Olía a pólvora quemada.

Todo, los cuartos, las paredes, la cama, la ropa e incluso podría decirse que los alimentos, se encontraban impregnados de un aroma agrio y picante que se desprendía de cientos, miles —tal vez cientos de miles— de casquillos de bala, que abarrotaban la amplia chabola de ladrillos hasta casi las vigas.

—La lluvia y el sol acaban destruyéndolos y entonces no valen nada… —había señalado la anciana a modo de justificación—. Normalmente acostumbro a guardarlos en el almacén, pero ahora, con la guerra, está a tope… ¡Ven! Éste es tu cuarto.

El «cuarto», no era más que un minúsculo habitáculo capaz para un camastro y con las paredes cubiertas de clavos de los que pendía un auténtico arsenal de armas cortas.

—¿Y eso? —se asombró Apolonia.

—Son las que encuentro aquí y allá… —replicó la Buscabalas con naturalidad—. Los muertos y los heridos no suelen preocuparse de dónde van a parar y luego nadie las busca. ¡Lo que sobra en este país son armas…! —añadió con una leve sonrisa…—. Y mientras sigan ahí colgadas no matan a nadie.

—¿No teme que se las roben…?

—En absoluto… —Tomó la que tenía más a mano y se la mostró, amartillándola—. A todas, menos una, les he limado el percutor y ya no pueden hacer daño… Pero si alguien trata de entrar y hacérmelo a mí, yo sé con cuál puedo pegarle cuatro tiros… Vete a dormir tranquila.

Apolonia se desnudó, colgó su blanco vestido de un clavo del que previamente debió quitar un reluciente Colt calibre 38 y se dejó caer sobre el camastro para cerrar los ojos al instante. El sol caía a plomo sobre la ciudad, calentando la plancha metálica de la techumbre, cuando le despertó el calor y al dirigirse a la cocina en busca de un vaso de agua se encontró a la vieja sentada ante una mesa sobre la que se apilaban largas barras de pan fresco y montañas de rodajas de queso, mortadela y salchichón.

—¿Qué hace? —inquirió sorprendida.

—Preparo bocadillos.

—¿Piensa invitar a todo el barrio?

La Buscabalas soltó una divertida carcajada mientras dejaba sobre una esquina de la mesa su sempiterno cigarrillo.

—Yo raramente invito a nadie, pequeña… —fue la respuesta—. Lo tuyo es una excepción. Estos bocadillos son para los soldados… Al anochecer cargo el cochecito y llego a «la línea» antes de que empiece el tiroteo… A esas horas suelen tener hambre y el que no tiene dinero me paga con un puñado de balas… Es un buen negocio… —afirmó convencida—. Gano a la ida, y gano a la vuelta…

—Empiezo a entender que se esté haciendo rica… —admitió Apolonia—. Pero preparar todos esos bocadillos le va a llevar el resto del día…

—Hoy he comprado más pan porque seremos dos a trabajar… —respondió la vieja con naturalidad al tiempo que señalaba un vestido de color indefinido, que descansaba sobre la silla—. Ponte eso, lávate un poco y ven a echarme una mano.

Las horas siguientes las pasaron cortando, rellenando y apilando barras de pan, y mientras lo hacía se fueron contando sus respectivas historias; la de la muchacha amarga y corta, y la de la anciana muchísimo más larga y muchísimo más amarga por lo tanto.

—A mi padre y mis tres hermanos les dieron el «paseíllo» en Linares, el pueblo en que nací, y en el que más tarde moriría Manolete —dijo—. ¿Sabes quién era Manolete?

—Ni idea.

—Un torero… ¿Sabes lo que es un torero…?

—Más o menos…

—Tampoco te pierdes nada con no saberlo… Una de las únicas malas costumbres que los dominicanos no habéis adoptado de nosotros, los españoles, es ésa de intentar ser más bestia que las propias bestias… —encendió un cigarrillo con la colilla del anterior, aspiró con la misma delectación que si hiciera un año que no fumaba y añadió—: Pero dejemos eso… ¿Dónde estábamos?

—En Linares.

—Es verdad. En mi pueblo… Me afeitaron la cabeza, me dieron aceite de ricino hasta que me cagué patas abajo, y me fui de allí para no volver… Dejé dos hijos al cuidado de una prima que luego no quiso devolvérmelos y se los llevó nunca he conseguido saber dónde…

—¿No ha vuelto a verlos…? —se asombró Amapola.

—¡Jamás…! —se encogió de hombros—. ¿Pero qué más da…? Probablemente tampoco ellos querrían verme… Los otros, los que saqué adelante deslomándome de tanto inclinarme a buscar balas, también me olvidaron… —fumó de nuevo—. Al menos con los de España me queda el consuelo de imaginar que tal vez les gustaría saber que existo… —Resultaba evidente que ni ella misma creía en semejante posibilidad—. Al acabar la guerra los franceses me encerraron en un campo de concentración… —añadió—. ¡Gente jodida, esos franceses…! ¡Muy jodida…! Allí conocí a un catalán que también había perdido a su familia y nos escapamos juntos… Tres años después llegamos aquí, ya con dos hijos, y luego tuve otros tres más… Siete en total, y ya ves… ¡Más sola que la una…! —Se detuvo un instante con el enorme cuchillo en la mano y la observó de frente—. ¿Sabes cuál fue mi error? —inquirió—. Los envié a buenos colegios; les enseñé que existen padres de los que otros chicos no se avergüenzan, y en cuanto tuvieron la menor ocasión, volaron…

—¡Lo siento…!

—¡No! No lo sientas… No vale la pena… Son mis hijos, y prefiero saberlos felices lejos de mí… —Apagó en una taza vacía la colilla de su cigarrillo, pero no había rabia en su gesto—. Reconozco que no soy una madre presentable… Parezco una bruja y a estas alturas nadie me iba a planchar las arrugas… Asustaría a mis nietos, espantaría a mis yernos, y haría que sus amistades se lanzaran por la ventana al verme…

—Por lo menos podrían venir a visitarla…

—No saben donde vivo… E imagino que tampoco quieren saberlo… Un día me mudé sin avisar a nadie y les proporcioné la disculpa que estaban necesitando… Con el tiempo aprendes que es preferible entender a los demás que pretender que los demás te entiendan.

Había acabado de colocar cuidadosamente el enorme montón de bocadillos en el cochecito y, limpiando la mesa, extendió sobre ella unos periódicos y sacó de un cajón alicates y mordazas.

—Ahora tenemos que quitarle la pólvora a las balas que no han sido usadas, pero ándate con ojo no le des un golpe y te estalle en las manos…

Le enseñó cómo tenía que hacerlo y pasaron el resto de la tarde vaciando casquillos y arrojando la pólvora a un cubo lleno de agua porque la anciana se negaba a comerciar con algo que pudiera causar más muertes.

—Son ya demasiados los cadáveres que he visto… —aseguraba, convencida—. Demasiados, y a menudo, cuando no puedo dormir, me detengo a pensar cuántos de los proyectiles surgidos de esos casquillos habrán matado a alguien… ¿Y total para qué…? Tal vez sea yo, la más vieja y miserable de las chatarreras, la única que saca algún provecho de esta estúpida guerra.

—Para algo más servirá… Imagino…

—Hasta ahora nadie ha sabido explicármelo… Le pregunto a los soldados y se encogen de hombros; le pregunto a los «gringos» y no me entienden; le pregunto a los «muchachos» del otro lado de la calle y me llenan la cabeza de tonterías… Luego se comen tranquilamente la «merienda», se beben una cerveza y a la media hora alguno está muerto… ¿No es idiota…? —Encendió de nuevo un cigarrillo, procurando mantenerlo lejos de la pólvora—. Pero dejemos eso… —señaló al fin—. Háblame de ti. Cuéntame por qué una muchacha tan bonita puede llegar a encontrarse sola y vestida de novia en medio de la noche.

—No estaba vestida de novia… —replicó Apolonia con naturalidad—. No quiero engañarla; yo no voy de novia; voy de puta.

—¡Ya!

—¿Le sorprende?

—¿Por qué habría de sorprenderme? También yo lo fui en un tiempo, allá en Linares… La vida era dura en el olivar y si no estalla la guerra, tal vez hubiera seguido siéndolo…

Lo había dicho con tanta naturalidad que la muchacha dejó de sentirse cohibida y dedicó el resto de la tarde a relatarle la historia de sus múltiples desdichas desde el día en que un sudoroso capataz la tumbó sobre un montón de sacos de café hasta la noche en que decidió abandonar definitivamente a Darío Pocaterra.

—Conozco a unos Pocaterra… —admitió la anciana—. Tienen una bonita hacienda en la que mi yerno trabajó un tiempo… Vivían allá arriba, como agazapados, temerosos siempre de que los Trujillo se encapricharan de sus tierras y tuvieran que acabar marchándose del país como tantos otros… Por lo que yo recuerde, nunca se metieron en política.

—A Darío tampoco le interesa la política… Pero ese otro, Chuchú Gamazo, el de los puros, le lía…

—¡Natural que lo líe, si fabrica puros…! —replicó la Buscabalas con humor, y luego chascó la lengua y lanzó un largo resoplido—. ¡Los Gamazo…! —exclamó—. Ésos sí que son fascistas de colmillo retorcido. Tenían también plantaciones en Cuba y Castro se las quitó. De ésos no me extraña que anden por el mundo asesinando gente… ¡Pero del otro…! ¿Por qué?

—No lo sé. Y creo que él tampoco lo sabe.

—¿Y nunca hiciste el amor con él?

—Nunca.

—¡Lástima…! —Lanzó una mirada al exterior y se puso en pie—. ¡Bien! —señaló—. Ya ha oscurecido y es hora de que me vaya… —Buscó a su alrededor—. ¡Mi pañoleta…! —dijo—. Si no me tapo estas greñas, luego, en medio de la noche destaco como ladilla en coño de negra y me arriesgo a que me vuelen la cabeza… Cierra bien la puerta pero no te preocupes; todos en el barrio saben que Tina la Buscabalas está armada y no se anda con bromas… Y para robarme tendrían que traer camiones…

Salió empujando su destartalado cochecito cargado de pan hasta los bordes, y Apolonia la observó mientras se alejaba por el caminillo de tierra sorteando huecos, charcos y piedras.

Alzó luego la vista hacia el edificio del hotel Embajador que destacaba a no más de quinientos metros de distancia, al otro lado de una alta valla metálica y trató de adivinar cuál de aquellas terrazas correspondería a la habitación en que permaneciera tanto tiempo encerrada con la esperanza de descubrir, tal vez, la figura de Darío Pocaterra.

Le echaba de menos, y aunque aún no hacía veinticuatro horas que se habían separado, se le antojaba que había pasado un siglo y que al igual que su vida se había transformado por completo al dejar el cafetal para convertirse en prostituta de ciudad, de nuevo las circunstancias le habían imprimido un giro total a su existencia, pasando súbitamente a convertirla en miserable protegida de una estrafalaria mendiga-chatarrera.

Echó un vistazo a su alrededor. La habitación en la que ahora se encontraba, y que hacía las veces de recibidor-comedor-cuarto de estar, constituía sin lugar a dudas la estancia noble de la casa y la única en la que no se amontonaban casquillos de bala. Los muebles, baratos, no carecían sin embargo de un cierto toque personal, destacando un hermoso sillón de auténtico cuero desgastado por el uso, y un moderno aparato de radio con su correspondiente tocadiscos. Sobre el aparador una docena de marcos casi idénticos mostraban las fotografías de unos niños que en corto espacio de tiempo pasaban a convertirse bruscamente en hombres y mujeres, y no le cupo duda de que se trataba de los hijos de la anciana; aquéllos que un día se marcharon olvidándola para siempre.

Sintió pena por ella y se preguntó qué experimentaría en el fondo de su corazón alguien que había luchado tanto por sacar a una familia adelante y se encontraba de improviso con un sinfín de cartuchos por toda compañía, sabiéndose tan vacía e inútil como ellos mismos.

Los rostros de las fotos eran vulgares. Rostros jóvenes de piel limpia aunque en ninguno de ellos se adivinaba el más mínimo rasgo que pudiera igualar la fuerza de expresión de tanta arruga, ni en sus ojos se leía la viveza que perduraba aún en los profundos, rientes y personalísimos ojos verdosos de su madre. Y, sin embargo, aquellas caras planas y sin gracia se avergonzaban de quien les trajo al mundo, y durante unos instantes no pudo evitar preguntarse si también ella se avergonzaba de aquella pobre analfabeta que había dejado en Barahona y que jamás le había dirigido la palabra más que para ordenarle algo o reñirla por no cumplir bien su trabajo.

No experimentaba ninguna necesidad de volver a verla, y tuvo que admitir que si algún día su madre se mudaba de casa ni siquiera movería un dedo para tratar de encontrarla. Se había estado acostando durante años con el capataz, del cual tenía un chiquillo, pero no había sido capaz de abrir la boca ni salir en defensa de su hija cuando descubrió que estaba abusando de ella. Se limitó a hacer la vista gorda y dedicar a partir de aquel momento toda su atención a un pobre negro haitiano al que utilizó hasta que lo «cazaron» en la frontera.

Apolonia recordaba con ternura al haitiano Odeón, y recordaba también haberle suplicado que no emprendiera aquel viaje a su país porque era cosa sabida que corría un gran riesgo si intentaba el regreso. Pese al escándalo internacional que se había organizado tiempo atrás, y pese a que el Gobierno de Trujillo jurase y perjurase que ya no se perseguía a tiros a los haitianos que se atrevían a cruzar la frontera, era cosa sabida que la Policía seguía actuando a su antojo, y solían ser más los inmigrantes clandestinos que acababan con un tiro en la frente que los que se devolvían, sanos y salvos, a las autoridades del otro lado de la isla.

—Tengo que ir… —le había dicho el siempre sonriente y cariñoso Odeón—. Tengo que ir, pero no temas; conozco un camino seguro para volver.

—¿Pero y si una vez allí decides quedarte…?

—¿Dónde? —se asombró el negro—. ¿En Haití? ¡Eso nunca…! Allí la vida es un infierno…

A partir de entonces —y hacía ya muchos años de aquella conversación— Apolonia se preguntó a menudo cómo sería la vida en Haití, si aquel pobre negro que trabajaba de sol a sol, no tenía más que un par de pantalones remendados, y pasaba hambre tres de cada cinco días, consideraba que su país «era un infierno».

Nunca pudo averiguarlo. Odeón no supo encontrar el camino de regreso a Barahona, y ningún otro haitiano se había cruzado en su vida hasta el presente.

A veces llegaba a la conclusión de que vivir en Haití debía ser como permanecer encerrada en una habitación de hotel esperando que, cada diez minutos, un soldado se considerara con derecho a hacer de ella cuanto le viniera en gana.