—Tal vez si aquel retrete no hubiese estado atrancado las cosas habrían sucedido de forma muy distinta, yo podría haber llegado a convertirme en uno de los héroes de la batalla del Puente Duarte, te sentirías orgullosa de mí y jamás habríamos llegado a una situación semejante… —Hizo una corta pausa y avanzó levemente el rostro—. ¿Puedes secarme el sudor? —pidió—. Este maldito calor me está matando.

Doña Aurora extrajo un blanco pañuelo de la manga y delicadamente limpió las gotas que le corrían a su hijo por la frente, luego se recostó de nuevo en su asiento, apoyó la nuca en el respaldo, y contempló largo rato el techo de viejas vigas de oscura madera que habían sido, desde siempre, testigos de sus largas horas de evocación o reflexiones.

—Siempre he creído que un pequeño detalle puede cambiar toda una vida, y de hecho miles de veces ha ocurrido —dijo al fin—. Pero en este caso no admito que signifique una disculpa. —Bajó la vista y le miró directamente a los ojos, aunque sabía de antemano que más respuestas encontraría en las vigas del techo que en aquellos ojos—. El daño que has causado y el mal que llevas dentro tienen que tener un origen mucho más remoto y una base más firme que ese incidente ridículo —añadió mientras negaba una y otra vez con la cabeza—. Tiene que haber algo más; mucho más. Pero… ¿Qué es?

—Tal vez ya estaba en mí. Tal vez nació conmigo.

—No —fue la segura respuesta—. Te conozco; te amamanté; te enseñé todo lo que sabes, paso a paso, y jamás pude sospechar que existiese algo anormal en ti… —lanzó un hondo suspiro—. Si ni siquiera fuiste nunca cruel con los animales, ¿cómo cabe concebir que algún día llegaras a comportarte así con tus semejantes? ¡Dios! —se lamentó por primera vez—. ¡Dios bendito! Aún recuerdo cómo sufriste cuando murió aquel gallo al que tanto querías… ¿Cómo es posible que ahora seas así…?

Las palabras de su madre trajeron una vez más a la memoria de Darío el recuerdo de aquel hermoso gallo, Caruso, que cada mañana penetraba por la ventana de su dormitorio viniendo a despertarle.

Una tarde, mientras se encontraba jugando al béisbol en el gran patio trasero, el gallo hizo su aparición en el umbral y se detuvo a observarle inclinando graciosamente el cuello y alzando mucho su roja cresta. En ese instante un súbito golpe de viento cerró de improviso la puerta decapitando al animal, cuya cabeza, separada del tronco, sangrante y con los ojos dilatados por el terror, quedó sujeta al quicio mirándole con ojos de espanto.

Aquélla fue una escena que se repitió más tarde en sus sueños, durante años, obsesionándole, y fue el hecho que más le impulsó a convencerse de la disparatada fragilidad de una vida en la que se podía pasar de rey del gallinero a huésped del puchero por el simple capricho de una ráfaga de aire.

Tal vez, si aquel domingo de abril no hubiera llovido con tanta intensidad impidiendo al general Wessin lanzar de nuevo sus aviones al aire, a bombardear sin compasión a quienes presionaban a sus tanques desde la otra orilla del Puente Duarte, el resultado de la violenta y cruel batalla se hubiera decantado de forma muy distinta, y el conato de guerra civil hubiera abortado al día siguiente de haber nacido, pero llovió a mares, y cuando Darío se detuvo en una fuente pública a lavarse el zapato, el calcetín y la pernera del pantalón, habían ya recibido tanta agua que casi convirtieron en inútil su tarea.

Se sentía, sin embargo, sucio y asqueado.

Y frustrado.

Y profundamente furioso consigo mismo.

Y lo que más le dolía, no era el hecho de haber metido un pie en mierda viéndose obligado a abandonar la lucha de forma tan desairada, sino el no haber sabido impedir que Américo Ospina le arrastrara a un lugar al que nunca había deseado acudir, para realizar unas acciones que se encontraban tan lejos de su ánimo llevar a cabo.

Recorrió, despacio, el camino de regreso a su casa; se detuvo unos instantes a observar cómo un grupo de bomberos se esforzaban por rescatar del interior del destruido tanque los calcinados cuerpos de unos seres humanos que habían menguado hasta recordar pigmeos africanos de renegrida piel y cráneo pelado; se cruzó en la Avenida Bellini con el escuálido hombrecillo de los helados que devoraba un «perrito caliente» mientras contemplaba cómo su carrito escurría agua por los cuatro costados, y no se sintió de nuevo a gusto hasta que se hubo dado una larga ducha arrojando a la basura toda la ropa que llevaba puesta.

Puso la radio. Ambos bandos alardeaban de estar a punto de aniquilar al enemigo, y la figura del joven coronel Francisco Caamaño Deñó comenzaba a perfilarse como la más destacada de las tropas rebeldes, dado que la mayoría de los mandos superiores demostraban muy poco entusiasmo ante la posibilidad del regreso de Juan Bosch.

Pero Juan Bosch continuaba en Puerto Rico.

Hablando y prometiendo volver a ocupar su lugar en la Historia en cuanto las circunstancias se lo permitieran, pero sin moverse de su casa del barrio de Luquillo, quizá, como aseguraban sus partidarios, porque las autoridades norteamericanas le impedían abandonar la isla, o quizá, como repetían sus detractores, porque era el miedo a ser fusilado al llegar a Santo Domingo lo que en verdad le detenía.

Esta vez decidió sacar el coche. Constituía a todas luces un grave riesgo andar por una ciudad rebosante de rebeldes armados en un flamante Pontiac al que muchos considerarían un vehículo típicamente representativo de la oligarquía más reaccionaria, pero no se sentía capaz de continuar pateando calles bajo la lluvia, ya que resultaba evidente que los taxistas habían decidido permanecer en sus casas a la vista de semejante cúmulo de confusos acontecimientos.

Nadie le molestó, sin embargo, ya que aparentemente la mayoría de los «constitucionalistas» se habían concentrado en las proximidades del puente, decididos a iniciar el asalto final que aplastaría a los militares para siempre, y cuando un cuarto de hora más tarde aparcó frente a la casa de Serena Cerezo, en Bellavista, ésta abrió inmediatamente la puerta y le observó con extrañeza.

—¿Qué haces aquí? —fue lo primero que dijo—. Creí que estarías luchando.

—¿Contra quién?

Resultó evidente que la respuesta la dejaba confusa, y por unos instantes permaneció desconcertada, con la mano aún apoyada en la portezuela del auto.

—¿Cómo que contra quién? —replicó al fin esforzándose por salir de su estupor—. Contra Wessin, naturalmente.

—Ya lo hice… —señaló con naturalidad—. Pegué un tiro, pero no creo que le impresionara demasiado.

—¿Un tiro? —repitió ella—. ¿Uno solo?

—Es una historia muy larga —admitió Darío, tratando de quitarle importancia al asunto y no tener que dar explicaciones—. Tengo hambre —añadió—. No he comido nada en todo el día. ¿Me invitas a almorzar?

La muchacha dudó. Le observó con fijeza, y luego se volvió a contemplar la puerta en la que había hecho su aparición Arístides Cerezo, un hombre alto, enjuto y de nariz aguileña, del que nadie hubiera dudado jamás que pudiera ser su padre.

—Pasa —dijo al fin—. Aunque al viejo no le va a gustar.

—Si tanto interés tiene, ¿por qué no va a él a pegar tiros? Armas sobran.

—¡Hazme el favor…!

—¡De acuerdo! Pero hazme tú un favor a mí… Ya hay suficientes pendejos en esta isla, como para que me necesiten para jugar a héroes. —Hizo una corta pausa—. Al final saldremos todos perdiendo.

Don Arístides Cerezo no compartía sus ideas. Don Arístides Cerezo, que había tenido que pasar la mayor parte de su vida en el exilio, mantenía, al igual que Américo Ospina y tantos otros, que había llegado el momento de barrer del país hasta el último recuerdo del fascismo.

—¿Y quién cree que va a hacerlo? ¿Limpiabotas, barrenderos y vendedores de lotería…? Eso es lo que he visto allí, y Dios nos libre de que sean ellos los que se adueñen del poder.

—También habrá estudiantes, supongo. Y más gente como Américo.

—Y chulos, rateros y vividores… Y muertos de hambre que entran en las casas con el aparente propósito de disparar contra los soldados, y lo único que hacen es robar. Han reventado los cierres de los Almacenes Buendía y se lo están llevando todo: hasta las estanterías.

—Eso es algo que nunca puede evitarse en los momentos de confusión, pero supongo que en cuanto la batalla acabe la Policía pondrá fin al pillaje.

—¿Policía? ¿Qué Policía? La Policía se ha puesto de parte de Wessin. Los que no están al otro lado del río han corrido a esconderse en las montañas. Dudo que vuelvan. Y mucho menos a impedir el pillaje. —Se volvió a doña Encarna, la madre de Serena, que en esos momentos le estaba llenando el plato—. Le aconsejo que procure abastecerse de víveres, porque, o mucho me equivoco, o pronto los estraperlistas van a comenzar a acapararlo todo.

Los Cerezo mantenían sin embargo la firme creencia de que la caída de los militares era cuestión de horas y con el regreso de Juan Bosch el país recuperaría la normalidad para entrar en una nueva etapa histórica en que la libertad y la democracia prevalecerían sobre las asechanzas de sus enemigos.

—Yo aún confío en las gentes de este país —repetía don Arístides una y otra vez, con insistente machaconería—. Yo creo que el nuestro es un pueblo sano que acabará por librarse de los últimos vestigios de la corrupción trujillista y sabrá encontrar por fin su auténtico camino.

—También yo creía en Papá Noel cuando tenía siete años, pero el sentido común me hizo comprender que se encontraba demasiado gordo como para descender por las chimeneas, —fue la irónica respuesta—. La corrupción es una forma de entender la vida tan profundamente arraigada en nuestra raza, que sea quien sea quien gobierne jamás conseguirá mantenerse en el poder si no es corrompiéndose y corrompiendo a cuantos le rodean. Así es; así ha sido siempre, y así seguirá siendo hasta el fin de los siglos. Nadie hará nunca nada más que por su propia conveniencia.

—Me niego a admitirlo. Si no mantuviera esa esperanza jamás habría regresado a la isla.

—Usted regresó porque confiaba en que le devolverían las tierras que le habían quitado los Trujillo, pero le aseguro que este jaleo no va a ayudarle. Si los que buscan la revancha triunfan, no será para devolver las cosas a sus antiguos dueños, sino para quedarse con ellas.

A solas, cuando el irritado Arístides Cerezo se hubo retirado a su despacho y la apocada doña Encarna a la cocina, Serena recriminó duramente a Darío por la áspera brutalidad de sus palabras.

—¡No veo por qué razón has tenido que comportarte de una forma tan odiosa! —exclamó—. Han sufrido mucho, y lo que necesitan en estos momentos es ánimo, no crueldad.

—Lo que tú consideras crueldad no es más que la verdad —fue la fría respuesta—. Tu familia fue dueña de parte de este país durante generaciones. Como la mía, pero más. Somos apenas cinco mil familias a repartirnos lo que debería pertenecer a cuatro millones de habitantes: ¿qué derecho tenemos a decidir lo que es nuestro, o a enfurecernos cuando nos lo arrebatan?

Serena Cerezo aplastó el cigarrillo en el cenicero de cristal que estaba sobre la mesa y señaló con un gesto la puerta.

—¡Hazme un favor! ¡Vete! Vete y déjame en paz porque si continuamos con esta conversación acabaré rompiéndote la cabeza.

Él apuró de un trago su copa, se puso en pie y se dispuso a abandonar la casa sin perder por ello la calma.

—Es una buena idea —admitió—. Hay cosas que no merecen ser discutidas. —Se volvió desde el quicio de la puerta y saludó con un gesto de los dedos—. Despídeme de tu padre… —pidió—. Y pídele que no se moleste conmigo. En el fondo debería agradecerme que le ayude a abrir los ojos.

Salió cerrando silenciosamente a sus espaldas, y Serena Cerezo tuvo que hacer un gran esfuerzo y apretar los puños para no apoderarse del pesado cenicero y estrellarlo contra la pared.