¿Adónde podía haber ido una muchacha nacida en un minúsculo villorrio de las montañas de Barahona, vestida de blanco, sin dinero, y sin más conocimiento de la vida en una gran ciudad que el que podría haberle proporcionado su estancia en dos habitaciones de un hotel de lujo?

Darío regresó pasadas las tres de la mañana, sucio de sangre, sudoroso, cansado y con los nudillos desollados de pegarle a un negro al que se diría tallado en pedernal, se negó a admitir que ella se había ido hasta que hubo comprobado que el vestido y los zapatos también habían desaparecido, y aunque en un principio pretendió consolarse diciéndose que lo que sobraban eran putas baratas, cuando se tumbó en la cama y tomó conciencia del vacío que quedaba a su lado, comprendió hasta qué punto la necesitaba.

—¡Volverá! —masculló con rabia cerrando los ojos y tratando de hacer un supremo esfuerzo por dormirse, pero transcurrieron las horas, más inútiles que nunca, y el amanecer le sorprendió en el coche, recorriendo muy despacio las calles en una búsqueda que presentía inútil, preguntando aquí y allá a los soldados que montaban guardia en las esquinas, si habían visto a una muchacha de piel oscura y larga melena vestida de blanco.

El calor arreciaba cuando alcanzó al fin La Frontera y meditó largamente antes de decidirse a abandonar el vehículo y adentrarse a pie en una zona «constitucionalista» abrigando la tibia esperanza de que tal vez Apolonia —rebelde en cierta forma— hubiera optado por buscar refugio entre sus semejantes.

—¿Una putita vestida de novia? —se asombró Américo Ospina cuando acudió a él solicitando ayuda—. Muy loca tiene que estar para meterse en esta ratonera teniendo tantos sitios adonde ir, pero no te preocupes: si está en Ciudad Nueva daremos con ella, aunque a mi modo de ver, lo más probable es que ande ya camino de su pueblo.

—Lo dudo. Conociéndola, estoy seguro de que no intentará regresar a Barahona… Es muy orgullosa y no querrá presentarse ante los suyos sin un peso. Se ha quedado en la ciudad… ¿Pero dónde?

—Busca en casa de la Coja.

Le hizo daño la idea de que otro hombre pudiera desabrochar uno por uno los botones de aquel precioso vestido, y el estómago le dio un vuelvo al imaginar que alguien que no fuera él acariciara un cuerpo que creía suyo aunque aún no hubiera conseguido tenerlo nunca por completo.

—¡La mato! —musitó muy quedamente—. Si vuelve a eso, la mato.

Américo Ospina observó a su amigo con renovado interés y se diría que descubría en él un lado humano que antes jamás le había mostrado.

—¡No jodas! —exclamó—. No intentes hacerme creer que una furcia de campo ha conseguido transformarte en ser humano.

—¡Vete a la mierda!

—¡Está claro! ¡Lo ha hecho! ¡Santo cielo! ¿Qué tiene esa chiquilla en el coño que te ha cambiado de ese modo…?

—Jamás me has entendido, ¿verdad? —sentenció Darío en tono desabrido—. Lo peor de nuestra amistad estriba en que, a pesar de tantos años de andar juntos, jamás nos hemos conocido realmente el uno al otro.

—Tú nunca permitiste que te conociera.

—¿Acaso tú sí…? ¡Mírate…! ¿Quién podía imaginar que el juerguista, estrambótico y divertido Américo Ospina acabaría convirtiéndose en una caricatura de guerrillero urbano, triste, andrajoso y maloliente…? ¿Quién eres tú realmente: el de ahora, o el de antes?

—Si tuviera ganas de hacer una frase te diría que soy el que los «gringos» hicieron de mí… Pero me siento demasiado cansado para filosofar… —Bebió con ansia un largo trago de ron, y Darío tuvo la desagradable sensación de que llevaba camino de convertirse en un alcohólico—. Ahora, lo que importa es ayudarte a encontrar a tu amiga… —Extendió la mano por encima de la mesa y se la colocó en el antebrazo con el único gesto afectuoso que había realizado en mucho tiempo—. ¡No te preocupes! —señaló—. Si está en Ciudad Nueva no corre peligro. Te la cuidaré hasta que vuelvas… Pero no te enfades conmigo y hazme caso: date una vuelta por los prostíbulos del otro lado antes de que resulte demasiado tarde. Nunca sabe nadie cómo diablos puede reaccionar una chica despechada…

Le hizo caso. Cruzó de nuevo «la línea» y se encaminó directamente a casa de la Coja, que le ofreció un amplio repertorio de muchachas cariñosas y números exóticos pero no pudo darle la más mínima información sobre una chiquilla de ojos negros que andaba por el mundo vestida de blanco.

Cuando ya se despedía, agradeciéndole las molestias, Darío recordó al viejo de la plaza de Fray Bartolomé de las Casas y la observó con detenimiento.

—¿Me permites una última pregunta? —suplicó.

—Dime, hijo…

—¿Es cierto que usted no es puta, ni coja, sino una honrada madre de familia que camina tan bien como yo…?

—Eso depende de cómo camines tú, muchacho —fue la respuesta—. Pero te aconsejo que no hagas mucho caso de las maledicencias de la gente… Suelen tener muy mala leche… ¡Suerte y que encuentres a tu novia!

Dedicó el resto del día y parte de la noche a recorrer los restantes burdeles de la ciudad y las calles y bares más frecuentados por las mujeres de la vida, pero cuando se reanudó el tiroteo llegó a la conclusión de que la búsqueda resultaba inútil y regresó, agotado, al hotel en el que se encontró tres mensajes de Chuchú Gamazo pidiéndole que acudiera con urgencia al caserón del río.

—¡Que te den por el culo! —fue cuanto dijo mientras los arrojaba a la papelera—. ¡Malditas las ganas que tengo de caerle a patadas a la gente…!

Se acostó sin cenar pese a que no había probado bocado en todo el día y, por primera vez en el transcurso de los últimos años, experimentó unos profundos deseos de llorar.

En un primer momento tuvo miedo.

La exuberante iluminación del edificio y su aparcamiento quedaron pronto a sus espaldas y el fuerte contraste con la penumbra de las calles de la ciudad, mal iluminadas por tristes farolas que eran más las sombras que la claridad que proporcionaban, le echó atrás, pues experimentó la desagradable sensación de que al abandonar la protección del hotel se sumergía en un mundo violento y hostil en el que mil peligros la acechaban.

Una larga avenida se perdía en la distancia y las tinieblas mientras otra, algo menos oscura, descendía aparentemente en busca del mar y del centro de la ciudad, y se aventuró por esta última, caminando siempre por el centro de la calzada, y lanzando inquietas miradas a su alrededor, atenta al menor rumor que pudiera alarmarla.

A su derecha, entre la avenida y el hotel Embajador, se extendía un barrio de casuchas miserables en el que ladraban perros, lloraba un niño y discutía a lo lejos una pareja, le asustó ver surgir de entre la maleza un negro bulto que lanzaba sonoros gruñidos, y su corazón no recuperó la calma hasta que comprobó que se trataba de un gran cerdo que cruzaba la calzada y se perdía de vista por entre chabolas de cartón y latas.

Alcanzó una rotonda. La avenida continuaba descendiendo hacia el mar, que se adivinaba por su estruendo allá abajo, y otra calle, más ancha e iluminada pese a que le faltaban las bombillas a tres de cada cuatro farolas, torcía a la izquierda, adentrándose a lo lejos en la capital.

Siguió por ella sin tropezarse con un vehículo ni un ser humano hasta que al fin descubrió un solitario banco de madera en el que tomó asiento despojándose de los preciosos zapatos de raso blanco y alto tacón que le destrozaban los pies.

Se sintió más sola que nunca. Más que cuando la olvidaban sobre las sacos de café del almacén después de haberla baboseado y cubierto de semen, y más que cuando un inmenso «marine» la dejaba exhausta y sudorosa sobre la cama y disponía tan sólo de diez minutos para darse una ducha, cepillarse el cabello y recibir a un nuevo «cliente».

Se sintió tan abandonada y tan profundamente infeliz, que tuvo que echar mano a todo su orgullo y su fuerza de voluntad para no dar media vuelta e ir a sentarse a la puerta del hotel, y más tarde tuvo que recurrir a insultarse a sí misma por su incapacidad de rechazar por completo la idea de descender hasta la orilla del mar y tirarse al agua para poner de ese modo punto final a sus desdichas.

Estaba allí, sentada en un banco de una ciudad en guerra, a punto de cumplir diecinueve años, con un pasado de miseria, prostitución y enfermedad a las espaldas y un incierto futuro de más hambre y más degradación frente a los ojos, y le hubiera gustado disponer de un Dios al que pedirle ayuda, pero durante su infancia le habían enseñado que en Santo Domingo no existía otro dios que Trujillo, y ahora Trujillo estaba muerto y no había nadie que pudiera sustituirle.

Quiso llorar, pero tampoco nadie le había enseñado que sirviera de nada y se limitó por tanto a sorberse los mocos, porque ni tan siquiera era dueña de un pañuelo y le dolía ensunciar tontamente las mangas de su blanco vestido.

Sonó un disparo; uno solo, muy lejano, como la voz del centinela que recuerda a la ciudad dormida que su sueño es mentira y la guerra se mantiene latente en las esquinas, y su eco, que se perdió en la noche, arrastró un silencio aún más profundo que todos los silencios anteriores, y luego ese silencio se rompió quedamente por un tintinear que se aproximaba como un viento que llegara empujando el latir de un millón de campanillas.

Prestó atención.

El rumor, casi irreal y absurdo, venía de la ciudad, y de sus sombras; entrevió algo que cruzaba bajo una sucia farola, luego nada, y luego, surgiendo de esa nada, tomó cuerpo una frágil figura que avanzaba empujando un cochecillo de niño del que nacía aquel campanilleo desaforado.

Era una flaca mujer; una arrugadísima anciana de blancas greñas y oscura vestimenta, que caminaba muy erguida empujando su carga como si en verdad allí dentro transportara orgullosa al hijo de sus entrañas.

Se detuvo frente a Apolonia, y la música cesó. Observó a la muchacha interrogante y luego vino a tomar asiento a su lado.

—¡Córrete! —pidió—. Éste es mi sitio. Aquí descanso cada noche, porque es el único banco de esta maldita calle.

Obedeció y observó cómo la mujeruca se dejaba caer sobre la dura madera con aire de fatiga, rebuscaba en un bolsillo de su maltratada chaqueta masculina, y sacaba un manoseado paquete de cigarrillos y una caja de cerillas.

—¿Fumas? —Ante la negativa, se encogió de hombros, encendió un pitillo y lanzó un gran chorro de humo con evidente satisfacción—. ¡Éste es el mejor momento de la noche! —exclamó—. Allí dentro si enciendes un cigarrillo te expones a que un hijo de puta te pegue un tiro… La mayoría son cegatos de bola y están «flipaos…». —La observó con atención, reparando en su blanco vestido y sus zapatos—. ¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Te abandonó tu novio la noche de bodas?

—Lo abandoné yo a él.

—¿Por qué?

—Prefirió irse a matar gente.

—¡Ya! Malos tiempos estos en que los hombres prefieren matar gente que hacer otra nueva… —Le golpeó la pierna intentando consolarla…—. ¡No te preocupes! —señaló—. Si un tipo es tan estúpido como para irse a hacer la guerra en lugar del amor, no vale la pena. Tú eres una chica guapa, muy guapa, y encontrarás otro más listo… ¿Cómo te llamas?

—Apolonia.

La miró con renovada atención y agitó la cabeza con gesto de incredulidad.

—¡Vaya! —exclamó—. Veo que la vida no te ha tratado muy bien desde el principio… En eso nos parecemos. A mí me pusieron por nombre Celestina. Pero todos me llaman Tina. Tina la Buscabalas.

—¿La Busca… qué?

—La Buscabalas.

—Suena raro.

—Es por mi oficio.

—¿Su oficio? —repitió sin comprender.

—Soy chatarrera… Chatarrera especializada en balas; en casquillos de bala, para ser más exactos… Antes tenía la concesión de los campos de tiro del Ejército y mi marido y yo trabajábamos allí hasta que le reventó una granada en las manos y lo hizo pedazos. Luego seguí yo sola… —Chasqueó la lengua con gesto de satisfacción—. ¡Éstos son buenos tiempos! —añadió—. ¡Tiempo de cosecha abundante…! —Señaló con su cigarrillo el cochecito—. ¡Míralo! Lleno hasta los topes… Y así noche tras noche… Cuando esta guerra acabe seré rica.

Amapola la observó levemente desconcertada, y al fin, casi incrédula, comentó:

—Nunca imaginé que alguien pudiera hacerse rico con las balas.

—Las mayores fortunas del mundo se han hecho con ellas, querida niña. Pero yo tengo la conciencia limpia porque mis balas no sirven para matar a nadie… —Lanzó una corta risita intempestiva—. Aunque, a decir verdad, las balas, por sí solas, no matan… Es la gente la que mata, y si no tuvieran balas lo harían a pedradas…

—¿Y no teme que le peguen un tiro por error…?

—Todo tiene su riesgo, pequeña… Pero a mí ya me conocen… Después de una buena refriega aparezco con mi linternita de luz verde y voy gritando: ¡Soy Tina la Buscabalas! ¡Soy Tina la Buscabalas! ¡No disparéis hijos míos, o me cagaré en vuestro padre…! Y a veces incluso me tiran puñados de municiones sin usar para que las aproveche… Ahí llevo lo menos cien… —Concluyó su cigarrillo, lo arrojó al suelo aplastándolo con la punta de su maltratado zapato, y alzó luego el marcadísimo rostro congestionado de arrugas mirándola a los ojos—. ¿Y tú qué piensas hacer? —dijo—. ¿Volverás a tu casa?

—No tengo casa.

—¿Y tu novio?

Se encogió de hombros:

—En realidad no es mi novio. No es mi nada… Y no quiero volver a verle. Se está convirtiendo en un asesino. Él aún no lo sabe, pero lleva camino de eso… —La observó con fijeza—. Y no está bien enamorarse de un asesino, ¿verdad?

La anciana permaneció largo rato en silencio, porque al parecer no encontraba respuesta oportuna a semejante pregunta y por último, apuntando un gesto de ignorancia, comentó:

—Supongo que no soy quién para opinar sobre un tema tan profundo, pero lo que sí puedo decirte es que el comportamiento de los hombres durante la guerra no tiene mucho que ver con lo que puedan ser ellos en realidad… Lo sé porque nací en España, y viví muy cerca aquella contienda… Si todos los que cometieron asesinatos en uno y otro bando hubieran sido ejecutados, poca gente quedaría… Pero el tiempo pasa, llega la paz, y con ella la obligación de olvidar… Algunos de los que hoy en día son incapaces de causar daño a nadie tendrían que colgarse del árbol más alto si recordaran sus crímenes de entonces… —Le golpeó afectuosamente la pierna de nuevo—. Pero dejemos eso… —añadió—. Éste no es lugar ni momento para discutirlo. Pronto amanecerá y estoy cansada… ¿Realmente no tienes a donde ir?

—No.

—Puedo ofrecerte una cama… Mis hijos me dejaron hace ya mucho tiempo. Conseguí sacarlos adelante pero no se sentían a gusto con una madre chatarrera… Quizá te sirva algún viejo vestido de Omayra y puedes guardar ese tan lindo para el día de tu boda… ¡Vamos…! —insistió—. ¡Ven…! Ven; no tengas miedo… —Sonrió con cierta amargura—. Pese a mi aspecto soy realmente inofensiva… Y no soy tan vieja como aparentan estas arrugas… Lo que ocurre es que el tiempo, que no perdona a nadie, a mí no me perdonó ni siquiera al principio… A los veinte años ya aparentaba cuarenta, y a los cuarenta, mil…

Se fueron juntas, empujando el cochecito en cuyo interior cientos de casquillos de bala de todos los tamaños chocaban entre sí produciendo un campanilleo que se extendía como un rumor de metálicos grillos por el oscuro silencio de la ciudad dormida, y constituían un espectáculo casi fantasmagórico cruzando bajo la tímida luz de las sucias farolas: una vieja de oscuro vestido y cara de pasa rubia coronada por blancas greñas estropajosas, acompañada de una joven novia que hacía equilibrios y cojeaba sobre sus estilizadísimos tacones.

Cuando se adentraron por entre las casuchas de cartón y latas, se las tragó la oscuridad, y tan sólo la estrambótica musiquilla se convirtió en sonoro testigo de su paso.