—¿Te sentías superior a ellos?

—No. No me sentía superior. Me sentía diferente, es todo. Probablemente se hubieran reído de mis preocupaciones, pero yo nunca he aspirado a nada que no sepa que puedo conseguir, mientras que resulta evidente que nadie cambiará el mundo a estas alturas.

—¿Y qué esperabas conseguir con lo que hiciste luego? ¿Algo que estuviera al alcance de tu mano…?

Darío observó a su madre, que se había puesto en pie y hablaba con la vista clavada en el paisaje exterior, contemplando cómo los árboles perdían sus hojas, los maizales se tronchaban como segados por una inmensa guadaña, o el polvo desdibujaba los contornos de las montañas reduciendo el sol de media tarde a una simple moneda incandescente que ni siquiera deslumbraba.

La furia del vendaval crecía y crecía por momentos, y los cuerpos se comportaban como inmensas esponjas a las que una mano de gigante estrujara más y más intentando extraer hasta la última gota de sudor.

—Tengo sed.

Doña Aurora Polanco de Pocaterra el Ama, se volvió a medias para lanzar a su hijo una severa mirada, vio a un hombre vencido que transpiraba de calor y miedo y que no le recordaba a nadie a quien ella hubiera conocido o amado anteriormente, y, por último, haciendo un leve gesto de asentimiento, se encaminó a la cocina.

Allí, y antes de abrir la nevera, tuvo que tomar asiento y cerrar los ojos en un vano intento de recuperar fuerzas tratando a toda costa de mantener su decisión de continuar adelante con aquel amargo trago —el peor que probablemente le había tocado vivir jamás a madre alguna—, porque hacía ya cuatro días que no abrigaba dudas sobre la culpabilidad de su hijo, pero aquel escuchar de sus propios labios el frío y sin sentido relato de los hechos constituía una prueba infinitamente superior a cuanto había podido imaginar hasta el presente.

Darío bebió con ansia, casi atragantándose; permitió que el agua le escurriese por la barbilla, cayéndole hasta el pecho donde le empapó la camisa, y recostó luego la nuca en el respaldo del butacón, mientras su madre retornaba a su lugar, junto a la ventana, no porque necesitara contemplar un paisaje que conocía de memoria, sino por evitar tener que mirarle de nuevo a la cara.

¡Carapalo!

Aquélla había sido la última palabra que oyera pronunciar a Américo Ospina, y en esta ocasión ni siquiera se había tomado la molestia de disculparse, aun a sabiendas de cuán profundamente le mortificaba escucharla. Había sonado a despedida; a fin de una larguísima y hermosa relación de amistad; a ruptura de algo que carecía por completo de futuro.

—¡Adiós, Carapalo!

¿Qué podía añadirse después de aquello…?

Terminó de comer; tuvo que tomarse el café amargo, pagó cuatro veces más de lo que hubiera tenido que pagar en tiempos de paz por una cena suculenta, y salió a la calle semidesierta aplastada por un implacable sol de mediodía que conseguía extraer de las montañas de basura las más recónditas de sus peores pestilencias.

Escuchó tiros cercanos. No pudo precisar dónde, pero allí mismo, a menos de quinientos metros, alguien jugaba a mear a alguien sin que pareciera importarle mucho lo inapropiado de la bochornosa hora.

Ya ni siquiera la siesta se respetaba y eso contribuyó a proporcionarle una visión más clara de la gravedad de la situación. Que los dominicanos estuvieran en condiciones de pensar en tirotearse a las dos de la tarde con un calor húmedo y agobiante de más de cuarenta grados y un sol que partía los adoquines cayendo a plomo sobre la más ardiente de las islas caribeñas, era algo en verdad inimaginable para quien, como él, presumía de conocer a fondo el espíritu de sus compatriotas.

Buscó una sombra y se quedó muy quieto a la espera de que el peligro pasara. Vio a unos hombres correr al extremo de la calle, luego resonaron cuatro estampidos más y por último se posó sobre la ciudad un silencio denso que le obligó a llegar a la conclusión de que alguien había muerto.

Algunos curiosos abandonaron la fresca penumbra de sus casas para aproximarse «a ver a quién había perjudicado» según expresiva frase de una mujerona que pasó por su lado, y cuando reemprendió la marcha en sentido opuesto a aquél en el que se había desarrollado la tragedia, le sorprendió tropezarse de cara, llegando calle abajo, con el negro escuálido que empujaba su carrito de helados haciendo resonar sus sempiternas campanillas.

«¡Frío, frío!» —gritaba voceando su mercancía—. «¡Frío, frío!». Mango, naranja, limón, papaya y guanábana… «¡Frío, frío…!».

¿Qué atracción tenía la muerte sobre aquel hombrecillo insignificante que le impulsaba a aparecer cada vez que alguien caía en las calles de Santo Domingo?

¿Qué extraña voz le llamaba?

Aquéllas eran las cosas que a Darío le inquietaban; que le obligaban a meditar sobre el inexplicable fatalismo de una guerra inútil y le empujaban a temer que pese a todos sus esfuerzos por mantenerse al margen, la contienda había estallado con el único fin de ponerle a prueba y conseguir que, de algún modo, cualquier día acabara sintiéndose involucrado.

¿Pero cómo…?

Decidió desechar sus amargos presentimientos, observó cómo el carrito de helados y su nefasto tintinear de campanillas se perdían en la distancia, calle abajo, y llegó a la conclusión de que había visto suficiente de cuanto ocurría en Ciudad Nueva, y era hora de abandonar la zona «constitucional».

Encontró a Serena sola en casa. El corazón de su madre se había negado a soportar sin alterarse el agitado cúmulo de acontecimientos que tenían lugar en la República durante los últimos días, y don Arístides había decidido llevársela a Miami, dejando a su hija al cuidado de una casa que no debía quedarse sola dado el increíble número de asaltantes y merodeadores que pululaban por la ciudad.

—¡Es una locura! —protestó Darío—. Dejarte sola en este caserón es tentar a esas pandillas de golfos incontrolados. ¿Qué puedes hacer si deciden atacarte?

Ella se limitó a indicar con la cabeza la pequeña pistola que descansaba sobre la mesa del salón.

—Pegarles cuatro tiros —replicó—. No podía permitir que un infarto matara a la vieja cada vez que retumbaban explosiones en mitad de la noche, o dejar todo esto, que es lo único que nos queda, a merced de los ladrones.

—Haberme avisado.

—¿Dónde? Tu casa no contesta y los teléfonos con el interior están cortados… —Le había servido un ron con zumo de lima, que era la bebida predilecta de Darío al anochecer, y mientras se dejaba caer de nuevo en el enorme sofá de mullidos cojines, añadió con un leve tono acusador—: No es por nada pero cada vez que te necesito, desapareces.

—Fui a ver a mi madre.

—Lo comprendo. Pero cuando comprobaste que se encontraba bien y no corría peligro debiste tener en cuenta que yo podía tener problemas sin más compañía que dos viejos achacosos.

—El último día me echaste de mala manera, y no tuve la impresión de que tu padre se encontrara mal. Si me descuido, me arranca la cabeza.

—En cuanto vio descomponerse a mi madre se vino abajo. ¡No puedes imaginarte cómo son! Llevan más de treinta años casados, pero creo que jamás se han separado durante más de veinticuatro horas. Se adoran, y cuando a uno le ocurra algo, el otro no vivirá más de una semana. Soy su única hija y me quieren, pero estoy plenamente consciente de que lo que sienten por mí, no se parece, ni remotamente, a lo que sienten el uno por el otro.

—¿Y eso te duele?

—No. En absoluto. Tan sólo me produce envidia porque por mucho que busque, nunca encontraré un marido semejante. —Le miró de hito en hito y había una indudable ironía en sus palabras al añadir—: ¡Tú, desde luego, nunca lo serás!

—Creí que habías renunciado a casarte conmigo.

—El hecho de que tenga mis dudas, plenamente justificadas a mi entender, no ha conseguido que te rechace por completo —sonrió burlona—. Todo dependerá de los méritos que hagas de aquí en adelante.

—¿Qué clase de méritos?

—Para empezar, sexuales, sin ir más lejos. ¿Te sientes capaz de hacerme gozar toda la tarde, hasta el punto de que, cuando llegue la noche me encuentre tan relajada que consiga olvidar que en cualquier momento pueden intentar asaltarme?

—Haré lo que esté en mi mano.

Lo hizo, y lo hizo tan bien, que al caer la noche Serena Cerezo dormía agotada, vencida y satisfecha.

Sobre las diez, cuando como casi a diario comenzaron a escucharse disparos sueltos a los que muy pronto sucederían las ráfagas de ametralladora y el estampido de los morteros, Darío salió desnudo al jardín posterior y tomó asiento en un banco de madera a contemplar las estrellas en una calurosa noche sin una sola nube.

Eligió una, diminuta y lejana, casi imperceptible en su titilar, y jugó a imaginar que se trataba del Sol, aguzando la vista en un esfuerzo que sabía inútil, por distinguir en la oscuridad que la rodeaba la minusculosidad de un punto que sería en ese caso la Tierra girando eternamente en torno a aquella distante fuente de luz. En un lugar, aún más invisible, de esa Tierra, se encontraría una isla perdida en uno de sus más pequeños mares, y apenas como una mancha en la costa de esa isla, una ciudad de la que él no constituía más que uno de sus cientos de miles de habitantes.

De esa forma, ejercitándose para verlo todo desde tan portentosa distancia, Darío había aprendido a minimizar sus problemas, y era un método aquel que jamás le fallaba y le servía para reencontrar la paz y el equilibrio que, en alguna extraña ocasión, le abandonaban.

De niño acostumbraba a tomar asiento en el banco de piedra tallada a mano de La Roca, al borde del abismo, y jugar a ese convertirse en espectador de su propia vida, y fue así como encontró fuerzas para soportar la desaparición de su padre, llegando a la conclusión de que el Universo no se estremecía, ni tan siquiera cambiaba su ritmo un solo instante, por el hecho de que un gran hombre —aunque se tratara de don Balbino Pocaterra— dejara de proteger a su hijo.

Aprender a ser testigo de la propia vida no resultaba nunca una tarea sencilla, pero en cierto modo Darío lo había conseguido de aquella forma tan personal, y ahora, cuando le asaltaban profundas dudas sobre su relación con Serena Cerezo y su actitud frente a una guerra civil en la que no deseaba involucrarse, sentarse allí, a elegir un Sol y una Tierra, y ser testigo de su infinita pequeñez y de la nimiedad de los problemas que le inquietaban, le proporcionaba una sorprendente sensación de placidez.

—¿En qué piensas?

Serena había hecho su aparición mostrando sin pudor la rotundidad de sus fabulosos pechos casi desproporcionados dada su delgadez y la fragilidad de una cintura que se diría incapaz de sostenerlos sin quebrarse, y tomó asiento en la tibia hierba, entre sus piernas, para comenzar a deslizarle muy suavemente la punta de la lengua entre las ingles.

—Pienso en nosotros. En que podríamos ser felices si consiguiéramos aislarnos de cuanto nos rodea.

—Nadie ha nacido para vivir completamente aislado.

—Tus padres lo han conseguido. Ni siquiera Trujillo pudo separarlos.

—A punto estuvo. Una noche un ministro llamó por teléfono de madrugada; Trujillo había visto a mi madre en una fiesta y le había ordenado a sus edecanes que se la llevaran «a cenar» a la noche siguiente. Ya sabes lo que eso significaba en aquel tiempo. Tuvimos que recoger a toda prisa lo más valioso, fingir que yo iba al colegio, papá al trabajo y mamá de compras, y a las once de la mañana nos reunimos frente al Alcázar de Colón. Desde allí, procurando que no nos siguieran, fuimos hasta La Romana, y luego, en la motora de un amigo, cruzamos a Puerto Rico. No pudimos regresar hasta que le mataron.

Él le acarició la larga melena y permanecieron en silencio porque ella se había metido en la boca la casi totalidad de un pene ya excitado, y luego vino a sentarse a horcajadas sobre sus muslos y le hizo el amor subiendo y bajando muy despacio, mientras a lo lejos el tiroteo ganaba en intensidad y parecía llevar camino de convertirse en una auténtica batalla.