Había sido, lógicamente, idea de Chuchú Gamazo.
Compró, en la más sofisticada funeraria, el mayor y más elegante de los ataúdes acolchados que quedaban, y cavando en un rincón del sótano una fosa de dos metros de profundidad, bautizó su nueva forma de tortura con el expresivo nombre de Tumba India.
Aquellos «prisioneros» a los que, a priori, consideraba especialmente difíciles los introducía en el ataúd y los bajaba a la fosa, echándoles tierra encima y dejándoles tan sólo un tubo de goma por el que penetraba apenas el aire justo para no asfixiarse, advirtiéndoles de que, en caso de no decidirse a confesar cuanto sabían, al cabo de veinticuatro horas se limitaría a taponar el tubo, con lo cual la parte más fastidiosa de su trabajo —enterrar a los muertos— ya estaría hecha.
Los aullidos de terror de los sepultados en vida, los estertores agónicos buscando aire desesperadamente, su arañar la madera, o el ahogado golpear de sus cabezas contra las blandas paredes que no les permitían siquiera matarse o perder el sentido, se percibían apenas cuando se prestaba atención arrodillándose sobre la fosa pero bastaban para comprobar que tan cruel refinamiento resultaba a todas luces mucho más efectivo que el más sofisticado de los tormentos físicos.
La claustrofobia y un pánico infinito se apoderaban casi inmediatamente de los espíritus más templados, y a través del tubo llegaban muy pronto sus súplicas para que los sacaran de allí, unidas a la promesa de revelar hasta el último nombre o el más ínfimo detalle de cuanto sus verdugos desearan saber.
A Darío, el método le repugnó desde un principio, e incluso el impasible Buck Bucanan torció el gesto cuando descubrió la interpretación que habían dado a su recomendación de emplear más la astucia que la fuerza, pero tanto el tabaquero como Winston Domínguez se mostraron desde el primer día encantados con su hallazgo y con los portentosos resultados que estaban obteniendo sin apenas esfuerzo.
El infeliz que había tenido la desgracia de pasar ocho o diez horas en el fondo de la Tumba India y advertía luego cómo quitaban tierra y abrían la pesada tapadera del ataúd permitiéndole respirar a pleno pulmón y volver a ver la luz del día, se sentía tan psicológicamente derrotado e íntimamente agradecido que no dudaba en revelar cuanto sabía, abrazando y besando las manos de quienes le liberaban sin tener en cuenta que habían sido los mismos que le introdujeron en aquel espantoso agujero.
—¡Es una canallada…! —masculló Darío malhumorado—. Una canallada que no tiene nombre…
—Pero funciona… —le hizo notar Santos Parra—. Empezaba a cansarme de ver tanta sangre y oler siempre a carne quemada… Esto, por lo menos, es más práctico y más limpio… Excepto porque salen de ahí cagados hasta el cuello.
Una de las víctimas, un limpiabotas pequeño que trabajaba desde hacía años en la Plaza de la Cultura, reapareció con el pelo completamente blanco y tan desquiciado por sus casi doce horas de encierro, que le resultaba imposible coordinar tres frases seguidas, desvariaba, tartamudeaba o comenzaba a soltar palabras sin sentido, estremeciéndose con un tic nervioso tan violento que cabía suponer que en cualquier instante la cabeza se le desprendería del cuello.
—A éste es mejor que te lo lleves al río y lo despaches de una vez por todas… —comentó Chuchú Gamazo con naturalidad—. Se nos fue la mano y ya no sirve para nada.
No necesitó ni siquiera maniatarlo. Lo sacó al aire libre en medio de la noche y empujándolo con suavidad le obligó a recorrer, como borracho, la cincuentena de metros que les separaba de la orilla. Al llegar al agua, el hombrecillo se introdujo en ella hasta media pierna y desde allí se volvió a mirarle con ojos extraviados.
—¡Bu… Bu… Buenas noches…! —dijo, y abriendo los brazos se dejó caer de espaldas como quien se tumba en una mullida cama dispuesto a dormir veinticuatro horas seguidas, y ni siquiera se enteró de que, antes de hundirse, una certera bala le había volado los sesos.
Darío permaneció un rato observando cómo el cadáver se perdía en la noche siguiendo la misma ruta que otros muchos y tomó asiento en un tronco caído a contemplar la oscura superficie del Ozama y preguntarse la verdadera utilidad de la labor que estaban llevando a cabo.
Limpiabotas, camareros, campesinos, muchachuelos sin oficio ni beneficio, algunos estudiantes…, ésa era la clase de «enemigos» de que estaban limpiando el país; el peligro «rojo» que tanto temían Chuchú Gamazo y Santos Parra, pero que a él cada día se le antojaban más inofensivos, consciente como estaba de que en cuanto cesasen las hostilidades, se apresurarían a regresar a sus casas esforzándose por pasar inadvertidos.
En tantos días, con tantos muertos, no recordaba uno solo de ellos al que pudiera considerarse realmente importante; un «comunista» de peso; un cabecilla revolucionario; alguno de los «ministros» que conformaban el Gobierno de Caamaño; aquéllos que más tarde continuarían la lucha y que constituirían la auténtica levadura que daría cuerpo a cualquier tipo de agitación izquierdista en la isla.
Ésos eran los que podrían revelar dónde tenían previsto esconder sus armas los «rebeldes» cuando se firmara el armisticio, qué tipo de alianzas se habían fraguado en el interior de Ciudad Nueva durante aquellos inacabables meses, y hasta qué punto confiaban recibir ayuda de Castro o Rusia, pero tales preguntas no tenían respuesta ni nadie se preocupaba al parecer de buscarlas, empeñados tan sólo en conseguir unos cuantos nombres de desgraciados a los que enviar al otro mundo, y semejante pérdida de tiempo, esfuerzo y vidas humanas se le antojaba una imbecilidad en la que cada día le molestaba más estar tomando parte.
Ya la muerte —aquel tipo de muertes— no le producía emoción alguna, porque una cosa era acechar en la noche a un enemigo que tal vez podía llegar armado, y otra muy distinta asesinar impunemente de un tiro en la nuca, o ver cómo un desgraciado acababa de mala manera en la mesa de tortura.
—¡Somos mierda! —fue lo primero que dijo desde lo alto de la escalera al regresar al sótano—. Pura mierda, y con toda esa porquería no conseguimos nada… Tendríamos que hacer algo importante; algo grande; algo que en verdad valiera la pena.
—¿Como qué? —quiso saber Chuchú Gamazo, que le observaba desde abajo con una mezcla de sorpresa y desagrado.
—Como matar a Caamaño, por ejemplo… —replicó con naturalidad—. Cortarle la cabeza a la Revolución sí es un trabajo digno de nosotros. Pero esto… Esto, repito, es mierda.
—¿Matar a Caamaño? —se asombró Winston Domínguez—. ¿Tienes idea de cuántos pistoleros tiene ese hijo de puta a su alrededor? ¿Has visto su Guardia Personal toda vestida de negro y armada hasta los dientes…?
—La he visto —aceptó—. Y no me asusta… —Hizo una significativa pausa, y su tono de voz se volvió levemente irónico al añadir—: Reconozco que es bastante más peligroso que ese pobre limpiabotas o la chica que murió el otro día, pero cada vez me divierte menos cargarme a la gente que no está en condiciones de ofrecer resistencia…
—Esto no es un juego —replicó Chuchú Gamazo tomando asiento en la mesa y encendiendo con parsimonia uno de sus gruesos habanos—. No estamos aquí para divertirnos o buscar emociones, sino para llevar a cabo una tarea ineludible: limpiar el país de escoria comunista…
—¡Escoria…! Tú lo has dicho… —Darío había descendido unos peldaños para ir a tomar asiento a su vez al pie de la escalera—. Eso es lo que hemos conseguido hasta ahora: escoria… Escoria que ayer vitoreaba a Trujillo y hoy aclama a Caamaño… Gente que no cuenta; gente a la que el primero que llega maneja a su antojo, y de igual manera mañana puede ponerse de nuevo a nuestro lado… Matándolos no sacamos nada en limpio. Siempre habrá más… ¡Muchísimos más…! Los que cuentan son los que piensan; los que mandan; los que arrastran en una u otra dirección y hoy el único que arrastra es Caamaño…
Se hizo un pesado silencio, no porque sus compañeros necesitasen reflexionar sobre lo que acababa de decir, que era algo que tenían muy claro desde el principio, sino por lo que significaba plantear llanamente una propuesta tan ambiciosa.
—Otros lo han intentado… —señaló por último Winston Domínguez—. Y todos fracasaron.
—Lo sé —admitió Darío—. Pero eso no significa que no pueda hacerse… Kennedy también estaba muy bien protegido, y ya ves…: bastó un tipo con dos cojones para echárselo al pico.
—Nunca he creído que lo de Kennedy lo hiciera uno solo —intervino Santos Parra que había permanecido en silencio hasta ese instante—. Pero no es el momento de ponerse a discutirlo… Lo que habría que discutir es la forma de intentarlo… Caamaño pasa la mayor parte del tiempo en el Edificio Copello, y no hay quien entre sin pasar por lo menos cinco controles. Y cada noche duerme en un lugar distinto protegido por sus mejores hombres. Ni siquiera sus «ministros» saben dónde encontrarlo a partir de las diez. —Negó con un ademán de cabeza—. No es fácil… —puntualizó—. ¡Nada fácil…!
—Si fuera fácil, ya estaría muerto… —pontificó Chuchú Gamazo—. Pero tal vez Darío tenga razón y valdría la pena intentarlo… Sin Caamaño esa partida de zarrapastrosos no son nada. Muerto el perro se acabó la rabia.
—¿Y cómo vamos a entrar…? —quiso saber Winston Domínguez—. Están los militares, luego los yanquis, más allá los rebeldes y por último su Guardia Personal… Nunca conseguiríamos cruzar armados todos esos controles…
—Con los militares no habrá dificultades… Y de los yanquis se puede ocupar Buck Bucanan… —señaló Santos Parra—. El problema empieza a partir de ahí.
—Habrá que dejar a Bucanan fuera de esto —puntualizó Chuchú Gamazo convencido—. Si el Departamento de Estado anda buscando una solución pacífica, no creo que vea con buenos ojos que la CIA participe en un atentado… Tenemos que hacerlo nosotros.
—Dime cómo.
—No es cuestión de decidirlo ahora mismo. Hay que pensar, trazar un plan y atar cabos para que no se convierta en un nuevo fracaso. —Se diría que la idea iba tomando más y más cuerpo en la mente del tabaquero y verdaderamente le atraía—. Lo primero es buscar la forma de meter armas en Ciudad Nueva y tenerlas allí hasta que se presente una oportunidad. Luego estudiar cada movimiento de Caamaño y estar dispuestos para dar el zarpazo en el momento exacto.
—Yo tengo un apartamento sobre el puerto —señaló Darío—. Puede ser un escondite…
—También están mis oficinas —puntualizó Santos Parra—. En Palo Hincado, a tiro de piedra del Edificio Copello… Ahora las tengo cerradas, pero hay mucho espacio para esconder lo que haga falta…
—Ése es un buen sitio… —admitió Chuchú Gamazo y los observó con atención—. El problema es llevarlas hasta allí… ¿Se os ocurre algo…?
Se miraron y resultaba evidente que ninguno de ellos tenía la menor idea de cómo introducir un pequeño arsenal hasta el corazón mismo de una ciudad sitiada que constituía ya en sí misma un auténtico arsenal.
—Tal vez podríamos conseguirlas dentro… —aventuró Winston Domínguez—. Tengo entendido que los «rebeldes», a la vista de que en cualquier momento les obligarán a entregarlas, venden sus armas por cuatro pesos…
—Armas cortas… —le hizo notar Darío—. Pistolas y revólveres que la gente quiere como recuerdo o para defender su casa… Pero en cuanto tratáramos de comprar metralletas o bombas de mano levantaríamos sospechas… Hay que llevarlas de aquí —sentenció—. Ametralladoras de grueso calibre en las que podamos confiar… De otro modo estaríamos metiéndonos en la boca del lobo sin ningún tipo de garantías.
—Tiene razón… —le apoyó el tabaquero, cuya opinión solía ser considerada definitiva—. Lo que tienen ahí dentro es material de desecho. Conseguiré lo mejor, y encontraremos la forma de meterlo. Hoy en día, todo lo que se consuma en Ciudad Nueva viene de fuera… Es cuestión de espabilarse…
Lo dejaron así, y durante todo el resto de la noche y parte del día siguiente, Darío no hizo otra cosa que meditar sobre el modo de conseguir que un alijo de armas atravesara la tupida red de controles de La Frontera. Tan sólo conocía a alguien que acostumbraba a cruzar esa línea sin tener que someterse a continuas revisiones, pero estaba convencido de que Wolf Herrera jamás se brindaría a ayudarle. Pensó luego en algún otro periodista de los que pululaban por el hotel, incluso el corresponsal de La Vanguardia de Barcelona, que también era un asiduo de aquella guerra al que nunca molestaban los soldados, pero al fin llegó a la conclusión de que era una fórmula que no tenía futuro y se hacía necesario descubrir una nueva vía de penetración.
A la noche siguiente, y tras haberse pasado la mayor parte del día dando vueltas por las proximidades de La Frontera, dejó caer en la reunión que mantuvieron en el caserón lo que consideraba su sensacional descubrimiento.
—Un «Frío-frío» —dijo.
—¿Un qué…? —se asombró Santos Parra.
—Un «Frío-frío» —repitió sonriendo levemente—. Entran y salen continuamente, porque en Ciudad Nueva no funciona ya ninguna fábrica de hielo… Hoy algunos cruzaron hasta tres veces sin que nadie les prestara atención… Dentro la gente no tiene nada que hacer, anda todo el día vagueando por las calles, y se arremolina continuamente en torno a los «Frío-frío» que están haciendo el gran negocio… Si escondemos las armas al fondo y les ponemos barras de hielo encima, nadie las encontrará.
—Parece una buena idea…
—«Es» una buena idea… —insistió Darío—. La mejor.
—¿Y quién va a intentarlo? —quiso saber Winston Domínguez—. Si lo cogen se lo cargan ahí mismo…
—Desde luego ninguno de nosotros… —le tranquilizó Darío—. Seguí a uno de los carritos hasta el punto en que cargan… ¿Sabéis de quién es la fábrica?
—De mi tío Abelardo… —replicó Chuchú Gamazo sin dudar—. Hielos Mendoza… ¡Bien…! —admitió, satisfecho—. Por ese lado no hay problemas… Sé que puedo convencerle. —Hizo una corta pausa—. ¡De acuerdo! Supongamos que, sin que él se entere, conseguimos que uno de esos vendedores de helados meta las armas en Ciudad Nueva. ¿Cómo las recuperaremos?
—Eso es fácil… Quitándoselas.
—¿En mitad de la calle…?
—¡No! En mitad de la calle, no, naturalmente…
Pero estuve observando el camino que utilizan para bajar desde la fábrica a la zona de El Conde… La Diecinueve de Marzo es la calle más cómoda… ¿Y sabes quién vive en la Diecinueve de Marzo?
—Mucha gente, supongo…
—Mucha, en efecto… Pero entre ellas, la Nena Chávez…
—Ahora está en Puerto Plata.
—Lo sé… Pero también sé que, si se lo pedimos, nos dará la llave del portón de su casa… ¿Vas entendiendo?
—Sí —admitió Chuchú Gamazo—. Creo que voy entendiendo…