La noche del martes, 27, la Policía dominicana notificó al embajador de Estados Unidos que no se encontraba en condiciones de garantizar la seguridad de los residentes extranjeros, cuyas vidas y propiedades corrían serio peligro vista la actitud hostil de los grupos comunistas que se estaban apoderando del país «con la evidente ayuda del cubano Fidel Castro».

Tres grandes Compañías yanquis: la omnipresente United Fruit, la Southern Puerto Rico Sugar Corp. y la Alcoa de Aluminio, vieron peligrar sus multimillonarias inversiones en la isla y presionaron al Senado para que el presidente tomara una determinación que impidiera que las ya desmoralizadas fuerzas del general Wessin izaran la bandera blanca.

Al día siguiente, Johnson ordenó el desembarco de un primer contingente de cuatrocientos «marines» a los que pronto siguieron unidades de élite aerotransportadas, y en muy poco tiempo unos treinta mil hombres perfectamente pertrechados se interpusieron entre los restos de las fuerzas de Wessin y unos «rebeldes» que ya habían comenzado a celebrar su victoria.

Los sentimientos de los dominicanos se dividieron de inmediato entre la frustración y el alivio. La ira de los «constitucionalistas» que veían cómo una vez más el poderoso gigante del Norte venía a impedirles desarraigar para siempre la mala hierba fascista de la dolorida superficie de la isla, se vio compensada por la alegría de un número semejante de ciudadanos de a pie que creían firmemente que la invasión les libraba de caer en las garras del monstruo comunista. Cuba continuaba estando demasiado cerca, y la mayoría de los dominicanos tenían una idea muy clara de qué era lo que estaba sucediendo allí, y de que el suyo era un régimen que nadie deseaba para su patria.

—¿Qué va a ocurrir ahora?

Darío Pocaterra alzó el rostro hacia su madre, que era quien había hecho la pregunta, y se encogió de hombros.

—No tengo ni la menor idea, pero me da la impresión de que los «gringos» se han metido en un avispero del que les va a costar trabajo salir. De golpe y porrazo han radicalizado el problema, y no creo que la opinión pública mundial vea con buenos ojos el hecho de que la «Navy» intervenga cada vez que una multinacional crea que va a perder dinero.

Darío tenía razón, y esa radicalización del problema no se hizo esperar, porque el movimiento «constitucionalista» quedó sin cabeza visible en la isla ya que nadie quería comprometerse a ser el jefe de algo tan abiertamente opuesto a los intereses norteamericanos, hasta que, al fin, el coronel Caamaño, aquel mismo coronel que se había sumado a la Revolución casi a regañadientes, aceptó ser elegido presidente de unas fuerzas que únicamente dominaban el centro de la capital, mientras el resto de la isla quedaba en manos de los invasores yanquis, que era tanto como decir de las tropas de Wessin.

Cuando Darío Pocaterra bajó de la hacienda en la primera semana de mayo, se encontró por tanto con una ciudad dividida, asustada, desolada, y, sobre todo, absolutamente desconcertada.

Y existían razones de peso para dar lugar a semejante desconcierto porque los americanos, visto el odio que despertaba en el pueblo la sola mención del nombre de Wessin y Wessin, le habían obligado a ceder parte de su poder a una nueva Junta de Reconciliación Nacional presidida por Antonio Imbert-Barrera, un civil que había sido nombrado «general» por el simple hecho de haber participado en el complot que acabó con Trujillo.

Se daba por ello la peregrina circunstancia de que las fuerzas derechistas defensoras de lo que quedaba del trujillismo se encontraban comandadas por uno de los asesinos del dictador, mientras que las opuestas, que aspiraban a barrer de la isla su recuerdo, las dirigía un antiguo coronel trujillista, hijo de uno de los más destacados generales del régimen anterior, y que era, además, amigo de la infancia y compañero de juegos y correrías de Ramfis Trujillo.

—¿Quién podía entender semejante contrasentido?

Los que supuestamente deberían estar a la izquierda se encontraban a la derecha, y viceversa.

Y en medio de los dos, tratando de impedir que se despedazaran, tropas norteamericanas apoyadas ahora por unos cuantos soldados que las dictaduras del Brasil y Paraguay habían enviado para disfrazar la invasión con una supuesta «Intervención Pacificadora» de la Organización de Estados Americanos.

Pero por lo menos ya había agua en el hotel Embajador.

Y de tanto en tanto funcionaban los teléfonos.

Y la colonia china había comenzado a desalojar la piscina y sus alrededores, asustada tal vez por la presencia de los helicópteros de la «32 División Aerotransportada» que se había establecido en el colindante campo de polo.

Aunque habían llegado, eso sí, en su lugar, las putas.

Un colombiano avispado, al advertir la proliferación de soldados norteamericanos, periodistas, diplomáticos, agentes de la CIA, traficantes de armas y aventureros que pululaban de continuo por los bares, pasillos y salones de un hotel que parecía haberse convertido en el centro neurálgico de la vida de la ciudad, decidió alquilar tres habitaciones contiguas del piso quinto, subdividirlas con biombos, y establecer en ellas a seis muchachas que no daban abasto trabajando de corrido desde el mediodía hasta altas horas de la noche.

Resultaba curioso ver avanzar al embajador norteamericano y toda su corte de guardaespaldas que ocupaban las suites del fondo, por un largo pasillo atestado de «marines» que, con sus pesados fusiles ametralladores colgando del hombro y ristras de granadas de mano a la cintura, saludaban rígidamente mientras aguardaban, pacientes, su turno de desfogar los ímpetus sexuales.

El Casino funcionaba de nuevo y el restaurante servía una comida aceptable gracias al «puente aéreo» que había establecido la Fuerza Aérea norteamericana y que abastecía de lo más imprescindible a la isla regalando comida por las calles para intentar ganarse las simpatías de la masa popular.

Darío se tropezó muy pronto en la cafetería con Wolf Herrera, el periodista venezolano que parecía de lo más feliz con aquella insólita situación y que exclamó de inmediato:

—¡Es fantástico! ¡Sencillamente fantástico! Una guerra que se libra en pleno centro de una ciudad en la que la mayor parte del tiempo podría creerse que no está ocurriendo absolutamente nada.

—¿Ha visto a Caamaño?

—¡Naturalmente! Ha establecido su Cuartel General en el Edificio Copello, y raro es el día que no consigo verle. El jueves me concedió una entrevista en exclusiva.

—¿Cómo es?

—Un poco «lento» de reflejos, pero con buena intención. Está deseando devolverle el poder a Bosch, pero Bosch sigue sin decidirse a regresar. ¿Sabe una cosa divertida? Me han contado que el día que los militares derrocaron a Juan Bosch y lo mandaron a Puerto Rico, le pusieron como escolta a Antonio Imbert-Barrera y al coronel Caamaño. Bosch aceptó que Imbert-Barrera compartiera su mesa, pero se negó a que Caamaño lo hiciera porque lo consideraba un fascista indecente. Ahora, sin embargo, en uno ha depositado toda su confianza, y es el otro el que pretende fusilarlo. ¿Qué le parece?

—Que si no fuera dominicano me sorprendería, pero nací aquí, y son cosas a las que estoy acostumbrado… ¿Se puede pasar a la zona rebelde?

—De día, sí.

—¿Incluso con un Pontiac del sesenta y dos?

—El problema no está en el coche, sino en la matrícula. El Gobierno de Reconstrucción Nacional de los militares cobra un impuesto y obliga a llevar un tipo de placas, pero el Gobierno «constitucionalista» no reconoce a ese Gobierno, y por lo tanto no acepta ni ese impuesto ni esas placas, e impone otras a quienes pretenden circular por su territorio. Es un lío tener que estar cambiándolas continuamente en la «frontera».

—¡Están locos! Todos locos.

—Completamente, pero resulta divertido… —Señaló con un gesto de cabeza hacia un inmenso «marine» que acababa de entrar dejando caer sobre una mesa su fusil ametrallador y una mochila repleta de granadas de mano—. ¡Fíjese! Un mal golpe, la mochila estalla y medio hotel se va a tomar por el culo, y sin embargo, nadie protesta… ¿Ve aquel tipo del fondo, el pelirrojo de los lentes? Es uno de los mejores corresponsales de guerra del mundo. Y aquel otro, el flaco del bigote, es Buck Bucanan, el «cerebro» de la CIA en todo este mierdero.

—Está usted disfrutando de lo lindo, ¿no es cierto?

El venezolano asintió convencido tras apurar hasta el fondo su enorme tazón de té muy cargado.

—¿Por qué habría de negarlo? —admitió—. Para un periodista que empieza ésta es la mayor aventura de su vida, y la mejor escuela que se le puede presentar. He aprendido más desde que estoy aquí, que en los cuatro años que pasé en la universidad.

—¿Y no le importa lo que le ocurra a los otros? ¿A los que mueren?

—Si creyera que con mi ausencia dejarían de matarse, le garantizo que regresaría hoy mismo a Caracas —agitó la cabeza con evidente pesimismo—. Pero no va ocurrir así, y usted lo sabe. Yo fui de los que salieron a la calle en el cincuenta y ocho para derribar a Pérez-Jiménez, pero aquello no tuvo ningún valor. Una inmensa mayoría de los venezolanos queríamos que aquel tiranuelo se marchase y bastó con que nos dedicáramos a atronar las ciudades tocando el claxon y paralizando todo tipo de actividad ciudadana, para que agarrara un avión y se largara con sus millones a Miami. Pero aquí la cosa es muy distinta; aquí todo se entremezcla porque los muy ricos y los muy pobres defendían lo mismo: el trujillismo, y en las clases intermedias, unos le adoraban y otros le odiaban, a veces incluso entre miembros de la misma familia… ¿Por qué? A veces tengo la impresión de que si consigo analizar las raíces del problema dominicano habré logrado penetrar en la esencia del espíritu de los latinos.

—Ama su oficio, ¿no es cierto?

—Más que nada en este mundo. ¿Usted no ama el suyo?

—Yo no tengo oficio. Intento convertirme en pintor, pero dudo que lo consiga. También me gusta tocar el trombón, pero nadie me contrataría nunca por hacerlo.

—¿El trombón? —se sorprendió el periodista—. No me lo imagino tocando el trombón. ¿Por qué eligió ese instrumento?

—Me relaja.

El otro, que se había puesto en pie y recogía sus cámaras decidido a reanudar su trabajo, se detuvo un instante en su tarea, y le miró fijamente inclinando apenas la cabeza.

—¿Le relaja? —repitió confuso—. Escuche… Yo no le conozco mucho ni presumo de psicólogo, pero me da la impresión de que usted es la persona que menos necesita relajarse en este mundo. En realidad, juraría que no existe absolutamente nada capaz de alterarle… ¿Quiere que le baje a la ciudad? Como periodista, no necesito andar con esas vainas de estar cambiando las placas continuamente.

—No, gracias… —se disculpó Darío—. Aún tengo que darme un baño. Bajaré más tarde.

Deseaba bañarse realmente, pero también deseaba quedarse a solas y observar a gusto a aquel tipo flaco y de gruesos mostachos, Buck Bucanan, del que el venezolano había asegurado que era el hombre clave de la CIA en la isla.

Le atraían los seres que vivían al margen de la gente; que ocultaban un secreto, o que tenían que soportar una constante presión a causa del ambiente o las circunstancias que les rodeaban y se preguntó si el tal Bucanan, que fumaba una curvada cachimba mientras leía el periódico, tomaría conciencia de que le estaba observando, o si la costumbre de estar continuamente alerta llegaría a convertirse en un pesado hábito que marcaría de algún modo el diario transcurrir de su existencia.

Observó cómo de tanto en tanto lanzaba una discreta ojeada a su alrededor o parecía analizar a todo el que entraba en el local, y llegó a la conclusión de que un hombre como aquél no podría aburrirse nunca.

Luego advirtió, sorprendido, que le estaba observando a su vez.

De algún modo, no sabía cómo porque había procurado disimular al máximo su interés, el agente de la CIA lo había captado y ahora parecía estar tratando de analizar a su vez, también con disimulo, a quien lo había estado analizando.

Experimentó un levísimo hormigueo en la boca del estómago, y tuvo que reconocer que eso era algo nuevo en él, a quien ni siquiera la atención de las mujeres más hermosas le producía por lo general emoción alguna.

—Tal vez está imaginando que soy un agente comunista —se dijo, y el hecho de pensarlo le divirtió enormemente—. Tal vez sospeche que soy un carterista dispuesto a asesinarle.

Reconoció que resultaba emocionante, pero que en el fondo no tenía maldita la gracia que a un agente de choque yanqui se le pasara por la cabeza semejante idea, sobre todo cuando se encontraban inmersos en una guerra absurda en la que la gente se andaba matando sin razón alguna.

Decidió por tanto olvidarse de Buck Bucanan y centrar su atención en el periodista pelirrojo que tomaba notas febrilmente en el respaldo de lo que parecían ser sobres usados, pero, pese a ello, advirtió gravitando sobre él la mirada del «espía» de la pipa, y de pronto le invadió una profunda sensación de ridículo al pensar que tal vez el venezolano se había equivocado y el hombre del bigote no era más que un simple viajante de comercio al que la revolución había impedido abandonar la isla.

¿Y si en ese caso había llegado a la conclusión de que él no era más que un homosexual en busca de aventuras amorosas?

—¡Dios bendito! —masculló para sus adentros—. Acabaré tan chiflado como todos los que se han metido en esta mierda de guerra.

Subió a bañarse, pero todo lo que consiguió fue una corta ducha de agua marrón y fría, se vistió lo más discretamente posible con ropa traída de Cantagallo, y decidió que había llegado la hora de ir a ver, personalmente, qué era lo que estaba ocurriendo en la capital Santo Domingo.

Un taxista parlanchín que no parecía en absoluto descontento con la situación, ya que, según confesó estaba ganando una fortuna a base de traer y llevar soldados americanos a bares y prostíbulos, le llenó la cabeza de chismes y rumores sin sentido mientras le conducía por la avenida Independencia hasta el puesto de control en que un soldado dominicano fuertemente armado alzó el brazo ordenando que se detuviera.

—Aquí acaba mi trabajo, amigo —fue lo último que dijo el taxista—. No quiero meterme en líos pasando al otro lado. Tendrá que continuar a pura pata.

El control de los militares resultó a la vez riguroso y anárquico. Le cachearon tratando de cerciorarse de que no ocultaba armas, y luego un cabo comenzó a hacerle preguntas sobre sus razones para pasar a la «zona rebelde», pero de improviso sonó un teléfono de campaña, se enredó a charlar con alguien intercambiando bromas, y le devolvió su documentación sin dedicarle la más mínima atención.

«Las Fuerzas Pacificadoras de la Organización de Estados Americanos» —«marines» en su inmensa mayoría— ni siquiera le prestaron atención cuando pasó ante ellos y se encaminó hacia el punto, a unos cincuenta metros de distancia, en el que se alzaba una barricada desde la que media docena de muchachos anárquicamente armados le observaron mientras se aproximaba.

No le pidieron la documentación ni mostraron el más mínimo gesto de animosidad, pero cuando se encontraba a punto de rebasarlos, uno de ellos inquirió en voz alta:

—¿Ya diste tu sangre?

Le miró sin comprender.

—¿Cómo has dicho? —inquirió.

—¿Que si ya diste tu sangre por la patria?

—No te entiendo.

—Tenemos cientos de heridos; muchos se mueren por falta de sangre, pero esos hijos de puta de ahí enfrente interceptan todos los envíos de plasma que nos hacen… —Su voz cobró un curioso matiz, entre suplicante y levemente amenazador cuando añadió—: ¿Te importa regalarnos un poco de tu sangre para intentar que alguno de los nuestros no se muera…?

Comprendió, por la forma en que le miraban, que no podía negarse.

—¡Desde luego! —replicó—. ¿Dónde tengo que ir…?

—¡Rafael! —ordenó el otro—. Acompaña a nuestro amigo al hospital y procura que no le «chupen» demasiado… Esos matasanos parecen auténticos vampiros…

El «hospital» era una vieja escuela de barrio malamente acondicionada con algunos camastros y colchones y cuando le recostaron en uno de ellos y se dispusieron a clavarle la aguja, le asaltó la sensación de que aquella guerra acabaría matándole por el tortuoso camino de la infección producida por una jeringuilla mugrienta.

—¿Grupo sanguíneo? —quiso saber una «enfermera» que tenía todo el aspecto de haber estado fregando suelos hasta la semana anterior y andaba buscando su vena como quien hilvana los bajos de una falda.

—Cero positivo.

—¡Qué vulgar! ¿Sífilis?

—No.

—¿Hepatitis?

—Tampoco.

—¿Hemofilia?

Le costaba dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿De verdad cree que si fuera hemofílico vendría a donar sangre…?

—¡Y yo qué sé! —Había ahondado más con la aguja y eso obligó a Darío a dar un respingo y morderse los labios para no dejar escapar un grito—. Yo hago lo que me mandan, pero lo que en verdad me gustaría es andar ahí fuera, matando soldados.

—Los soldados también son personas.

—No, desde el momento en que se alistan. Los que tienen auténtico nombre y apellido ya están a nuestro lado.

Le dio un vaso de leche en polvo y un pedazo de pan, y le dejó con la espalda recostada contra la pared, recuperando fuerzas tras la sangría y meditando sobre teorías de desertora del fregadero metida a aprendiz de enfermera. Los soldados, en cuanto militares a las órdenes de otros militares, no eran, a su modo de ver, más que números sin personalidad, condenados al matadero. Para demostrar que poseían personalidad propia tenían que rebelarse contra sus superiores, desobedecer sus órdenes, y pasarse al bando enemigo, que era —según ella— el bando de la libertad y la razón.

—¿Qué opinas de eso?

El guerrillero que le había acompañado había tomado asiento en un camastro, y mientras fumaba tranquilamente un cigarrillo como si nada de aquello tuviera que ver con él se encogió de hombros:

—Tal vez tenga razón —admitió al fin—. Esos soldados son como borregos. Ni siquiera escuchan. Cuando todo esto empezó, yo estaba en San Pedro de Macorís y varios amigos decidimos venir a la capital a ver qué era lo que estaba pasando, pero en Yubey nos detuvo una patrulla. No habíamos hecho nada. ¡Nada en absoluto! Veníamos de «asomados» por pura curiosidad, pero nos llevaron de noche al cementerio y decidieron fusilarnos por comunistas. Yo no tengo idea de lo que es ser comunista. Nunca he visto de cerca un comunista, pero aquellos bestias se reían y nos golpeaban con las culatas de sus fusiles. Primero se cargaron al Pintado; luego al Flaco Macías, y cuando le tocó el turno a Luperón, que era muy guapito de cara y muy redondito, a un mulato se le ocurrió la idea de «tirárselo» y ahí se liaron todos, a darle por el culo al desgraciado, que chillaba como un cerdo. Camilo y yo aprovechamos para saltar el muro y estuvimos corriendo toda la noche, con las manos atadas a la espalda, y dándonos de hostias contra los árboles. —Señaló los raspones y magulladuras que le cubrían la cara—. Aún me quedan estos recuerdos —añadió—. Pero por cada arañazo ya me he cargado un «gringo».

—¿Qué culpa tienen los «gringos»?

—Son soldados. Y si hubieran estado allí, probablemente también le hubieran dado por el culo al pobre Luperón. Apareció degollado el día siguiente… Ahora, subo cada noche a la avenida Bolívar y, «gringo» que se descuida, «gringo» que me cargo.

Terminó su cigarrillo, recogió su arma, se marchó y Darío quedó a solas, esperando a que se le pasara la leve sensación de mareo que le había producido el pinchazo y esforzándose por determinar qué era lo que sacaba en limpio de cuanto estaba presenciando.

Suciedad. Ésa era la primera impresión que le había producido la ciudad. Las calles estaban sucias; el «hospital» estaba sucio; la «enfermera» olía a demonios, y aquel muchacho, Rafael, probablemente no había visto el agua con jabón desde que salió de San Pedro de Macorís.

Y él odiaba las cosas sucias, la gente maloliente, los muebles polvorientos, y la tierra que le dejaba una desagradable sensación rasposa en las manos.

Probablemente por eso no acababa de adaptarse a Cantagallo, y no había conseguido convertirse en un auténtico hacendado de los que recorrían continuamente sus tierras a caballo, regresando, sudoroso, a la caída de la tarde. El sol de fuego, la tierra caliente, el viento del Sur, y el polvillo de la caña de azúcar habían sido siempre para él más fuerte que la necesidad que experimentaba de estar con su madre y la profunda paz y sosiego que le invadía en los atardeceres de la plantación.

De dónde provenía tan exacerbado amor a la limpieza no lograba saberlo, pero así era y así había sido desde que tenía uso de razón, aunque a veces se preguntaba si no se debería, quizás, a que fue en la placidez de un baño caliente donde por primera vez experimentó la furtiva emoción de rozar el hermoso cuerpo desnudo de su madre, y años más tarde, también en la mórbida soledad de otro baño caliente, descubrió el portentoso placer de masturbarse.

Nunca, ni con la más hermosa y apasionada de las mujeres recordaba haber disfrutado tan intensamente como con aquellos largos baños en los que dejaba pasar las horas acariciándose con los ojos cerrados y la imaginación perdida en los cuerpos de mujer que algún día llegaría a conocer, y le fascinaba observar cómo al fin el gran chorro blanco saltaba hacia lo alto e iba a caer de nuevo al agua, rodeándole.

Era un placer morboso y lo admitía; constituía también uno de los más ocultos secretos de su existencia, y si algo le había echado alguna vez en cara a las docenas de mujeres con las que se acostó, fue el hecho de que le habían impedido gozar del placer de contemplar su propia eyaculación.

—Mastúrbame.

«La desertora del fregadero», que había hecho su aparición en busca de la manoseada jeringuilla, le observó estupefacta.

—¿Cómo has dicho? —interrogó temiendo haber oído mal.

—Que te doy cien pesos si me masturbas.

—Por cien pesos soy capaz de meneársela a un gorila borracho —dijo—, pero acabo de sacarte más de medio litro de sangre y aunque no entiendo de medicina imagino que una «pirula» no es lo que más te conviene en estos momentos. ¿Por qué no te vas al carajo? —añadió—. Un chiquillo se está muriendo ahí al lado porque una granada le ha sacado las tripas y tú me vienes con tonterías… ¡Estás loco! Realmente creo que no estás bien de la cabeza…

Desapareció de nuevo y Darío no pudo por menos que admitir que acababa de hacer una tontería de la que se sentía profundamente avergonzado. Hubiera deseado pedir disculpas, pero llegó a la conclusión de que era mejor dejar las cosas como estaban y pese a que cuando se puso en pie experimentó un ligero vahído, abandonó el lugar y salió de nuevo a la ciudad sucia y caliente.

Había gente armada en casi todas las esquinas. Apoyados en sus fusiles o con la metralleta en bandolera, hombres y mujeres de catorce a sesenta años charlaban, reían o coqueteaban como si andar de aquella guisa fuese la cosa más natural del mundo y hubiesen nacido con un arma en la mano.

Se vivía un ambiente entre carnavalesco y tenso propiciado por el hecho de que de tanto en tanto cruzaban veloces y ruidosos vehículos cargados de pesadas ametralladoras, o autobuses repletos de «muchachos» que entonaban canciones revolucionarias de música ramplona y grosera letra.

La calle El Conde constituía un hervidero de gente vociferante y abigarrada, y frente al Edificio Copello, cuartel general de los «constitucionalistas» que habían preferido desalojar el Palacio Nacional, se agolpaba una veintena de hombres vestidos de negro de las botas al alto sombrero tejano pasando por las relucientes cartucheras o los pesados revólveres que cargaban muy caídos, al estilo de los pistoleros del Oeste, y que se le antojaron «extras» de una mala película de vaqueros.

—¿Qué te parece?

Américo Ospina se encontraba justamente frente a él ataviado de aquella estúpida forma, con el ala del sombrero echada hacia atrás, y una mano indolentemente apoyada sobre la culata de su imponente pistolón.

—¿Qué me parece, qué?

—El uniforme.

—¡Ah! —replicó burlón—. En un principio imaginé que se trataba de un disfraz.

—¡Muy gracioso…! —señaló Américo molesto—. Es el uniforme de la guardia personal del presidente Caamaño. Yo soy uno de sus comandantes.

—¡Eso sí que es una buena carrera! Tanto que tuvo que pagar tu padre para que te libraras de la «mili», y ya eres comandante… —Extendió los brazos y le apretujó con afecto—. ¡Bueno! Fuera bromas. Me alegra verte aunque sea de «comandante». Estaba preocupado por ti.

—Yo también por ti… ¿Cómo andan las cosas ahí fuera?

—Enfollonados.

—¡Si los cabronazos de los «marines» no hubieran desembarcado, ya todo habría acabado!

—Eso mismo dicen los militares.

—Sabes que los teníamos contra la pared.

—Es posible. Pero lo cierto es que ahora son ellos los que os tienen aquí encerrados…

—Si los «gringos» se quitaran de en medio nos los comíamos en tres horas.

Darío se encogió de hombros:

—Escucha; me he pasado todo este tiempo en la hacienda, y no tengo ni idea de quién se comería a quien, ni en cuánto tiempo. Lo único que sé es que entre todos habéis vuelto un culo este país que ya estaba bastante jodido de por sí… ¿Qué va a pasar ahora?

—¡Tendrán que marcharse! Los americanos tendrán que marcharse y dejar que los dominicanos solucionemos nuestros propios asuntos.

—¿Y si no lo hacen?

—¡Lo harán!

—¡De acuerdo! Lo harán… Pero… —insistió—. ¡Trata de imaginar, por un momento, que deciden no hacerlo…! ¿Qué va a pasar? ¿Los echaréis a la fuerza?

Américo Ospina le contempló con el mismo aire de fastidio y mal humor con que solía mirarle cuando perdía al ajedrez.

—¿Cómo pretendes que, con cuatro fusiles de mala muerte, echemos de la isla a los yanquis con todos sus tanques, helicópteros y aviones…?

—¿Entonces?

—¡Entonces, mierda…! Deja el tema… ¡Ven…! Quiero presentarte a Caamaño. Él te explicará por qué los norteamericanos tendrán que acabar por irse.

—No me interesa Caamaño. Y no tiene que convencerme de nada. Al fin y al cabo, a mí me importa un coño que los americanos se vayan o se queden.

—A ti todo te sigue importando un coño, ¿no es cierto? El mundo puede hundirse a tu alrededor con tal de que no te falte una ducha, una muda de ropa limpia y algo de comer… ¡Por cierto! Invítame a almorzar porque no tengo un peso.

—¿Tan mala es la paga de «comandante»?

—¡Vete al carajo! ¿Me invitas, o me voy a buscar mi rancho?

—¿Qué queda abierto por aquí que den algo decente?

—El Césare. Es el único que ha sabido ingeniárselas a pesar del bloqueo. ¿Sabías que aquí no se encuentra ni azúcar?

—Pero, en cambio, controláis los Bancos. Fuera de Ciudad Nueva la gente no tiene dinero con que comprar ese azúcar que vosotros no conseguís con todo el dinero aquí encerrado.

Ya en el restaurante y mientras devoraba, con su fastuoso apetito de siempre, un pedazo de pan, Américo Ospina señaló con sorprendente seriedad impropia de un temperamento como el suyo:

—No hemos tocado ni un solo peso de los Bancos. ¿Me oyes? Pese a lo que diga la radio fascista, aquí dentro ya no existe el pillaje. Hemos montado guardia ante los comercios y al que trata de apoderarse de lo que no es suyo se le fusila en el acto. Pretendemos cambiar la mentalidad de este país; acabar con la corrupción que nos ha devorado vivos desde que Colón nos descubrió, y demostrarle al mundo que ser dominicanos es algo más que tumbarse en la playa a tomar el sol o bailar quince horas seguidas. A partir de la «Revolución», ser dominicano tiene que significar, ante nada, ser honrado. Honrado y trabajador.

—¡Pues si tenéis que conseguirlo a base de fusilar gente, os van a faltar balas…! Y si además pretendéis que las mujeres sean vírgenes, vais a tener que echar mano de las cámaras de gas.

—¡Tan cabrón como siempre! ¿No habrá nunca nada que te obligue a comportarte como un ser humano…? Estás viendo cómo tu país se desangra y te importa un bledo… —Agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo pese a que le conocía desde siempre—. ¿Te acuerdas del negro Godofredo, el camarero del Casino que venía en el jeep cuando la batalla del Puente Duarte? Lo mataron esa misma noche. Estaba junto a Teófilo Barragán, hombro con hombro, luchando como un jabato, cuando le metieron una bala en el cuello. Duró unos minutos, pero antes de morir admitió que aquel día valía por todos los que había pasado sirviendo tragos a jugadores borrachos.

—Es un punto de vista que no comparto, pero allá cada cual. Quien se va a la guerra con un gafe como Teófilo Barragán se arriesga a que le ocurran esas cosas.

—¿Cómo está tu madre?

—Muy bien. Pero ¿a qué viene esa pregunta ahora?

—A que, o cambio de conversación, o saco el revólver y te pego un tiro… —Le miró con fijeza, como si tratara de descubrir quién era en realidad y en sus ojos brillaba una nueva luz que Darío jamás había visto anteriormente—. Te conozco hace mucho tiempo, nos hemos criado juntos, y has sido siempre mi mejor amigo, pero cada día me cuesta más trabajo entenderte y con frecuencia tengo la impresión de que has muerto y en tu lugar se ha ido estableciendo alguien con quien no tengo nada en común.

—Crecemos. Y maduramos.

—Pues a ti el madurar te sienta mal, créeme. Si madurar es ese menospreciarlo todo como si el resto del mundo fuera mierda que te ensucia los zapatos, no vas por buen camino y lo único que indica es que tú eres el primero en considerarte una mierda.

—Siempre he sabido que soy una mierda.

—¿Y eso te divierte?

—A mí no me divierte nada y lo sabes, pero… ¿Qué puedo hacer?

—Intentar cambiar. Aunque cuando se te presenta la ocasión, la dejas escapar… —Américo hizo una pausa mientras el camarero colocaba ante ellos dos enormes platos de espaguetis con cerdo, único menú que el Césare era capaz de ofrecer en aquellos difíciles días, y tras probarlo y lanzar un leve gruñido de aprobación, añadió—: Puede que, en efecto, este «uniforme» resulte absurdo y estemos haciendo el payaso, pero yo me siento bien al intentar mejorar mi país. Siempre fui un niño mimado, preocupado únicamente por ver qué chavala podía tirarme o cómo conseguía aprobar una asignatura sin dar golpe, pero ahora lo comprendo todo con gente humilde que busca construir un mundo más justo y mejor, y eso me satisface.

—¿Crees realmente que vais a conseguirlo?

—No lo sé. Pero mientras lo intento soy alguien y no me siento una mierda.

—Es triste que haga falta una guerra civil para eso.

Américo Ospina no respondió. Comió en silencio hasta que hubo rebañado la última partícula de salsa de su plato e inmediatamente se puso en pie con un gesto brusco, acomodándose, con ademán mecánico, el cinturón repleto de balas y el enorme revólver.

—He de irme —dijo—. Entro de guardia a las dos. —Señaló el plato—. Gracias por la comida. Quisiera poder decir que me ha alegrado verte, pero no es cierto. Creo que a alguien que, en unos momentos como éstos, es capaz de mantenerse indiferente y al margen, no le queda ninguna esperanza… —Hizo un gesto de despedida con la mano—. Y lo lamento por ti. ¡Adiós, Carapalo…!

Lo observó mientras se alejaba entre las mesas, erguido sobre sus altas botas negras y con la mano muy cerca de la culata del revólver como si se encontrara a punto de liarse a tiros con los presentes, y más que nunca le asaltó la impresión de que resultaba infantil y que cuando despertara de su fantasioso sueño de fin de semana caería en la cuenta de la ridiculez de la aventura que había estado viviendo.

Miró a su alrededor: el tranquilo y acogedor Césare; aquel romántico local al que tantas veces había acudido a cenar con Serena Cerezo aparecía rebosante de armas que colgaban de los percheros o se apoyaban en los muros; en lugar de comensales limpios, bien vestidos y discretos, se agolpaba allí dentro una confusa masa de gesticulantes y sudorosos «guerrilleros», que probablemente no se habían bañado en cinco días, y decidió, por tanto, que si aquél era el cambio que Américo anhelaba, él no lo compartía.