La hojarasca llegaba volando empujada por el furioso viento caribeño, chocaba con fuerza contra los cristales y permanecía durante unos instantes pegada a ellos como intentando asomarse a espiar el interior del viejo salón de pesados muebles y oscura chimenea, hasta que un nuevo remolino la tomaba en volandas proyectándola por encima de los tejados para arrastrarla con rumbo al infinito.
Al otro lado del ventanal, observando, ausente, el monótono trajín de hojas secas que iban y venían, doña Aurora Polanco apoyaba la frente en el cristal buscando un frescor inexistente o un alivio que le permitiera contener las infinitas ganas de vomitar que experimentaba y que iban en aumento a medida que su hijo avanzaba en el relato de unos hechos que superaban con creces su capacidad de comprensión.
—Disponer de las vidas, así, como si fuera un juego de pelota —musitó quedamente—. Cuatro contra cuatro; cinco contra cinco… ¿Cuántos de tus amigos murieron? —inquirió sin volverse.
—Ninguno.
—¿Y de los otros?
—No lo sé. No quise preguntarlo, pero supongo que todos.
—¿Y crees realmente que un resultado así se obtiene jugando limpiamente? ¡A la par…! Sin duda entraron a sangre y fuego; a traición, y los asesinaron en sus camas… ¿Y total por qué? Porque se suponía que merodeaban la casa… —Se volvió a mirarle con dureza—. ¿Qué habían hecho exactamente hasta ese momento? —quiso saber—. ¿Qué habían robado o a quién habían violado o asesinado que tú sepas?
No obtuvo respuesta y añadió:
—¿Tan sólo una leve sospecha de que algún día pudieran intentar algo, bastó para aniquilar a toda una familia? —insistió—. ¡Dios misericordioso! ¿Cuántos quedarían vivos si todos actuasen de la misma manera?
—Trata de entenderlo… —suplicó su hijo—. Había una guerra. Los asaltos, las violaciones y las muertes estaban a la orden del día y aquella gente andaba de noche y a hurtadillas por unas tierras que no eran suyas… ¿Qué querías que hicieran?
—Darles el alto; disparar al aire y asustarles. Con eso hubiera bastado, creo yo… —Doña Aurora lanzó un hondo suspiro que pareció nacerle de las mismas entrañas—■. ¡Pero no lo intentaste siquiera…! —se lamentó—. Tiraste a matar y fuiste tú, con esa primera muerte, quien provocó las siguientes… —Abandonó su puesto, junto a la ventana, y fue a tomar asiento de nuevo en el borde del sillón—. ¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué lo hiciste…?
—No lo sé. Tal vez tuve miedo. Tal vez en esos momentos imaginé que si no los mataba ellos me matarían a mí.
—¿Estaban armados?
—El muerto tenía un machete.
—¡Un machete! —exclamó su madre incrédula—. En el país de la caña de azúcar el campesino que lleva un machete no va armado… Lo necesita, y sin él se siente desnudo… ¡Armas son las otras! Las que disparan… —Le tomó con violencia por la barbilla y le obligó a mirarle de frente—. ¿Las llevaba?
—No.
—Pues entonces no eres más que un puerco asesino. Y un cobarde.
—Eso ya lo sé.
Ella pareció momentáneamente desconcertada por la seguridad con que él había hecho semejante aseveración y por último, repitió:
—¿Qué sabes? ¿Que eres un puerco asesino y un cobarde?
—¡Naturalmente! ¡Lo sé desde hace tiempo! Desde que todo esto comenzó… —Lanzó lo que parecía ser un bufido de desprecio…—. ¿Qué es lo que imaginas? ¿Qué estás descubriendo la pólvora? No tengo la cabeza vacía, madre. Pienso; miro dentro de mí y me doy cuenta de que estoy lleno de mierda. Lleno de mierda y putrefacto por dentro y por fuera… —Lanzó una corta risa que parecía hacerle daño, e insistió—: Tan lleno de mierda y tan podrido que llegué a enamorarme de una putita analfabeta que, además, había cogido una enfermedad venérea.
—Pero… ¿y Serena…?
—Serena no estaba… Y aunque hubiera estado, habría sido lo mismo. Serena tuvo su época, pero las cosas habían cambiado. Todo era absurdo a mi alrededor; todo se sucedía como un torbellino, como ese vendaval que sopla fuera, y Amapola o Apolonia o como quieras que se llame, es el tipo de mujer que responde a un momento semejante.
—¡Estás chiflado!
—¡De acuerdo…! —admitió—. Soy un cobarde, un asesino y estoy chiflado… ¡Qué más da…! Pero hay que estar allí, en esa guerra idiota, viviendo en un hotel donde matan a las putas por los pasillos, los espías compran secretos en los bares y los estraperlistas cierran negocios fabulosos, para entender que una mujer como Amapola pueda llegar a convertirse en lo único que cuenta…
—¡Dios te ayude…!
—¡Oh! ¡Deja de hablar de Dios, madre! Dios nunca tuvo ni idea de dónde queda la República Dominicana… ¿Sabes cuánto gana la familia de Apolonia el mes que consigue trabajo en el cafetal? Quinientos pesos… ¡Quinientos pesos para dar de comer a once bocas…! Y eso era lo que ella cobraba, en una sola noche, acostándose con los «marines»… ¿Crees que hacía mal aun a riesgo de que le pegaran sus porquerías o la persiguieran a tiros por los pasillos…?
—¡Pero todo lo que he ganado se lo ha llevado ese hijo de puta colombiano! Y no tengo ni para comprar penicilina —sollozaba Amapola—. Y por primera vez en mi vida me apetece hacer el amor con alguien y no puedo… ¡Lo siento! —se lamentaba—. Lo siento de veras… Me gustaría hacerte feliz, no por agradecimiento, sino porque de verdad quisiera acostarme contigo…
La desesperación era mutua, porque Darío también deseaba poseerla, pero tenía que limitarse a abrazarla y acurrucarse contra su pecho buscando consuelo para permitir que cuando más excitado se sentía, ella recorriera todo su cuerpo con aquella lengua dulce y sonrosada que le obligaba a gemir de placer continuamente.
Pero con eso no bastaba; quería sentir que ella también se estremecía, disfrutaba y se entregaba hasta convertirse al fin en parte de sí mismo, porque le constaba que mientras no ocurriese así nunca le pertenecería como él necesitaba que le perteneciera.
Hubo un momento en que incluso estuvo a punto de dejar a un lado sus temores y penetrarla aun a sabiendas de lo que tal acción traería aparejado, pero la muchacha se lo impedía saltando de la cama y yendo a buscar refugio en un sillón en el que tomaba asiento de una forma muy peculiar, colocando los pies bajo los muslos.
—¡No! —protestaba—. No quiero que lo hagas porque luego te repugnaría. Me tomarías el mismo asco que yo siento por esos malditos «yanquis», y hasta que no esté limpia no pienso dejarte hacerlo.
Su relación se iba haciendo por tanto cada vez más compleja, porque oculta en aquella pequeña habitación, teniendo que esconderse en el armario cada vez que la camarera acudía a hacer la limpieza, desnuda la mayor parte del tiempo y alimentándose a base de frutas y bocadillos, Amapola no quería plantearse la cuestión de que había llegado la hora de marcharse visto que nadie la buscaba y el problema de Brenda y su asesino parecían olvidados definitivamente. No tenía un sitio mejor adonde ir, enferma y sin dinero, ni Darío deseaba que se fuera dado que se había convertido en el único ser que le ayudaba a sobrellevar la pesada carga que significaba las cada vez más frecuentes e inquietantes visitas de Chuchú Gamazo.
—Estamos formando un grupo —aventuró el tabaquero una tarde, aparentando no darle al tema excesiva importancia—. Cuatro o cinco amigos dispuestos a no dejarse joder por esa chusma que se ha creído que la isla es suya. Alguien tiene que pararles los pies y demostrar que no van a poder hacer lo que les dé la gana… Si la Policía y el Ejército están demasiado ocupados con los comunistas de Ciudad Nueva, los demás tendríamos que poner un poco de orden en toda esta mierda… ¿Qué te parece?
¿Qué podría responder? Dos noches antes habían apuñalado a Orlando Troiani en el apartamento del hotel para robarle mil pesos y un reloj de oro, y era cosa sabida que en muchos barrios de la periferia, bandas de gamberros exigían «peaje» a los transeúntes. Nadie estaba seguro en parte alguna, y había zonas de la capital en las que las mujeres no se atrevían a salir solas ni a plena luz del día.
Pero no quiso pensar de momento en la propuesta, porque su tiempo lo dedicaba aquellos días a una putita que cada vez se le iba convirtiendo en más y más imprescindible, y al horror que experimentaba por sus actos, o el placer que a menudo le producía la evocación de tales actos.
La noche en vela aferrado al fusil acechando la presencia de intrusos que surgieran de las tinieblas retornaba una y otra vez a su memoria, obsesionándole al igual que los ojos de la chiquilla violada o la expresión de supremo pavor del muchacho al que ajustició en la playa, y no se sentía capaz de decidir si lo que sentía en esos momentos era atracción o rechazo, alivio o inquietud, amargor o dulzura.
Algo estaba cambiando día a día en su interior, y se le antojaba que era en cierto modo un cambio semejante al de aquella otra época, tan lejana, en que advirtió que estaba dejando de ser niño para pasar a convertirse en hombre, pero no conseguía averiguar en qué rincón de su mente tenía lugar semejante mutación y por qué resultaban infructuosos todos sus esfuerzos por frenarla.
Tumbado en la cama, a oscuras, sintiendo a su lado la acompasada respiración de Apolonia durmiendo como un niño cuya conciencia estuviera limpia de toda culpa, se ejercitaba tratando de analizar lo acontecido en los últimos días con su mentalidad de meses antes, y le invadía una irreprimible repugnancia y una profunda incredulidad que le empujaban a negar la realidad de que todos aquellos crímenes pudieran haberse cometido.
Pero otras noches anhelaba, sin embargo, regresar a casa de Santos Parra y tumbarse en la hierba a observar las estrellas mientras cada uno de sus sentidos se agudizaba a la espera de la «pieza» que habría de colocarse al alcance de su rifle.
Él, que ni siquiera había cazado anteriormente un triste conejo, había matado ya a dos hombres, y de uno tan sólo sabía que acababa de cumplir los veinte años y del otro que se llamaba Aniceto Albaricoque y tenía los pies enormes.
No era serio. No era serio ni justo andar por la vida con semejantes víctimas sobre la conciencia, porque se miraran como se miraran serían siempre muertos estúpidos; muertos inútiles; muertos a los que habría bastado con un buen susto, una paliza, o unos cuantos días entre rejas.
—¡Olvídalos!
—Son mis muertos, no los tuyos. Puede que efectivamente no recuerdes ni uno solo de los rostros de los tipos con los que te has acostado, pero la cara de un muerto es diferente: se queda inmóvil, como una fotografía de carnet sorprendida en un gesto idiota, con la boca entreabierta y los ojos saltones, deslumbrada por el flash definitivo que le dibujó la expresión que habrá de acompañarle hasta la tumba… —Hizo una larga pausa y se extasió una vez más con aquellos ojos ladinos y a la vez confiados—. Y cuando comprendes que te ha bastado con mover apenas un dedo para transformar a un ser humano en un montón de carne inerte, te das perfecta cuenta de tu propia fragilidad, y de que una vida tan fácil de quebrar no tiene significado alguno.
—Sé lo que es eso. Brenda pasó de la risa al pánico y la muerte en menos de un minuto… ¡Pobre Brenda…! Siempre decía que con lo que ganáramos montaríamos un bar en La Romana y nos haríamos ricas emborrachando a los turistas… ¡Turistas! ¿Quién va a ser tan loco como para venir a gastarse el dinero a un lugar en el que cuando no te cazan a tiros te pegan una enfermedad…?
—Algún día las cosas volverán a la normalidad…
—¿Y qué es la normalidad? ¿El cafetal con sus jornales de miseria? —Se apretujó contra él—. No quiero que las cosas vuelvan a la normalidad… —dijo de pronto—. Sé que ese día no volveré a verte.
—¿Por qué?
—Porque cuando acabe la guerra te darás cuenta de quién soy y no te gustará.