El 1 de Abril de 1990 estaba en el asiento trasero derecho de un S-3B Vicking, en un vuelo rutinario de guerra antisubmarina del portaaviones USS Dwight D. Eisenhower. Pero no estábamos en cualquier sitio. Estábamos a poca distancia de la costa de Turquía, y en un vuelo sobrevolamos Troya o, más bien, Hisarlik, en Anatolia. Después, aquella misma tarde, pasamos sobre la costa de Lesbos y seguimos en paralelo a la costa de lo que Heródoto llamaba Asia. De vuelta a mí camarote, en la litera superior (mi litera, como oficial más moderno), había un ejemplar abierto de la Ilíada.
Nunca olvidaré aquel día, porque en mi pared hay una foto del destructor Okrylennyy[8], de la clase Sovremenny, al lado de un misil Harpoon[9] de entrenamiento que disparé contra él desde más allá de su horizonte, utilizando nuestro magnífico radar ISAR. Por supuesto, no hubo ningún hecho de armas homérico —la Guerra Fría estaba feneciendo, o quizá ya muerta—, pero fue un triunfo profesional en aquella hora, y la foto del barco, enmarcada contra la bruma distante de la misma costa que contemplara las batallas de Mícala y Troya, adornarán mis paredes hasta que mi alma baje al inframundo.
Creo que Sangre guerrera nació allí. Me encanta el Egeo griego y turco, y su historia. Antes de que Saddam Hussein cayese, en agosto, mi grupo de combate del portaaviones disfrutó de un verano casi perfecto, navegando por el mar oscuro como el vino, donde combatieron griegos y persas.
Pero puede que naciera hablando con diversos excombatientes de Vietnam, al volver de aquella guerra —una guerra que quizá no haya sido peor que cualquier otra, aunque predominara en mi conciencia juvenil del conflicto—. Mi abuelo, mi padre y mi tío, todos ellos excombatientes, contaban cosas, cuando creían que yo no estaba cerca, que me llevaron a sospechar que, aunque muchos hombres puedan ser valientes, algunos son mucho más peligrosos, en combate que otros.
Más tarde aún, tuve el privilegio de prestar servicio con diversos hombres del mundo de las operaciones especiales, y llegué a saber que, incluso entre ellos —los snake-eaters—, solo unos pocos eran los matadores. Los escuché y me pregunté qué clase de hombre fue realmente Aquiles. O Héctor. Y empecé a preguntarme qué los hacía ser así y qué los mantuvo siendo así, y ese pensamiento me persiguió mientras volaba y prestaba servicio en África y contemplaba diversos conflictos y los efectos que tenían en todos los participantes en ellos, desde la primera guerra del Golfo hasta Ruanda y Zaire.
Sangre guerrera es mi tentativa para comprender el interior de esos hombres.
Este libro ha sido, a la vez, muy fácil y muy difícil de escribir. De un modo u otro, he estado pensando en Sangre guerrera desde 1990; cuando me sentaba a trasladar mis reflexiones al ordenador, me parecía que el libro se escribía solo e incluso ahora, cuando mecanografío estas palabras finales, me asombro de lo mucho de él que estaba aguardando, preescrito, en mi cabeza. Pero el diablo está incluso en los detalles, y mis agradecimientos se refieren todos a la investigación y el estudio que se esconden tras esos detalles.
Las líneas generales de la historia de la revuelta jónica solo han llegado hasta nosotros a través de Heródoto y, en mucha menor medida, de Tucídides. He seguido a Heródoto en casi todos los aspectos, excepto en los detalles de cómo la pequeña ciudad-estado de Platea llegó a implicarse con Atenas. Para ser sincero, eso me lo he inventado, aunque esté basado en una teoría desarrollada a partir de cientos de conversaciones con historiadores aficionados y profesionales. En primer y destacado lugar, tengo que agradecer la aportación de Nicolás Cioran, que me exponía alegremente el extraño estatus de Platea cada día que nos ejercitábamos en el gimnasio y, a veces, combatíamos a espada. Mi entrenador y constante contrincante John Beck merece todo mi agradecimiento, tanto por una forma física enormemente mejorada, como por ayudar a hacerme una idea de cómo podría haber sido un auténtico entrenamiento para una vida de violencia en el mundo antiguo. Y mi compañera en la reinvención del antiguo combate griego a xifos, Aurora Simmons, merece, al menos, un agradecimiento parejo.
Entre los historiadores profesionales, he contado con la ayuda de Paul McDonnell-Staff y Paul Bardunias, de toda la hermandad de «RomanArmyTalk.com» y su comunidad web, y del personal del Royal Ontario Museum (que posee y comparte el único casco superviviente atribuible a la batalla de Maratón), así como del personal del Antikenmuseum Basel und Sammlung Ludwig, que posee el aspis antiguo mejor conservado y me facilitó magníficas fotos para utilizarlas en su recreación. Recibí también la ayuda del personal de la biblioteca de la Universidad de Toronto, en la que, cuando tengo suficiente dinero, estudio, y de la sobresaliente Metro Reference Library de Toronto. Todo novelista necesita vivir en una ciudad en la que sea gratuito con la tarjeta de la biblioteca el acceso universal al JSTOR. El personal de la Walters Art Gallery de Baltimore (Maryland, Estados Unidos), justo en la otra acera de la cañe del apartamento de mi madre, fue muy agradable y útÜ, aun cuando volviera por sexta vez a mirar el mismo casco. Y James Davidson, cuyo magnífico libro Greeks and Greek Love, me ayudó a pensar en las cuestiones escabrosas de la sexualidad en la Grecia antigua, también resultó muy útil a un novelista con demasiadas preguntas que hacer.
Por excelentes que sean como historiadores profesionales, y mi versión de las guerras persas debe mucho a gran cantidad de ellos, entre quienes destacan Hans Van Wees y Victor David Hanson, mis mayores elogios y agradecimientos tengo que dárselos a los historiadores aficionados que ñamamos «recreadores». Giannis Kadoglou, de Tesalónica, se ofreció voluntariamente a dedicarme dos días completos, conduciendo por la campiña griega, desde Atenas a Platea y vuelta, viaje que les encantó a mi hija de cinco años y a mi esposa, mientras traducía todo a la vista y quedando tan encantado con la antigua ciudad de Platea como yo mismo. Lo conocí en RomanArmyTalk, y este sería un libro muy diferente sin su pasión por el tema y su deseo incesante de corregir mis errores.
Pero Giannis no está solo y hay —literalmente— una falange de recreadores griegos que me han ayudado. Aquí, en mi zona de Norteamérica, tenemos un grupo conocido como los Plataeans —y esto, créanme, no es una coincidencia— y trabajamos concienzudamente en la recreación de la misma época y de la misma ciudad-estado tan prominentes en estos libros, desde las armas, las armaduras y el combate hasta los guisos, los oficios y las danzas. Si el lector o la lectora siente que estos libros revisten de carne y sangre los huesos desnudos de la historia —en la medida en que consiga hacerlo correctamente— es gracias a los esfuerzos de los hombres y mujeres que recrean conmigo y me enseñan, cada vez que nos reunimos, todas las cosas en las que no he pensado, que hacen sus investigaciones, sus construcciones y se entrenan a sí mismos. Gracias a todos vosotros, Plataeans. Y a todos los demás recreadores de la antigua Grecia, que me ayudaron a encontrar, hacer o construir diversas cosas.
Gracias también a la gente de Lesbos, de Atenas y de Platea; no puedo nombraros a todos, pero ellos me han entretenido, informado y apoyado constantemente en tres viajes a Grecia, y la persona a la que puedo nombrar es Aliki Hamosfakidou, de Dolphin Helias Travel, por su atención, interés y apoyo a través de muchos centenares de mensajes de correo electrónico y de algunas reuniones.
En el plano profesional, tengo que reconocer la deuda contraída con el señor Tim Waller, mi corrector de texto, cuyos conocimientos lingüísticos, tanto del inglés como del griego antiguo, siempre me suponen un baño de humildad. Es muy bueno tanto en cuestiones orientales como en occidentales. Gracias a él, este libro es mejor de lo que habría sido sin él.
Bill Massey, mi editor en Orion, descubrió dos errores importantes en esta narración e hizo que los corrigiese; una vez más, este libro es mejor gracias a su trabajo. Un libro mucho mejor. Bueno, y también descubrió muchos otros errores, pero permítanme no mencionarlos. He tenido pocos editores. Trabajar con Bill es maravilloso. Venga, autores, ¿cuántos podéis decir lo mismo?
Mi agente, Shelley Power, contribuyó a la publicación de este libro más que ninguna otra persona, primero, como agente al modo habitual, y después, viniendo a Grecia y entusiasmándose también al ver Lesbos y Atenas, y llevándonos a Archaeon Gefsis, un restaurante que trata de transportar al cliente al mundo antiguo. Gracias por todo, Shelley, ¡y muy especialmente por la comida!
Soy muy afortunado porque mis amigos sigan prestándose voluntariamente a leer mis manuscritos y criticarlos: Robert Sulentic, Rebecca Jordán (que mantiene también las páginas web www.hippeis.com y www.plataians.org), Jenny Carrier, Matt Heppe, Aurora Simmons y Kate Boggs. Gracias a vosotros, este es un libro mejor.
Christine Szego y el personal y la dirección de mi librería habitual, Bakka-Phoenix, de Toronto, también merecen mi agradecimiento, pues suelo entrar en ella y soltar peroratas de quince minutos sobre argumentos, personajes, diálogos o meras noticias —escribir es un trabajo solitario, y es bueno tener con quien hablar—. Y ellos saben hacer grandes lanzamientos de libros.
Como de costumbre, este libro se ha escrito, casi palabra por palabra, en el Luna Café de Toronto, donde me siento en mi mesa, ocupo otra mesa con el Classical Atlas, de Barrington, y, a pesar de ello, me sirven un café excepcional, con buen humor y una excelente comida a diario.
¿No es raro que los autores dejen siempre a su familia para el final? Es, en efecto, lo que suele hacerse. Así que yo también lo haré, aunque debería mencionar a mi esposa en cada una de las etapas; después de todo, ella es también una recreadora, ha hecho útiles observaciones sobre toda clase de cosas que ambos hemos leído (lo que realmente me viene a la mente, sin embargo, son los tejidos atenienses) y, además, más aun que la señora Szego, Sarah tiene que escuchar mis interminables muestras de entusiasmo acerca de la historia mientras escribo (la palabra ¿sabes?, probablemente le cause más horror que cualquier otra cosa que se pueda pensar). Mi hija, Beatrice, es también recreadora, y su capacidad de retratar la vida de una niña real es asombrosa. Mi padre, Kenneth Cameron, me enseñó la mayor parte de las cosas que sé acerca de escribir y continúa dándome excelentes consejos y escuchando mis quejas sobre el proceso, lo que puede ser el mayor servicio.
Dicho esto, es difícil decir exactamente qué puedo reclamar para mí, si le gusta este libro. He tenido mucha ayuda y la aprecio. Gracias. Y si encuentra palabras mal escritas, indicaciones de navegación inexactas y errores históricos, entonces sabrá que yo también he puesto algo de mi parte. Porque todos los fallos son exclusivamente míos.
Toronto, marzo de 2010