Amapola —Apolonia Cienfuegos— le aguardaba, sentada en la cama y cubierta con una camisa de hombre que le quedaba a todas luces demasiado grande, pero que confería a su pétreo cuerpo un atractivo tanto o más excitante que su anterior desnudez.

—Tengo hambre —fue lo primero que dijo.

Darío descolgó el teléfono, pidió un par de bocadillos y una cerveza, y fue a tomar asiento junto al ventanal, observándola con renovado interés al caer en la cuenta de que se trataba de una mujer de innegable belleza aunque resultase algo vulgar en el conjunto de su comportamiento.

—Tu amiga Brenda no existe… —dijo al fin.

—¡Menuda noticia! Eso ya lo sé. Le pegaron dos tiros.

—Quiero decir que ni existe ni ha existido nunca al parecer. No sé cómo se las arreglaron para sacar su cadáver del hotel, pero me juego la cabeza a que a estas horas debe estar flotando en el río rumbo al puerto. Se la comerán los tiburones, o los «constitucionalistas» la sacarán del agua y la enterrarán sin hacer preguntas.

—Entiendo… ¿Qué dice el colombiano…?

—Lo han echado. Y a tus compañeras también.

—Ese cerdo tiene mi dinero. Y el de Brenda. Lo más probable es que no vuelva a verle nunca… ¡Y aquí estoy! Con una camisa «prestada» por todo capital.

—Te compraré ropa.

Ella se puso en pie, se aproximó al ventanal, y estuvo un largo rato contemplando el paisaje. Al fin, volviéndose apenas, señaló:

—Tan sólo conozco una manera de pagarte por las molestias que te estoy proporcionando; acostándome contigo… Pero no quiero joderte más la vida y no lo haré. Estoy enferma.

Él la miró sorprendido.

—¿Enferma? —repitió, incrédulo—. ¿Estás enferma y te has estado acostando con medio Ejército americano…?

—¿Y a mí qué me importa…? Uno de esos cerdos me lo pegó y me pareció justo repartir el «regalo» entre sus compañeros. Curarme hubiera significado quitarme de la circulación durante dos semanas, y tenía que aprovechar el tiempo… ¡Que les den por el culo a los malditos «gringos»…! Nos invaden, nos prostituyen, nos pegan sus mierdas, y, cuando se les cruzan los cables, se lían a tiros… ¡Anda y que los jodan!

—El tipo está muerto. Lo «suicidaron».

—¡Me alegro! Era un cerdo, un impotente y un sádico…

Llamaron a la puerta y la muchacha se escondió de inmediato en el cuarto de baño, pero cuando Darío abrió, no se encontró como esperaba frente a un camarero y una bandeja de comida, sino frente a la alta figura de Chuchú Gamazo que penetró en la estancia sin molestarse en pedir permiso.

—¡Hola! —fue cuanto dijo a modo de saludo—. Necesito que me eches una mano.

Darío lanzó una inquieta mirada a la puerta del baño, cerró a sus espaldas e inquirió confuso:

—¿Para qué?

—¿Conoces a Santos Parra? —Ante la muda afirmación, el tabaquero continuó—: Unos tipos andan rondándole la casa. Vive aislado, tiene tres niños, y no se atreve a moverse por si le asaltan… Me ha pedido que le ayude.

—¿Por qué no llamas a la Policía?

—¡Qué Policía ni Policía…! ¿Quién piensa ahora en la Policía? No pueden perder su tiempo protegiendo cada casa en peligro… —Encendió uno de los gruesos y enormes cigarros que él mismo fabricaba, y concluyó—: Tenemos que hacerlo nosotros.

—No le debo nada a Santos Parra.

—¡Pero yo sí! Y tú me lo debes a mí. Si la otra noche no intervengo, lo más probable es que te hubieran cortado el cuello… —lanzó una provocativa columna de humo, y cambiando el tono, añadió—: ¡Escucha…! Las cosas están cada vez más complicadas y esto va para largo. Si la gente honrada no se apoya mutuamente, tendremos que acabar por irnos y dejar el país en manos de «comunistas», ladrones, asaltantes y violadores… Esa chusma no entiende más que un lenguaje, ¡plomo!, y en cuanto les peguemos cuatro tiros en el culo se les quitan las ganas de rondar por donde no deben.

Llamaron de nuevo a la puerta; en esta ocasión sí que se trataba del camarero con los bocadillos y la cerveza y Chuchú Gamazo aprovechó para ponerse en pie, apoderarse de una patata frita y encaminarse a la salida mordisqueándola al tiempo que señalaba a modo de despedida:

—Vendré a buscarte a las siete… ¡Y no se te ocurra fallarme…!

Había un leve matiz de amenaza en la advertencia que no pasaba inadvertido y cuando Darío cerró la puerta permaneció muy quieto preguntándose qué ocurriría si decidía negarse a lo que le pedían, pero la muchacha le sacó de sus reflexiones saliendo del cuarto de baño y apoderándose ávidamente de uno de los bocadillos.

—¿Quién era ése? —inquirió con la boca llena.

—Un amigo.

—Pues me dio la impresión de que es de la clase de amigos que vale más tener lejos. No me gusta su voz, ni las cosas que dice. ¿Piensas ayudarle?

—Tengo que pensarlo.

—Yo, en tu caso, no lo pensaría. Si el tal Santos Parra tiene problemas que contrate un par de matones. Hoy en día, por quinientos pesos, se consigue a quien se quiere sin tener que andar molestando a la gente… —bebió un trago de cerveza directamente del cuello de la botella, e inquirió—: ¿Te asusta lo que pueda ocurrir?

—No. No me asusta, aunque tampoco me atrae…

Pero Darío Pocaterra se equivocaba, porque esa noche fue, sin duda, una de las más excitantes de su vida, y la que mayor impresión le dejaría para siempre. Chuchú Gamazo pasó a buscarle tal como había prometido, y juntos se encaminaron en la camioneta, al enorme caserón que Santos Parra poseía a unos treinta kilómetros de distancia, cerca de La Guayiga, donde cenaron en familia mandando pronto a la cama a los niños, tres mocosos impertinentes a los que sus padres se lo consentían todo, y permanecieron bebiendo y charlando hasta casi la medianoche, hora en que Irene Parra, una gorda gigantesca y sudorosa, se retiró a descansar dejando a los hombres solos.

El dueño de la casa pulsó entonces un timbre y casi al instante aparecieron dos peones que se mantuvieron muy quietos y respetuosos, con los mugrientos sombreros de paja en la mano, hasta que su amo abrió un armario y entregó un pesado rifle a cada uno.

—Tú, Rosario, acompañarás al señor Gamazo por el sendero de la cerca. Y tú, Saturnino, a don Darío por la loma. Yo iré por el camino principal y nos apostaremos en los puntos que marqué esta mañana. La palabra clave es «Caracola», y al que no la sepa hay que tirarle a matar… ¿Está claro?

—Muy claro, patrón… —replicó uno de ellos—. Le damos el alto, y si no responde «Caracola», al hoyo con él.

—¡Andando, entonces! —Entregó una nueva arma y una canana repleta de municiones a cada uno de sus huéspedes, y palmeándoles la espalda para que pusieran en ello todo su entusiasmo, concluyó—: ¡Buena caza, y a ver si acabamos de una vez con esa pandilla de cabrones…!

Darío siguió al llamado Saturnino, un mulato de patas cortas que se movía como en las antiguas películas mudas, por el senderillo que subía a una colina y se apostó en el punto que le indicó: un otero perfecto que dominaba una amplia explanada que se abría hasta la oscura mancha de unos altos árboles a unos cincuenta metros de distancia.

—Yo estaré allí, junto a las piedras… —señaló el peón, y continuó su cómica caminata con aire decidido—. ¡Suerte! —fue lo último que dijo.

Se encontró por lo tanto solo en medio de la noche, tumbado sobre la húmeda hierba y con un pesado fusil entre las manos, preguntándose qué demonios hacía allí y por qué había consentido, una vez más, que Chuchú Gamazo le embarcara en tan absurda aventura.

Hacía calor, advirtió que un millar de grillos y un sinnúmero de pajarracos nocturnos le hacían compañía, y eso le trajo a la memoria las lejanas noches de Cantagallo, cuando salía a dar largos paseos con su padre —«aquel gran hombre que fue don Balbino Pocaterra»— y juntos tomaban asiento en el banco de piedra de La Roca, escuchando en silencio la vida que se desarrollaba a su alrededor mientras contemplaban los millones de estrellas que se deslizaban muy lentamente sobre sus cabezas.

Don Balbino sabía mucho de estrellas, pues compraba continuamente enormes libros que hablaban de ellas, y solía explicarle a su hijo cuál era cada una y a qué constelación pertenecía, pero Darío había olvidado ya la mayoría de sus nombres, e incluso le costaba trabajo situarlas correctamente en la inmensidad de aquel oscuro cielo, que, siendo el mismo, se le antojaba, sin embargo, diferente.

Se tumbó boca arriba y trató de recordar quién había escrito El enamorado de la Osa Mayor y por qué le había marcado tanto aquel libro de pequeño. Ahora ningún libro conseguía impresionarle de igual modo, y llegó a la conclusión de que era una lástima que nadie escribiera novelas semejantes, o que su espíritu hubiera perdido la capacidad de maravillarse por lo que otros pudieran contar.

Tal vez se quedó dormido —nunca podría saberlo con exactitud— o tal vez la intensidad de sus evocaciones tuvieron la virtud de conseguir que el tiempo transcurriera con inconcebible velocidad, pero lo cierto fue que por más de tres largas horas permaneció allí, muy quieto, mirando el cielo, hasta que un rumor cercano y unos susurros le devolvieron súbitamente a la realidad y prestó atención forzando al máximo la vista.

A menos de veinte metros, unas sombras avanzaban cautelosas, y de tanto en tanto se detenían para convertirlo todo nuevamente en quietud y silencio, como si presintieran que algún tipo de peligro les rondaba.

El corazón le dio un vuelvo, sintió un nudo en la boca del estómago, por unos segundos vivió con muchísima más intensidad de lo que había vivido años enteros y palpó con fuerza el arma, cuyo frío y firme contacto le produjo un inexplicable placer.

Se la echó a la cara, gritó roncamente: «¿Quién va?». Y al no obtener la respuesta esperada: «Caracola» comenzó a disparar en el momento mismo en que las sombras daban media vuelta y rompían a correr buscando la protección del bosque.

Una de ellas cayó de bruces; la otra continuó su marcha, dio un traspié, se alzó de nuevo, lanzó una maldición y medio a rastras, medio en pie, desapareció en las tinieblas.

Durante casi cinco minutos permaneció muy quieto, embriagado por el denso olor a pólvora y el pesado silencio de la noche en que hasta las aves y los grillos habían perdido la facultad de cantar, y no podría decir qué era lo que había pasado en ese tiempo por su mente, pues jamás recordó luego nada; nada, más que la indescriptible sensación de placidez y descanso de quien se ha desprendido al fin de una carga insoportable.

Cada uno de sus músculos se relajó, como si una mano amiga hubiera aflojado unos cables excesivamente tensos durante demasiado tiempo, y su cerebro se deshinchó al igual que un globo que hubiera estado hasta aquel mismo momento a punto de estallar.

Aquella noche en vela y aquellos disparos a las sombras le habían producido el mismo efecto que dar rienda suelta a una perentoria necesidad fisiológica retenida durante muchísimo tiempo.

Lanzó un profundo suspiro de alivio y se quedó muy quieto obsesionado de nuevo por la contemplación de las estrellas, hasta que escuchó a su izquierda la voz del mulato:

—¡Qué pasó, patrón…! ¡«Caracola», «Caracola»…! No dispare que soy yo, el zambo Saturnino… ¿Le acertó a esos desgraciados?

—Ahí enfrente tienes uno. Y le debí atizar de lleno, porque ni un ¡ay!, se le ha escapado.

El mulato encendió una linterna enfocándola hacia delante, hasta que el haz de luz se detuvo sobre las plantas de unos enormes pies descalzos que parecían estar formando en ángulo una trágica «V» de «Victoria».

Darío se dijo que aquéllas eran sin duda patas de campesino: sucias, callosas y cuarteadas; patas de alguien que jamás había sabido para qué sirven unos zapatos, acostumbradas desde siempre a pisar sobre piedras, matojos, cristales e incluso colillas encendidas.

Las estuvieron contemplando en silencio, sin decidirse a iniciar movimiento alguno, hasta que en la cima de la loma hicieron su aparición Chuchú Gamazo, Santos Parra y el segundo peón, Rosario, que avanzaron presurosos con las armas listas y una potentísima luz que proporcionaba a sus siluetas una configuración fantasmagórica.

El muerto, andrajoso, presentaba en el pecho un boquete del tamaño de un puño, vestía una camiseta hecha jirones, unos descoloridos calzones que le llegaban a media pierna, y un ancho cinturón del que colgaba un largo y afilado machete de cortar caña.

—¿Lo conoces? —fue lo primero que dijo Santos Parra iluminando el oscuro rostro desfigurado por una horrenda mueca de dolor y unos ojos que parecían casi fuera de sus órbitas.

El mulato, que era a quien iba dirigida la pregunta, asintió con un gesto.

—Es uno de los Albaricoques… El segundo, creo; el Aniceto. ¡Gente brava! —añadió chascando la lengua con evidente fastidio—. Tienen sus bohíos allá por el recodo del río, cerca del camino viejo… —lanzó un resoplido—. ¡Nos darán problemas!

—¿Qué clase de problemas? —quiso saber Chuchú Gamazo.

—Problemas… —replicó el otro encogiéndose de hombros—. A los Albaricoques no les divierte que le maten a su gente. Son un clan muy unido.

—Pues el otro lleva por lo menos un balazo —señaló Darío con naturalidad—. Se perdió por allí, dando traspiés y soltando maldiciones.

—¡Nadie les manda andar buscando lo que no es suyo…! —sentenció Santos Parra—. ¿Cuántos son los Albaricoques? —inquirió por último.

—Entre el viejo, hijos, sobrinos y nietos, diez o doce, sin contar a las mujeres… Peligrosos cinco, ahora que éste ya sólo se le puede indigestar a los gusanos… Y si es cierto que hay otro «lesionado», sólo cuatro, patrón… —Lanza una significativa mirada a su alrededor, como si estuviera contando los presentes—: Aún nos sobra un arma para jugarles sin trampas y a la par…

Santos Parra pareció dudar, y fue Chuchú Gamazo, el que tomó la decisión por él:

—Si como dice, es «gente brava», o acabamos de una vez con el problema o los tendrás sobre tu hombro para siempre… Juguemos limpio, como pide Saturnino… Darío ya cumplió con su parte. Puede quedarse en la casa y descansar. Nos ocuparemos del resto de los Albaricoques…