La noticia cayó sobre la isla como tormenta de verano la noche del 30 de mayo de 1961. Rafael Leónidas Trujillo, Benefactor de la Patria, el Jefe, aquél por el que incluso la capital, Santo Domingo, había cambiado de nombre para pasar a llamarse Ciudad Trujillo, acababa de ser asesinado a tiros cuando regresaba —unos decían que de visitar a su hija, otros que a su amante—, sin que su fiel chófer y guardaespaldas, el temido negro Zacarías de la Cruz, pudiera hacer nada por defenderle.
Primero fue un rumor que pocos quisieron creer porque ya otras muchas veces se había extendido por la isla, pero hacia la media noche el trasiego de sirenas, la proliferación de hombres armados en las calles y el nerviosismo de la mayoría de los seguidores del clan familiar que era dueño del país desde hacía tres largas décadas, convenció a los dominicanos de que lo que parecía imposible, el sueño tanto tiempo amorosamente acariciado por muchos de librarse definitivamente del tirano, se había cumplido.
Otros, muchos también, lloraron. Los peones; los campesinos; los eternos marginados a los que la política demagógica del Benefactor había arrojado las migajas de su gran banquete, pero que con anterioridad ni siquiera tales migajas habían recibido, y los más fuertes, los más ricos, aquéllos que a la mágica sombra del Líder habían trepado hasta casi alcanzar las estrellas con la mano.
Pero Darío Pocaterra, que no pertenecía ni a una clase ni a otra, no supo, en un principio, si alegrarse o llorar. Le asaltó una momentánea sensación de alivio, pero, absurdamente, no fue debida al hecho de que la desaparición del dictador le complaciera de una forma especial, sino a la trivial estupidez de que aquella noticia la permitía interrumpir definitivamente una partida de ajedrez en la que su reina se encontraba seriamente amenazada.
—¿Quién lo mató?
La pregunta que saltó a los labios de todos no tenía respuesta, porque podía tener, quizá, demasiadas respuestas.
—Los castristas.
—La CIA.
—Cualquiera de los cien mil enemigos que se ha buscado a lo largo de sus treinta y un años de jodernos a todos.
Pero aquel amanecer, viendo cómo el sol surgía del Caribe más allá de las chimeneas de los barcos anclados en el puerto, Darío Pocaterra no se preguntó quién pudo haber matado al tirano y por cuál de los infinitos motivos que tenían para asesinarle lo habían hecho, sino qué iba a ocurrir a partir de aquella noche en que el eje sobre el que giraba la vida de la nación se había quebrado.
—Gritó como un cerdo, llorando y suplicando que le perdonaran la vida —habían dicho unos.
—Le echó cojones y estuvo pegando tiros hasta que se le agotaron las balas —juraron otros.
Pero la verdad tan sólo la sabía el negro Zacarías de la Cruz, que andaba ahora escondido, tal vez por miedo a los enemigos de su amo, o tal vez por miedo a los partidarios de su amo.
—¿Qué va a pasar ahora?
Encendió un cigarrillo; era la primera vez que fumaba un habano al amanecer, pero aquel 31 de mayo lo necesitaba y durante más de una hora estuvo observando cómo se alteraban el color del mar, las playas, las lejanas montañas y los más viejos edificios de la ciudad, meditando sobre la forma en que iban a afectar su vida y la de Cantagallo los drásticos cambios que se producirían en los próximos tiempos.
Temía los cambios, pero le fascinaba la idea de que las cosas pudieran cambiar.
Le asustaba que algo tan terrible viniera a turbar la paz de su cómoda existencia, pero le atraía la idea de que algo tan excitante conmocionara hasta sus raíces esa misma monótona existencia.
Como jugador de ajedrez amaba ser cauto, ordenado y prudente en sus ataques y sólido y seguro en su defensa, pero al propio tiempo le deslumbraban los audaces ataques de Américo Ospina, sus brillantes locuras, o la ilógica forma en que enviaba a menudo a su rey a correr por todo lo ancho y largo del tablero.
—Jaque. Jaque. Jaque.
Américo Ospina podía soportar diez jaques seguidos y encontrar siempre una forma de escabullirse para lanzar de improviso un inesperado zarpazo que desbarataba la defensa enemiga, pero aquélla era una forma de jugar que Darío Pocaterra aborrecía y adoraba al propio tiempo, y cuando perdía una partida de forma tan estúpida y anárquica tenía que hacer un enorme esfuerzo de voluntad, apretando los dientes y fingiendo indiferencia, para no acabar lanzando el tablero por la ventana.
—¡Grita! —le aconsejaba Américo—. Desahógate.
—No.
—Pues yo grito y me enfurezco cuando pierdo y me río y doy saltos cuando gano. Si no, no tiene gracia.
Eran dos caracteres opuestos, pero, a pesar de ello —o tal vez precisamente por ello—, se complementaban a la perfección y su firme amistad se remontaba a quince años atrás.
Américo, pésimo estudiante, resultaba, no obstante, brillante en innumerables facetas de la actividad humana, y si algo resultaba evidente, era el hecho de que estaba vivo, y el mundo a su vez vivía y vibraba en torno a él.
Darío lo admiraba. Era la persona a quien más quería, sin contar a su madre, pero también en muchos aspectos le enervaba, e incluso a ratos le repelía, pues en su mentalidad no cabía la idea de que pudiera existir alguien tan voluble, disparatado y fantasioso.
—Fue su hijo: Ramfis.
Acababa de hacer su entrada como una tromba dejándose caer en el sillón, y lanzando la frase con aquel tono, entre misterioso y explosivo, que reservaba para sus supuestos «noticiones».
—¿Ramfis? —se asombró Darío—. ¿Te has vuelto loco? ¿De dónde sacas la idea de que Ramfis pudo haber asesinado a su propio padre?
—Quiere el poder.
—Ramfis nunca ha querido esa clase de poder. El único poder que le gusta es hacer lo que le sale de los cojones, y eso ya lo ha hecho siempre. Pero ahora, con la muerte del Jefe, se le acaba.
—Pues me lo ha dicho Almanzor Zuloaga, que trabaja en el Ministerio…
—Almanzor Zuloaga es un pendejo de mucho cuidado, pues eso, aparte de una tontería, es algo que puede costarle el pellejo si llega a oídos de Ramfis. He estado meditando; a los Trujillo ya no les queda más solución que arramblar con lo que puedan y salir echando leches del país. Nadie aceptará el trujillismo sin Trujillo.
En los tiempos que siguieron, Ramfis Trujillo mandó matar a los ejecutores de su padre, excepto a dos que lograron ponerse a salvo a tiempo, y cargando en el yate Angelita todo cuanto se le puso al alcance de la mano, emprendió el camino del exilio poniendo fin a una hegemonía familiar que había marcado a fuego a dos generaciones de dominicanos.
¿Pero quién había ejecutado verdaderamente al dictador?
No había sido, desde luego, su hijo, ni sus enemigos políticos, ni aun los comunistas de Fidel Castro.
Estaba claro ya que el crimen había que atribuírselo a una determinada facción de sus partidarios, instigados por unos servicios secretos norteamericanos para quienes su antiguo y fiel aliado, el Benefactor Trujillo, constituía ya más un estorbo que una ayuda.
Con la caída del dictador Pérez-Jiménez y la llegada del demócrata Rómulo Betancourt a la Presidencia de Venezuela, éste consiguió que la Organización de Estados Americanos condenara al régimen trujillista, boicoteándolo económicamente. Como respuesta, al Jefe no se le ocurrió otra solución que atentar contra la vida de Betancourt, pero la bomba estalló unos segundos antes de lo previsto, y aunque causó una masacre entre los miembros de la comitiva, no alcanzó su principal objetivo. A la vista de los hechos, a los norteamericanos no les quedó más remedio que dar la cara y suspender la ayuda económica y la «Cuota Azucarera» de la República Dominicana, lo que significaba condenar a la ruina a los ricos terratenientes que habían constituido la principal plataforma sobre la que se sostenía la dictadura. A partir de ese momento, Rafael Leónidas Trujillo estaba prácticamente condenado a muerte, y el tiempo que se mantuvo en el poder fue justo el tiempo que se tardó en encontrar a quien decidiera apretar el gatillo.
Pero ahora, la mayoría de esos ejecutores estaban muertos; los dos únicos sobrevivientes encumbrados a la gloria y los restos del trujillismo más acérrimo abocado al dorado exilio tras haber dejado al país en la bancarrota.
Siguieron tiempos difíciles; llegaron las elecciones y con ellas la democracia, pero su existencia fue tan fugaz que los dominicanos ni siquiera tuvieron oportunidad de comprender qué era lo que significaba sentirse dueños de sus propios destinos, y Darío Pocaterra Polanco asistió a tales acontecimientos con el indiferente estado de ánimo de quien observa una partida de ajedrez entre dos mediocres rivales desconocidos, limitándose a contemplar los entusiasmos o las depresiones de su amigo Ospina como quien ignora las evoluciones del guacamayo que parlotea en su percha.
—Agua de coco tienes tú en las venas —le reprochaba Américo—. Agua de coco verde. El país atraviesa el momento más crucial de su historia, y a ti se diría que te suda las pelotas.
—Y me las suda.
—¿Existe acaso algo que no te sude las pelotas?
—Serena.
Había conocido en el Club de Golf a Serena Cerezo la semana que ella regresó de Europa, y tenía que reconocer que nadie le había impresionado nunca tanto como aquella desconcertante muchacha de dudosa belleza que parecía haberse esforzado por acumular en su rostro todas las imperfecciones que afeaban los restantes rostros femeninos, pero que en conjunto conferían al suyo un especial atractivo que conseguía que, donde quiera que se encontrase, su agresiva personalidad la obligara a destacar por encima incluso de las mujeres más hermosas.
—¿No pretenderás hacerme creer que te has enamorado?
—¿Acaso tendría algo de malo?
—De malo nada. Pero me sorprendería averiguar que el gran Carapalo esconde un corazón en las cuadernas.
—No me llames Carapalo.
—¡Perdona…!
Américo sabía bien que Carapalo era un sobrenombre que Darío aborrecía, pero de tanto en tanto abusaba del hecho de que era la única persona de este mundo a quien consentía que le llamara de ese modo, pues docenas de veces habían peleado juntos por evitar que otros chiquillos se tomaran la libertad de pronunciar aquel maldito apodo.
Eran sus ojos, sin duda, lo que había inspirado en alguien muchos años atrás una denominación a todas luces acertada, pero que a un muchacho tan manifiestamente introvertido como Darío Pocaterra le había causado un daño muy profundo, y aún recordaba las horas que durante aquellos tiempos dejó pasar mirándose al espejo y preguntándose por qué su rostro no parecía capaz de demostrar sus emociones al igual que las demostraban otros niños.
—Es tu gota de sangre india —había concluido por sentenciar Américo Ospina—. Pregúntale a tu madre si entre tus antepasados existe algún sioux o un guerrero comanche.
Ni sioux, ni comanche, ni caribe. No corrían gotas de sangre india, ni aun de negra, por las venas de ningún Pocaterra, y mucho menos de un Polanco, pero lo cierto era que ni un solo músculo de sus facciones parecía alterarse nunca, por muy alegres o muy tristes que fueran las circunstancias que le tocaran vivir.
A qué se debía la impenetrabilidad de aquel rostro, nadie podría explicarlo, pero así era, y en ello estribaba, tal vez, parte de la fascinación que ejercía sobre un cierto tipo de mujeres que parecían estar intentando siempre descubrir qué era lo que ocultaba en realidad el corazón de Darío Pocaterra.
—Nada. No oculta nada.
Ésa había sido la conclusión a que la mayoría llegaron, convencidos de que la insensibilidad que demostraba de continuo aquella cara respondía fielmente a la auténtica frialdad de sus más profundos sentimientos, pero Darío nunca había estado de acuerdo con semejante diagnóstico. Él sabía que su corazón albergaba un profundo amor hacia su madre, del mismo modo que lo había albergado hacia su padre, y que en él tenía cabida también el complejo afecto que experimentaba por Américo Ospina, e incluso la cálida ansiedad que ahora le producía la presencia de Serena Cerezo.
—¿Le has dicho que la quieres?
—Aún no.
—¿Y a qué esperas? Si tanto te gusta, llévatela a La Romana y hazle el amor en la playa a la luz de la luna.
—No tengo prisa.
—¡No tiene prisa! No tiene prisa. ¡Tú nunca tienes prisa! Tardas tanto en conseguir a una mujer como en mover tu maldito alfil. ¡No sé qué mierda hago enredado en una estúpida partida que no acaba nunca, cuando Graciela me está esperando hace una hora!
—Graciela es una puta.
—¿Quién lo dice?
—Todos lo dicen. Únicamente tú te obstinas en ignorarlo. Por cien pesos, quien quiere se puede acostar con ella en casa de la Coja, pero no te convencerás hasta que te pegue unas purgaciones.
No le dolió habérselo dicho, aunque tampoco se alegró por haberlo hecho. Fueran o no verdad semejantes rumores —que él nunca tuvo ocasión de comprobarlos—, estaba convencido de que la rubia Graciela, con su carita de ángel de escayola, no era mujer que conviniera a su amigo.
¿Pero acaso le convenía a él Serena Cerezo?
Miembro de una de las más antiguas familias dominicanas, de aquellas —pocas— que por su auténtica alcurnia y su exceso de orgullo jamás aceptaron plegarse a los caprichos del palurdo advenedizo que por la fuerza se había apoderado de la isla, los Cerezo habían pasado la mayoría de los años de dictadura en el exilio voluntario y habían regresado con una visión del mundo muy distinta de la que se tenía por aquel entonces en la República.
Serena Cerezo no se parecía en nada a las mujeres con las que Darío había mantenido algún tipo de relación hasta el presente; hablaba de las cosas más extrañas con la naturalidad de quien las ha sentido a su alrededor desde que tenía uso de razón, y sin embargo, por largo que fuera su monólogo, jamás daba la sensación de que quisiera deslumbrar a los presentes con la magnitud de sus conocimientos.
Darío, que hubiera deseado ser pintor, descubrió bien pronto que Serena sabía más de Piero della Francesca o el mismo Tintoretto de lo que él hubiera estudiado nunca, y cuando le aseguró que había visitado a Picasso en dos ocasiones en su casa de la Costa Azul, le asaltó la sensación de que se encontraba frente a un ser de otra galaxia que provenía de un mundo del que siempre estaría excluido.
Serena constituía además un continuo motivo de escándalo para personas como Darío Pocaterra cuando se refería a los trujillistas y su camarilla de politicastros y militarotes con un desprecio y un desparpajo aterradores, e incluso conseguía irritarle cuando ante las mesas del casino dejaba escapar alguno de sus clásicos comentarios mordaces, para revolverse como una serpiente enfurecida si le suplicaba que bajara la voz.
—¿Por qué? —gritaba entonces desafiante—. ¿Por qué tengo que callarme lo que pienso? ¡Mierda! Que sois una pandilla de viejas asustadas…
A los croupiers se les caían las cartas de la mano; a los camareros les tintineaban las copas en las bandejas, y los presentes inclinaban la cabeza y parecían concentrarse en sus fichas o en sus uñas, lanzando furtivas ojeadas a su alrededor procurando asegurarse de que «nadie» cometería el error de relacionarles con aquella loca que se atrevía a destrozar en público las leyes de comportamiento que habían regido en el país desde que la mayoría de ellos recordaba.
—Cualquier día te pegarán un tiro o te marcarán la cara para siempre —le advertía Darío machaconamente—. ¿No comprendes que la mitad de esa gente continúa sintiéndose trujillista aunque aparentemente lo niegue?
—Me importan un pimiento. ¡Todos ellos! —le fulminaba con aquellos ojos oscuros y terriblemente expresivos que poseía—. ¿Y tú? ¿También tú te sigues sintiendo trujillista?
—Yo nunca me he metido en política.
—Sí. ¡Ya lo sé! Tú nunca te has metido en política. Tú nadas entre dos aguas y vives en el Limbo de tu asquerosa indiferencia.