Surgió de pronto, inesperadamente, sorprendiendo incluso a aquéllos que más la deseaban, porque nació un sábado, y los sábados suelen ser malos días para iniciar revoluciones incluso en un continente tan proclive a las revoluciones como el sudamericano.
Surgió sin motivo aparente; de la nada y del todo; de la forma más espontánea que pueda haber nacido revuelta popular alguna a lo largo de la Historia, porque llegó del cansancio colectivo de un pueblo descontento desde sus raíces a la más alta de sus ramas; hastiado ya de las trapisondas de unos hombres grises que se habían hecho la vana ilusión de que podían imponer su ley cuando resultaba a todas luces evidente que no tenían ley alguna que imponer.
Donald Reid Cabral, elegido como fórmula de compromiso por los viejos generales trujillistas para sustituir al liberal y molesto presidente Juan Bosch, se tomó demasiado en serio su denominación; se creyó de improviso conductor carismático de una nación huérfana de líder, y en poco más de año y medio se buscó la enemistad de quienes le habían encumbrado, sin haber conseguido ganarse al propio tiempo las simpatías de quienes desde un principio le habían rechazado.
La gente se echó a la calle. Estaban hartos del Inglés por más que Reid Cabral fuera también hijo de dominicana y dominicano hasta la médula, y lo único que ahora pretendían era que el hombre a quien se había elegido democráticamente dos años antes, Juan Bosch, regresara a completar su período presidencial.
Los viejos generales, muchos de los cuales se habían ido a pasar el largo fin de semana a sus hermosas haciendas del interior, se sintieron desagradablemente sorprendidos porque la mayoría estaba de acuerdo con la idea de que Reid Cabral abandonara un poder al que parecía haberle tomado un inusitado afecto, pero casi ninguno aceptaba la idea de que su caída significase el regreso del presidente que ellos mismos habían defenestrado olímpicamente.
Algunos oficiales jóvenes no demasiado comprometidos con el antiguo régimen dictatorial y cansados ya de las impresentables momias obtusas a las que el Benefactor había regalado el generalato, decidieron unirse espontáneamente a la masa popular que se había apoderado de las calles y cuando los gritos de: «¡Ya viene Juan Bosch!»; «¡Ya esto se acabó!» se extendieron como una marea acallando cualquier otro rumor, pareció evidente que el retorno al orden constitucional iba a llevarse a cabo sin grandes traumas y sin derramamiento de sangre.
Pero nadie pareció contar con el hecho de que en la cercana Base Aérea de San Isidro que dominaba el acceso al aeropuerto internacional en el que Juan Bosch tendría que aterrizar se encontraba la guarida del taciturno y todopoderoso general Elías Wessin y Wessin, hijo de libaneses, silencioso, semianalfabeto, pequeño, renegrido y cuadrado; el Bulldog de Trujillo, al que el pueblo odiaba y temía, pero al que sus oficiales obedecían ciegamente.
La visión del populacho confraternizando con parte de la tropa; abrazándose, brindando juntos y clamando por el regreso de un hombre al que había condenado al exilio, fue más de lo que el cejijunto militar podía soportar sin alterarse, y decidió por tanto sacar sus tanques a la calle y acabar de una vez por todas con aquella estúpida mascarada.
Pero calculó mal sus fuerzas.
O calculó mal hasta qué punto una parte de los dominicanos ansiaba conocer la experiencia de vivir en libertad.
Los oficiales rebeldes abrieron los arsenales y proporcionaron a obreros y estudiantes armas ligeras con las que enfrentarse a los soldados de Wessin, y pronto se improvisaron cientos de cócteles Molotov con que incendiar los pesados tanques. La lucha se volvió encarnizada en pocas horas, y columnas de humo se alzaron al cielo por toda la ciudad mientras el tableteo de las ametralladoras menudeaba en las esquinas.
Un hombretón alto y fuerte, de cabeza casi calva y algo obeso, salía de su casa en compañía de su hermano cuando se le acercó un vecino y le gritó:
—¡Francisco! ¡Vente con nosotros a la revolución!
—¡Ni hablar! —replicó convencido—. Debe estar llena de hijos de puta castristas.
—No hay castristas —le aseguraron—. No hay más que gente que quiere cagarse en el alma del viejo oso.
El hombre se lo pensó un momento; intercambió una mirada con su hermano y acabó por encogerse de hombros.
—¡Está bien! —admitió por último—. Me acercaré a ver lo que ocurre, pero como tropiece con un solo comunista, me vuelvo a casa.
Ésa fue, según dicen, la forma en que el coronel Francisco Caamaño Deñó entró a formar parte de la Revolución Dominicana del 24 de abril de 1965.
Otros se sumaron a ella por convicción; por simple curiosidad ante el hecho insólito de que un puñado de locos armados de fusiles osara encararse a los tanques del Ejército, e incluso hubo algunos que tan sólo buscaban sacar algo en limpio del pillaje, pero la mayoría, los más jóvenes, lo hicieron porque el olor a pólvora, las explosiones y el ansia de aventura, les impulsó a cambiar el bate de béisbol por las armas de fuego.
Darío Pocaterra los vio correr bajo su balcón y durante horas mantuvo el convencimiento de que no se trataba más que de una algarada sin consecuencias, pero cuando comenzó a escuchar el estampido de los cañones y le llegó, lejano, el chirriar de las cadenas de los carros de combate, comprendió que lo que siempre había deseado y temido, el advenimiento de una guerra civil, estaba en marcha.
Las radios gritaban consignas con canciones populares e inflamadas proclamas libertarias, y a lo largo de su calle descendieron cuatro hombres cargando el destrozado cuerpo de un muchacho que dejaba un reguero de sangre sobre el asfalto, y que al llegar a la esquina había lanzado ya su último lamento, por lo que lo abandonaron allí mismo, al pie de una farola.
Permaneció espatarrado, objeto incómodo de la curiosidad de algunas comadres que le observaban desde el seguro refugio de sus ventanas, hasta que apareció por el extremo de la calle un vendedor de helados empujando su carrito y que tan sólo se detuvo cuando descubrió el cuerpo y llegó a la conclusión de que no se trataba de un borracho, sino tal vez del primer cadáver de una guerra.
—¡La puta! —exclamó asombrado—. Le atizaron al Diomedes, el hijo de la mulata Dominica. —Alzó el rostro hacia los curiosos, reparó en Darío que le observaba y gritó a voz en cuello—. ¡Cristiano!: Écheme un ojo a la mercancía, que voy a avisar a Dominica que le desgraciaron al muchachuelo… —Se inclinó apenas sobre el ensangrentado cadáver sobre el que ya se habían precipitado centenares de moscas, y agitó la cabeza como quien le riñe a un chiquillo travieso—. ¡Ay, alma de cántaro! —exclamó lanzando un suspiro—. ¡Quién te manda meterte en balaceras…! ¡Menuda se va a poner tu madre!
Se marchó y Darío tuvo la extraña sensación de estar viviendo una escena de comedia disparatada, pues nada podía resultar más absurdo e incongruente que la presencia de aquel esquelético negro retinto y su carro de colorines recorriendo unas calles en las que los dominicanos se mataban a tiros.
Pero allí estaban, y como si la presencia del carro y sus campanas que tintineaban a impulsos de la brisa que llegaba del río tuvieran la virtud de ahuyentar los malos espíritus del muerto, los vecinos decidieron abandonar sus casas, perder el miedo y acabar formando un apretado corro en torno al muerto, no para comentar la magnitud de su desgracia, sino los rumores que corrían sobre el desarrollo de los acontecimientos en la parte alta de la ciudad, allí donde al parecer se había concentrado la oposición a los tanques de Wessin.
Aprovechando la ausencia del heladero y convencidos de que nadie pensaba hacer nada por evitarlo, los chiquillos se despacharon a placer, y al advertir cómo algunas madres no dudaban tampoco a la hora de aprovecharse de la situación, a Darío le asaltó el convencimiento de que, en cierto modo, una buena parte de los dominicanos le tomarían muy pronto el gusto al hecho de que una auténtica revolución estuviera a punto de estallar sobre la isla.
Toda la noche continuaron escuchándose disparos, ráfagas de ametralladora e incluso estampidos de lejanos obuses y morteros, y desde el balcón conseguía apenas distinguir de tanto en tanto el resplandor de una explosión más allá de la cúpula de la catedral.
El cadáver del muchacho y el vacío carro de helados continuaron hasta el amanecer bajo la sucia luz de la triste farola, y resultaba evidente que el negro no había conseguido encontrar a la mulata Dominica, se había detenido en una taberna a contar su macabro descubrimiento, o quizás estaba muerto también, alcanzado de milagro su escuálido cuerpo por alguna caprichosa bala perdida.
Hacía calor, dormitó a ratos en la mecedora del balcón, y cuando de tanto en tanto una explosión le desvelaba, trataba de imaginar en qué barrio podía haber caído aquel obús y a quién conocía que viviera allí y estuviera enterrado ahora bajo un montón de escombros.
La radio trajo luego la noticia de que Reid Cabral había decidido dimitir visto el cariz de los acontecimientos, y que los «constitucionalistas» se habían instalado en el palacio presidencial mandando llamar a Juan Bosch para que viniera a ocupar el puesto que le correspondía al frente de la nación.
Otra emisora difundió el rumor de que el general Wessin había asegurado que si al ex presidente se le ocurría la absurda idea de poner un solo pie en la República Dominicana lo mandaría fusilar en el acto junto a toda su pandilla de traidores comunistas, y otra, por último, aventuró que Bosch había cruzado en lancha el canal de La Mona y en esos mismos momentos acababa de desembarcar en una playa de levante.
Pero todo era mentira.
Con la primera claridad del día los combates se intensificaron, un grupo de «muchachos» hizo saltar por los aires tres carros de combate empujando a los restantes al otro lado del Puente Duarte, el mayor que cruzaba el río Ozama, y todos fueron conscientes de que si los «rebeldes» conseguían atravesarlo y llegar hasta las inmediaciones de San Isidro impidiendo con sus morteros el despegue de los aviones de Wessin, la isla entera caería rápidamente en sus manos.
El puente se convirtió por tanto en el punto clave de la contienda, y en torno a él comenzó a librarse una batalla tan ruidosa y encarnizada, que Darío llegó a la conclusión de que, efectivamente, aquel caluroso domingo de abril el país acababa de sumergirse en una auténtica guerra civil.
Se echó a la calle y se encontraba ya en la esquina de Meriño con Bellini, cuando percibió ruido de aviones y al poco los vio pasar, rumbo al Palacio Nacional.
—¡Se armó la gorda! —masculló para sus adentros—. Si Wessin ha lanzado al aire a su gente y empiezan a bombardear, esto ya no hay quien lo pare…
En las plazas, terrazas y azoteas comenzaron a agolparse curiosos que jamás habían disfrutado del placer de contemplar en vivo una auténtica batalla aérea y cuando desde los tejados del Palacio comenzaron a disparar hacia los aparatos, se escucharon las exclamaciones, los aplausos y los gritos de entusiasmo de quienes hubieran deseado más que nada en este mundo asistir al grandioso espectáculo que constituiría la caída de un avión envuelto en llamas sobre cualquiera de los parques de la ciudad.
Darío se detuvo junto a un viejo apoyado en el muro del convento de los Dominicos, frente a la plaza de fray Bartolomé de las Casas, lo que le permitía una visión perfecta del paso de los aviones, y que alzando el pequeño aparato de radio que tenía en la mano comentó sin darle, al parecer, mayor importancia:
—La «Navy» acaba de entrar en nuestras aguas.
—¿Cómo dice? —se asombró.
—Que vienen los «gringos».
—¿Los «gringos»?
—Exactamente. Los «marines», mi hijo. Esta vez se han dado más prisa que en el quince. Yo era un chiquillo, cuando los vi desembarcar con todas sus cometas, tambores y banderas. Fue una buena época aquélla —añadió chascando la lengua y moviendo la cabeza como si recordara hermosos tiempos—. La Coja me daba diez centavos por cada «gringo» que le llevase de cliente.
—¿La Coja? —repitió sorprendido—. ¿No intentará hacerme creer que ya en el año quince la Coja tenía una casa de putas?
—¡Desde luego, mi hijo! Desde luego. Y aquélla sí que era la auténtica Coja. Ésta de ahora es su hija, que se hace la coja y se finge puta por conservar la tradición del negocio, pero en realidad camina tan bien como tú y como yo y es una honrada esposa, madre de familia.
—¡País de locos éste, en el que las putas se fingen decentes y las decentes se tienen que hacer pasar por putas…! —masculló Darío mientras se alejaba continuando su inútil búsqueda de unos taxis que parecían haber abandonado en bloque la ciudad—. ¡«Gringos»! Lo que nos faltaba eran los «gringos» para acabar de complicar las cosas.
Pero la noticia no parecía confirmarse. La Flota norteamericana se había dado prisa efectivamente en penetrar en aguas jurisdiccionales dominicanas, pero no resultaba probable que el presidente Johnson cometiera la torpeza de invadir la isla interviniendo descaradamente en los asuntos internos de un país libre y soberano. Cierto que el ejemplo de la Cuba castrista estaba allí más cerca que en ninguna otra parte del mundo, y que desde el extremo oriental de la república podían distinguirse las costas de Puerto Rico, que era casi tanto como decir de territorio norteamericano, pero todos sabían que en Santo Domingo no existían apenas castristas, y el comunismo careció siempre de arraigo popular.
Tomó luego por la Diez de Marzo, hacia El Conde, pero en la esquina de Arzobispo Nouel le sorprendió un chaparrón del que se creería que alguien sin nada mejor que hacer se entretuviera en arrojar sobre la ciudad toneladas de agua que tuvieron la virtud de vaciar las calles de transeúntes y los cielos de aviones belicosos.
Buscó refugio bajo la marquesina de una zapatería y encendió un cigarrillo recostándose en el quicio de la puerta, dispuesto a aguardar paciente a que la lluvia amainara, pero advirtió que un jeep se detenía a su lado y le costó reconocer en el empapado conductor a su amigo Américo Ospina que ordenaba:
—¡Sube!
Le observó sorprendido, tanto por su presencia al volante de semejante vehículo, como por el aspecto, de ratas mojadas, de sus dos acompañantes; un negro enorme camarero del Casino del hotel Embajador y un tipo estrafalario y divertido: Teófilo Barragán, vendedor de lotería que tenía fama de no haber dado un solo premio en veinte años de oficio.
—¿Adónde vais? —quiso saber.
—¡Tú sube y calla! Llevo media hora buscándote.
—Pero…
—¡Venga ya! —protestó el negro que se sentaba junto a Américo—. Nos estamos ensopando como bizcocho en tazón de café. ¿Subes o te quedas?
Trepó a la parte trasera, y en cuanto hubieron arrancado, advirtió que bajo sus pies, cubiertos con una lona, brincaban media docena de fusiles y varias cajas de municiones.
—¿Qué es esto? —inquirió alarmado.
—Preservativos —replicó Teófilo Barragán con absoluta naturalidad.
—¿Preservativos? —repitió incrédulo.
—Para darle por el culo a los fascistas.
—¿Estáis locos?
Américo Ospina se volvió a mirarle, y a punto estuvo de subirse a la acera y estrellarse contra una farola.
—Locos estaríamos si permitiéramos que esa pandilla de cerdos cruzaran de nuevo el río con sus tanques. Los vamos a echar del puente; los vamos a empujar hasta San Isidro, y luego los vamos a tirar al mar.
—¿Y yo qué tengo que ver con todo eso?
—Lo mismo que nosotros. Eres dominicano y tu obligación es limpiar Santo Domingo de hijos de puta. ¿O no?
—Poca gente iba a quedar si la limpiáramos… —señaló, pero luego quedó en silencio, porque ante ellos había hecho su aparición el renegrido esqueleto de un tanque del que llegó, como una bofetada, un repelente vaho a carne achicharrada que le revolvió el estómago.
—Se asaron a la barbacoa —hizo notar el vendedor de lotería—. Así vamos a dejar a todos esos militaritos de mierda.
—¿Cuánta gente ha muerto?
—Nadie lo sabe exactamente, pero mucha. Los hospitales están a tope y se han tenido que llevar a los heridos a casas particulares. Faltan médicos.
—¡Están locos! Todos locos —protestó—. Una guerra civil nunca conduce a nada.
—¡Escucha! —gritó Américo ahora sin volverse para no estrellarse contra un muro—. Si los franceses no se hubieran lanzado a tomar la Bastilla aún tendrían a los nobles pisándoles el cuello. Cuando hay que hacer las cosas hay que hacerlas, y éste es el momento de hacerlas… —afirmó convencido y sonrió—. ¡He dicho!
Minutos después, y calados hasta los huesos, detuvieron el vehículo a orillas del río, tomaron las armas y municiones, y continuaron a pie bajo el intenso chaparrón hasta que hizo su aparición, frente a ellos, la imponente estructura del Puente Duarte.
La intensidad del agua que caía había impuesto al parecer un corto paréntesis al fragor de la batalla, apenas se escuchaba algún que otro disparo aislado, y una abigarrada multitud de hombres, mujeres, y sobre todo chiquillos, observaba desde una y otra margen las incidencias de la contienda y las idas y venidas de los combatientes.
—Parece un circo.
Américo Ospina le lanzó una dura mirada de reproche.
—Pues son muchos los que han muerto ya por culpa de este «circo» —dijo—. Lo que tiran esos cañones no son tartas de crema, y mientras no los desalojemos de ahí este país continuará en poder del puñado de explotadores de siempre.
Se internaron por estrechas callejuelas por las que Darío no había pasado nunca anteriormente, y tras cruzar una serie de edificios y atravesar varios patios interiores, desembocaron, a través de la escalera del sótano, en una especie de mugrienta tabernucha cuyas ventanas se abrían directamente al puente dominando la otra orilla del Ozama.
Media docena de hombres se agazapaban tras las mesas, asomando sus armas a través de las destrozadas cristaleras, y uno de ellos se volvió un instante y observó, con gesto despectivo, a los recién llegados.
—¿Éstos son los refuerzos que traes? —inquirió dirigiéndose a Américo Ospina—. ¡Pues sí que estamos buenos!
—¡A ver si te crees que los tipos dispuestos a que los maten crecen en los cocoteros! —fue la agria respuesta—. Ahí fuera hay mucho curioso; mucho valiente que grita que tenemos que arrancarles los cojones a los soldados, pero en cuanto les pones un arma en la mano se diría que es un purgante porque se cagan patas abajo.
El otro recorrió con la vista a la menguada tropa, y con un ademán de cabeza señaló a Teófilo Barragán.
—¿Y éstos no? ¡Menuda ayuda! Como tenga la misma suerte que repartiendo lotería, dentro de cinco minutos entra un obús por esa pared y nos manda al carajo. —Hizo un gesto autoritario hacia Darío señalando la puerta del fondo—. Ocúpate de la ventana del retrete. Vosotros a la cocina, y tú, Américo, sustitúyeme aquí que voy a ver si me vendan de una vez el puto brazo.
Sólo entonces advirtieron que tenía la manga izquierda desgarrada y un hilo de sangre le bajaba hasta la mano, y dejando sobre la mesa la metralleta que empuñaba, se encaminó a la escalera que conducía al sótano y desapareció por ella.
Darío dudó un instante; echó un vistazo a su alrededor, advirtió que todos habían vuelto a sus puestos mientras el negro y Barragán se encaminaban a lo que debía ser la cocina, y dejando en un rincón la caja de balas, se echó un puñado al bolsillo, cargó el pesado mosquetón y empujó la diminuta puerta sobre la que aparecía escrito de mala manera: «CABALLEROS».
La peste casi le tiró de espaldas. El retrete, atrancado, se encontraba lleno a rebosar de excrementos, y para alcanzar el alto ventanuco de ventilación se hacía necesario subirse a la taza de porcelana y apoyar un pie en cada borde esforzándose por mantener a duras penas el equilibrio.
Puso su mejor voluntad en conseguirlo; logró incluso sacar el cañón del arma por la abertura, apuntar hacia la torreta de uno de los tanques y disparar aun a sabiendas de la inutilidad de tal acción, pero lo único que sacó en claro fue que el violento culatazo del fusil mal apoyado en el hombro le desequilibrara de tal forma que perdió pie y fue a meterlo, casi hasta el tobillo, en el retrete.
Salió de allí restregando el zapato contra el suelo y las paredes, dejó el arma apoyada en una esquina y los proyectiles sobre la mesa más cercana, y cuando se encaminaba hacia la salida Américo Ospina se volvió y le observó con sorpresa:
—¿Adónde vas? —inquirió.
Darío Pocaterra le dirigió una larga mirada de rencor mientras continuaba agitando la pierna con gesto de asco.
—¡Al carajo! —replicó secamente—. Esta guerra no es la mía.