la vieja le obligaba a repetir el alfabeto y le compró una cartilla y un cuaderno de rayas en el que muy pronto comenzó a trazar garabatos que poco a poco adquirieron un aspecto legible.

Era una buena alumna, y fueron por tanto días hermosos hasta el punto de que las ausencias de la chatarrera cada vez se hacían más cortas, ansiosa como estaba por regresar a casa; una casa donde ahora sabía que la esperaban con una sonrisa y cena caliente aguardando en el fuego.

Celestina Sánchez, la exiliada andaluza que creía haberlo perdido todo para siempre, parecía haber recuperado de improviso a una de sus hijas, y Apolonia Cienfuegos, la prostituta de Barahona, tenía la impresión de que por primera vez descubría lo que podía ser una auténtica madre.

Influía en ello el increíble buen humor y la desbordada personalidad de la vieja, que era muy capaz de beberse media botella de ron lanzándose a cantar recordando su juventud de «tablaos» y mancebías, y que clavándose una flor en el pelo se encaramaba de repente a la mesa y comenzaba a zapatear y lanzar alaridos con voz aguardentosa.

—¡Se va a matar! —le gritaba la muchacha—. Ándese con ojo, que si se cae se escoña.

Bajaba al fin la otra, resoplando, tosiendo y lanzando escupitajos, pero no paraba ahí la juerga, sino que se encaminaba entonces al tocadiscos y ponía a todo volumen el manoseado disco de una tal Lola Flores que tenía la virtud de alegrarla durante diez minutos para hacer que acabara siempre lloriqueando de nostalgia por su patria.

—¡Tengo que volver! —aseguraba entonces—. Tengo que volver, porque yo no me puedo morir sin haber escuchado a ese «monstruo» cara a cara.

—No se preocupe. Le quedan años.

—¡A mí, sí…! —afirmaba convencida—. Pero… ¿y a ella?

—Supongo que también… ¿Qué edad tiene?

—No lo sé. Creo que nadie lo sabe.

—Aquí, en la foto, se la ve joven.

—Pequeña mía… Nunca te fíes de las fotos… ¿Ves esta rubia de aquí? ¿La que tiene el niño en brazos…? Ésa soy yo… ¿Quién lo diría?

Al final Apolonia tenía que levantarla siempre de su asiento tomándola por la cintura para acompañarla hasta la cama, donde quedaba espatarrada roncando sonoramente hasta el extremo de que si hacía calor y le abría de par en par la ventana, los vecinos protestaban porque no les permitía pegar ojo en toda la noche.

Aquella miserable chabola de ladrillos y techo de cinc repleta de casquillos de bala se había convertido por tanto en poco tiempo en un acogedor hogar para dos mujeres que parecían haber encontrado en la mutua compañía y la mutua preocupación de la una por la otra todo aquello que les había faltado, y así fueron transcurriendo los días, cada vez más llenos de veinticuatro horas, hasta que una tarde sonaron unos discretos golpes en la puerta y cuando Apolonia fue a abrir se tropezó con Darío Pocaterra.