Era una vieja mansión colonial, amplia y luminosa, que había conocido sin duda tiempos mejores, pero que conservaba aún gran parte de su encanto, con anchos arcos, hermosas fuentes, altivas palmeras, perezosos rosales que trepaban por los muros como si jugaran a ser buganvillas, y la personalísima silueta de un primitivo «trapiche» donde generaciones de esclavos molieron a mano la caña, y que a un centenar de metros de la entrada principal parecía querer recordar a los visitantes que aquélla era y sería siempre tierra de azúcar por más que en los últimos tiempos pretendieran transformarla en tierra de tabaco o café.

Cantagallo dominaba el valle y se resguardaba de los malos vientos contra la falda de la montaña a no más de quince minutos de la carretera principal, pero escondida de tal forma y refugiada tan inteligentemente al final de un sinuoso sendero polvoriento, que había conseguido sobrevivir a las insaciables ambiciones de los poderosos de la recién desaparecida dictadura, que jamás habían alcanzado a poner sus ávidos ojos sobre aquel caliente y fértil rincón de la isla, ni sobre sus ya vetustos pero aún acogedores edificios.

Callados patios; umbrías balaustradas; gruesos muros inmunes a los ruidos; pesados muebles de auténtica caoba; valiosos tapices a menudo derrotados por la sarna del tiempo, y una paz infinita que invitaba a la meditación y a la lectura, sin que el murmullo de la guerra fuera apenas algo más que el eco inconsistente de un trueno que retumbaba al otro lado de la más alejada cumbre del gran valle.

Mucho debía saber de luz y de bochorno quien tres siglos atrás alzó sobre el otero aquel macizo caserón que mantuvo siempre fuera de sus puertas la asfixia y el fulgor tropical, y mucho también del espíritu humano, quien concibió sus estancias hechas para que transcurriera la vida sin fatigas.

No fue, desde luego, ni un Pocaterra ni un Polanco el primer dueño y constructor de Cantagallo, y su nombre, estirpe y procedencia, sólo podrían saberlo ya los descendientes de aquellos iletrados ratones que un día devoraron sin prisas los antiguos manuscritos que hacían referencia a los orígenes de la vieja hacienda azucarera. Pero sí fue ya un Pocaterra el primer libertador de los esclavos, abuelo de aquel otro Huascar Pocaterra que modernizó la explotación introduciendo el molino a vapor, y bisabuelo del gran hombre que fue Balbino Pocaterra, que trajo a Cantagallo sus dos elementos que más resplandecían: la luz eléctrica y Aurora Polanco el Ama, la única mujer que había sabido conducir con mano firme y palabras dulces un negocio que por tradición se consideraba reservado a los hombres.

La hacienda sobrevivía por tanto sin notables progresos, pues no eran tiempos propicios para la caña y el azúcar, pero sin visibles retrocesos tampoco, como pequeño puerto que aguardara paciente el arribo de nuevas generaciones de Pocaterra, que continuarían naciendo y muriendo en sus inmensos dormitorios, con la monótona cadencia que tan sólo conocen las antiguas familias apegadas a la tierra.

Mantel de hilo, bordado a mano, los domingos; bordado que, por antiquísima tradición, realizaban con infinita paciencia las mujeres de los peones con los colores propios de la hacienda: rojo, marrón, y negro, que recordaban los gestos y la violencia de una riña de gallos. Y cubertería de plata, también cada domingo, desgastada ya por mil manos y mil bocas que eran polvo hacía siglos, pero que al concluir el almuerzo festivo volvían al cajón tapizado de rojo terciopelo a esperar nuevas bocas que algún día también se quedarían sin dientes.

No existió nunca cuchara tan pesada, cuchillo tan romo, ni tenedor tan grande y poco práctico, pero para Darío Pocaterra comer con ellos una vez a la semana significaba tomar plena conciencia de que se encontraba en casa, en Cantagallo, el tiempo no pasaba, y en cierto modo seguía siendo el niño al que tenían que colocar un cojín en la silla para que consiguiera asomar la nariz sobre el borde la mesa.

¡Qué alta era su madre entonces! Qué alta y qué elegante vestida en tonos muy claros; alegre, activa y sonriente; llena de vida y movimiento; de ilusión y de dicha, de presente y futuro…

Luego, mucho más tarde, cuando ya no se hacía necesario cojín alguno y el Ama no se le antojaba tan alta, murió el dueño de la casa —«aquel gran hombre que fue Balbino Pocaterra»— y se oscurecieron los tonos de los vestidos, se apagó la eterna sonrisa, y la vida pareció carecer de presente y futuro pese a que aún quedaba el hermoso consuelo del hijo.

—¿Cómo está Serena?

—Bien. Pero prefiero que continúe en Miami hasta que todo se aclare.

—¿Sigues pensando en casarte?

—En octubre, si no surgen problemas.

—¡Ya!

Se hizo un largo silencio y Darío Pocaterra observó a su madre confundido tal vez por el poco entusiasmo que parecía mostrar por una boda a la que siempre le había animado.

—¿Ocurre algo? —inquirió al fin.

—¿Qué habría de ocurrir?

Estaban solos. La negra Rufina se había retirado a su cocina, silenciosa y discreta, y el gigantesco comedor parecía haber aumentado de tamaño, como si hubieran sido las palabras las que mantenían unidas las paredes, y ahora éstas, sin ataduras, tendieran a distanciarse las unas de las otras.

—Te noto extraña.

Doña Aurora Polanco de Pocaterra el Ama, observó largo rato a su hijo, y al otro lado de la mesa vio una vez más al muchacho de cabellos castaños y ojos grises que constituía su única familia, sin que exteriormente ni un solo rasgo, ni una arruga, ni un brillo desconocido en la mirada, le obligara a pensar que era en absoluto diferente de aquel otro muchacho que años atrás decidió bajar a Santo Domingo en busca de su propio destino.

—¿Qué tal la pintura? —dijo por decir algo.

—Sabes mejor que nadie que nunca seré un Rembrandt. Ni un Picasso. Ni siquiera uno de esos malditos «primitivos haitianos» que venden cuadros como si fueran cocos.

—Hace tiempo que no me traes lo que has hecho.

—No he hecho nada. ¿Para qué?

No hubo respuesta. Ella hubiera deseado decirle que tenía que insistir, continuar trabajando, no rendirse porque las cosas no salieran bien desde un principio, pero calló de nuevo porque sabía —lo había sabido siempre, pero ahora lo sabía más que nunca— que resultaba un empeño inútil.

De nuevo el silencio; aquel silencio que se había interpuesto entre ellos como un comensal no deseado que hubiera tomado asiento en el centro de la mesa y les impidiera comunicarse con la naturalidad y el afecto con que siempre lo hacían.

Era el calor, inusitado para la época, o una sensación de agobio, de amenaza, como si el aire, más espeso que de costumbre, se negara a descender a los pulmones con lógica naturalidad.

—Es la guerra… —musitó por fin Darío como si el mudo pensamiento revoloteara por la estancia y hubiera sido el primero en apresarlo—. En la capital todo el mundo continúa nervioso y asustado.

—¿Se trata realmente de una guerra? —quiso saber su madre.

—¿Qué otra cosa si no…? La gente aún se anda matando.

—A veces se matan sin necesidad de que se declare una guerra… ¿O no?

Darío Pocaterra dejó a un lado el cuchillo pese a que su plato aún aparecía mediado de un apetitoso cordero asado que constituía su almuerzo favorito, y observó con fijeza a su madre que continuaba comiendo con aparente desgana pero con su infinita delicadeza de siempre.

—¿Vas a decirme de una vez qué es lo que ocurre, o tendré que pasarme el resto del día haciendo cábalas?

—No ocurre nada —fue la tranquila respuesta—. Pero me gustaría saber por qué razón tienes que vivir en la capital, en lugar de quedarte aquí, donde no corres peligro y tienes todo lo que puedas necesitar.

—Allí tampoco corro peligro. Nunca me ha interesado la política y lo sabes.

—¿Sólo matan a los políticos?

—Supongo. Si no te metes con nadie, nadie suele meterse contigo…

—¿Y tú de qué lado estás?

—Ya te he dicho que no me interesa la política. Nunca me interesó. Lo mío es la pintura.

—Pero alguna opinión tendrás, digo yo. Estás allí, viviéndolo de cerca. ¿Quién crees que tiene razón: los «constitucionalistas» o los militares?

—Imagino que unos tienen razón en unas cosas, y otros en otras… Casi nada en esta vida es nunca absoluto.

—¿Y si te obligaran a inclinarte por uno de los bandos?

—De momento nadie me obliga —fue la evasiva respuesta—. Estoy allí, viviendo en el hotel donde realmente se cuece todo, y observando. Resulta curioso contrastar tantas opiniones encontradas, pero hasta el momento nadie me ha pedido mi parecer.

—Yo lo he hecho.

—Pero lo que pudiera responderte nunca me comprometería. Eres mi madre.

Se abrió la puerta y la negra Rufina hizo su entrada arrastrando los pies como si con ello consiguiera evitar que el tembloroso flan que portaba sobre una gran bandeja de porcelana se le pudiera quebrar, y cuando al fin consiguió colocarlo, sano y salvo, junto a su ama, lanzó un leve suspiro de alivio y comentó:

—El capataz ha mandado aviso de que se aproxima un vendaval. Se está ocupando de encerrar a las bestias y guardar los aperos… ¿Quiere que mande venir a mis muchachos…?

Doña Aurora Polanco de Pocaterra negó con un leve ademán de cabeza mientras comenzaba a cortar parsimoniosamente el apetitoso flan cuya parte mayor sirvió a su hijo.

—No es necesario. Ocúpate de cerrar las contraventanas y atrancar las puertas. Esta casa ha soportado muchos huracanes y no le va a pasar nada por un simple vendaval… —Alzó el rostro hacia la negra y sonrió con dulzura—. Luego puedes irte a casa de tu hijo: sabes que a Juanito le asustan las tormentas…

—Tengo que servir el café.

—Lo haré yo.

—¡Ama!

—¡Ni ama ni gaitas…! ¿O es que no me crees capaz de servir café…? Haz lo que te he dicho y no quiero volver a verte hasta mañana.

La negra Rufina aún abrió la boca con la sana intención de protestar por lo que juzgaba una inadmisible interferencia en sus atribuciones, pero en ese instante una ventana golpeó con inusitada furia, y lanzando un corto bufido con el que pretendió poner de manifiesto su pertinaz disconformidad dio media vuelta y se alejó con toda la altivez que le permitía su sempiterno arrastrar de pantuflas.

Darío Pocaterra la siguió con la vista hasta que desapareció en la cocina y sonrió levemente.

—Le consientes demasiado —dijo—. Creí que iba a morderte.

—Siempre fue gruñona y no está en edad de cambiar. —Cuando habló de nuevo lo hizo sin mirarle a los ojos, con la vista fija en la cucharilla que acababa de hundir en el flan—. Los viejos estamos condenados a ser ya siempre iguales. Sois vosotros, los jóvenes, los que cambiáis demasiado a menudo.

—Tú no eres vieja.

—Lo fui a partir del día en que murió tu padre. La auténtica vejez sólo comienza cuando no esperas nada del futuro, y desde que él se fue no existe futuro para mí.

—Jamás te había visto tan pesimista, y sin embargo continúas insistiendo en que no ocurre nada… ¿Sigues empeñada en no decir de qué se trata?

—Puede que la culpa sea, en efecto, de la guerra —admitió doña Asunción—. Cantagallo está, gracias a Dios, lejos de todo, pero la radio te mete la bulla en casa aunque no quieras… ¿Qué clase de guerra es ésta en la que todo parece irse en palabrería inútil?

—Una guerra civil. Y ya se sabe que en las guerras civiles se habla más que en las otras… —Darío se encogió de hombros mientras rebañaba con la cucharilla el caramelo que había quedado en el fondo de su plato—. Debe ser porque se entienden.

—¿Estás seguro de que se entienden?

—No. Si en verdad se entendieran, no se matarían.

—¿Y por qué se matan?

Darío Pocaterra fijó una vez más la vista en su madre en un vano intento por penetrar más allá de lo que reflejaba su rostro, pero su absoluta inexpresividad pareció confundirle, y por último apartó levemente el plato echándose hacia atrás en su asiento:

—Mi impresión es que se están matando por error —dijo al fin.

—¿Por error? —se sorprendió su madre—. ¿Qué error?

—Creen que conseguirán cambiar el país, pero este país no cambiará mientras no se tire a toda su gente al mar.

—¿Por qué la desprecias tanto? ¿Qué te ha hecho?

—Nada. No me ha hecho nada. Y en realidad no la desprecio, aunque reconozco que somos un pueblo apático y sin capacidad de iniciativa. Recogimos la peor herencia de los españoles, los indios y los negros, y con una mezcla semejante no se puede llegar lejos.

Se había puesto en pie dando por concluido el almuerzo, y abrió las grandes hojas de la pesada puerta que conducía al salón vecino, el único en el que doña Aurora consentía que se encendieran los gruesos habanos que siempre había fumado su esposo —«aquel gran hombre que fue don Balbino Pocaterra»—, costumbre heredada por su hijo, que se arrellanó en el pesado sillón de oscuro cuero que dominaba la estancia aguardando, paciente, a que su madre le sirviera café.

Orientado al sur y dominando el valle a través de un amplio ventanal, en el salón comenzaban a advertirse los primeros síntomas de la llegada del vendaval, pues los cristales vibraban a impulsos del viento y sobre las cimas de las distantes montañas grises nubes se retorcían como sucias sábanas en el interior de una inmensa lavadora. La solitaria palmera que coronaba el otero se iba curvando por minutos, dando la sensación de que dos monstruosos dedos jugaban a intentar unir su raíz con su copa y cruzaban el cielo trozos de caña, hojarasca y remolinos de polvo.

El calor aumentaba porque se diría que aquel viento furioso no parecía provenir del Caribe, sino de las mismísimas bocas del infierno, obligando a pensar en el ardiente aliento de un gigantesco dragón que, oculto más allá del horizonte, se entretuviera en lanzar abrasadoras vaharadas sobre la isla caribeña.

Comenzaron a transpirar mansamente y Darío Pocaterra odiaba aquella desagradable sensación en la que las gotas de sudor iban formándose en cada poro de su piel sin que ningún esfuerzo de la voluntad consiguiera impedirlo, empapándole y obligándole a sentirse sucio pese a que acabara de bañarse. Para él, que amaba la limpieza por encima de todo, aquella sensación de que la suciedad nacía de su propio cuerpo le enervaba sacándole de quicio, y su madre, que tan bien le conocía, pareció advertir su malestar en cuanto colocó sobre la mesita central la bandeja con las tazas.

—Va a ser una tarde muy pesada —musitó—. La casa se convertirá en un horno y el viento nos destrozará los nervios. Casi prefiero un huracán con todo lo que destruye, que uno de estos vendavales del Sur. ¿Por qué no te acuestas un rato?

Negó con un gesto mientras de una pesada caja de caoba extraía uno de aquellos magníficos «gamazos» que su madre había aprendido a mantener en su grado exacto de frescura y humedad.

—Sabes que no me gusta acostarme después de comer —dijo—. Luego me siento abotargado. Prefiero dar una cabezada aquí en el sillón.

Aceptó la taza de café fuerte, con una sola cucharada de azúcar ya removida, y permitió que ella le encendiera el cigarro siguiendo un rito familiar que las mujeres de los Pocaterra de Cantagallo se transmitían de generación en generación.

—Pareces una sacerdotisa «vudú» en plena ceremonia —bromeó—. ¿Realmente hace falta tanta historia para encender un puro?

—Tal vez no —admitió doña Aurora—. Pero el ritual forma una parte muy importante de la vida de las personas. Sobre todo en lugares como éste. Cada vez que lo hago recuerdo cómo me enseñó a hacerlo tu abuela, y cómo a tu padre le gustaba mirarme, porque le recordaba, a su vez, cómo su abuela se lo encendía a su abuelo.

—¿Y de qué sirve realmente la nostalgia? ¿No resultaría más práctico tirar a la basura todos esos viejos retratos de señores engominados y señoras con floripondios? La especie humana es la única que rinde culto a los muertos y los conserva en su memoria, complaciéndose con el hecho de sufrir porque se fueron. ¡Resulta tan absurdo! ¡Estúpido y absurdo!

Su madre, que había concluido la complicada tarea de encender el habano y se lo ofrecía dispuesto ya para que pudiera disfrutarlo plenamente, negó con un lento ademán de su hermosa cabeza, al tiempo que señalaba sin alterar para nada el tono de su voz, dulce y pausado:

—No lo creas —replicó—. El dolor que sentía al recordar a tu padre durante los primeros años de su muerte ya pasó. Ahora, pensar en él me produce un profundo placer; uno de los pocos que en realidad me quedan porque de continuo me vienen a la memoria los hermosos momentos que pasamos juntos… Pero tú eso aún no puedes comprenderlo porque tan sólo los años enseñan el auténtico valor de los recuerdos.

—Yo también pienso en él a menudo —admitió Darío tras aspirar con profunda delectación una bocanada de humo para expulsarlo luego como un gran chorro gris que fue a formar caprichosos dibujos sobre el haz de luz que penetraba por la ventana—. Pero aún no tengo demasiado claro si eso me produce dolor o placer. Lo único que sé es que nos dejó demasiado pronto.

Aurora Polanco de Pocaterra, que parecía haber advertido un leve matiz de rencor en las palabras de su hijo, se echó hacia atrás en el sillón y alargando la mano tomó su vieja cesta de costura y se enfrascó una vez más en su inveterada costumbre de tejer prendas de abrigo para los chicuelos de la hacienda.

—No creo que tu padre pudiera hacer por ti más de lo que hizo —dijo—. Cuando faltó ya ni siquiera le escuchabas cuando trataba de aconsejarte. Llega un momento en que todo ser humano tiene que responder por sus propios actos y ni siquiera sus padres deben intervenir en ellos.

Con el cigarro entre los dientes, Darío clavó una vez más la vista en su madre tratando de averiguar si sus palabras ocultaban alguna doble intención cuyo auténtico significado se le escapaba, o si, por el contrario, se trataba únicamente de imaginaciones atribuibles al peculiar estado de ánimo que con frecuencia le venía asaltando en los últimos tiempos.

Las circunstancias le habían obligado a convertirse en un individuo anormalmente susceptible, y cuanto se decía se le antojaba casi siempre dotado de un doble e incluso hasta de un triple significado.

—Yo, a veces, te escucho —dijo, al fin, tal vez buscando evitarse a sí mismo tener que ahondar en la intención de su madre—. Me aconsejaste que me casara con Serena y voy a casarme.

—Es una gran mujer —admitió ella sin alzar el rostro, entretenida como estaba en contar unos puntos—. Pero también te pedí que te ocuparas de la hacienda y no lo has hecho.

—Tú la manejas mejor de lo que yo pudiera hacerlo nunca. No entiendo de tierras, azúcar, ni ganado, y aborrezco tratar con unos peones que se limitan a mirarte con el sombrero en la mano y la boca abierta sin comprender nada de lo que estás diciendo… —negó convencido—. No. No tengo tu paciencia.

—Gracias a ellos y a la paciencia con que siempre los hemos tratado, Cantagallo ha pasado de generación en generación sin desmoronarse y tus hijos podrían haber vivido de ella sin problemas económicos.

—Has dicho «podrían» como si temieras que nunca tendré hijos y mi intención es hacerte abuela antes de un año.

Doña Aurora Polanco, que se había alterado levemente ante la puntualización, alzó el rostro desviando por unos instantes su atención de las largas agujas, y agitó suavemente la cabeza al replicar:

—He dicho «podrían» porque por el camino que llevas dudo mucho que una nueva generación de Pocaterra nazca en Cantagallo. Logramos sustraerla a la voracidad de los Trujillo e incluso conseguimos superar la crisis de la «cuota azucarera» cuando otros muchos tuvieron que malvender sus tierras o lanzarse desesperadamente a cultivar tabaco, pero jamás he sabido de ninguna hacienda que sobreviva al hecho de que su dueño resida en la ciudad y tan sólo la visite los domingos.

Su hijo extendió la mano, la colocó con un gesto que pretendió ser tranquilizador sobre una de sus rodillas y sonrió.

—No te inquietes —pidió—. Si algún día comprendo que realmente resulta una carga demasiado pesada para ti, volveré. —Su voz cambió haciéndose levemente suplicante—. De momento permíteme soñar un poco más con la idea de que llegaré a convertirme en un pintor famoso.

—Aquí también puedes pintar.

—Aún me falta técnica. Mucha técnica… —Se interrumpió bruscamente y la observó con sorpresa—. ¡Estás helada! —exclamó—. ¿Cómo es posible? Yo sudo como si me encontrara en una sauna y tú tienes las manos congeladas.

—Deben ser los años. Ya la sangre no circula como antes. —Lanzó una distraída mirada al ventanal y observó las lejanas copas de los árboles que se agitaban como las palmas de una procesión de Viernes Santo—. Ya lo tenemos encima —señaló—. Pronto empezará a arrancar los techos de los galpones y las tejas del viejo molino… —Sonrió con tristeza—. ¿Nunca te dije que naciste un día de vendaval?

—No. No lo sabía.

—Pues es cierto. Llegó como éste, inesperadamente, y como era el primero al que me enfrentaba aquí en el valle, me asusté tanto que te eché al mundo antes de lo previsto. No había forma de ir en busca de un médico y entre Rufina y tu padre me atendieron. Grité tanto que incluso acallé los aullidos del viento. Hiciste tu entrada en escena de pie, con el cordón anudado al cuello y en medio de un estrépito verdaderamente espectacular. Rufina aseguró que acababa de nacer un gran hombre. Alguien que llegaría a ser muy, muy importante.

—Jamás he visto que ni una sola de sus predicciones se haya cumplido.

No obtuvo respuesta y se diría que realmente tampoco la esperaba porque conocía a su madre lo suficiente como para saber que no trataría de mentirle asegurando que tal vez algún día llegaría a parecerse a «aquel gran hombre que fue don Balbino Pocaterra». Si al poco tiempo de nacido resultó evidente que era un niño al que no le faltaba ningún miembro ni el uso de sus sentidos, a los pocos años resultó evidente, también, que la unión de unos padres tan idóneos no había dado como fruto un ser privilegiado.

Todo, tanto física como intelectualmente, era correcto en Darío Pocaterra Polanco. Ni alto ni bajo; ni gordo ni flaco; ni feo ni guapo; ni brillante, ni estúpido, y lo único que tal vez destacaba en él eran sus ojos de un gris acerado, plomizo a la caída de la tarde; unos ojos en los que ni siquiera su madre consiguió nunca leer nada porque eran como el azogue de los espejos, que refleja la imagen sin permitir descubrir qué es lo que en verdad se oculta al otro lado del cristal.

Algo golpeó con fuerza al otro extremo de la casa, y el Ama alzó la cabeza y prestó atención.

—Ya Rufina se olvidó cerrar el ventanuco de la despensa —masculló, y cuando su hijo hizo ademán de ponerse en pie, le detuvo con un gesto—. Iré yo —dijo—. Aprovecharé para recoger un poco la cocina. Descansa un rato.

Él la vio marchar con su paso firme y su espalda erguida, y se dijo que continuaba conservando la misma figura de cuando la admiraba de niño; tan hermosa que se le antojaba una estrella de cine; orgulloso de que todos cuantos la conocían opinaran que era la mujer más bella que hubiera pisado jamás el valle.

Los años —¡tantos años!— tan sólo habían desdibujado su rostro con finos trazos, como muescas que se superponían en torno a sus ojos, aunque en los últimos meses —quizá, tal vez, en las últimas semanas— esas muescas se habían marcado mucho más claramente, como si un extraño mal, o un dolor muy hondo, la estuvieran atenazando.

Le preocupaba su madre. La amaba profundamente, no concebía que un día pudiera faltarle, y jamás le había dado motivos de inquietud, pero ahora todo parecía distinto y desconcertante en ella, y su actitud durante el almuerzo le obligaba a pensar en cosas de las que prefería olvidarse allí, en Cantagallo.

Tal vez podría deberse a una guerra en la que ya habían muerto muchos conocidos, o a aquel vendaval que aumentaba su potencia por minutos, rugiendo con tanta furia que se le diría capaz de arrancar de cuajo al viejo caserón de sus firmes cimientos.

—Pero no lo conseguirá —fue lo último que musitó antes de quedarse dormido—. Ni el peor de los huracanes conseguirá remover una piedra de los muros de «Cantagallo». Ni siquiera un terremoto.

Durmió profundamente pese al agobiante calor y el estruendo del viento que luchaba por colarse a través de los macizos ventanales, y nada turbó su pacífico sueño hasta que una gruesa gota de sudor le corrió por la frente y al tratar mecánicamente de enjugársela descubrió que no podía moverse.

Abrió los ojos. Los aullidos del vendaval eran como la absurda sinfonía de diez mil violinistas locos, el amplio salón se había transformado aparentemente en la sala de máquinas de un buque a vapor, y su madre, Aurora Polanco de Pocaterra el Ama, le observaba mientras continuaba su labor de hacer calceta, sentada frente a él.

De nuevo trató de limpiarse el sudor del rostro, y de nuevo descubrió que no podía.

Bajó la vista y advirtió, asombrado, que anchas bandas de gruesa tela le mantenían sujeto a los brazos del pesado sillón impidiéndole el más mínimo gesto.

—¿Qué ocurre? —barboteó alzando la vista hacia su madre—. ¿Qué broma es ésta?

Ella dejó a un lado la costura, le observó largamente y resultó evidente que tenía que hacer un enorme esfuerzo al responder:

—No es ninguna broma, hijo. Lo lamento, pero no se trata, por desgracia, de ninguna broma.

—Pero entonces… —Se alarmó—. ¿Por qué me has atado?

—Porque voy a matarte.

Las palabras habían sonado secas, firmes, serenas y lo suficientemente altas y claras como para vencer sin ningún tipo de dificultad los gemidos del viento.

Darío Pocaterra Polanco no dijo nada; no lanzó exclamación alguna; no le gritó que estaba loca, y ni siquiera protestó. Se limitó a mirarla fijamente y ni aun en esos momentos sus grises ojos fueron capaces de mostrar el terror que sentía.

—¿Cuándo lo has decidido? —inquirió al fin.

—Ayer… —Por primera vez se pudo intuir una cierta ansiedad en sus palabras—. Me comprendes, ¿verdad?

—No. No te comprendo. Eres mi madre, siempre nos hemos querido y no creo que exista razón alguna para que una madre castigue a su hijo con la muerte.

—Yo no trato de castigarte, hijo. No es ésa mi intención, pese a que soy la única persona que te conoce lo suficiente como para poder juzgarte. No voy a matarte por castigo, sino para impedir que vuelvas a cometer acciones semejantes.

—Tú no lo entiendes.

—¡No! —fue la firme respuesta—. ¡Naturalmente que no lo entiendo! Nadie podría entenderlo, y por eso no he envenenado el café como era mi primera intención o te he pegado un tiro mientras dormías. —Señaló con un gesto el pesado revólver que descansaba sobre la mesa, a su lado—. Lo único que pretendo es que, antes de que todo acabe, me lo expliques.

—¿Y por qué crees que iba a hacerlo?

—Porque soy tu madre.

—Eso no te da derecho a inmiscuirte en mi vida. Hace tiempo que soy mayor de edad.

—Puede que, en efecto, no tenga derecho a inmiscuirme en tu vida, pero creo que sí lo tengo a saber qué es lo que hice mal, y por qué razón aquel niño tierno, dulce y tímido que traje al mundo, se convirtió en un monstruo.

—¿Eso es lo que crees que soy? ¿Un monstruo?

—¿Qué otra cosa si no? ¿Qué otro calificativo puede dársele a quien comete tales atrocidades?

—No son atrocidades. Son cosas que alguien tenía que hacer, y a mí me tocó hacerlas.

—¿Por qué? ¿Por qué precisamente a ti?

Darío Pocaterra Polanco tardó en responder. Clavó sus fríos y personalísimos ojos en su madre, y podría pensarse que no la estaba viendo sino que miraba a través de ella buscando en el grueso muro del viejo caserón respuesta a una pregunta que en los últimos tiempos se había planteado con demasiada frecuencia sin encontrar nunca una solución que le satisfaciera.

¿Cómo y por qué había llegado a unos extremos que a menudo incluso a él mismo le asombraban?

¿Cómo y cuándo había comenzado todo, y por qué no había sabido detenerse a tiempo?

Sentado allí, en el plácido refugio del salón de Cantagallo; de un hogar que había sido también el hogar de sus padres, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, se preguntó una vez más, cómo era posible que él, Darío Pocaterra Polanco, hubiera podido llegar a convertirse en lo que era.