Había dejado de llover, pero el cielo permanecía encapotado y eso hacía que pareciese mucho más tarde de lo que era en realidad. Las primeras sombras se adueñaban ya de las calles y muy lejos continuaban escuchándose disparos, ahora más nutridos, como si ambos bandos estuviesen tratando de realizar un último esfuerzo para zanjar sus diferencias antes de que cayera la noche.
Cuando subió al coche dos figuras humanas corrieron furtivamente por el extremo de la calle, y eso le hizo comprender que no resultaba prudente cruzar de nuevo la ciudad a tales horas y con semejante vehículo. Calculó lo que tardaría en llegar a Cantagallo, teniendo en cuenta que probablemente las carreteras estarían cortadas por patrullas del Ejército o grupos «rebeldes», y tras meditarlo unos instantes decidió que la solución ideal era tratar de pasar la noche en el cercano hotel Embajador.
Aparcó frente a la entrada, y lo primero que le llamó la atención fue la inusitada afluencia de clientes que iban de un lado a otro cargando maletas.
—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Qué hace aquí tanta gente?
—Huyen de los tiros —le hizo notar el portero—. La cosa está que arde en el Puente.
Tuvo que emplear toda su influencia con el jefe de Recepción para que le proporcionara una de sus últimas habitaciones libres, y cuando consiguió subir a ella y salir a la terraza era ya noche cerrada y le asombró comprobar que allá abajo, a su izquierda, las balas trazadoras y las continuas explosiones parecían haber convertido la capital en una ciudad en fiestas puesto que costaba trabajo hacerse a la idea de que no se trataba de fuegos artificiales sino de balas auténticas que mataban de veras.
Pero no era únicamente en el Puente Duarte donde se combatía; de tanto en tanto se distinguían ráfagas de ametralladora o estampidos de morteros por Ciudad Nueva, Miraflores o la Universitaria, y eso le hizo comprender que los dominicanos habían comenzado a cazarse los unos a los otros indiscriminadamente, y el pus de llagas que se había mantenido años bajo la piel comenzaba a aflorar a la superficie.
—El Jefe se estará refocilando en su tumba —musitó mientras se servía un vaso de la única botella de ron que había conseguido en el bar—. Siempre dijo que cuando Él faltara llegaría el caos, y aquí está el caos. No han pasado cuatro años, y ya se matan.
Quiso darse una ducha y descubrió que apenas había agua para lavarse las manos; bajó al comedor y se encontró con un pandemónium en el que tres camareros trataban de proporcionar a los hambrientos y asustados clientes algo frío que comer, y cuando se enfrentó de nuevo al jefe de Recepción advirtió que estaba a punto de desmayarse de puro agotamiento.
—¡Esto es una locura! —repetía el pobre hombre una y otra vez—. ¡Una locura! Ya no me queda una cama libre y no para de llegar gente… ¿Por qué creen que aquí van a estar más seguros que en sus casas? Esto es un hotel, no una Embajada.
Algunas familias habían comenzado a acomodarle en los sofás de los distintos salones e incluso en los de la terraza, bajo la marquesina, y al dar las once había ya mujeres arrebujadas en mantas en el suelo de los pasillos mientras don Orlando Troiani, uno de los comerciantes más ricos de la ciudad, ofrecía quinientos dólares a quien le cediese una habitación.
—Tengo tres niños pequeños —sollozaba—. Tres criaturitas que no pueden dormir al aire libre ni quedarse en casa con tanto asesino suelto… ¡Dios nos ayude! —sollozaba—. ¡Dios nos ayude!
Más tarde comenzaron a hacer su aparición periodistas, cameramans, fotógrafos de Prensa, reporteros y locutores de Radio que volvían de la batalla y traían un aire entre cansado y satisfecho; el aire de quien ha llevado a cabo una dura, pero reconfortante labor, y cuando uno de ellos rebobinó y puso de nuevo en marcha el magnetófono con el que había captado desde primera línea el fragor de la contienda podría decirse que su violencia se colaba de improviso en el inmenso vestíbulo, en el que restallaron los obuses, repiquetearon las ametralladoras, y se escucharon, altos y claros, los gritos de los heridos, las peticiones de socorro de los agonizantes, y las llamadas e insultos de los contendientes.
—¿Cómo está allá abajo la cosa? —quiso saber Darío dirigiéndose a un muchacho que acababa de dejarse caer a su lado, en el suelo, secándose el sudor de la frente con la manga de una empapada camisa—. ¿Quién gana?
—Los peces del río que se están dando un banquete. De momento, ésos son los únicos que ganan. Pero si siguen como hasta ahora, más vale que el Oso haga las maletas, trepe a uno de sus aviones y recuerde que tiene una cita en las Bahamas. Le están dando más palos que a una estera.
—¿Está seguro?
—No. No estoy muy seguro, pero cuando veo que unos tipos siempre corren hacia delante, y los de enfrente siempre corren hacia atrás, mi instinto me invita a suponer que los primeros llevan ventaja… ¿O no?
—¿Pero y los tanques…?
—¡Vaina, hermano! Los tanques, cuando no hay nadie que quiera meterse dentro a que lo achicharren, resultan tan inofensivos como un caballo de cartón. Y eso es lo que le está pasando a los de Wessin: se están convirtiendo en chatarra nuevecita… —Se pasó la lengua por los labios y le lanzó una suplicante mirada que era todo un poema—. ¿No tendría nada de beber? ¿Algo que no sea agua? Desde que salí de Caracas no he conseguido más que agua y una cerveza caliente.
—¿Venezolano?
—Caraqueño. Los venezolanos son otra cosa… —rio, divertido—. ¡No me haga caso! —pidió—. Sí, soy venezolano y ésta es mi primera guerra… ¡Y Dios, qué guerra tan fantástica!
—¿De veras le gusta?
El otro le observó de reojo, un tanto incómodo, y, súbitamente, cambió el tono de voz.
—Perdone —dijo—. No he querido molestarle. Supongo que no debe hacerle maldita la gracia que sus compatriotas se anden matando, pero nunca me habían enviado a cubrir una información tan importante, y en un solo día he conseguido más material que en toda mi vida… —Se puso en pie pesadamente—. ¡Bueno! —señaló—. Creo que ha llegado la hora de enviar mi crónica si no quiero que me cierren la edición. —Extendió una delgada mano que Darío estrechó sin demasiado entusiasmo—. Wolf Herrera —dijo—. Espero que nos veamos.
Se alejó, cargando sus cámaras y abriendo paso a duras penas por entre la multitud que abarrotaba los pasillos, y a Darío le sorprendió descubrir que junto al mostrador de entrada se apretujaban ahora una treintena de chinos que parecían discutir acaloradamente con un empleado que se limitaba a negar una y otra vez asegurando que no quedaba un hueco disponible en todo el edificio.
A la mañana siguiente, y tras una larga noche de maldormir por culpa del lejano tiroteo y explosiones que parecieron no cesar un solo instante, lo primero que le sorprendió al asomarse a la terraza fue descubrir que los jardines del hotel habían sido formalmente invadidos por la casi totalidad de la colonia china de la capital, ya que por lo menos veinte familias asentaban sus reales en los alrededores de la piscina, de la que se dedicaban a extraer el agua que necesitaban para sus usos personales.
Los chiquillos corrían de un lado a otro, gritando y persiguiéndose aparentemente muy contentos por la nueva distracción que les proporcionaba aquella incomprensible guerra, mientras media docena de ancianos apergaminados tomaban asiento en las hamacas destinadas a los baños de sol de los turistas y algunas mujeres se afanaban alzando improvisadas tiendas de campaña o preparando almuerzos.
La segunda sorpresa, desagradable en esta ocasión, la experimentó en el momento de intentar asearse, pues advirtió que de los grifos del cuarto de baño no manaba ni una gota de agua.
—Ni agua, ni teléfono, ni servicio de restaurante… —señaló malhumorada la camarera que acudió a su llamada—. Y si tenemos luz eléctrica es gracias a la central del hotel, porque en la mayor parte de la ciudad está cortada.
Darío hubiera sido probablemente muy capaz de resistir todo un largo día sin comer, pero no sin bañarse, por lo que, a media mañana, cuando llegó a la conclusión de que tendrían que transcurrir al menos cuarenta y ocho horas para que las cosas comenzaran a normalizarse, comunicó a Conserjería que mantenía ocupada la habitación pese a que carecía momentáneamente de equipaje, dejó una semana pagada por adelantado, y decidió arriesgarse a iniciar la incierta aventura de llegar a Cantagallo.
La batalla del Puente Duarte continuaba decantándose del lado «rebelde», y al analizar los «partes de guerra» de las distintas emisoras, no le cupo duda de que probablemente la totalidad de la isla caería pronto en manos de los partidarios de Juan Bosch, aunque Juan Bosch seguía en Puerto Rico, y quien sí se encontraba ya a la vista de las costas dominicanas, lista para intervenir en cuanto llegara la orden desde Washington, era la Flota norteamericana.
—¿Crees que nos invadirán? —fue lo primero que preguntó su madre, una vez que hubieron pasado las primeras efusiones del reencuentro.
—Si ya lo han hecho antes, ¿por qué no habrían de hacerlo ahora?
—Eran otros tiempos.
—No para los «gringos». Para ellos las cosas continúan igual que en el año quince. O peor, porque entonces no tenían a Fidel Castro a las puertas de casa.
—Se puede organizar una carnicería.
—Ya «es» una carnicería. ¿Te acuerdas de Arquímedes Buendía, el dueño de los Almacenes Buendía…? Entraron unos «rebeldes» y como les plantó cara lo acribillaron…
—¡Pobre hombre! Con lo simpático que era…
—Pues a Santiago Redondo, el abogado, se lo «echaron al pico» los soldados… —chascó la lengua como si le hiciera gracia lo absurdo de aquella muerte—. ¡Y lo curioso es que siempre fue de derechas! Parece ser que ni siquiera tuvieron tiempo de preguntarle la filiación.
—¿Cuánto puede durar esta locura?
Él se encogió de hombros, indiferente.
—Depende. Si los «gringos» deciden no intervenir, no más de un par de días. Si desembarcan, cualquiera sabe.
—Se diría que no te importa.
—Y no me importa. Este país necesita una buena sacudida para salir de la modorra y puede que ésta sea la ocasión que está esperando. A menudo una guerra consigue lo que no consiguieron cien años de paz porque las situaciones extremas hacen aflorar lo mejor y lo peor de cada cual.
—El precio es excesivo.
—¿Y el que pagábamos a Trujillo no lo era? Aún recuerdo tu miedo cada vez que veías llegar un coche desconocido por el camino. ¡Ya está aquí! —decías—. Ya alguien le ha contado que Cantagallo es una hermosa hacienda sobre la que aún no ha puesto las manos y viene con una irrisoria oferta de compra y una amenaza en caso de negativa. —Habían salido a pasear antes de la cena, cogidos del brazo, como dos novios, y él se detuvo unos instantes a observarla—: ¿Era aquello mejor, o es preferible permitir que ahora se maten y encuentren un nuevo camino lejos de la tiranía de Trujillo?
—¿Y si de un enfrentamiento así nace un nuevo Trujillo? —La pregunta de doña Aurora Polanco no dejaba de tener una indudable lógica—. ¿Y si se diera la vuelta a la tortilla y Wessin ganara esa batalla? Tendríamos nuevo dictador para otros treinta años.
—No. Wessin, no. Cualquier otro general, sí; pero él, no. Le falta malicia y le sobra honradez. Él, aparte de sus soldados, sus tanques y sus aviones, no sabe nada de nada. El primer politicastro le vendería un burro cojo en diez minutos…
Habían llegado a La Roca, una inmensa formación granítica que cerraba la hacienda por su flanco oeste, y desde cuyo borde, cortado a pico en una caída libre de más de cincuenta metros, se dominaba, como desde un portentoso balcón natural, toda la majestuosidad del hermoso valle e incluso en los días muy claros podía distinguirse la cima del monte Duarte, allá a lo lejos.
Contaba la tradición que desde La Roca se había lanzado al vacío la única hija del primer propietario de Cantagallo; una frágil damisela enfermiza y romántica, locamente enamorada de un hercúleo esclavo senegalés propietario al parecer de un pene tan portentosamente desarrollado que había sido la incontestable imposibilidad física de disfrutar de semejante maravilla, lo que había impulsado a la muchacha a cometer tamaño disparate.
«El que mucho abarca, poco aprieta…», dicen que comentaron las malas lenguas de aquel tiempo, que llegaron a la conclusión de que resultaba hasta cierto punto lógico que quien había tenido en las manos —y sólo en las manos— tan indescriptible tesoro, no pudiera ya contentarse con ningún otro tipo de muestra o caricatura.
Cierta o falsa —probablemente falsa— la leyenda, sí era cierto que más de un ser humano había elegido La Roca de Cantagallo para poner fin a su vida, pese a que a doña Aurora Polanco se le antojaba inconcebible que quien contemplara el mundo tan sólo un instante desde allí, sintiera el menor interés en abandonarlo.
—Es necesario encontrarse muy desesperado —decía— para que el ansia de morir pueda más que el goce de vivir que produce este paisaje… ¡Muy, muy desesperado, y ojalá la vida no empujara nunca a nadie a esos extremos!
Tomaron asiento en el banco de piedra que un anónimo artesano había tallado a base de paciencia y cariño trescientos años antes, y en silencio asistieron a la puesta de un sol cuyos rayos delineaban ya sobre el cielo los sinuosos contornos de las montañas jugando a convertirlos en siluetas de mujeres dormidas con sus pechos al aire.
También allí, como en tantas otras partes, había una mujer que dormía en las montañas y que parecía pugnar por mostrar con más fuerza su cuerpo en los atardeceres, dejando así volar la imaginación de quienes aseguraban que habían sido convertidos en piedra por los dioses a los que alguna vez engañaron.
—La guerra no llegará hasta aquí… —musitó de improviso, quedamente, doña Aurora—. Ninguna guerra se atrevería a profanar un lugar como éste, y mientras nos quedemos en Cantagallo no corremos peligro.
Su hijo guardó silencio, porque, como siempre, dudaba. De un lado, la capital, con sus luchas, su inestabilidad, sus miedos y sus incomodidades, le atraía. De otro, la hacienda, con su paz, su seguridad, su belleza y sus baños calientes le impulsaban a quedarse.
Aquélla no era su guerra. Así lo había asegurado ya, y cada hora que pasaba se convencía más de ello, pero tal vez precisamente porque no se trataba de su guerra le fascinaba la idea de actuar de testigo observando cómo ambos bandos se destrozaban, sin permitir jamás que le involucraran en una estúpida lucha fratricida.
Aún se maldecía interiormente por haber consentido que Américo Ospina le empujara de forma tan absurda a disparar contra los soldados, y una vez más experimentó aquella indescriptible sensación de rabia y odio que le invadía cada vez que su amigo le impulsaba a hacer o decir cosas que iban contra su auténtica manera de ser y pensar.
Américo Ospina parecía haberse especializado en descubrir las más ocultas fisuras de su carácter, o más bien destacar su falta de carácter, y cada vez que se veía obligado a tener que admitirlo se enfurecía, al igual que le enfurecía advertir la inusitada facilidad con que era capaz de penetrar a través de su bien montada defensa siciliana o acosar a su rey por donde menos cabía imaginar.
Se volvió a observar a su madre, y la ansiedad y el temor que pudo descubrir en su hermoso rostro le hicieron comprender que no tenía derecho a hacerla sufrir dejándola de nuevo a solas para regresar a una contienda en la que nada se le había perdido.
—Me quedaré contigo —admitió—. Al fin y al cabo, tanto unos como otros pueden ganar o perder sin necesidad de mi ayuda.
La delicadeza con que ella le acarició la mano resultó mucho más elocuente que cualquier frase de agradecimiento, y regresaron muy despacio hacia la vieja mansión de anchos arcos, hermosas fuentes y altivas palmeras ante la que destacaba, desafiante, la personalísima silueta del viejo «trapiche» que parecía querer recordar a propios y extraños que aquélla era y seguiría siendo, por los siglos de los siglos, tierra de azúcar.
Un vaho denso, de melaza, se había apoderado de las sombras que llegaban, y nada parecía encontrarse en aquellos instantes más lejos de la hacienda Cantagallo, que los odios y las muertes de una guerra civil.
Cerraba la noche del lunes 26 de abril de 1965.