Siguieron días confusos en los que nadie sabía dónde estaba la verdad ni dónde la mentira, en gran parte debido a que nadie podía asegurar cuál era la auténtica verdad, ni cuál la mayor de las mentiras.

El presidente Johnson, consciente del inconcebible error que había cometido al confiar en sus asesores e invadir Santo Domingo, buscaba desesperadamente una salida airosa que le permitiese salvar la cara ante la indignada opinión pública mundial, mientras los agentes de la CIA se dedicaban a confeccionar listas de supuestos castristas y comunistas infiltrados en las filas del coronal Caamaño, aunque era evidente que entre los «constitucionalistas» resultaba difícil encontrar ni siquiera un cinco por ciento de auténticos extremistas de izquierda.

Entretanto a alto nivel continuaban frenéticas negociaciones a la búsqueda de una fórmula de acuerdo para que los dos «Gobiernos» existentes en aquel momento en la isla renunciasen en favor de un presidente provisional que convocase lo más rápidamente posible a elecciones, y por todo ello, el hotel Embajador, estratégicamente situado en zona «neutral», se transformó aún más en el centro neurálgico de toda la vida política y social de la nación.

Periodistas, políticos, espías, contraespías, traficantes, estraperlistas y «aventureros» se fueron convirtiendo con el transcurso de los días en una auténtica plaga, y en las mesas del Casino, de lado a lado de una ruleta o en mitad de una partida de dados, se intercambiaban noticias y secretos, se vendían conciencias, o se cerraban multimillonarios negocios inimaginables en cualquier otra circunstancia.

Un palurdo con cara de bestia bajado de las montañas cercanas a Santiago de los Caballeros ganaba noche tras noche miles de dólares a la ruleta, y se tardó un mes en averiguar que se encontraba compinchado con dos croupiers y un Jefe de Mesa, que calcularon erróneamente que con el barullo de la guerra, la Mafia Cubana Anticastrista que controlaba por tradición la mayoría de los casinos del área del Caribe, no caería en la cuenta de que les estaban robando en sus propias narices.

Cuando los tres empleados infieles desaparecieron de la faz de la isla sin que nadie pudiera atestiguar que les había visto con vida en ninguna otra parte, el «afortunado» palurdo se apresuró a regresar al Casino y «perder deportivamente» en tres noches, todas sus ganancias anteriores.

El venezolano Wolf Herrera alternaba las rachas de buena suerte con las noches aciagas, aunque resultaba evidente que lo que en verdad le interesaban eran las exclusivas que obtenía gracias a su personal amistad con el coronel Caamaño, y Buck Bucanan, el «cerebro» de la CIA se pasaba las horas sentado en la misma silla de la misma mesa siempre frente a la puerta y de espaldas a la pared, jugando indefectiblemente al «catorce y vecinos», aunque podría asegurarse que su mente y su atención se encontraban por lo general muy lejos de las evoluciones de la bolita de marfil.

A Darío continuaba fascinándole la personalidad de aquel hombre que parecía vivir al propio tiempo en completa calma y en constante tensión, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor fuese capaz de alterar su imperturbable sangre fría, pero sin que bajara ni un instante la guardia, en una actitud que debía ser ya una parte tan esencial de su vida como moverse o respirar.

Cuando, como en ocasiones solía suceder, el tiroteo nocturno ganaba en intensidad pasando de tratarse del leve rumor de fondo que arrullaba el sueño de los dominicanos, a una auténtica refriega en la que entraban en juego las armas pesadas, lo que provocaba de inmediato que cortasen la luz en toda la ciudad excepto el hotel y sus alrededores, Buck Bucanan hacía un casi imperceptible gesto a uno de sus hombres estratégicamente repartidos por la sala, que desaparecía en el acto, se ponía en contacto por radio con las patrullas avanzadas y regresaba presuroso a notificarle a su jefe cómo se presentaba la situación.

Si éste decidía abandonar la mesa de juego, los escasos reporteros que hasta aquel momento no hubieran acudido ya «a ver qué pasaba en la guerra» tomaban apresuradamente sus cámaras y sus grabadoras de sonido, pues el simple hecho de que el todopoderoso Buck Bucanan se molestase en levantarse constituía un claro indicativo de que la vulgar escaramuza presentaba síntomas de enconarse.

Ya se contaban en más de una veintena los soldados norteamericanos muertos por los francotiradores nocturnos, y la Prensa de su país se preguntaba, indignada, hasta cuándo tendrían que continuar cayendo muchachos inocentes en una guerra civil extranjera por culpa de una invasión de corte típicamente colonialista provocada por la injusta defensa de los más bajos intereses capitalistas de tres todopoderosas multinacionales.

Pero ni el presidente Johnson, ni el Departamento de Estado, ni las Naciones Unidas, ni la Organización de Estados Americanos, ni incluso los propios políticos y militares dominicanos, encontraban fórmula alguna que les permitiera salir airosamente de semejante atolladero, y aunque se barajaban cientos de nombres de posibles candidatos que pudiesen encabezar un supuesto «Gobierno de Reconciliación», indefectiblemente una de las facciones rechazaba de plano la candidatura que la otra había aceptado.

Los «constitucionalistas» exigían como primera medida para iniciar conversaciones que el temido y odiado general Elías Wessin y Wessin fuese destituido de todos sus cargos y obligado a abandonar el país, pero tal como sostenía Wolf Herrera en un virulentísimo e intencionado reportaje, Wessin nunca se iría porque se sabía protegido por los americanos, y en especial por la CIA, que no confiaba en absoluto en el «general» Imbert-Barrera.

—Ese artículo te puede costar un buen disgusto —le hizo notar Darío cuando se encontró al venezolano tras el almuerzo—. A «tu amigo» Buck Bucanan, no le va a gustar en absoluto.

—A ese hijo de puta le pueden ir dando mucho por el culo —fue la espontánea respuesta, y juntos abandonaron el hotel, puesto que Darío había decidido aceptar en esta ocasión su invitación de bajarle a la «zona rebelde».

El venezolano le dejó por tanto muy cerca de su apartamento y le sorprendió descubrir que no había sido violentado, lo cual casi constituía un milagro dada su situación y los tiempos que corrían.

Ni siquiera intentó darse una ducha, ya que no había luz ni agua corriente, por lo que se limitó a guardar en un maletín los documentos que había venido a buscar, y tras cerrar puertas y ventanas lo más herméticamente posible, se encaminó a pie por la Avenida Washington a casa de Serena Cerezo, a la que encontró jugando al parchís con Diana Gamazo, una jovencísima y sofisticada rubia de ascendencia inglesa que llevaba poco más de un año casada con Chuchú Gamazo, heredero de una de las mayores plantaciones de tabaco de la isla y el mejor jugador de polo de la República.

Los Gamazo ocupaban un fastuoso chalet contiguo a los Cerezo y raro era el día que Diana no pasaba la tarde con Serena mientras su marido permanecía en la fábrica de cigarros.

A Darío siempre le había atraído la personalidad de Diana, en quien presentía una fortísima sexualidad no del todo satisfecha, haciéndose la ilusión de que algún día conseguiría convencer a las dos mujeres de que era hora de pasar de las bromas a los hechos y acabar revolcándose los tres sobre la enorme cama del dormitorio principal.

—¡Si Chuchú nos oyera, nos mataba! —exclamaba Diana entre risitas histéricas—. Es muy serio para estas cosas, y menudas manazas tiene. Si me agarra por el cuello, me estrangula.

—Más le valía no haber desperdiciado tanto en manos y emplearlo en otra cosa… —replicaba Serena, burlona—. Aquí, sin embargo, el Pocaterra tendrá poca tierra, pero lo que es de lo otro, va bien servido…

—¡Así estás tú de contenta…! A ver si un día me animo y lo compruebo…

En semejante tono, las inocentes partidas de parchís cobraban desde luego un renovado interés, y aquella tarde las bromas alcanzaron tales extremos que Darío abrigó el convencimiento de que, de no estar tan próxima la hora del regreso de su marido, hubiera sido la propia Diana Gamazo la que propusiera lo que él nunca se había decidido a plantear seriamente.

Oscureció con la rapidez con que solía hacerlo en la isla, se puso en pie para encender la luz procurando que no advirtieran que se encontraba excitado, y cuando regresaba a tomar asiento sonó, insistente, el timbre de la puerta.

—¡Abre! Es Chuchú —señaló Diana sin dudar.

Ni siquiera le pasó por la mente la idea de que pudiera estar equivocada, y cuando vino a caer en la cuenta de su error acababa de franquearle la entrada a tres hombres que le empujaron violentamente contra la pared, colocándole un afilado cuchillo en la yugular.

Serena fue la primera en reaccionar lanzándose hacia el cajón en que guardaba la pistola de su padre, pero el más ágil de los asaltantes, un mulato inmenso, se precipitó tras ella y de un puñetazo la tumbó sobre la mesa. Diana dejó escapar un chillido de terror, una tremenda bofetada la obligó a callar, y antes de que pudieran salir de su aturdimiento se encontraron maniatados con los cordones de las cortinas.

La hora siguiente fue, sin lugar a dudas, la peor de la vida de Darío Pocaterra.

Los atracadores, ninguno de los cuales superaría los veinte años, se dedicaron a recorrer la casa cerciorándose de que nadie más se encontraba en ella y tras comprobar por las fotografías del salón que Serena era la dueña, trataron de obligarle a confesar dónde se ocultaban las joyas y el dinero, sin aceptar que las joyas de su madre se encontraban encerradas en un Banco del centro de la ciudad actualmente en poder de los «rebeldes».

La golpearon hasta que un chorro de sangre le manó de la nariz y le partieron los labios, y tan sólo el repiqueteo del teléfono les impulsó a cesar de maltratarla.

—¡Está bien! —señaló el que parecía tener mayor ascendiente sobre sus compinches, un muchachuelo delgaducho y con la cara cubierta de granos—. Está demasiado asustada para mentir. Yo me voy a tirar a la rubita, y en cuanto haya acabado nos damos el bote, porque esa llamada no me gusta nada… ¡Andando!

Obligó a Diana a arrodillarse asegurando que le rebanaría el cuello si pronunciaba una sola palabra, y subiéndole las faldas se colocó tras ella y comenzó a violarla.

El mulato hizo lo propio con Serena, inclinándose sobre la mesa de tal modo que le aplastaba la cabeza contra el tablero impidiéndole casi respirar, y el tercer asaltante, un gordo mugriento y sudoroso que vestía una agujereada camiseta que apenas le llegaba al ombligo, insistía nervioso para que le dejaran turno o de lo contrario acabaría «follándose al fulano».

Pero súbitamente el mundo pareció detenerse porque por la entrabierta puerta del jardín posterior hizo su aparición la gigantesca humanidad del rubio Chuchú Gamazo, que empuñando un impresionante revólver, tronó con ronco y excitado vozarrón:

—¡Al que se mueva le vuelo los sesos!

Tan sólo se escuchó el incontenible sollozo de alivio de Diana.

El gordo dejó caer el cuchillo que empuñaba y sus dos compañeros se quedaron muy quietos, aún con las manos sobre las nalgas de las mujeres, conscientes de que, aunque trataran de escapar, sus caídos pantalones se lo impedirían.

Chuchú Gamazo se movió muy despacio, sin perder de vista ni un solo instante a los tres facinerosos, e inclinándose apenas, tomó el cuchillo y cortó las ligaduras de Darío.

—¡Átalos! —ordenó—. Al gordo primero.

Minutos más tarde, cuando los tres asaltantes se encontraban tendidos sobre la alfombra y maniatados, desamartilló el arma, se la encajó en el cinturón, y se aproximó a Diana que no cesaba de sollozar histéricamente.

—¡Ya pasó todo, querida! —la consoló—. Ya pasó todo. Gracias a Dios me extrañó que no contestaras al teléfono habiendo luz… ¡Tranquilízate! Éstos no volverán a molestar…

—¿Qué piensas hacer con ellos?

Chuchú Gamazo tardó unos instantes en responder, y por último replicó sin darle mayor importancia:

—Nos los llevaremos.

Darío, que había comenzado a recuperar el control sobre sí mismo, señaló el teléfono:

—¿Quieres que llame a la Policía?

El otro negó con un gesto.

—Harían muchas preguntas y las chicas están nerviosas… Los llevaremos nosotros mismos… Tengo un amigo en la Central… ¡Andando! —ordenó, propinándole una patada en las costillas al que tenía más cerca—. Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor.

Les obligaron a ponerse en pie sacándoles de la casa, pero apenas habían alcanzado la acera, de entre los arbustos se destacó una figura humana que se les quedó mirando, entre desconcertada y sorprendida. Al verla, el muchachuelo de los granos en la cara chilló:

—¡Ramiro! ¡Ramiro! ¡Ayúdame! ¡Ramiro…!

Pero el tal Ramiro optó por salir corriendo, y al instante se perdió de vista en las tinieblas.

—¿Quién era? —quiso saber Chuchú Gamazo, y al no obtener respuesta, agarró al muchacho por el cuello con su enorme manaza y comenzó a apretar hasta conseguir que los ojos casi se le saltaran de las órbitas—. Dime quién era o te estrangulo.

—¡Mi hermano! —musitó al fin el otro entrecortadamente—. Mi hermano, y si nos hace daño se encargará de cobrárselo. Sabe dónde vive…

—¡De acuerdo! —admitió el tabaquero—. Es tu hermano y sabe dónde vivo… ¡Ahora vámonos…! En la esquina está mi coche… Daremos un paseo…