Durante tres días permaneció encerrado en su habitación, sin apenas comer ni dormir, tratando de hacerse a la idea de que se había convertido en un asesino, cómplice además en otros tres crímenes, un asalto y una violación.

Resultaba excesivo para quien no había sido culpable hasta ese instante ni tan siquiera de una falta grave al Código de Circulación, y por las noches —interminables noches— alternaba los momentos de desasosiego, y casi angustia insoportable, con otros de profunda placidez en los que trataba de convencerse de que no tenía de qué arrepentirse, puesto que lo que en verdad hubiera deseado era continuar jugando al parchís hasta la hora de volver a hacer el amor con Serena en el jardín.

Un hombre honrado tenía la obligación de protegerse y proteger a los suyos, y eso era de lo único de lo que podían acusarle, porque la violación no había constituido más que un incidente aislado en el que él no había tomado parte activa. Ni siquiera había tocado a la chiquilla; ni siquiera había cruzado con ella una sola palabra, y únicamente se había limitado a ser mudo testigo de la forma bestial con que había sido forzada.

¿Pero y los muertos? ¿Quién los resucitaba?

Los muertos estaban mejor muertos, y por una vez en la vida resultaba beneficioso que nadie tuviese poder para resucitarlos. Quien asaltaba una casa con ánimo de robar, violar y tal vez asesinar, se arriesgaba a acabar con un tiro en la nuca, y no tenía derecho a lamentarse porque así hubiese sucedido.

Tuvo que ser Wolf Herrera el que al cuarto día viniera a sacarle a la fuerza de su voluntario encierro.

—¿Estás enfermo? —fue lo primero que quiso saber en cuanto le franqueó la puerta—. La camarera me dijo que no salías de tu habitación, y aunque supuse que estarías con alguna «cuca sabrosa», tanto follar puede matar a cualquiera.

—Necesitaba pensar.

—¿Pensar? —El venezolano le observó intrigado, y fue a tumbarse sobre la cama con las manos tras la nuca sin quitarle la vista de encima—. Pensar demasiado mata más que las balas, hermano —afirmó—. ¿Qué pasa? ¿Problemas con tu chica?

—La mandé a Miami. Aquí corría peligro.

—Me parece una buena idea. Pero si tanto te preocupa, vete tú también. Y llévate a tu madre. Las cosas van a tardar en arreglarse.

—¿Estás seguro?

—Todo lo que pueda estarlo un periodista bien informado y con una cierta dosis de lógica. Wessin no se va; Imbert-Barrera no se va; Caamaño no se va; Juan Bosch no viene, y en todo tu puto país no se encuentra una persona que no haya estado involucrada con el trujillismo o las izquierdas.

—¿Cuál es la solución, según tú?

—Convocar elecciones, desde luego. Pero nadie se fía ni de la OEA, ni de la ONU. Se diría que nadie se fía más que de las armas que tiene en la mano.

—Son siglos de engaños. A lo largo de toda nuestra historia, no hemos tenido un solo Gobierno en el que la gente haya podido creer, y eso ha terminado por convertirnos en lo que ahora somos… —Hizo una corta pausa y se aproximó al ventanal, desde el que contempló a las muchachas que se bañaban en la piscina—. ¿Crees que si Juan Bosch volviera y ganara las elecciones los norteamericanos lo aceptarían?

—No.

—Entonces… ¿a qué viene tanta historia? Que elijan de una vez al que les guste y acaben con esta situación.

—No es tan fácil. Caamaño y su gente siguen ahí dentro.

—¡Menudos payasos! ¿Cuánto crees que tardarían los «marines» en acabar con ellos?

—Cinco o seis horas… ¡Pero el problema no está en el tiempo, sino en los muertos…! Un ex coronel de la República española ha montado un sistema de defensa a base de fuego cruzado de ametralladoras, que al general Palmer le preocupa. Si lanza sus paracaidistas al ataque, es muy probable que los «muchachos» de Caamaño tiren las armas y echen a correr, pero si deciden resistir se puede organizar una auténtica carnicería y no creo que el presidente Johnson quiera una masacre… Está claro que su intención es negociar.

—Puede llevar meses… ¡O años! Y mientras el país continúa paralizado.

—Lo sé. Todo el mundo lo sabe… Pero si tienes una idea que permita poner fin a esta situación, te garantizo que te lo agradecerán… Los de Ciudad Nueva no lo están pasando muy bien tampoco. Hay días en que les falta lo más imprescindible, y por las noches los francotiradores de Wessin se los van cargando uno por uno…

—¿Tú qué piensas hacer?

—De momento comer. Y llevarte conmigo, porque tienes un aspecto de mierda… Luego, averiguar, antes que nadie, quién es el hombre elegido por la Comisión Pacificadora y obtener una primera entrevista en exclusiva… ¿Te imaginas? ¡Menudo bombazo!

Bajaron al restaurante, y el venezolano continuó charlando sobre el éxito periodístico que significaría descubrir quién sería el próximo presidente de la República Dominicana, hasta que se abrió la puerta e hicieron su aparición Buck Bucanan y Chuchú Gamazo que fueron a tomar asiento a la mesa que el primero ocupaba habitualmente.

Al advertir la expresión de Darío, Wolf Herrera siguió la dirección de su mirada y comentó:

—¿Qué ocurre? ¿Te asusta la CIA?

Negó con un gesto.

—No se trata de la CIA —aclaró—. Se trata del otro. Nunca imaginé que pudiera relacionarse con un tipo como Bucanan.

—Hoy por hoy, todo el que necesita algo en esta isla tiene que acabar pidiéndoselo a Bucanan. Controla el «Puente Aéreo» con Estados Unidos, y desde una pieza de respuesto, o cualquier medicina, es el único que puede proporcionártelas.

—Triste que un país acabe en manos de un agente extranjero y mercenario.

—Es el destino al que estamos abocados los latinos. Esta invasión es una más de las que nos tienen acostumbrados los «gringos». Tal vez la primera de los nuevos tiempos, pero puedes estar seguro de que no será la última. Hagamos lo que hagamos los Buck Bucanan seguirán manejándonos a su antojo.

—¿Tú también crees que nuestra raza es inferior?

El venezolano le observó fijamente, y por último negó con un gesto:

—¡No! No somos inferiores. Lo que sucede es que nos dejamos corromper más fácilmente… —Hizo una larga pausa, y luego, como con profunda tristeza, añadió—: A un indio de la selva lo corrompes con una botella de ron, a un negro con una mulata, y a un «latino» con un puñado de dólares; pero para corromper a un yanqui, necesitas unos cuantos dólares más. Nuestra raza tiene más genios individuales que la nórdica; mejores músicos, pintores, escritores, pensadores, e incluso generales, porque Napoleón y Julio César fueron latinos, pero, al propio tiempo, posee una masa humana de peor calidad, y, sobre todo, mucho más vulnerable a la corrupción. Por eso, «ellos» que lo averiguaron hace siglos, no han cesado nunca de corrompernos.

—¿Y qué sistema se te ocurre para libramos de esa lacra?

Wolf Herrera rio divertido:

—Corromperlos antes —replicó con naturalidad.

—¿Cómo?

—Atacándoles allí donde son débiles: en su necesidad de sentirse importantes aunque sea en mundos inexistentes.

—No te entiendo.

—¡Es fácil…! Proporcionándoles paraísos artificiales de los que se consideren dueños absolutos; es decir: drogándoles… —Hizo una significativa pausa—. Día llegará en que la marihuana, la cocaína y la heroína sean las armas con las que el «Sur» contrarreste el poder de los tanques, los aviones y los barcos del «Norte».

Darío continuó comiendo en silencio. Había algo en aquel jovencísimo periodista venezolano que tenía a menudo la virtud de desconcertarle, porque su carácter y su forma de comportarse constituían una confusa mezcla de madurez e infantilismo, alternando inconsecuentemente las demostraciones del más desbordado entusiasmo juvenil, con el amargo escepticismo de quien está de vuelta de todo.

—Hablan de ti… —dijo Wolf Herrera de pronto.

—¿Cómo?

—Digo que hablan de ti… —repitió bajando levemente la voz—. No mires, pero estoy seguro de que Buck Bucanan y tu amigo se están refiriendo a ti.

—¿Y por qué no a ti?

—Podría ser, pero lo dudo… ¿Quién es el grandullón? Tiene pinta de buscapleitos.

Chuchú Gamazo. El de los Puros Gamazo. Antiguamente eran azucareros, pero se pasaron al tabaco y les ha ido bien.

—¿Trujillistas?

—Trujillo está muerto y los Gamazo no apuestan por los muertos. En un tiempo se aseguró que su padre era uno de los «consejeros secretos» del Benefactor, pero jamás pudo probarse. Lo que sí está claro es que, para ellos, quien tenga menos de un millón de dólares ya es comunista.

—¿Y para ti…? ¿Cuánto debe tener un tipo en el Banco para que no le consideres «comunista»?

—No creo que eso sea cuestión de dinero. Conozco a cuatro o cinco millonarios que son comunistas convencidos. Y a miles de muertos de hambre de ultraderecha. Resultaría todo mucho más sencillo si los ricos estuvieran siempre a un lado y los pobres a otro, porque bastaría entonces con agregarte al grupo de tus iguales, pero, por desgracia, no es así. Los seres humanos somos tan complicados que continuamente nos entremezclamos hasta que llega un momento en que nadie sabe dónde está cada quién.

—Y eso te disgusta, ¿no es cierto? Tú preferirías que te lo dieran hecho y no tener que decidir por ti mismo de parte de quién estás…

—Sabes que no estoy de parte de nadie. Y pienso seguir así.

—¿Hasta cuándo? —El venezolano negó con un decidido gesto de cabeza—. A mí no me engañas… —añadió—. Tú continúas deseando mantenerte al margen, pero cada día te resulta más difícil. Nadie ha nacido para eterno espectador y no puedes soñar con convertirte en la excepción.

Darío sabía que el venezolano tenía razón, pero, pese a ello, aún se esforzó por impedir que la locura colectiva que se había adueñado de su país le asaltara también, y durante toda una semana buscó en el tranquilo refugio de Cantagallo una paz y un olvido que se iban haciendo cada vez más difíciles de conseguir.

La serenidad de su madre le ayudó porque doña Aurora era una mujer que sabía realmente mantenerse al margen, tal vez porque la ecuanimidad había sido siempre una virtud natural en ella, o tal vez porque los años le habían enseñado que no era ya tiempo de inclinarse por una u otra facción.

Daban largos paseos y hablaban, al igual que lo hacían durante horas, por las noches, al amor del fuego, pero en todo ese tiempo, y pese a la confianza que les unía, Darío no se sintió nunca capaz de contarle cuanto le había ocurrido. A su modo de ver, doña Aurora Polanco de Pocaterra debía continuar aislada en su refugio de una hacienda a la que el griterío de la guerra llegaba tan sólo como el eco impreciso de un trueno que retumbaba en la cima del monte Duarte.

Cuando al fin decidió bajar de nuevo a la capital lo hizo por lo tanto más sereno, convencido de que su mal momento había pasado y de que aunque la ciudad continuara inmersa en aquella particularísima «guerra» sin sentido, él regresaría a su papel de simple espectador que observa —de lejos— los acontecimientos.

Pero una vez más los acontecimientos golpearon a su puerta intempestivamente.

Fue la noche siguiente a su llegada, casi de amanecida ya, cuando incluso el diario tiroteo había cesado y los francotiradores de uno y otro bando optaban por retirarse a descansar hartos de acechar sombras en las tinieblas, pero en esta ocasión los estampidos resonaron tan cercanos, que le obligaron a dar un salto en la cama tirándose al suelo porque se diría que le habían restallado casi junto al oído.

Le asaltó de inmediato el olor a pólvora, a continuación un estertor agónico y a los pocos instantes gritos de socorro y maldiciones en confuso tropel.

Permaneció acurrucado sobre la alfombra, momentáneamente desconcertado, aunque muy pronto llegó a la conclusión, por las voces y los insultos, de que alguien acababa de disparar contra una de las putas del colombiano.

Entreabrió apenas la puerta, atisbo por la rendija, y abrigó la extraña sensación de que aquélla era una escena que ya había vivido anteriormente: una mujer desnuda y con la cabeza ensangrentada aparecía tumbada cara al techo en mitad del pasillo, y un «marine» inmenso, pelirrojo, y con el rostro cubierto de pecas, vomitaba contra el muro, mientras sostenía en su mano izquierda un negro revólver.

—¿Por qué habrá tantos zurdos entre los «gringos»? —fue lo primero que le vino a la mente, y no tuvo oportunidad de pensar otra cosa, porque en ese momento alguien empujó con violencia la puerta y al tiempo que se precipitaba en el interior de la habitación, una mujer chilló histéricamente:

—¡Cierre! ¡Cierre o me mata a mí también!

Lo hizo en el instante en que el pelirrojo alzaba los ojos hacia él, y le impresionó la trágica expresión de animal acosado de un hombre que probablemente comenzaba a tomar conciencia de la tremenda magnitud de sus actos.

Permanecieron a oscuras y en silencio, hasta que se escucharon voces autoritarias que conminaban al «marine» a tirar el arma el suelo; éste aparentemente optó por obedecer y a continuación el pasillo se llenó de gente que lanzaba exclamaciones de horror o comentaba en voz alta sobre la insensatez de lo acontecido.

Darío buscó a tientas los pantalones, se los puso e inició el ademán de abrir la puerta, pero la mano de la mujer se lo impidió sujetándole con fuerza.

—¡No diga que estoy aquí, por favor! —suplicó—. No me denuncie.

Encendió la luz y la observó. Era muy joven y había algo en sus ojos, grandes y oscuros, que recordaban a la chiquilla a la que Chuchú Gamazo había violado.

—¿De qué tienes miedo? —quiso saber.

—Estábamos juntos —replicó—. Me ficharán por puta y me meterán en la cárcel —le apretó el brazo con fuerza—. ¡Por favor! —suplicó de nuevo—. No tengo más que dieciocho años.

—Debiste pensarlo cuando te metiste en esto.

—¿Quién podía imaginarlo? Brenda me convenció de que sería tan sólo cuestión de meses; lo que durara todo este jaleo y únicamente con «gringos». Ganaría más que en cinco años en el cafetal.

—¡Pues ya ves lo que has ganado! ¿Qué pasó?

—Ese puerco estaba borracho. Quería hacer el amor con las dos, pero no podía ni siquiera con una. Llevábamos una hora intentándolo, pero no había manera. Queríamos dejarlo, pero él insistía y cada vez nos ofrecía más dinero, hasta que Brenda comentó que no se le empinaría ni con todo el presupuesto del Pentágono. Se puso como loco dándonos patadas y puñetazos, y cuando echamos a correr, agarró la maldita pistola y nos persiguió a tiros por el pasillo.

—Pero estaba vestido.

—¡Siempre estuvo vestido! La mayoría de los «marines» no se quitan el uniforme ni para follar. Se diría que han nacido con él y les va creciendo en el cuerpo como una segunda piel… —Se había dejado caer sobre la cama inclinando la cabeza y alisándose el negrísimo cabello con los dedos—. ¡Mierda de vida! —exclamó por último.

—¿Cómo te llamas?

—Amapola.

—¿Amapola? —repitió Darío con un cierto deje de incredulidad en la voz.

—Bueno… —admitió ella—. En realidad me llamo Apolonia. Apolonia Cienfuegos. Pero me gusta más Amapola. Es mi nombre «artístico».

—Entiendo… Al fin y al cabo, ¿qué importa un nombre? —La observó con detenimiento; tenía un hermoso cuerpo, aunque no era demasiado alta, con unas piernas y unos muslos magníficos, el pecho pequeño, pero muy erguido, y un rostro entre tímido y agresivo, en el que destacaban los ojos, inmensos; la boca, levemente temblorosa, y una larga y espesa mata de cabello que le caía hasta la cintura—. ¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió al fin—. Pronto o tarde tendrás que dar la cara.

—Necesito pensar —fue la respuesta, y luego pareció reparar por primera vez en su absoluta desnudez lanzando un resoplido como si le costara trabajo admitir la situación—. ¡Vaya con Brenda! —exclamó sin aparente acritud—. Juró que en seis meses nos haríamos ricas, y ya ve: ahora está muerta y yo en pelotas.

Amanecía y había cesado el rumor de voces. Darío lo advirtió, apagó la luz y entreabrió de nuevo la puerta, lanzando una rápida ojeada al exterior. En el punto en que había caído la mujer distinguió un montón de serrín destinado sin duda a ocultar las manchas de sangre, y en mitad del pasillo se encontraban ahora dos soldados de la Policía Militar norteamericana.

Amapola, que se había aproximado y atisbaba también, dejó escapar una breve exclamación de contrariedad.

—¡La madre que los parió! —masculló—. Si intento recoger mis cosas, me inflan a patadas.

Regresó al interior de la habitación y se aproximó al ventanal, deteniéndose a observar cómo la primera claridad del día se iba apoderando de la ciudad en guerra, y a Darío le fascinó la marcada agresividad de su figura, destacando, muy oscura, contra la glauca luz del alba.

—Duerme un rato —dijo por último—. Bajaré a ver qué se comenta…

Pero lo que se comentaba no respondía en absoluto a la verdad. La versión «oficial» señalaba que a un «marine» se le había escapado un tiro volándose la cabeza, y que esa misma mañana su cadáver saldría para Kansas envuelto en la bandera americana. En cuanto a Brenda, nadie sabía nada. Únicamente se comentaba el hecho de que la Dirección del hotel había decidido pedirle al colombiano que se fuera con sus putas a otra parte.

—¿Realmente está muerto el «marine»? —fue lo primero que quiso saber Darío cuando se tropezó en la piscina con Wolf Herrera—. ¿Muerto, «muerto»?

—Frío como un témpano y con un agujero bajo la barbilla —replicó el venezolano, seguro de lo que decía—. Buck Bucanan nos invitó a que viéramos el cadáver para convencernos de que no lo habían matado los «constitucionales» pero yo no me creo la versión del accidente. El tipo se suicidó.

—Tampoco te lo creas demasiado —le aconsejó Darío con marcada intención—. A menudo el «suicidio» es la mejor forma de quitarse un problema de encima. Y me da la impresión de que Bucanan es muy capaz de conseguir que la gente se suicide sin querer.

—¿Sabes algo que yo no sepa…?

—Es posible. Pero no pienso contártelo de momento… ¿Dónde estabas esta noche, sobre las cuatro?

—Durmiendo.

—Pues te advierto que tienes el sueño demasiado pesado… —Sonrió apenas, con marcada intención—. Y eso no es bueno para alguien que aspira a convertirse en uno de los mejores periodistas de su generación. ¿Me llevas a Ciudad Nueva? —añadió—. Quiero ver cómo se encuentra Américo Ospina.

Enfundado en un negro uniforme sucio, sudado y tremendamente desgastado en el fondillo de los pantalones, Américo Ospina parecía haber establecido su cuartel general privado en una mugrienta taberna de la calle Espaillat, en la que dejaba transcurrir las horas muertas trasegando ron, jugando a las cartas o leyendo noveluchas de vaqueros que alquilaba por cincuenta centavos al quiosquero de la esquina.

Su actitud no respondía, al fin y al cabo, más que a la actitud de la mayoría de sus compañeros de aventura, puesto que resultaba evidente que la contienda se hallaba inmersa en un período de impasse en el que inacabables discusiones de despacho habían sustituido a una acción que tan sólo tenía lugar durante determinadas horas de la noche.

—Imaginan que van a vencernos por aburrimiento… —fue una de las primeras cosas que dijo—. Pero ignoran que estamos dispuestos a seguir aquí hasta que las telas de araña nos aten a las sillas. Nos tienen sitiados y sin posibilidad de intentar salidas desesperadas, pero aun así resistiremos.

—Puedes marcharte cuando quieras… —le hizo notar Darío con naturalidad—. ¿Quién te impide cruzar la calle, irte a casa, pasar unos días con tus padres, comer bien, lavarte, cambiarte de ropa y regresar cuando te apetezca?

—¿Realmente imaginas que me permitirían regresar? —replicó el otro, incrédulo—. ¡Qué poco les conoces! Ellos saben quiénes estamos a este lado. En cuanto alguno aparece por su casa, van a buscarle y puedes estar seguro de que no vuelve nunca… Anteayer le dieron «el paseo» a un hermano de Joseíto Carretero tan sólo porque es de los nuestros. No tendría más que diecisiete años, pero apareció flotando en el puerto. Le habían cortado la lengua y los testículos.

—¡No puedo creerlo!

—Sí puedes creerlo… ¡Ya lo creo que puedes creerlo! Lo que ocurre es que para ti es mucho más fácil suponer que son bestialidades que nos inventamos para desprestigiar a la Junta… Pero si bajas al puerto, verás cómo sacan los cadáveres del agua.

—También vosotros matáis. Desde mi terraza oigo los disparos.

—Nosotros «combatimos», que es distinto. Unas veces empiezan ellos, y otras nuestros muchachos, pero el que da sabe que se arriesga a recibir. Lo que no hacemos es sacar a la gente de la cama y asesinarla.

—Tal vez se deba a que no queda ningún pariente de los militares en vuestra zona.

—Probablemente. Llega un momento en que la sangre te hierve de tal forma ante tales crímenes, que pierdes el control sobre ti mismo y te sientes capaz de hacer lo mismo.

—Es el peligro que se corre cuando se empieza una guerra. Hace un mes asegurabas que la victoria era inminente y estaba a punto de iniciarse una nueva era en la vida del país. Todo sería distinto, noble y maravilloso, y, sin embargo, hoy admites que serías capaz de convertirte en asesino por venganza. —Hizo una corta pausa y agitó la cabeza pesaroso—. ¿Entiendes ahora mis esfuerzos para mantenerme al margen? Cuando se inicia una escalada de violencia nadie sabe adónde va a parar.

—¡Malditos americanos! —fue la rencorosa respuesta—. ¿Quién les mandó intervenir? ¿Sabes a cuántos ha quedado reducida su famosa lista de «comunistas»? A diecisiete nombres. Los demás estaban muertos, exiliados, en la cárcel e incluso algunos habían sido contados dos veces… ¡Diecisiete comunistas! Con semejante disculpa nos invadieron impidiéndonos acabar para siempre con el fascismo, y ahora nos tienen aquí, muertos de asco, hambre y aburrimiento, esperando que encuentren un monigote al que nombrar presidente.

—¿Aceptará Caamaño?

—¿A quién? ¿A Joaquín Balaguer, que acaba de regresar? Ése es el que le gustaría a los militares: un títere que no hizo nunca más que lamerle el trasero a Trujillo; un mierda que les haría de nuevo el juego a los generales y a los terratenientes.

—Es un tipo honrado.

—Nadie que colabore con el trujillismo puede ser honrado.

—Tu padre lo hizo.

—Lo sé. Y no aceptaría a mi padre como presidente.

—Nunca oí quejarte de él anteriormente. Y si no hubiera colaborado no podrías haber ido a la universidad, tener coche, ni estar ahora aquí, de «comandante» de la Guardia Personal de Caamaño cuyo padre también fue trujillista… ¿A qué estamos jugando? ¿A los despropósitos? ¡Mírate! Estás sucio, maloliente, hambriento, cansado y decepcionado… ¿Por qué no mandas todo al carajo y te vienes conmigo a Cantagallo…?

—Porque aún sigo creyendo que tenemos razón. Y porque cada día que resistamos aquí dentro es un día más que le demostraremos al mundo que esos «gringos» de mierda no pueden estar siempre abusando impunemente de quien les da la gana.

—¿Y qué sacas con eso? Dentro de unos meses, un par de años como máximo, nadie se acordará de que aquí existió una revolución, la «Navy» intervino, y un puñado de locos se encerraron en el centro de la ciudad a plantarles cara. Ellos seguirán siendo los más poderosos, y a vuestros muertos no les devolverán la vida. Y estaréis marcados para siempre. Ya nunca podrás dormir en paz temiendo continuamente que uno de los que saben tu nombre te pegue un tiro.

Darío Pocaterra tenía razón, y su amigo Américo Ospina lo sabía. Aunque la Misión Pacificadora de la OEA encontrara a un hombre que pusiera paz y convocara elecciones libres, los combatientes de uno y otro bando continuarían manteniendo su propia guerra civil durante muchos, muchos años, porque resultaba evidente que aquél era un conflicto que acabaría resolviéndose sin vencedores ni vencidos, y ésa constituía sin duda una pésima solución para quienes habrían de continuar conviviendo sobre el mismo suelo de una pequeña isla.

Dejó a Ospina en el mismo lugar en que lo había encontrado, y donde sabía que lo encontraría, un poco más sucio tal vez, días o semanas más tarde, y dedicó el resto de la mañana a visitar la «Zona Constitucionalista» que ofrecía un aspecto mugriento y desolador.

Los «rebeldes» no habían abandonado sus armas, pero resultaba evidente que a muchos de ellos les quemaban ahora en las manos, porque no constituían ya el símbolo que afirmaba su personalidad y les ayudaba a convencerse de que derrotarían a sus enemigos, sino el que delataba que se habían convertido a su vez en el enemigo al que fuerzas mil veces más poderosas debían aplastar.

En los gloriosos días de la batalla del Puente Duarte se sentían orgullosos de ser fotografiados con aquellas armas porque estaban seguros de su victoria y de que esas fotografías constituirían un magnífico carnet de identidad de cara al futuro, pero ahora esas mismas fotografías, que cientos de revistas habían reproducido profusamente, se convertían en un comprometedor documento que hipotecaba de forma categórica su incierto futuro.

Subiera quien subiese al poder, el Ejército seguiría siendo el mismo, y desde muy antiguo era sabido que los militares dominicanos tenían buena memoria a la hora de pasar factura. Por amplia que fuera la amnistía y por mucho que uno y otro bando prometieran «olvidar», un frío espíritu de venganza planearía durante años sobre todas las cabezas.

Aquéllos que se aferraban a sus fusiles conscientes de que se aproximaban al día en que tendrían que abandonarlos, se preguntaban, aterrorizados, qué ocurriría cuando sus actuales enemigos supieran que ya no estaban armados y ese oscuro miedo, tangible e innegable, pesaba, como una losa, sobre los habitantes de Ciudad Nueva.