Chucho Gamazo y Winston Domínguez habían mejorado notablemente su sistema de hacer «cantar» a la gente reacia.
No era cuestión de continuar destrozándose los nudillos o dando patadas a diestro y siniestro sin resultados efectivos, por lo que habían optado por aplicar corriente eléctrica a los genitales de los «mudos», con lo que se conseguía que muy pronto dejaran de serlo.
El único problema del nuevo sistema se presentaba siempre a partir de las diez de la noche, cuando comenzaba la refriega y se cortaba el suministro eléctrico, con lo cual se hacía necesario regresar a menudo a los viejos métodos.
Obsesionado por la desaparición de Apolonia, Darío no prestó en principio demasiada atención a cuanto estaba ocurriendo en el sótano del vetusto caserón, pese a que con frecuencia, cuando se encontraba en alguna de las estancias del primer piso, le llegaban, a través de las junturas de los tablones del suelo los alaridos de las víctimas que lloraban suplicando que les dejaran en paz y ofreciéndose a contar cuanto sabían.
Tales confesiones se referían cada día con mayor frecuencia a cuanto estaba ocurriendo en el interior de la Ciudad Nueva, quiénes continuaban apoyando la posición del coronel Caamaño, o con qué simpatías contaba la causa «constitucionalista» en otros puntos de la isla, y Darío había comprendido ya, desde hacía tiempo, que lo que empezara con el fin aparente de imponer un poco de orden en una ciudad sumergida en el caos había ido degenerando hacia fines políticos más concretos, hasta el punto de que la mayoría de los que tenían la desgracia de pasar por el caserón no habían cometido otro delito que aspirar a que la abortada democracia regresara al país.
Santos Parra continuaba siendo un trujillista convencido, nostálgico de los viejos tiempos y dispuesto a aceptar incluso al semianalfabeto general Wessin como jefe absoluto de la nación, mientras Winston Domínguez aspiraba a un futuro propio en política, puesto que habiendo cursado estudios superiores en Estados Unidos, imaginaba que la República Dominicana necesitaría muy pronto hombres de su firmeza, decisión y capacidad.
Chuchú Gamazo, por su parte, despreciaba cualquier tipo de política, pero a causa de su obsesivo anticomunismo estaba convencido de que un nuevo Fidel Castro haría muy pronto su aparición para despojarle de tierras y fábricas, por lo que preconizaba que únicamente el aniquilamiento físico de todos sus seguidores conseguiría poner fin a semejante amenaza.
Además, y eso era sin lugar a dudas lo más importante, disfrutaba con lo que estaba haciendo.
Darío continuaba dejándose arrastrar sin oponer apenas resistencia, asistiendo de tanto en tanto a las sesiones de tortura sin interesarse demasiado por las preguntas o las respuestas, y aceptando conducir a las maltrechas víctimas a la orilla del río, ponerlas de rodillas, pegarles un tiro y empujarlas con el pie para que la corriente las arrastrara y fueran a parar al puerto de donde las extraerían los «rebeldes» si los tiburones no daban antes buena cuenta de ellas.
Era como un sueño. Como un sueño, o más bien como una distracción que le permitía olvidarse de Amapola y de las horas que pasaba recorriendo calles, bares y burdeles preguntando por ella inútilmente.
Se la había tragado la tierra. Se había hecho humo en el aire, y a menudo, durante las largas noches de insomnio o las semiborracheras en las que cada vez con más frecuencia se iba sumergiendo, abrigaba el convencimiento de que en realidad Apolonia Cienfuegos, la puta Amapola, jamás había irrumpido desnuda en su cuarto; no había pasado dos semanas escondiéndose en los armarios, y no se había ido llevándose un vestido blanco y unos zapatos de raso.
Y a decir verdad, ¿quién la había visto? ¿Con quién hablar de ella? ¿A quién contarle que amaba a un ente intangible con el que había mantenido una relación tan inconcreta?
Américo Ospina, que le conocía desde niño, era quizás el único que lograría entenderle; que acertaría a consolarle; que continuaría ayudándole a buscarla pese a que ya había quedado claro que no se encontraba en Ciudad Nueva, pero desde que había tomado plena conciencia de que estaba contribuyendo a torturar y asesinar a partidarios de los «rebeldes», a Darío le espantaba la idea de cruzar la línea y arriesgarse a que alguien le pudiera señalar como verdugo.
A este lado de La Frontera no tenían sin embargo nada que temer; actuaban con absoluta impunidad e incluso se podría decir que con el beneplácito de las autoridades, puesto que Santos Parra y Winston Domínguez mantenían magníficas relaciones con los militares de la Junta, y a Chuchú Gamazo le unía una inconcreta pero fuerte amistad con Buck Bucanan, que era tanto como decir con el mando supremo de las Fuerzas de Pacificación de la Organización de Estados Americanos.
Había, eso sí, que darse prisa. Cada día se hablaba con más insistencia de una pronta solución al conflicto, se barajaban varios nombres de candidatos con magníficas posibilidades de convertirse en presidente provisional, y antes de que el armisticio se firmase y la normalidad volviera a la isla se hacía imprescindible librarla de elementos indeseables, «comunistas» y agitadores, que pudieran caer en la tentación de volver a las andadas.
—Más adelante nos ocuparemos de los que continúan dentro y aún están armados —repetía una y otra vez Winston Domínguez—. Pero ahora tenemos que ir desbrozando la mala hierba que está a nuestro alcance. Hay que conseguir nombres; «todos» los nombres, para que más tarde no se nos escabullan…
Ya apenas caía nadie en primera línea de fuego. Ya los combatientes conocían todos los trucos y poseían la suficiente experiencia como para no permitir que un «francotirador» astuto les metiera una bala entre los ojos a media noche, y ambos bandos se esforzaban por no llegar al uso de armas pesadas que ponían en peligro a la población civil y hacían más difícil el diálogo. Ahora, los muertos no precisaban más que de un tiro en la nuca, y a menudo más que en muertos acostumbraban a convertirse en «desaparecidos».
Se hacía necesario limpiar de piedras molestas el sendero de la futura convivencia plena, y ésa era en apariencia la tarea que el grupo armado de Chuchú Gamazo y otros semejantes cumplían con mayor diligencia cada día.
Su nombre en clave era Caracola en honor a la primera auténtica «acción» que ejecutaron juntos, y su símbolo una espiral que acababa en círculo, perfecta representación de tal denominación y que a Santos Parra le encantaba marcar sobre el pecho de sus víctimas o las paredes de los lugares que «visitaban».
Era como un juego de niños excitante y a menudo fabulosamente divertido; pero un juego que dejaba a su paso un rastro de dolor, odio y sangre al que Darío Pocaterra se había hecho por completo insensible, hasta el punto de que tan sólo en un par de ocasiones experimentó un cierto rechazo por cuanto ocurría a su alrededor.
La primera fue el día que descubrió sobre «la mesa» el cuerpo de una mujer de unos veinticinco años a la que había visto varias veces en las proximidades del cuartel general de Caamaño, y cuya fotografía había hecho su aparición frecuentemente en distintos diarios y revistas ya que se trataba de una de las más activas combatientes de las filas «constitucionalistas».
Chuchú Gamazo y Winston Domínguez la habían violado repetidas veces destrozándole el ano, y más tarde se habían ensañado con la «picana» y cigarrillos encendidos que habían cubierto de marcas todo su cuerpo pese a lo cual aún no había dado un solo nombre de los que se le pedían.
—Es más dura que la mayoría de los hijos de puta que han pasado por aquí —admitió Santos Parra que observaba la escena con una cierta indiferencia desde lo alto de la escalera que conducía al sótano—. Supongo que es porque sabe que, cuando empiece a hablar tendrá muchísimas más cosas que contar… Dicen que se acostaba con Caamaño.
—Me extraña… Y aunque así fuera, ¿qué podría contar?
—Quién lo financia; qué camino seguirán las armas que le enviará Castro, y quiénes son los auténticos cerebros que se ocultan en la sombra, porque yo no me creo que ese pedazo de bestia pueda ser quien realmente lidera la Revolución. Hay alguien más y tal vez ella lo sepa.
Lo supiera o no, se llevó el secreto a la tumba, y como el corazón le falló al amanecer y no era cuestión de acercarse al río a la luz del día, su cadáver permaneció hasta la media noche siguiente tendido sobre la mesa, frío, ceniciento y desnudo.
Al observarlo con mayor detenimiento Darío llegó a la conclusión de que aquélla debía ser la única mujer de este mundo que resultaba más hermosa muerta que viva, pues al relajarse sus facciones habían adquirido una belleza y una dulzura de las que siempre habían carecido, y por primera vez le asaltó la tentación de dar media vuelta y alejarse de aquel caserón y todo lo que significaba para dedicar todo su tiempo a buscar hasta en el último rincón de la isla al ser que amaba.
Pero no lo hizo porque en el fondo sabía que era ya demasiado tarde y la única solución que le quedaba era continuar braceando en el fango esforzándose por mantenerse a flote y confiar en que, con el fin de la guerra, pudiera rehacer su vida como si nada hubiera ocurrido.
El segundo gran golpe lo recibió tres días más tarde, en el momento en que observó cómo la puerta del sótano se abría y por la escalera descendía la conocida figura de Buck Bucanan.
—¿Qué hace aquí? —fue lo primero que quiso saber, casi sin dar crédito a lo que estaba viendo—. ¿Quién le ha permitido entrar?
—¡Oh, vamos, Darío, no seas niño! —fue la respuesta de Chuchú Gamazo—. Buck nos ha estado echando una mano desde el principio. Sabe más de esto que nosotros, y es el más interesado en limpiar la isla de escoria comunista… ¡No te inquietes! No se va a asustar. Está acostumbrado.
Efectivamente, el norteamericano ni tan siquiera pestañeó al advertir el deplorable aspecto del muchachuelo que se encontraba tendido sobre la mesa, y se limitó a estudiarle sin dejar de chupar su cachimba con el aire del entendido que analiza un espécimen particularmente interesante.
Había saludado a los presentes con un simple ademán de la mano, pero luego observó con cierto detenimiento a Darío y se diría que cruzaba con él una leve mirada de complicidad, reconociéndole y recordando tal vez la atención de que le había hecho objeto en otro tiempo.
—Estamos convencidos de que este cabroncito sirve de correo entre los rebeldes y sus compinches del exterior —musitó en voz muy baja, pero en un castellano casi perfecto—. Tal vez pueda decirnos quién les dio la orden de minar la catedral, Correos, y algunos de los Bancos principales por si nos lanzamos al ataque… —Lo tomó por la barbilla y le obligó a mirarle—. ¿Verdad que lo sabes? —inquirió sin alzar apenas el tono—. ¿Verdad que estás enterado de que tus amigos están dispuestos a hacer saltar por los aires la catedral primada de América?
El chiquillo no dijo nada. Podría creerse que ni siquiera le escuchaba o no comprendía de qué estaba hablando, y Darío recordó en esos momentos a aquel otro muchacho que le acompañara un día a donar sangre para los heridos «constitucionalistas».
En realidad eran todos iguales; jovenzuelos de la más baja extracción social que encontraban más emocionante echarse a la calle armados de un fusil y un puñado de granadas que trabajar en una plantación de caña de azúcar, recolectando café o cargando ladrillos, y se podría afirmar que la mayoría de ellos no entendían una sola palabra de política y lo que en el fondo les impulsaba a luchar en el bando «constitucionalista» era su secular rechazo a cuanto significase uniformes, órdenes o jerarquías.
Inmutable, Buck Bucanan lo contempló como si tratara de leer en el fondo de sus ojos la posibilidad de obtener una respuesta, luego recorrió con la vista el desnudo cuerpo, y por último le vació el contenido de la cachimba, sobre el nacimiento del pene, dejando que la brasa quedara allí, chamuscando el vello y abrasando la carne, hasta que en un espasmo resbaló y quedó atrapada entre la ingle y un testículo.
—Evítate un mal rato y por la mañana podrás estar en tu casa… —fue cuanto dijo.
Pero Darío sabía bien que no era cierto; que desde hacía varios días nadie que hubiera pasado por el sótano del vetusto caserón había emprendido otro camino que el del río Ozama, pero aun así permaneció en silencio, interesado por descubrir cómo se comportaba el americano en su trabajo.
Sin embargo éste no parecía tener un especial interés en torturar personalmente a un mozalbete y se limitó a apoyarse en la pared y recargar parsimoniosamente su pipa permitiendo que Winston Domínguez continuara una labor que al parecer le divertía aunque resultaba evidente que no se encontraba especialmente dotado para llevarla a cabo, ya que a los pocos minutos su víctima perdió una vez más el sentido y resultaron inútiles cuantos esfuerzos se hicieron para conseguir hacerle volver en sí.
—Todo esto es muy rudimentario… —fue el comentario de Bucanan—. Si aspiran a construir un país democrático, que sea tan fuerte que los comunistas no puedan soñar con poner sus manos sobre él, tienen que modernizarse, adiestrarse en la lucha psicológica, y aprender a atacar el mal en sus raíces… El peligro está aquí; en estos chicos de entre quince y veinticinco años, porque es a esta edad cuando las malas ideas fructifican en ellos… Al igual que casi nadie se convierte en drogadicto cuando ha cumplido los treinta años, muy pocos se convierten en agitadores o terroristas cuando han pasado de los veinticinco… Pero para obtener algo no basta con meterles doscientos voltios en los huevos… Hay que actuar con inteligencia y ganarles a base de imaginación porque en el fondo no son más que una partida de retrasados mentales… —Señaló con el extremo de su cachimba el cuerpo del yacente y negó con un gesto—. A éste pueden echarlo al río… Hubiera hablado al principio; por miedo, pero ya no lo hará porque está convencido de que lo peor ha pasado… —Luego se volvió a observar con fijeza a Darío, e inquirió—: Usted es muy amigo de Wolf Herrera, ¿no es cierto?
—Hasta cierto punto.
—Esta tarde se ha entrevistado con Héctor García-Godoy, un abogado al que la Organización de Estados Americanos considera el mejor candidato a la presidencia. Me interesaría mucho averiguar cuál es su auténtica ideología política… Nadie parece saber gran cosa sobre él y no es cuestión de arriesgarse a encumbrar a un izquierdista. Podría favorecer el triunfo de Juan Bosch en las elecciones y estaríamos otra vez como al principio.
—Supongo que lo que Wolf haya averiguado sobre García-Godoy lo publicará en su periódico… —le hizo notar Darío.
—No me interesa lo que publique en su periódico… —fue la seca respuesta—. Sino lo que realmente piensa de él… Ese venezolano es un filocomunista de cuidado, y si el otro es de su cuerda se librará muy mucho de desenmascararlo…
—Jamás se me habría ocurrido que Wolf Herrera simpatizara con los comunistas… Su periódico es más bien de derechas…
—En eso estriba precisamente su peligro… Es un infiltrado capaz de hacer más daño con una leve insinuación o una consigna entre líneas, que el más furibundo comunista con un artículo incendiario… —Hizo una corta pausa y al hablar de nuevo se diría que el timbre de su voz cambiaba convirtiéndose en levemente autoritario—. ¿Podrá hacerme ese favor? —insistió.
—Lo intentaré.
—Ahora debe estar en la sala de teletipos del hotel transmitiendo su crónica… ¿Por qué no va y consigue que, en caliente, le cuente sus impresiones?
Darío dudó, miró alternativamente a Winston Domínguez y Chuchú Gamazo, y cuando éste le hizo un gesto afirmativo se encogió de hombros y se encaminó a la escalinata que conducía a la salida.
—Haré lo que pueda… —dijo ya desde arriba y sin volverse—. Pero no prometo nada… Wolf no es ningún estúpido.
Efectivamente, Wolf Herrera no era ningún estúpido, y ni siquiera en la soledad del bar ya sin servicio a aquellas horas de la noche y ante la más que mediada botella de ron que habían obtenido del conserje, se pronunció sobre cuáles eran, según su punto de vista, las inclinaciones políticas del casi desconocido Héctor García-Godoy.
—Lo único que puedo decir es que es honrado, inteligente, con gran capacidad de trabajo, buena voluntad y unas ansias infinitas de conseguir la paz… ¿Qué más se puede pedir?
—¿Pero por quién se inclina…?
—Supongo que por nadie…
—Eso le va a resultar muy difícil… Si tiene unas determinadas simpatías políticas procurará siempre que en las elecciones ganen los suyos.
—Ya te he dicho que es un hombre honrado. Demasiado honrado como para prestarse a ello.
—Puede que lo haga inconscientemente…
—Lo dudo. Y me inclino a pensar que, como sabe por quién están sus simpatías, se frenará aún más…
—¿Tú lo sabes?
—Sí. Supongo que las sé.
—¿Y no vas a decírmelas?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no pienso contárselas ni a mi padre… Y mucho menos a ti… —Hizo una larga pausa y le miró con extraña fijeza por encima de su vaso—. Llevo meses en esta isla y por mi neutralidad y mi forma de comportarme con ambos bandos debo ser en estos momentos el periodista mejor informado sobre cuanto ocurre en la República Dominicana… Me cuentan muchas cosas… ¡Muchas…! Y he oído hablar de «comandos paralelos», «grupos parapoliciales», «células anticomunistas» y un sinfín de historias más… Me han dado algunos nombres, y no necesito ser muy listo para saber quién se encuentra detrás de todo ello… —Se puso en pie bruscamente y dejó el vaso sobre la mesa—. Por eso no voy a contarte nada sobre Héctor García-Godoy, Darío… ¡Nada en absoluto! ¡Nunca!
Se alejó por entre los butacones del gran salón vacío y en penumbras, y por primera vez en su vida, Darío sintió vergüenza por sus actos ante alguien que no fuera él mismo.