—No los entregó a la Policía. Fuimos directamente a una playa solitaria, cerca del río Haina, y allí les pegamos un tiro en la nuca.

—¿Les pegasteis? —se sorprendió doña Aurora—. ¿También tú? ¿Por qué tú?

—Me obligó. Mató a los dos primeros, pero el tercero, al que había violado a Serena, me lo dejó y entregándome la pistola insistió en que tenía que ejecutarlo porque de lo contrario él se convertiría en el único culpable de un triple crimen del que yo era testigo, y eso haría que se sintiera en mis manos el resto de su vida. Si yo acababa con el tercero seríamos cómplices y podría confiar en mi silencio.

—Debiste negarte.

—¡No lo entiendes, madre! Yo no estaba en condiciones de negarme. Chuchú parecía tranquilo, pero en realidad hervía por dentro, y creo que si no le hubiera obedecido, me habría matado… —hizo una larga pausa y la miró directamente a los ojos—. Además… —añadió—, en el fondo lo deseaba. Recordar cómo aquel cerdo había tratado a Serena me revolvía las tripas, y estoy convencido de que hubieran acabado por degollarnos —agitó la cabeza de un lado a otro y resultaba evidente que estaba convencido de lo que decía—: No eran más que tres canallas y merecían la muerte.

—Nadie es quién para tomarse la justicia por su mano —protestó doña Aurora—. Si todos nos comportáramos así, sería la jungla.

—Santo Domingo, hoy, madre, es una jungla. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Los dominicanos se matan entre sí y matan a los «yanquis», los paraguayos o los brasileños que vinieron a poner paz. Incluso han muerto mercenarios y aventureros de seis o siete nacionalidades distintas. Y mujeres… Y niños inocentes. ¿A quién le importa que entre todo ese marasmo quitáramos de en medio a tres puercos ladrones, violadores, y probablemente asesinos?

—A ti debería haberte importado. Con tu acción te estabas poniendo a su altura.

—Ésas son cosas que tan sólo se piensan después.

—¿Y lo pensaste?

—Sí. Naturalmente que lo pensé.

Lo había pensado, y mucho. Aquella noche, acostado junto a Serena que no cesaba de gemir y agitarse víctima de terribles pesadillas en las que sin duda estaba reviviendo los horribles momentos que había tenido que padecer, Darío permaneció con los ojos muy abiertos y el oído atento al menor ruido que pudiera llegar del exterior, porque no se le iba de la cabeza la imagen del hombre que se perdía corriendo en las tinieblas, y que en cualquier instante podía regresar a averiguar qué era lo que había sucedido con su hermano.

Y su hermano se encontraba tendido en una playa con la boca llena de arena; arena que se había adherido también a sus mejillas allí donde las lágrimas dejaron dos profundos surcos, pues hasta el último segundo lloró y suplicó para que no le quitaran la vida cuando acababa de cumplir los veinte años.

¡Ramiro!

Ramiro de la Cruz, hermano de Juan de la Cruz, que así se llamaba el muerto según la documentación que Chuchú Gamazo recogió del bolsillo de su camisa después de haberlo «ejecutado».

Existía por tanto un tal Ramiro de la Cruz que sabía que en aquella casa de la calle La Ceiba, en la Urbanización Bellavista de la capital, se encontraban los culpables de que su hermano y dos tipos más aparecieran muertos en una playa del Haina.

Pasó por tanto la noche en vela, con la pistola de don Arístides Cerezo al alcance de la mano, y en cuanto la primera claridad del día se insinuó por la ventana, se puso en pie y agitó levemente a Serena que al fin parecía haber conciliado un sueño más tranquilo.

—¡Despierta! —ordenó—. Despierta y mete en una maleta lo más imprescindible. Tienes que irte.

—¿Adónde?

—A Miami, con tus padres. Tengo un amigo en el aeropuerto y conseguiré que te meta en el primer avión.

—¿Pero y la casa?

—¡Al infierno la casa! Buscaré un vigilante que se quede a cuidarla hasta que todo esto acabe.

Serena pareció comprender que aquélla era la mejor solución y aceptó sin rechistar. Se sentía aturdida, y aunque siempre había demostrado ser una mujer tranquila y valerosa, la experiencia por la que la habían obligado a pasar resultaba en verdad traumática, y cuanto deseaba realmente en aquellos momentos era encontrarse lejos de allí y cerca de sus padres.

Al mediodía, después de haberla acompañado al avión y aguardar a que éste despegara, Darío regresó al hotel y sin almorzar siquiera subió a su habitación, se dio una larga ducha y se acostó.

Tuvo la sensación de que no había hecho más que cerrar los ojos cuando le despertó un insistente golpear en la puerta, y Chuchú Gamazo hizo su aparición tan fresco y animado como si se dispusiera a asistir a un baile de carnaval.

—¡Arriba! —fue lo primero que dijo a modo de saludo—. Vístete que tenemos trabajo.

—¿Trabajo? —se sorprendió—. ¿Qué clase de trabajo?

—El Ramiro de la Cruz. Me he informado y sé ya dónde vive.

—¿Para qué lo quieres?

—Para que le lleve un recado a su hermano.

Darío tomó asiento en el borde de la cama y observó a su visitante, que se había acomodado en un sillón demasiado pequeño para su inmensa humanidad y se servía un largo vaso de ron de la botella que descansaba sobre la mesa.

—¿Qué es lo que pretendes? —inquirió al fin casi sin poder dar crédito a lo que pasaba por su mente—. ¿Te lo vas a cargar?

—¡Naturalmente! ¿O es que prefieres que un tipo que sabe quiénes somos, dónde vivimos y lo que hemos hecho, ande suelto por ahí? Dudo que haya ido a contarle a la Policía que participó en un asalto, pero no tengo ni idea de cómo puede reaccionar cuando se entere de lo que le ocurrió a su hermano. O le madrugamos, o acabará por jodernos, y no estoy dispuesto a que un maldito comunista violador y ladrón tenga la oportunidad de joderme.

Tiempo más tarde Darío Pocaterra se vería en la obligación de reconocer que existía algo en la desbordante personalidad de Chuchú Gamazo, que rebasa la suya propia, la vencía y casi la anulaba, porque Chuchú hacía y decía las cosas con tal poder de convicción, que arrastraba a seguirle sin permitir que los que le rodeaban pudieran reaccionar hasta mucho después de que todo hubiese acabado.

Le siguió por tanto sin pronunciar palabra mientras recorrían en la camioneta del tabaquero la ciudad semidesierta, para penetrar al fin en uno de los más miserables suburbios de Villa Juana, donde tras aparcar el vehículo en un callejón oscuro, Chuchú le alargó un pesado revólver casi idéntico al que cargaba y señaló:

—Aquí no vale andarse con tonterías… En caso de duda, primero dispara y luego pregunta. No está el horno para bollos.

Echaron a andar por un dédalo de callejuelas en penumbra que apestaban a detritos y en las que no se distinguían más que borrachos y mujerucas, y tras dejar a la izquierda la zona que parecía aglutinar todas las tabernas del barrio, Chuchú Gamazo dudó unos instantes, aunque al llegar a lo que debió ser planificado como parque público pero quedó tan sólo en un simple descampado rebosante de basuras, se encaminó decidido a una casucha de paredes desconchadas.

—¡Aquí es! —musitó, y empuñando su arma propinó una violenta patada a la frágil puerta por cuyas junturas se filtraba una débil claridad, precipitándose en el interior, como una tromba, dispuesto a disparar contra todo cuanto se moviese.

Pero dentro, en lo que parecía ser salón-cocina y cuarto de estar de la miserable vivienda, no se encontraba más que una flacucha muchachita de poco más de quince años, enormes ojos negros y aspecto aterrorizado que ni siquiera fue capaz de emitir sonido alguno cuando se encontró frente a un gigante que le apuntaba con un revólver monstruoso.

—¡Si abres la boca, te mato! —le amenazó con un tono de voz que no permitía abrigar dudas sobre su intención de hacerlo—. ¿Estás sola? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Vive aquí Ramiro de la Cruz? —Ante el nuevo e idéntico gesto de afirmación, insistió—: ¿Dónde está?

—No lo sé —replicó la chiquilla con un hilo de voz.

—¿Tú quién eres?

—Su hermana.

—¿Dónde están tus padres?

—Mi madre trabaja por la noche. Y no tenemos padre.

La muchachita, flaca y patética, con apenas formas de mujer que se apuntaban a través de un viejo vestidito casi transparente de puro usado, tan sólo atraía por sus ojos, enormes y asustados, y la espesa mata de vello de su sexo que destacaba como una prominencia obscena ya que resultaba evidente que no llevaba ropa interior alguna.

Chuchú Gamazo también parecía sentirse fascinado por aquel punto de atracción, puesto que su mirada iba alternativamente del rostro de la niña a su entrepierna, y al fin, aproximándole aún más el arma a los ojos, inquirió como si intentara que eso le hiciera olvidar otras ideas.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Dos.

—¿Dónde está Ramiro?

—No lo sé…

—¿Vendrá a dormir?

—No lo sé.

El tabaquero lanzó una ojeada a su alrededor. Sobre el fuego chisporroteaba una sartén con aceite hirviendo y una pasta de aspecto extraño que parecía empanadillas, mientras sobre la mesa se advertían tres platos y tres vasos.

—¿Quién va a venir a cenar?

El miedo ganó intensidad en los negrísimos ojos.

—No lo sé.

El otro no dijo nada. Observó a la chiquilla, comprendió que mentía, y alargando la mano izquierda se apoderó de la sartén y se la colocó exactamente sobre la cabeza, dispuesto a volcársela encima.

—Sólo te lo voy a preguntar otra vez, y como no me guste la respuesta, te garantizo que jamás van a poder mirarte a la cara… —Hizo una significativa pausa—. ¿Quién va a venir a cenar? —insistió.

Ella alzó el rostro, contempló, lívida, el fondo de la mugrienta sartén que el hombretón sostenía a medio metro por encima de sus cabellos, pareció tomar plena conciencia de lo que ocurriría si decidía cumplir su amenaza, y casi sin que se la pudiera oír, replicó muy despacio:

—Mis hermanos.

—¿Cómo has dicho?

—Mis hermanos.

—¡Bien! Eso está mejor… —Dejó la sartén lejos del fuego y se volvió a Darío—. Entra y cierra —ordenó—. Esperaremos a «sus hermanos».

Darío obedeció, cerró la puerta a sus espaldas, se apoyó en ella y observó cómo Chuchú Gamazo guardaba su arma, se servía un vaso de agua tras limpiarlo cuidadosamente con un pañuelo y se volvía de nuevo a la muchacha que no había osado hacer el menor movimiento.

Pareció estudiarla, de arriba abajo, deteniéndose una vez más a admirar la prominencia de su sexo y por último comentó:

—¡Buena papaya tienes…! ¿Eres virgen?

Ella asintió con un levísimo ademán de cabeza y Chuchú avanzó dos pasos, la tomó por la cintura, la alzó como si se tratara de una muñeca de trapo y la obligó a tomar asiento al borde de la mesa.

—¡Échate hacia atrás y abre las piernas! —dijo.

La chiquilla obedeció sin rechistar, resignada a todo cuanto pudiera ocurrirle y Chuchú Gamazo la penetró muy despacio recreándose en cada movimiento, todo ello observado por un hierático Darío Pocaterra que parecía haberse convertido en estatua de piedra.

La muchacha cerró los ojos que tan sólo abrió de tanto en tanto para mirar a Darío, pero nunca a su violador, y resultó evidente que el placer iba creciendo dentro de Chuchú Gamazo que aceleraba más y más su ritmo, y que al fin, con un estallido de gritos y jadeos, quedó tendido sobre ella, respirando fatigosamente y babeando.

Darío Pocaterra, aún apoyado en la puerta y muy quieto, descubrió, asombrado, que también él había disfrutado de uno de los orgasmos más intensos y fascinantes de su vida.

Veinte minutos después hizo su aparición Ramiro de la Cruz que apenas pudo atravesar el umbral de la puerta. Antes de que tuviera idea de qué era lo que estaba ocurriendo, le volaron la cabeza de un disparo a medio metro de distancia.