Amapola —Apolonia Cienfuegos— amaba a su manera a Darío Pocaterra. Desnuda —a decir verdad casi nunca había sido dueña más que de un único y remendado vestido de percal—, encerrada entre cuatro paredes, enferma, y sin más futuro que convertirse en pupila de burdel o regresar al viejo bohío, su vida no había mejorado gran cosa ni el hombre con el que compartía ahora su tiempo le había hecho promesa alguna, pero al menos intuía que por primera vez significaba algo para alguien, y la aceptaban tal como era a pesar de sus infinitas limitaciones.
La tercera de nueve hermanos, estaba acostumbrada desde niña a ser considerada únicamente algo práctico; útil para cuidar desde muy pequeña a los menores, traer agua del río, lavar la ropa, ayudar en las faenas de la casa e incluso echar una mano en la recogida del café cuando llegaba la zafra.
A los catorce años el capataz la encontró un amanecer en el almacén remendando unos sacos, la tumbó sobre ellos, la utilizó de una forma un tanto distinta a como la venían utilizando hasta el presente, a partir de ese momento el sexo estuvo para siempre relacionado en su mente al olor a café fresco y sudor concentrado, un dolor intenso, y una luz difusa que penetraba por altos ventanales sin cristales.
El capataz se sirvió de ella esporádicamente un par de años, y cuando encontró un trabajo mejor en una hacienda más grande traspasó su «derecho de pernada» a su sucesor en el puesto, un viejo asmático que se acostaba con Apolonia quincenalmente más por necesidad de mantener un principio de autoridad sobre la peonada, que por auténtica apetencia fisiológica.
Luego llegó la guerra; la miseria se convirtió en hambre canina, y su amiga Brenda —tan utilizada como ella misma aunque admitiera abiertamente haber disfrutado a menudo con dicha utilización— se fue a la capital y regresó con vestido y zapatos nuevos, sin hambre, y con una interesante propuesta que le cuchicheó al oído en aquel almacén en que solían tumbarla sobre los sacos con tan escasa consideración.
Aguantar por aguantar lo mismo daba un mulato sudoroso, un pedorro decrépito o un «gringo» incomprensible, pero al menos estos últimos compensaban por las molestias, y comer caliente tres veces al día y poder bañarse con agua tibia era algo con lo que ni siquiera se podía soñar en el cafetal.
Más tarde vino lo que no estaba ya en el presupuesto: su enfermedad y el asesinato de Brenda, pero para entonces Apolonia vivía desde antiguo tan acostumbrada a su pertinaz mala suerte, que le bastó con la presencia de aquel hombre incitante y extraño del que se diría que lo observaba todo con la plana expresión de un retrato colgado en la pared, que aparenta mirar a todos y cada uno de los rincones de una estancia aunque resulte imposible decidir a qué punto está mirando exactamente.
Fue bueno con ella. Le dio protección sin pedir nada a cambio, y con el transcurso del tiempo comenzó a dejar de tratarla como a una prostituta muerta de hambre, para pasar a considerarla casi un ser humano provisto de alma y capaz de decir cosas dotadas de sentido.
—¡Mándalo a paseo…! —Le aconsejaba a Darío cada vez que Chuchú Gamazo acudía a verle—. No te trae más que complicaciones, te mete en líos y acabará buscándote la ruina… Habla como si se creyera la suegra del Papa, que es la única persona que puede tener más razón que el Sumo Pontífice, pero incluso yo, que soy estúpida y escucho sentada en un retrete, me doy cuenta de que no dice más que tonterías…
Tardó en averiguar lo que hacían durante aquellas largas noches en las que la dejaban en la terraza observando «la guerra» que continuaba reavivándose como si de un monótono ritual se tratase en cuanto las tinieblas se cernían sobre la capital, y en aquellos momentos lamentaba más que nunca no estar «limpia» para poder ofrecerle algo que en verdad obligara a Darío a quedarse a su lado.
Había comenzado ya un tratamiento médico y dos veces al día soportaba el martirio de las inyecciones que él le ponía con mayor voluntad que acierto, pero transcurría el tiempo y no acababa de sentirse satisfecha y en disposición de entregarse al primer hombre al que quería auténticamente entregarse.
En cierto modo la cura a la que Apolonia Cienfuegos se estaba sometiendo, no era tan sólo una cura física, destinada a acabar con una sucia enfermedad que un anónimo «marine» la había contagiado, sino también, al propio tiempo, una cura espiritual cuyo fin último sería borrar de su mente, y de su cuerpo, hasta el más mínimo vestigio de las huellas que docenas de otros «marines» igualmente anónimos pudieran haberle imprimido.
—Me gustaría encontrar un tercer nombre… —dijo espontáneamente una tarde en que el sol teñía de rojo el mar, allá por Punta Palenque—. Me gustaría encontrar un tercer nombre que me permitiera hacerme la ilusión de que yo no soy la Apolonia Cienfuegos del cafetal, ni la Amapola del prostíbulo…
—Llegaste un amanecer, desnuda y temblando de miedo —señaló él sonriendo levemente—. Podrías llamarte Aurora como mi madre…
—No. Como tu madre no. Quisiera un nombre que nunca nadie haya tenido. Inventa uno.
—Tú no puedes tener nombre. Tú sólo puedes ser tú, y «Tú» quiero que te llames.
—Eso suena bonito… —admitió ella—. Es lo más lindo que me han dicho nunca. Me gustará llamarme «Tú» pero sólo para ti.
Él no respondió. Se puso en pie, fue hasta el baño, regresó con el vaso de lavarse los dientes mediado de agua y allí, en la terraza que dominaba la ciudad, el mar y el sol que se escondía en el horizonte, jugó a bautizarla con aquel nombre, tan sencillo y tan absolutamente personal.
Pero para ella no fue un juego, y a partir de aquel instante se esforzó por olvidar quién había sido anteriormente, nombre incluido, haciéndose a la idea de que en verdad había nacido en el momento en que irrumpió en la habitación, desnuda, temblorosa, y con el espanto en los ojos por la brutalidad de la escena que acababa de presenciar.
—Quiero un vestido —le dijo al día siguiente—. Un vestido con muchísimos botones para que me los vayas desabrochando muy despacio uno por uno, en el momento en que al fin me hagas el amor.
Y Darío le trajo un vestido blanco, muy largo y muy ceñido; el más hermoso vestido que ella hubiera visto nunca, y que colgó frente a la cama para tumbarse luego a contemplarlo durante horas, soñando despierta con el momento en que al fin se lo pusiera y por primera vez en su vida «le hicieran el amor».
Mientras tanto, asaltantes, ladrones y violadores continuaban constituyendo una amenaza para los dominicanos, se hacía necesario un escarmiento para impedir que continuaran campando por sus respetos impunemente, y en la siguiente acción que Chuchú Gamazo preparó murieron dos hombres y a un tercero le propinaron una soberana paliza; pese a lo cual no consiguieron que se decidiera a confesar quién era el cabecilla de la banda que aterrorizaba la zona de Quisqueya.
En esta ocasión Darío Pocaterra se limitó a actuar como testigo pese a lo cual tuvo que admitir que se sentía tan excitado y culpable como si hubiera sido él quien le destrozara el hígado a patadas al pobre infeliz que había quedado tendido en medio de la calle, expuesto a que el primer coche que hiciera su aparición le pasara por encima.
—Tenemos que buscar un sitio donde llevarlos… —Señaló en el momento de despedirse Santos Parra—. Si hubiésemos dispuesto de un lugar apropiado, ese hijo de puta habría acabado por «cantar», estoy seguro… Trabajando así, no conseguimos nada.
—Me ocuparé de buscarlo… —fue cuanto dijo Chuchú Gamazo en el momento de arrancar nuevamente, y esas cuatro palabras parecieron bastar para institucionalizar un modo de comportarse que presentaba todos los visos de pasar a convertirse en norma de actuación encaminada a irnos fines muy concretos.
Darío no hizo tampoco en esta ocasión comentario alguno, y el tabaquero interpretó dicho silencio como estricta aceptación de su propuesta, por lo que no tuvo nada de extraño que, dos días más tarde, pasara a buscarle para llevarle a conocer el lugar que había elegido como «cuartel general» del grupo.
Se trataba de un viejo caserón de madera que se alzaba en el centro de un gran descampado que se extendía a todo lo largo del río, no lejos del Puente Sánchez, y que durante años había hecho las veces de casa de citas que Darío recordaba por haber llevado allí a algunas muchachas antes de disponer de su propio apartamento.
—Hay un sótano… —fue lo primero que dijo el tabaquero—. Una antigua bodega donde se puede encerrar a esos cerdos y ajustarles las cuentas sin que nadie les oiga. Al fin y al cabo, el vecino más cercano está a quinientos metros y ya se ocupará de hacerse el sordo por la cuenta que le tiene.
—¿De quién es?
—De Winston Domínguez. Le expliqué el problema y se brindó a colaborar. A su madre la violaron hace dos semanas…
—¿A su madre…? —se asombró Darío—. Pero si debe tener por lo menos…
—… Sesenta y cinco años —confirmó el otro—. La asaltaron y como no llevaba encima más que cien pesos, para escarmentarla, la violaron…
—¿Tiene idea de quién pudo ser…?
—Tal vez mañana lo averigüemos.
Lo averiguaron. Al oscurecer del día siguiente, Chuchú Gamazo, Santos Parra, Winston Domínguez y Darío Pocaterra se dieron una vuelta por los bares de la zona en que vivía la anciana, se llevaron a punta de pistola a dos mulatos malencarados que habían cometido el error de hacerse notar como los «gallitos» del barrio, y en la bodega del ruinoso caserón les estuvieron dando patadas hasta que uno de ellos admitió haber oído que el «trabajo» a la vieja Domínguez era cosa de Los Caimanes, una pandilla de inmigrantes haitianos que solían reunirse en el bar La Farola.
Pero cuando llegaron a La Farola, ya estaba cerrada. El tiroteo había sido más nutrido que de costumbre en «la frontera», se apagaron todas las luces de la ciudad, costumbre que no conseguía apaciguar los ánimos sino más bien conceder una mayor impunidad a los francotiradores e «infiltrados», y en vista de que las cosas no presentaban visos de arreglarse, el dueño había optado por echar a la calle a sus últimos clientes y retirarse a descansar.
—Mañana —fue cuanto dijo entonces Chuchú Gamazo, y la puntualización sonó más a una orden que a una cita porque parecía haber quedado ya indiscutiblemente establecido, que era quien llevaba la voz cantante y el resto de sus acompañantes se limitaban a obedecer.
La noche siguiente se recordaría en el bar La Farola como «la de los haitianos», pues tres de ellos murieron sin tiempo siquiera de sacar sus navajas, y a dos más los persiguieron como a conejos calle abajo, cazando a uno de un tiro en la espina dorsal, y escapando el otro de milagro con dos enormes balas en el cuerpo.
«Ajuste de cuentas», comentaron los periódicos, y nadie se ocupó de prestarle mayor atención al tema, pues sabido era que los haitianos habían gozado siempre de muy escasas simpatías en la República, y quienes emigraban clandestinamente a un país vecino y se dedicaban a formar pandillas de ladronzuelos frecuentando lugares como el bar La Farola, se exponían a acabar como habían acabado aquéllos.
—¿Y si no hubieran sido ellos…? —quiso saber Apolonia Cienfuegos cuando Darío le contó lo ocurrido.
—¡Lo eran! —sentenció convencido—. Aquella partida de negros tenía todo el aspecto de ser capaz de cualquier cosa.
—Dos de mis hermanos son negros… —comentó ella con naturalidad—. Somos nueve hermanos, hijos de cuatro padres, y uno era haitiano. Me trató bien… —musitó luego quedamente, como para sí misma—. Fue el que mejor me trató de todos, porque al mío nunca lo conocí…
Darío no dijo nada, pero esa misma mañana le compró unos zapatos de raso blanco que hacían juego con el traje. Eran de tacón alto y Amapola se pasó el resto del día paseando de un lado a otro de la habitación, torciéndose los tobillos y agarrándose a las paredes y los muebles, porque era la primera vez que los usaba y le resultaba difícil acostumbrarse a ellos. Por último se dejó caer agotada en la butaca, sonrió ampliamente, feliz como quizá no lo había estado nunca anteriormente, y mirándole a los ojos, comentó:
—Me gustaría que encargaras una buena cena y una botella de champán… Será esta noche.
Pero cuando apenas habían hecho el primer brindis, sonó el teléfono y la impaciente voz de Chuchú Gamazo vino a anunciar que estaba esperando abajo y debían darse prisa porque aguardaba un «trabajo» urgente.
—¡No vayas! —suplicó ella—. Esta noche, no… ¡Por favor!
—Volveré pronto.
—No quiero que vuelvas pronto… —Insistió en el mismo tono—. Quiero que no te marches… ¡Llevamos tanto tiempo esperando este momento…!
—¿Qué importan unas horas más después de dos semanas…? —Se inclinó a besarla distraídamente, con prisas—. Acaba de cenar, ponte tu vestido blanco y espérame… ¡Será una noche inolvidable…!
Salió, y Amapola Cienfuegos quedó una vez más a solas, ahora frente a una hermosa mesa repleta de comida y dos copas casi llenas.
Permaneció muy quieta durante un tiempo que se le antojó infinito, y cuando le sacó de su abstracción el estampido de los morteros que vomitaban su carga de muerte allá por Ciudad Nueva, se bebió, muy despacio, la casi totalidad de la botella, se abotonó con infinita paciencia el inmaculado vestido, se calzó los altos zapatos de raso blanco, y echando una última ojeada a aquella despersonalizada habitación en la que había permanecido voluntariamente prisionera durante los más hermosos días de su vida, salió cerrando a sus espaldas.
Los escasos clientes y el conserje que permanecían a esas horas en el salón la vieron surgir del ascensor como una novia que se encaminara al altar, se asombraron por su personalísima belleza y su insegura forma de caminar, y la siguieron con la vista hasta que cruzó la puerta de cristales y se perdió, decidida, en la noche.
Algunos se preguntaron si no habían sido testigos de una extraña aparición y otros, los más, llegaron a la conclusión de que se trataba de una hermosa putita que acababa de ofrecer sus servicios a algún vicioso cliente extravagante.
Wolf Herrera, que concluía de corregir unas cuartillas, decidió por su parte que valdría la pena dedicarle unas líneas en un próximo artículo sobre el desarrollo de aquella larga, incomprensible y ya de por sí bastante pintoresca Revolución.