Así me había recuperado de mis heridas cuando salí cansinamente de la pasarela de mi barco como un anciano y bajé renqueando a la playa de El Pireo. Las rojas heridas estaban cerradas y los cardenales habían perdido intensidad, pero el agujero negro donde habían estado mis tripas nunca llegó a cerrarse.
Heracleides me desembarcó del Briseida y me abrazó como a un hermano. Para ser sincero, nunca llegué a perdonarle que le vendiera a Milcíades la información del valor de los rescates, pero, a su modo, me había hecho un favor, mostrándome para quién trabajaba yo y qué vida llevaría. Así que, cuando bajé cojeando la pasarela, me volví y le cogí la mano.
—Lleva este barco a su propietaria y ella te mantendrá en tu puesto de capitán —dije—. Eres demasiado buen hombre para pasarte la vida como pirata y morir boca abajo en la arena. Y no eres suficientemente bueno con el bronce y el hierro para salir vivo. ¿Me has oído, amigo?
Él asintió.
—Llévale este barco a Briseida y estaremos en paz, tú y yo… sin precio de sangre por cierta cuestión surgida en Lesbos. Si no lo entregas, te encontraré. ¿He sido claro?
Detrás de mí, Hermógenes, Idomeneo y un par de esclavos tracios, hombres que yo había tomado como parte del botín, estaban sacando del buque mis pertenencias.
—Sí, señor —dijo él—. Lo juro por todos los dioses, y que las furias me encuentren y me rajen las tripas…
—¡Para! —dije yo—. Me estás haciendo daño. Y nunca jures por las furias.
Y así lo hizo. Lo abracé y él se hizo de nuevo a la mar.
Idomeneo y yo nos quedamos mirando el barco hasta que desapareció tras el gran promontorio.
Él tenía lágrimas en los ojos.
Yo me eché a reír amargamente.
—No te pedí que vinieras conmigo —dije.
Hermógenes lanzó un gruñido.
—Algunas personas tendrían nostalgia de la tortura —dijo—. Voy a alquilar un carro. Tú te lo puedes permitir, señor —añadió. Tenía un reflejo perverso en su mirada—. Mejor olvidar que todo el mundo te llamaba así… para siempre.
Cambié algo de plata por cobre y estaño en la ciudad de Atenas y me picaron las chinches en una horrible tasca, peor que todo lo que había visto desde que me convirtiera en esclavo. Después, emprendimos el regreso a casa.
Un día por las carreteras de Ática y ya recordaba todo demasiado bien: Grecia, tierra de labradores. Todos los hombres eran iguales y los hoscos campesinos no se cuidaban en absoluto de mostrarse arrogantes. Si ponía la mano sobre la empuñadura de mi espada, ellos me devolvían una mirada iracunda. Llegamos a Oinoe y yo miré hacia la torre en la puesta de sol. Acampamos a no mucha distancia de donde mi padre y sus amigos habían detenido a los espartanos. Hermógenes y yo le contamos la historia a Idomeneo y a los dos esclavos, que ya estaban convirtiéndose en parte de la familia. Eran hombres decentes, no demasiado espabilados, duros como clavos. Yo conté cómo murió mi hermano.
Aquella noche lloré. Mírame… aún ahora, lloriqueo.
Escucha, cariño. Ojalá nunca llegues a conocer la pérdida del amor. Pero la conocerás. Yo amaba a pater, por todo, y murió.
Y a mi hermano. Y esas pérdidas nunca tendrán compensación. Tú me perderás a mí, y a tu madre, y a tus hermanos también. Y si los dioses no te favorecen, perderás a un hijo. No, no pretendo ser cruel. Pero aquella noche, con la torre del reloj a nuestra espalda, mientras estaba sentado mirando nuestro carro, lloré por Briseida, por pater, por Arqui, por Hiponacte, por Lejtes. Lloré por los hombres a los que maté en la oscuridad en el campo de batalla de Efeso. Sobre todo, como la mayoría de las personas, lloré por mí mismo.
Cuando me alejé del barco en El Pireo, me alejé de mí mismo —mi reputación, mis riquezas—. Todo se acabó. Volvía a casa a vengar el asesinato de mi padre contra un hombre cuya cara no podía recordar. No porque quisiera, sino porque no podía pensar en otra cosa que hacer.
Creo que lo peor de todo fue la pérdida de Briseida. Creo que llegué a estar seguro de que la tendría, que la llevaría por este paso, al pie del Citerón, me tumbaría con ella en la hierba al lado de la tumba de Leito y la llevaría en mis brazos a través del umbral de la casa de piedra de mi padre.
Sin ella, parecía una acción vacua. No me preocupaba nada.
Cuando empecé a contarte esta historia, prometí que te diría la verdad. Por eso, he aquí una verdad para ti: no me preocupaba demasiado vengar a mi padre. ¡Oh… ya veo la impresión! Escucha, cariño… escuchad todos. Cuando eres joven y escuchas al poeta, haces tuyas las reglas de la vida, las leyes de todos los helenos. Juramentos, dioses, leyes de los dioses y de los hombres.
Cuando me senté con la espalda apoyada en el fuerte de piedra de Oinoe, probablemente hubiese matado a cien hombres. Mi amor había escogido otra vida independiente de mí, y yo había seguido la única llamada que había sentido.
Cada vez que matas a un hombre, la duda crece. Cada vez que capturas un barco, lo vacías de objetos valiosos y te enriqueces con la sangre y el sudor de otros hombres, cada vez que haces esclavo a otro hombre, cada vez que compras a una mujer para tener sexo y te deshaces de ella cuando queda embarazada, tienes que preguntarte: ¿hay leyes? ¿Hay dioses?
Para mí, entonces, no había leyes. No había reglas. Quizá no hubiese dioses. Nada importaba.
La oscuridad de aquella noche era absoluta, incluso en mi recuerdo, y tenía miedo de irme a dormir.
No recuerdo mucho más hasta que llegamos a los pies del Citerón. El día siguiente, como no había dormido, estaba taciturno y malhumorado y, sin embargo, feliz al ir caminando por las pendientes al sur, desde donde podía ver la montaña que había sido mi hogar. El Citerón es un viejo dios, y me alcanzó y tocó la oscuridad.
El carro nos retrasó y estaba anocheciendo cuando llegamos a Pedeis.
Pedeis era la típica población de frontera, con altos precios y una mierda de vino. Dioniso predicó primero sobre las montañas, en Eleutera, y la uva creció allí antes, y mi dinero dice que su culto nunca se extendió a Pedeis. Las chicas eran feas y había un templo de Deméter de madera que era una desgracia para los dioses y para los hombres. Yo gruñí a mis hombres para que se moviesen, atravesamos las calles y acampamos en los campos de piedra al norte de la población.
La guarnición de la frontera, si existía, era tan descuidada que pasamos sin pagar un solo impuesto de carretera, casi sin comentario. Subimos el paso a Eleutera, una pronunciada cuesta arriba en zigzag; nuestro carro ocupaba toda la carretera, por lo que el tráfico más rápido de caminantes y de hombres con bultos montados en burros terminó convirtiéndose en una larga cola detrás de nosotros, como el tren de bagajes de un ejército. Los hombres charlaban con Idomeneo o con Hermógenes. Yo caminaba en silencio.
Encontramos el cuerpo cerca de la cima del paso. El cadáver era de un chico, probablemente un esclavo, de unos doce años. Lo habían asesinado de mala manera, con una serie de tajos en la cara y el cuello hechos con un cuchillo embotado y pesado. Yacía en un charco de su propia sangre en medio de un espacio amplio, cercano a la cima, en el que los carros giraban para iniciar el descenso, donde los hombres educados se echan a un lado para dejar pasar el tráfico más rápido. Había surcos profundos en la roca, donde los antiguos cortaron una carretera para sus carros, y yacía atravesado sobre los surcos de piedra a modo de un sacrificio chapucero.
Era muy lamentable. Tenía la edad que yo cuando estuve por primera vez en la falange. Francamente, desde la madura edad de veintidós años, parecía demasiado pequeño para haber muerto violentamente. ¿Habría tratado de luchar? Yo lo habría hecho.
Yo ya estaba deprimido, y la visión del muchacho muerto casi hizo que se me saltaran las lágrimas. Me arrodillé a su lado y maldije porque su sangre pegajosa manchó mi quitón. Pero estaba decidido a enterrarlo sin saber por qué. En general, dejo los cadáveres a los cuervos.
Lo recogí en mi capa naval, que había contemplado cosas peores que la sangre, y los hombres del resto de la caravana que venían detrás de nuestro lento carro se unieron a mí espontáneamente. De hecho, allí mismo, mi opinión sobre los hombres ganó bastante. Me recordó por qué los griegos son buenos hombres. Limpiamos un espacio y todos los hombres, esclavos o libres, recogieron piedras y levantamos un túmulo en un instante. Le puse monedas en los ojos y otro hombre vertió vino sobre la tumba. Venían cada vez más —debieron de haber estado maldiciendo mi carro durante todo el camino hacia el paso— y todos se unían a nosotros.
Había un hombre pequeño, un calderero que arreglaba ollas, y llevaba un par de burros y a un esclavo joven. Llegó cuando el túmulo estaba medio terminado. Parecía más enfadado que triste. Me llamó la atención y él desvió la mirada.
—¿Lo conoces? —le pregunté.
Había una pareja de korai de Tebas que viajaban al templo de Artemisa de Atenas; estaban lavándose la cara bajo la dirección de su madre. Eran buenas chicas, conscientes de que había muchos hombres alrededor y, sin embargo, sin olvidar sus deberes como mujeres.
Él se encogió de hombros.
—Parece el pais de Empédocles, el sacerdote principal del dios herrero —dijo, e hizo el signo automáticamente; incluso un calderero remendón es, al menos, un iniciado.
Le hice mi signo: era una versión cretense y, probablemente, algo diferente, pero él se dio cuenta de que yo era un iniciado y algo más, y se acercó.
—Conozco a Empédocles —dije. Era como recordar otra vida. Empédocles, el sacerdote, y su lente mágica. Miré al calderero—. ¿Estás seguro? —le pregunté.
Él asintió y tragó saliva. Pero no tenía miedo de mí ni mucho menos —ningún viajero puede permitirse el lujo de asustarse en la carretera— y llamó a los otros hombres.
—¿Alguien ha oído hablar de ladrones en este paso?
Otros hombres asintieron: un labrador, un comerciante de lanas y un hombre que llevaba una carga de buen vino, todavía en ánforas baratas de las que se utilizan en el mar, cuidadosamente estibadas en un gran carro.
—Hay una banda de ellos —dijo él—, hacia el este.
—¿Secuestraron al sacerdote para pedir rescate? —pregunté.
El esclavo escupió.
—¿Quién sabe lo que quieren? Son matadores de hombres. Son como animales.
Un viejo buhonero, que llevaba un saco de cuero lleno de cosas para vender, puso el costal en el suelo y se frotó la barbilla.
—He oído que estaban al oeste de Eleutera —dijo—. Siempre es mejor darles el dinero —continuó, sin dirigirse a nadie en particular.
Terminamos de levantar el túmulo, cubrimos el rostro del muchacho y cantamos un himno a Deméter; las voces de las chicas sonaban dulces y altas. Lloré de nuevo, aunque no estaba seguro de por qué. Después, dejamos que pasaran los demás hombres y esperamos mientras otra caravana, procedente de Beocia, subía hasta el espacio de giro. El calderero y el buhonero esperaron con nosotros. El calderero se llamaba Tireo, su mirada era huidiza y no se lavaba mucho, pero creo que no era un mal hombre. El buhonero se llamaba Laertes.
Miró con melancolía mi séquito.
—Eres un hombre rico —me dijo.
—Mmmm… —dije yo, de un modo que se parecía mucho al de pater, para mi propia paz mental. Llevaba el collar de lapislázuli y oro de Sardes al cuello y un cinturón de pesados eslabones de oro alrededor de la cintura, bajo el quitón… por mi experiencia, ese es el lugar más seguro para llevar una fortuna—. Tengo dinero —dije.
Él se encogió de hombros.
—A mí nunca se me pega —dijo él—. Gracias por el vino.
El buhonero envalentonó a Tireo, el calderero.
—¿Eres herrero? —preguntó de repente—. No pareces un herrero —dijo—. Perdón, maestro. Demasiado a menudo digo lo que se me viene a la cabeza.
Yo me encogí de hombros.
—Puedo martillear una buena plancha —dije—. Sé reparar un casco. Hago una copa bonita y sencilla —añadí, y sonreí, pensando en mi última tentativa con un casco en el taller de Hefestión, en Creta… mi primera sonrisa en un día, creo.
—¿Busca un aprendiz? —preguntó, entusiasmado, confundiendo mi declaración fáctica con falsa modestia.
—No —dije—. Pero si me ayudáis a bajar el paso con el carro, os gratificaré a los dos con una buena comida.
Él se encogió de hombros. Laertes dibujó una sonrisa lobuna. Ya me había dado cuenta de que vivía al día.
—¡Hecho! —dijo.
Y le dimos la vuelta al carro, uncimos la yunta al revés y comenzamos a bajar, frenando entre los seis el carro y dejando la nueva tumba bajo el sol de la tarde.
El trabajo de frenar un carro en una bajada te hace sudar, pero muchas manos lo hacen más liviano, y mi humor había cambiado. Por eso, hice bromas, elogié el trabajo de los dos tracios y, en definitiva, éramos una tripulación diferente cuando entramos en Eleutera que al salir de Pedeis. También íbamos más deprisa y había mucha luz en el cielo. Eleutera está en Beocia, cariño. Allí, los hombres hablan como hay que hablar, las mujeres tienen el aspecto que tienen que tener y la cebada es más dulce. ¿Qué puedo decir? Soy beocio, cariño. En Eleutera me sentí como en casa y mi estado de ánimo se elevó de nuevo. Los hombres nos dijeron que Eleutera se llamaba así porque los esclavos fugitivos de Beocia eran libres cuando llegaban allí y me sentí como un hombre más libre, bebiendo el vino. Si hubiese sido esclavo cerca de casa, en vez de al otro lado del océano, en Asia, me gusta pensar que habría huido la primera noche en la que no me hubieran vigilado.
Entramos los siete en la mayor taberna, llamamos al propietario y puse un darico de oro encima de la mesa. Después, utilicé la espada para partirlo en dos y darle la mitad.
—Quiero una comida —dije—, una comida realmente buena, y un vino que no sea como la meada de vaca, y almendras dulces con miel. Quiero paja limpia, comida para mis animales y nada de mierda.
Con la mitad de un darico de oro tendría que haber comprado toda su aldea, pero nos proporcionó una comida pasable y una bonita niña para atendernos y prestamos un servicio descaradamente servil. Y el vino era el vino de casa, no la maravilla del vino quiano, pero un vino bueno y fuerte. El calderero estaba agradecido y agradable, pero el buhonero se mostraba huraño. No me gustaba.
Mi medio darico de oro atrajo al basileus por la mañana. Era un hombre mayor y no realmente el poder de la ciudad; los atenienses eran entonces los amos de Eleutera a todos los efectos y él era una marioneta.
Era un viejo aristócrata y estaba esperándonos en el patio de la taberna. Me miró de arriba abajo, vio las manchas de sangre en mi quitón y sacó unas conclusiones erróneas.
—¿De dónde venís? —inquirió. Estaban dos hombres con él y llevaban espadas.
Yo me encogí de hombros.
—De aquí y de allí, señor —dije.
—Responde —exigió.
Hizo que me enfadase y me gustó, porque la oscuridad había sido muy pesada.
—Sirvo a Milcíades —dije—. ¿Os dice algo eso?
Desde luego que le decía. Todo su comportamiento cambió por completo. Se adelantó y me ofreció su mano, y nos las estrechamos.
—Os presento mis disculpas, señor —dijo—. Tengo que enfrentarme a una plaga de bandidos —añadió, señalando las manchas de sangre de mi quitón—. Yo pensé…
Asentí.
—Ayer, los bandidos asesinaron a un chico en el paso —dije yo, y le conté lo que sabía. Tireo añadió lo que sabía él y el basileus sacudió la cabeza.
—Son mala gente —dijo—. Antiguos soldados, o eso me han dicho. —Miró a mis hombres; después, a los otros dos viajeros, y después, mi collar… Veía cómo lo asimilaba todo—. ¿Sois de la zona, señor? —preguntó educadamente.
De repente, pensé que sabía dónde estarían los bandidos. Pero contuve mi lengua, mirando solo a los dos viajeros con repentino interés. Y el viejo basileus me desconcertó. Había estado fuera diez años y, en mi primer día en Beocia, un aristócrata me confundía con uno de los suyos.
—De Platea —dije.
—¡Ah! —dijo él, como si se hubiera resuelto algún misterio—. Y estos bandidos están operando desde el sur de Platea. ¿Vais a enfrentarse con ellos? ¿Os envía Milcíades? —preguntó. Su alivio era palpable. Un problema trasladado es un problema resuelto y ya está.
Idomeneo se animó. La perspectiva de la violencia restauraba su fe en el logos, o lo que se tomara por el logos en el mundo de Creta.
Ya sabes, zugater, a veces el destino habla en voz alta, y a veces tenemos que ser los hombres que otros hombres esperan que seamos. Y el viejo Empédocles, si en realidad era él, se merecía algo de mi parte.
Francamente, era bueno tener una misión sencilla. Me permitía posponer la vuelta a casa otro día o dos.
Incluso Hermógenes asintió. Los bandidos eran los bandidos.
—Sí —dije—. Es decir, no es el motivo por el que estoy aquí, pero me ocuparé de los bandidos.
Todos sonrieron, excepto el calderero, que parecía confuso, y el buhonero, aunque aparentemente su porte huraño era habitual en él.
Sacamos uncidos nuestros bueyes e iniciamos el largo camino a Platea. Había una carretera corta, por el valle del Asopo, y una larga por la falda de la montaña. La vía larga pasaba por la ermita del héroe y bajaba por las tierras de mí padre. La vía corta era más rápida. Sin embargo, no me sorprendió cuando los otros dos viajeros siguieron con nosotros en la bifurcación hacia la montaña. No me sorprendió nada en absoluto.
—¡Dijiste que eras herrero! —dijo el calderero después de dejar Eleutera.
—Sí —dije.
—Pero él cree que eres una especie de aristócrata —dijo el buhonero, como si estuviese engañándolo intencionadamente.
—Mmmm… —dije.
Cruzamos el Asopo en silencio y emprendimos la larga subida hacia la ermita del héroe. Cuando llegamos al primer bosquecillo de grandes robles, aparté el carro a un lado.
—Arma —les dije a Idomeneo y a Hermógenes.
El calderero nos miraba como si estuviésemos representando un drama religioso, con ojos como platos, como los de una chica. Los dos tracios eran esclavos, por supuesto. Pero los llevé a mi lado, llevando cada uno de ellos un machete y una jabalina.
—Apoyadme y estaréis mucho más cerca de ser libres —les dije. Con los tracios es fácil: ellos arman a sus propios esclavos, y un esclavo audaz puede ser liberado mucho antes que el que se queda atrás. Cogieron las armas como si fuesen a una fiesta.
—Espadas al cinto, lanzas sobre el carro y una capa sobre todo —dije.
Me acerqué al buhonero y al calderero.
—Vosotros dos quizá queráis marcharos —dije. Miré fijamente al buhonero—. Especialmente tú.
Él desvió la vista para no cruzarla con la mía.
—¡Oh, sé cuidar de mí mismo! —dijo.
—Mmmm… —dije, y me volví a Tireo, el calderero.
Él miró alrededor.
—¿Dejarás… que me vaya?
Recuerdo que me eché a reír. Debíamos de ser una banda lúgubre cuando nos pusimos nuestras armaduras, porque estaba aterrorizado.
—Nosotros no somos los ladrones —dije. Y después, eso mismo me impactó… no éramos los ladrones allí. En realidad, me cortó la respiración. Estos ladrones, estos hombres del Citerón que robaban a los viajeros, solo estaban haciendo lo que nosotros estuvimos haciéndoles a los barcos fenicios durante años.
Excepto que ellos tomaban presas por su cuenta, y no lo hacían muy bien.
Tireo me miró.
Debí de hacer alguna mueca, porque él se estremeció. Pero después abrí las manos.
—Intento rescatar al viejo sacerdote y dejar el paso libre de ladrones —dije.
El buhonero hizo un ruido.
Tireo abrió su clámide y dejó ver una espada corta o un machete.
—Soy servidor del dios —dijo—. Y quizá eso cambie mi suerte.
Quizá pensara que, siguiéndome, podría conseguir un trabajo.
—¿Todo el mundo está preparado? —dije.
Subimos por la carretera, con los bueyes tirando trabajosamente. El cielo pasó del azul a un gris plomizo en el tiempo que nos llevó subir la mitad de la cuesta y empezó a llover, una lluvia lenta y fría.
—¿Qué hacemos si tienen arcos? —preguntó Idomeneo—. Tendría que explorar el terreno.
Yo negué con la cabeza.
—No tienen arcos —dije—. A aquel muchacho lo mataron con un kopis —añadí, y me encogí de hombros—. Son mercenarios. Están utilizando la antigua ermita como guarida, porque todos los hombres duros solían ir allí cuando Calcas era el sacerdote.
En mi cabeza, se estaban reafirmando el imperio de la ley y los mismos dioses, y pensaba que debía de haber pasado demasiado tiempo desde que el héroe había tenido su sacrificio.
Desde Oinoe, había ido pensando en el logos. En lo que decía Heráclito de que los hombres solo podían llegar a la sabiduría a través del fuego. En que la disputa era la dueña de todo y que el cambio era el camino. Pero, sobre todo, pensaba en lo que me dijo cuando me reprendió por golpear a Diomedes:
«Para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses».
Caminaba con dificultad a través de la lluvia cada vez más intensa y pensé en el fuego.
Hermógenes se acercó y se puso a mi lado.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Encontrar a los bandidos y enseñarles algo de filosofía —dije yo.
Idomeneo se echó a reír.
Yo negué con la cabeza. Llevaba un gorro beocio de fieltro denso que había comprado aquella mañana en un puesto, y era más una esponja que un sombrero, por lo que me lo quité y lo retorcí.
—Eso es exactamente lo que vamos a hacer —dije.
—Estás loco —dijo Idomeneo. Volvió a reírse—. ¡Hagámosles escuchar el canto del bronce! —gritó—. ¿Quién da una mierda por la filosofía?
—Tú eres el loco —dije yo, y volví a la carretera.
Subimos y subimos. No me preocupaba que pudieran atacarnos en la ladera. Los bandidos son gente perezosa. Querrían el carro en la cima, y yo conocía esa montaña como los callos de la mano de mi espada. Estaba la cima de la carretera y después una ligera hondonada que estaría llena de barro y agua al final del otoño, y ellos esperarían en los grandes árboles que la rodeaban.
Inmediatamente antes de la cima, detuve el carro como lo haría un hombre que estuviera demasiado cansado para seguir. Mis sandalias estaban llenas de barro y los bueyes parecían tan abatidos como nos sentíamos nosotros mismos.
Idomeneo hizo una mueca.
—Yo no robaría a nadie en un día como este —dijo—. Me quedaría en un agradable y mullido diván con una copa de vino en la mano.
Hermógenes le dio un codazo.
—¿Por qué estás aquí, entonces, eh? Yo sé por qué estoy aquí y sé por qué está aquí Arímnestos. Y no creo que los esclavos tengan otra opción. Y el calderero cree que en ello va una comida. ¡Tú, tú eres el loco, cretense!
—Arímnestos es mi señor —proclamó el cretense—. Además, donde él vaya, hay sangre, océanos de ella. Nunca hay un momento gris. Lo verás. Lo dudaba los primeros días fuera de Atenas… pero aquí estamos.
Me estremecí ante su descripción de mí.
Pero reconocí que era así.
—Dejad ahora el carro —dije. Me volví al calderero—. Quédate aquí con los animales. Nosotros haremos el trabajo.
El buhonero estaba mirando a Idomeneo. Estampé el puño en la oreja del buhonero y cayó como un sacrificio.
Ya lo ves, ¿no, zugater?
El calderero se puso blanco, apoyó la espalda en un árbol y desenvainó su espada.
—No te preocupes —dije. Recogí el paquete del buhonero y lo tiré. Estaba lleno de trapos y nada más—. Él es el observador de los bandidos —dije—. Átalo y no dejes que se vaya. Volveremos.
No protestó, y yo saqué mi pequeña banda de la carretera, colina arriba. La pendiente aumenta por encima de la vía y nos llevó un rato. Las huellas de los ciervos habían cambiado, por supuesto, pero subimos a la pequeña pradera donde Calcas mató en una ocasión un lobo y presté atención a los sonidos que llegaban de abajo. El único punto débil de mi plan eran el calderero y nuestro carro.
Desde arriba, podíamos ver a los emboscados, incluso a través de la lluvia. A los dioses les encanta la ironía y, en la mejor tradición de sus carcajadas, el carro y los emboscados distaban entre sí un estadio o menos, por lo que podíamos ver a Tireo paseando nervioso y a los bandidos en los árboles, esperando un carro que no llegaba.
—Yo iré derecho colina abajo —dije—. Tú condúcelos.
Quizá parezca una tontería que yo fuese a enfrentarme solo a los bandidos, utilizando a mis hombres como batidores. Yo estaba en un lugar extraño y quería luchar. Me dije a mí mismo que dejaría que esto tomara la decisión por mí… ladrón contra ladrón, por así decir. Si yo caía, se acabó.
Otra voz decía que, en efecto, no hacían falta dioses, porque había pocos hombres en Grecia que pudieran hacerme frente. Quizá ninguno.
Y cuando empecé a echar abajo la colina, las hojas mojadas volaban bajo mis botas, sentí a mi lado al viejo Calcas. ¿Cuántas veces habíamos corrido juntos, él y yo, a través de aquellos bosques, persiguiendo alguna presa?
Los bandidos vieron primero a Idomeneo, como yo pretendía. Les llevó demasiado tiempo darse cuenta de que no era un labrador con el que se encontraran por casualidad: este era real. El hombre del final salió de su escondite y alertó a los otros; inmediatamente, estaba en el suelo; su agonía fue mejor advertencia que sus gritos.
Hermógenes apareció tras una roca, corriendo fuerte, y lanzó una jabalina.
Después, yo caí sobre ellos. El bandido que estaba más cerca de mí era un imbécil y ni siquiera me vio ni me oyó, al centrar toda su atención en la crisis que se vivía al otro extremo de la emboscada.
No tenían armaduras y parecían más esclavos huidos que mercenarios, aunque la línea entre ambos puede ser muy tenue. Le metí la punta de la lanza entre los riñones y seguí corriendo.
Toda la banda había salido de sus escondites. Eran una docena y corrían hacia la carretera, como haría un ciervo asustado, pero yo estaba antes en la calzada, entre ellos y el carro, y los dos tracios estaban al otro lado de la vía. Eramos cinco contra doce, pero no cabía la menor duda del resultado.
Cuando murieron otros dos bajo mi lanza, cayeron en la hondonada llena de barro en la que habían pensado capturar mi carro.
Me detuve y enjugué la hoja de mi lanza en un trozo de tela aceitosa que llevaba en mi bolsa.
—¡Rendios! —dije—. Rendios u os mataré a todos.
—No puedes matarnos a todos —dijo uno que tenía una cicatriz considerable. Tenía una buena espada, un kopis.
—Tienes razón —dije—. Mis amigos tendrían que matar a un par de los vuestros.
Temblaban como ovejas.
—¡Rendios! —dije—. Soy Arímnestos de Platea. Si tiráis vuestras armas, os perdonaré vuestras vidas, por Zeus Sóter.
El hombre que llevaba el kopis arrojó su lanza contra Hermógenes y salió disparado, corriendo hacia la cuesta y colina abajo. Hermógenes esquivó la punta de la lanza, pero el astil le dio en la sien y cayó al suelo. Otro bandido salió corriendo colina abajo, pero el tracio que estaba más cerca lo alanceó como un pescador en un río, y el resto arrojaron sus armas.
—Reteñios aquí —dije. Tenía a Calcas en mí cabeza y sabía lo que iba a pasar como si lo hubiese leído en un manuscrito.
Corrí colina abajo tras el hombre de la espada. Me llevaba mucha ventaja. Pero sabía adonde iba y quería encontrarlo allí.
Corrí con facilidad, siguiendo el contorno del Citerón, manteniéndome en alto sobre la falda y, tras dos estadios de carrera entre arbustos, llegué al sendero que solía utilizar para trepar a la montaña de niño, y corrí hacia abajo, más ligero que un águila.
Era extraño, pero al principio sentí a Calcas a mi lado y después lo sentí dentro de mí. Yo era Calcas. O quizá, me había convertido en Calcas.
Pasé la cabaña, corriendo en silencio sobre el mantillo, y tenía el tiempo justo para aflojar el paso al borde de la tumba cuando mi presa salió del bosque frente a mí, con los ojos desaforados por el pánico que le infundían los fantasmas que lo seguían a través de los bosques; yo esperaba al muchacho que había en él. Y el pánico de su cara explotó como una roca caliente lanzada al agua cuando me vio. Levantó la espada, la misma espada que utilizó para matar al muchacho en la cima del paso, y trató de asestarme un tajo. Lo rechacé por alto y rehusé cederle terreno, por lo que chocó con mi cadera… Yo lo hice girar, nuestros cuerpos quedaron pegados por su inercia y con la cadera lo empujé muy suavemente, y fue atravesando despatarrado las losas del recinto de la tumba del héroe. Su cabeza dio con una piedra y su mano de la espada se golpeó con otra con tanta fuerza que el kopis se le cayó de la mano, como si se lo hubiese quitado el mismo héroe.
Trató de levantarse, poniéndose a cuatro patas, como un animal, y yo agarré su pelo grasiento con mi puño izquierdo y lo sacrifiqué, cortándole el cuello, de manera que su vida se desparramó sobre las losas frías y húmedas y el héroe bebió su sangre como hacía con los malos hombres que Calcas enviaba a lo oscuro.
Enjugué mi espada en su quitón y fui a la cabaña, tal como estaba. Los años no la habían tratado bien, y los bandidos habían matado salvajemente un ciervo y dejado el cuerpo colgado para que se pudriese al lado de la ventana de asta, los muy idiotas.
Una puerta ruinosa estaba abierta. Dentro, había dos mujeres aferradas al sacerdote. Ellas retrocedieron ante mí.
—¿Empédocles? —pregunté con discreción. Y entonces, cuando él todavía miraba desesperado y asustado, esbocé una sonrisa—. Es un rescate —dije.
—Ellos cogieron mi copa —dijo débilmente, y se desmayó.
Cuando dejó de llover, éramos una muchedumbre. Teníamos a nueve prisioneros y seis de nosotros, las dos mujeres y el sacerdote. Él no estaba en buenas condiciones —tenía fiebre y lo habían maltratado; tenía quemaduras—, pero era un hombre fuerte y me sonrió.
—Has recorrido un largo camino, ¿eh, aprendiz? —dijo cuando le hice el signo del oficial.
Estaba tumbado en el catre. Habíamos limpiado la cabaña y yo había encontrado su copa, la magnífica copa que le había hecho mi padre, en la bolsa de cuero del jefe. Los tracios estaban entretenidos reconstruyendo la puerta mientras Hermógenes e Idomeneo estaban cazando para tener carne. Él frunció el ceño.
—¿Dónde aprendiste ese signo?
Me arrodillé a su lado.
—En Creta, padre —dije.
Él tosió.
—¿Creta? ¡Por todos los dioses, muchacho… lo habrías hecho mejor en Tebas! —dijo, y tosió de nuevo—. Aquí… dame la mano. Éste es el signo en Beocia.
Después estuvo tumbado tanto tiempo que pensé que estaba dormido o muerto. Pero, cuando eché mi capa sobre él, dibujó una sonrisa.
—Te vi —dijo.
—¿Padre? —pregunté.
—Sacrificaste al bastardo —dijo—. ¡Por Zeus, me asustaste, hijo!
Dimos de comer a todos con carne de ciervo y cebada de nuestro carro. Dejé que los prisioneros se cocieran en su miedo. El calderero se quedó conmigo y me sirvió tanto de ayuda que quise que se quedase.
Dejé el cuerpo de su jefe en el umbral del recinto, para que su final les quedase claro a todos ellos. Dejé que se preguntasen cómo había ocurrido. La justicia divina adopta muchas formas. Yo acababa de aprender esa lección, que me estaba tranquilizando; la oscuridad de tres días antes era ya un recuerdo. Y ver a Empédocles, aun anciano y malherido, fue un tónico. Me recordó que esta vida —Beocia, un mundo con cosechas ordenadas y labradores fuertes, un ciclo de festividades, una ermita local— era real. No era un sueño de juventud.
Idomeneo quería matarlos a todos. Por supuesto, eso es lo que yo hubiese hecho en la mar. Mi renuencia lo desconcertaba.
—Diferentes lugares tienen diferentes reglas —le dije.
Él asintió, contento porque hubiese alguna razón.
—No tuvo mucho de combate —dijo él.
—No estoy aquí para combatir —dije—. Puedo volver a la fragua. Y al campo.
Había terminado su carne de ciervo y estábamos compartiendo el vino de su copa mastos. Se estremeció como si le hubiese dado un tajo.
—Ése no eres tú, señor —dijo—. ¡Tú no eres un agricultor! ¡Tú eres la Lanza! ¡Arímnestos, la Lanza! Los hombres se cagan antes de enfrentarse contigo. ¡Tú no puedes ser un herrero!
—¡Estoy cansado de matar! —le dije.
Por la mañana, me senté en un tablón con todos los prisioneros. Eran un grupo inútil, hombres golpeados de todas las maneras, pero se habían comportado como animales cuando tenían la oportunidad violando a las mujeres que habían capturado, quemando a Empédocles y solo los dioses sabían cuántas víctimas más habría en las tumbas superficiales que estaban detrás de la del héroe.
—Sois hombres acabados —dije.
Ellos me miraban desanimados, esperando la muerte.
—Trataré de corregiros —dije.
Un hombre, un sucio rubio, sonrió.
—¿Qué nos harás hacer? —preguntó, aspirando ya a congraciarse con el conquistador.
—Empezaremos con el trabajo —dije—. Si me disgustáis o desobedecéis, el castigo será la muerte. No habrá otro castigo. ¿Entendéis?
—¿Nos dará de comer, amo? —dijo otro hombre.
—Sí —dije. Aquellos hombres eran peligrosos. Tan lejos de la virtud que enseñaba Heráclito como Briseida de una vieja bruja de El Pireo. Pero comprendía que la principal diferencia entre nosotros era que mi mano todavía sostenía una espada.
Su primera tarea fue cavar las tumbas superficiales. Había quince, diez hombres y cinco mujeres. Ninguno de los cadáveres era muy viejo, y la tarea los horrorizó. Eso me agradó.
Hicimos una pira y purificamos los cuerpos, y después enviamos sus espíritus al inframundo vengados, al modo antiguo, al menos en Beocia, y sus cenizas las dejamos en la tumba del héroe, donde podrían compartir la sangre del criminal, o así se lo entendí a Calcas. Las mujeres lloraron cuando vertí el aceite que teníamos sobre los cuerpos. Las dos que sobrevivieron habían conocido a algunas de las otras.
No les hice ninguna pregunta.
Nos llevó tres días reparar la cabaña y deshacernos de las víctimas. Rastrillamos el patio, cortamos leña y limpiamos la tumba. Yo vertí vino en el sepulcro de Calcas todos los días.
Todas las noches, me acostaba despierto, pensando.
Al tercer día, remitió la fiebre de Empédocles y comenzó a recuperarse rápidamente.
Aquella noche, vino Hermógenes y se sentó a mi lado mientras yo miraba las estrellas que brillaban en el claro que había al lado de la tumba.
—Comprendo —dijo.
Puse mi mano sobre la suya.
—Gracias —dije.
—Pero hay que hacerlo —dijo él.
—Tenía que poner en orden mi propia casa —dije— antes de ir a la de mi padre.
—Ésta no es tu casa —me dijo. Hermógenes vivía en un mundo muy literal.
—Sí —dije—. Ésta es mi casa.
Las dos mujeres habían sido esclavas en unas tierras al otro lado del río. Tras algunas conversaciones y algunas respuestas vacilantes, fijé con Hermógenes un plan de acción.
Dejé a Idomeneo en la ermita. ¡Ah, zugater, sonríes! Bien puedes sonreír. Lo dejé con los tracios como ayudantes, y les dije a los tracios que estaban a medio camino de su libertad. Ambos asintieron como hombres serios que eran. Tireo vino; ya por entonces era oikía, uno de los míos.
Dejé mi armadura y todas mis armas, excepto mi buena lanza. En Beocia, un hombre serio puede salir a la calle con una lanza. Yo llevaba un buen quitón de lana y mi única concesión a mi vida reciente era el collar.
Metí a Empédocles en el carro con las dos mujeres y bajé de la montaña, atravesé el valle y subí la colina.
Me detuve en la bifurcación en la que un camino subía a la colina, el camino de mi infancia. Otro descendía y se alejaba, adentrándose en las tierras llanas a la orilla del río: el camino de Epicteto. Aun solo, o con Hermógenes, sabía que podía subir por la senda dorada hasta la casa de mi padre, cubrirla de sangre y hacerla mía en una hora. Estuve allí el tiempo suficiente, a pesar de mi resolución, para que Hermógenes se aclarara, nervioso, la garganta, y me di cuenta de que estaba parado con la mano en la empuñadura de mi espada.
Después volví la espalda al camino de la casa de mi padre y caminé colina abajo.
Al llegar al patio de Epicteto, me sentí en gran medida como Odiseo, sobre todo cuando un perro de la casa se acercó y me olió la mano, se volvió y dio un ladrido amistoso, no un grito de alegría, sino un ladrido de aceptación.
Peneleo, el hijo más joven del hombre mayor, bajó al patio desde el balcón de las mujeres. Su expresión era reservada. Después, admitió que no tenía ni idea de quién era yo. Pero reconoció a Hermógenes.
—¡Ha llegado un amigo! —dijo en voz alta. Vi un arco que se movía en otra ventana, y me di cuenta de que los bandidos debían de haber robado en esas haciendas. Yo puedo ser bastante tonto.
—¡Peneleo! —lo llamé—. Soy yo… Arímnestos.
Al principio, fue como si hubiese visto un fantasma; después nos abrazamos, aunque nunca habíamos estado tan cerca. Y sus hermanos bajaron al patio; el mayor llevaba un arco.
—¡Estás vivo! —dijo—. ¡Tu hermana se va a volver loca!
Y después, el mismo hombre mayor bajó al patio.
—¡No parecen ladrones! —dijo con voz de anciano.
Era duro ver a Epicteto como un anciano. Claro que, de niño, yo pensaba que era más viejo que andar para atrás, pero lo había visto de otra manera en Oinoe. Estaba empezando a doblarse por la cintura y llevaba un pesado bastón, pero su espalda se enderezó cuando me vio y los brazos que me rodearon eran fuertes.
—Has vuelto —dijo, como si acabara de cerrar un trato difícil, pero bueno. Se acercó y toqueteó mi collar—. ¡Uh! —dijo. Pero me dio la mitad inferior de una sonrisa que ocultaba un gruñido—. ¿Qué te conservó vivo? —preguntó.
—Fui tomado como esclavo —dije.
—¡Uh! —dijo con una voz diferente. Él había comenzado como esclavo. Entonces, puso la cabeza sobre el extremo de la caja del carro—. ¡Cuenta! —dijo.
—Acabamos con los bandidos —dijo Hermógenes.
Todavía lo estaban abrazando, ahora una bandada de doncellas beocias, las hijas de Epicteto. La mayor, que una vez fuera ofrecida para mí, era una matrona que llevaba cinco años casada con el hijo mayor de Draco, y tenía un hijo de pelo rubio, de cinco años, y una hija de cuatro.
Al mirarla, me quedé parado, porque verla era como vivir otra vida. No se trataba ni siquiera de que yo la hubiese amado; simplemente, que, en otro de los infinitos mundos de Heráclito, yo podría haberme casado con ella y aquellos habrían sido mis hijos y en mi espada no habría habido más sangre que la correspondiente al sacrificio anual. Aquel otro mundo parecía real cuando la miraba a ella y a sus hijos.
Epicteto el Joven, ahora un hombre alto de barba cerrada, sacó a las dos esclavas del carro.
—De Zera —dijo—. Los bandidos la asesinaron y cogieron a todas sus mujeres… y a sus esclavas —añadió, y me miró—. Supongo que ahora son tuyas.
Eso detuvo toda conversación.
—Simón tiene las tierras de mi padre —dije en medio del silencio.
—Sí —dijo Epicteto el Viejo.
Yo asentí.
—Él mató a mi padre —dije yo—. Una puñalada en la espalda mientras tú combatías contra los hombres de Eretria.
Todos los hombres presentes se estremecieron. El silencio fue extendiéndose, y entonces el viejo Epicteto asintió.
—Eso pensé —dijo, y escupió.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Peneleo.
—¿Tú acabaste con los bandidos? —preguntó Epicteto el Joven—. ¿Tú y… quién?
Su padre lo entendió.
—¿Vas a matarlo? —preguntó.
A Epicteto no le preocupaba siquiera dónde había estado yo, cómo había acabado con los bandidos… nada de eso importaba. Él tenía mi mano derecha en la suya, y los callos de la palma de mi mano le dijeron todo lo que necesitaba saber.
Su pregunta devolvió el silencio al patio.
Yo ayudé a su hijo a bajar al sacerdote del carro.
—He venido a hablarte de eso precisamente —dije.
—¿Quieres que lo convoquemos ante la asamblea? —preguntó Epicteto más tarde, ante la sopa de alubias.
Yo asentí.
Hermógenes se encogió de hombros.
—Creí que íbamos a ir a matarlo —dijo disculpándose.
—¿Y después qué? —pregunté—. ¿Iniciar una cuadrilla de bandidos? Esto es Beocia, no Jonia. ¿Qué diría el arconte si yo lo asesinara y me fuera a la hacienda? ¿Y no se ha casado con mi madre? Tiene hijos… ¿los mato también?
—Sí —dijo Peneleo—. Todos bastardos. Perdón, madre.
Yo negué con la cabeza.
—La ley —dije.
Empédocles estaba sentado, tomando caldo. Vio a través de mí como si yo fuese un vidrio de asta.
—Puedes hacerlo —dijo él—. Compra a algunos jueces con esa chuchería que llevas en el cuello. Los hombres que nos rodean te recuerdan a ti y recuerdan a tu padre. Él murió luchando por la ciudad, todo el mundo lo sabe. ¡Hades, soy de Tebas y lo sé! Mata al bastardo y su camada, si debes. Nadie te acusará de nada.
Yo estaba anonadado.
—Tú eres el filósofo.
Empédocles sacudió la cabeza.
—Me interesa saber cómo funciona el mundo —dijo—. Y presto atención a las palabras de Pitágoras: «No hay leyes sino éstas: haz el bien a tus amigos y haz daño a tus enemigos».
Epicteto el Viejo me miró como si yo fuera una buena vaca lechera en una subasta.
—¿Piensas vivir aquí —preguntó—, o vas a irte de nuevo?
—Vivir aquí —dije.
Él asintió.
—Asamblea, entonces —decidió. Miró alrededor de su mesa, absolutamente amo en su propia casa—. No se hablará de esto hasta la asamblea. Yo me encargaré de ello. Después de todo, el arconte fue amigo de tu padre.
—¿Mirón? —pregunté.
Epicteto asintió.
—Su hijo se casó con mi segunda hija —dijo. Miró a Peneleo y el joven se ruborizó.
—Por supuesto, yo iré —dijo. Su padre redactó un mensaje en letras gruesas y Peneleo la llevó a través de los campos a la luz del anochecer.
—¿Realmente vas a quedarte? —preguntó Epicteto mientras miraba a su hijo que se alejaba.
—Claro que sí —dijo Hermógenes.
Mirón convocó la asamblea con el pretexto —era cierto, en realidad— de que había noticias de Atenas. En una población de menos de cuatro mil ciudadanos, puedes convocar la asamblea antes de la puesta de sol y esperar que la mayoría de los ciudadanos esté bajo las murallas, en el viejo olivar, cuando salga el sol.
Yo no dormí mucho y, cuando lo hice, Calcas me visitó desde los muertos y me dijo en voz de cuervo que yo no era agricultor.
Yo ya lo sabía.
Me desperté a la hora fría anterior al alba, me afeité cuidadosamente a la luz de la lámpara con un espejo de mujer y llevé a Hermógenes a la colina. Esperamos entre los olivos al lado de la bifurcación, como hacíamos de niños, hasta que vimos a su padre que bajaba la colina, solo, andando con paso rápido con un bastón. Y entonces, detrás de él, escandalosos como cuervos siguiendo a un cuervo, iban Simón y sus hijos, cuatro de ellos.
Puse en peligro todo mi futuro riéndome en voz alta. ¡Cuánto más fácil habría sido acabar con los bandidos, cruzar el valle, masacrar a este cuervo estúpido y a toda su gente y echar la culpa a los criminales! Los hombres quizá habrían sospechado la verdad… los hombres habrían sabido que era por venganza.
Pero «para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses», me había dicho Heráclito. Me llevó unos años verlo. Yo no quería ser un hombre sin tierra ni un rey pirata.
Y sin embargo, recuerdo haber pensado: «Aun ahora, podría dejarlos desplomados antes de que el sol se levante la anchura de otro dedo».
Simón dio un respingo al oír la risa, pero después siguió caminando a la ciudad y por primera vez lo odié tan profundamente como merecía ser odiado. Él había asesinado a mi padre y caminaba como un hombre que tiene una vida dura. El bastardo inútil.
Los dejamos que se adelantaran un par de estadios y después los seguimos. Yo quería asegurarme de que estuvieran en la asamblea. Ensayé mi discurso mientras caminaba y festejé mi venganza a la vista de la espalda de Simón.
Alguien había hablado. Lo sé, porque el tiempo que tardé en llegar a la asamblea, la mayoría de los hombres de Platea ya estaban allí, y el silencio era como una cosa viva. Yo estaba muy cerca, detrás de Simón, cuando él y sus hijos atravesaron la acrópolis para llegar al lugar de la reunión. El sol había salido y el mundo era hermoso con el esplendor otoñal. Deméter y Hera tenían un día perfecto, el cielo era azul y la justicia estaba al alcance de mi mano.
Mirón iba vestido de blanco y estaba de pie en la pequeña elevación en la que siempre se colocaba el arconte. Esperó hasta que Simón se incorporó a la multitud. Incluso Simón se dio cuenta de que la gente se apartaba de él y ningún hombre se quedaba cerca. Pero era un hombre hosco, tenía pocos amigos y quizá no esperase otra cosa. Se cruzó de brazos y sus groseros hijos se quedaron a su alrededor.
Recuerdo que se oía una voz una y otra vez: Draco. Estaba tratando de vender un carro a un hombre y no se había percatado del silencio. Estaba oculto por la muchedumbre, pero pasado un momento, comprendió la situación, o quizá un vecino le llamara la atención dándole un codazo.
Yo pretendía ser el último y esperé al lado de un establo, mirando a los que llegaban más tarde, unos bajando deprisa desde las alturas a través de las puertas de las murallas, otros subiendo por las veredas desde los campos de la periferia. Los hijos de Mirón llegaron tarde, todavía masticando pan. Y entonces Epicteto y sus hijos llegaron en grupo, con Empédocles en una litera. Me reuní con ellos y entramos en medio de la asamblea y nos pusimos ante el arconte.
Los hombres me miraban porque yo tenía una lanza. Quizá otros cinco hombres de la multitud tuvieran también lanzas, y eran más de sesenta. Y la mía era magnífica, porque los campesinos rara vez adornan un arma.
Se levantó un murmullo.
Mirón elevó los brazos y el silencio se hizo de nuevo. Después, con otros dos hombres, sacerdotes, sacrificó un carnero.
—Me lo debes —dijo Epicteto en un ronco susurro.
Después, el arconte levantó las manos, enjugó la sangre y se dirigió a la asamblea.
—¡Hombres de Platea! —dijo—. Abro la sesión de la asamblea de la ciudad para que se cumpla la ley.
Le dimos tres cortas ovaciones y después, toda la asamblea de la ciudad cantó el peán.
Yo había imaginado que mi momento vendría inmediatamente, pero, con independencia del tiempo que esperes para la venganza, siempre hay retrasos. En este caso, habían de leerse las actas de una disputa sobre linderos que había que sustanciar. Yo ni siquiera conocía a los hombres implicados.
Mientras zumbaba la voz del viejo Mirón, vi que Bion descubrió a su hijo. Vi el cambio que se producía en su rostro. Y después vi que me miraba.
Su sonrisa era lo bastante amplia para dividir su cara. Desvió la vista, ocultando su reacción a Simón, que no estaba lejos de él, y después comenzó a moverse a través de la muchedumbre, no hacia nosotros, sino para ponerse detrás de Simón.
Simón no se dio cuenta, pero otros hombres habían señalado a Bion —era un hombre popular— y ellos siguieron su mirada, y los hombres empezaron a señalar y mirar a Hermógenes y después a mí.
Draco me vio. Echó atrás la cabeza y se echó a reír.
Mirón llegó al final de la disputa sobre los linderos.
—Otro asunto —dijo—. Noticias de Atenas —añadió, dirigiendo la mirada a la asamblea—. ¿Dónde está el mensajero?
Comencé a avanzar y los hombres me abrieron paso.
—He venido de Atenas —dije—. Y antes, de Asia, donde fui esclavo. He venido para acusar a Simón, hijo de Simón, del asesinato de mi padre… y de venderme como esclavo —dije, me di la vuelta y apunté mi lanza hacia Simón, y se abrió un espacio desde donde yo estaba hasta él.
—¿Cuál puede ser el castigo —pregunté en el silencio— para un hombre que robó la hacienda de mi padre, sus tierras, sus herramientas y a su esposa, después de apuñalarlo por la espalda frente al enemigo?
Simón estaba tan sorprendido que una de sus manos arañó el aire, como para espantar las palabras que yo había dicho.
—¿Quién, de los que están aquí, no conoce a Simón el Cobarde? ¿Cuántos de vosotros mantuvieron sus posiciones frente a los espartanos cuando murió mi hermano en Oinoe? ¿Quién huyó desde el fondo de la falange? ¿Y cuando fuimos contra los tebanos? ¿Quién se escabulló y se quedó atrás? ¿Hay algún hombre aquí que recuerde a Simón manteniendo su posición? Y, cuando nos enfrentamos con los eretrios… yo lo vi apuñalar a pater. Yo lo vi.
—¡Tú! —farfulló. Era casi lo peor que podía haber dicho, porque su sorpresa y su culpabilidad estaban escritas en su cara.
—¡Yo soy Arímnestos de Platea! —bramé con la voz de hacer frente a las tempestades—. ¡Yo acuso a este hombre de asesinato!
Allí perdió su proceso, antes de que abriera la boca para suplicar.
Recuerda, la ley no actúa como un titán vengador. La asamblea votó para oír su caso, y nombró un jurado. Y allí mismo defendimos nuestras posturas… Esto no era Atenas, y nosotros no teníamos oradores a sueldo.
Tampoco teníamos cárcel ni guardias, ni escitas para coger a un hombre y amarrarlo.
Los jurados oyeron nuestras pruebas. Yo tenía algunas y estaba decidido a utilizar lo que había aprendido en Efeso y de Milcíades, por lo que llamé a testigos del valor de pater y de la cobardía de Simón, y Simón se retorció y sus hijos lanzaban miradas iracundas. Pero, cuando el sol empezó a ponerse en el cielo, los jurados fueron a sus casas a comer y la muchedumbre se desperdigó, y Simón y sus hijos emprendieron la marcha de regreso a la hacienda por la carretera.
Yo los seguí. Todos los hijos de Epicteto estaban conmigo, y Hermógenes y su padre, y los hijos de Mirón. Salvo la decisión de los jurados, el juicio había terminado. Los seguimos por la carretera y los acosamos hasta que llegaron a mi camino.
—¡Alto! —dije.
Ellos se encogieron.
—Simón —dije, y él se volvió. Estaba temblando. Sus hijos se apartaron de él, creo que con repugnancia.
—Coge tus bártulos y vete —dije—, o la ley te matará.
Él se dio la vuelta dándome la espalda, una sombra del hombre airado que estuvo una vez en el andrón de mi padre. Cariño, creo que lo que había hecho, lo había consumido, hasta que no quedó nada más que una concha airada, como la cara externa del estramonio comido por los gusanos.
Y esta es la lección. ¿Recuerdas que dije, cuando me senté en Oinoe, que había descubierto que puedes matar, violar y forzar a otros a tu voluntad?
Quizá puedas durante algún tiempo. Pero los dioses están allí. Ellos observan. No hacía falta que yo castigara a Simonalkes. Él llevaba en su rostro su fracaso, su cobardía, su alienación. Él no era plateo, aunque hubiese ocupado mi casa mientras yo era esclavo. Y yo… yo era bienvenido. Él vivió en el exilio en su propia casa y si yo fuese poeta, podría decir que había llevado Platea conmigo allí adonde fui.
Yo debía someterme al imperio de las leyes de los hombres y de los dioses.
Volví a la casa de Epicteto, y dormí bien.
Por la mañana, ninguno de los Corvaxos de Simón asistió al juicio. Los jurados enviaron a dos hombres a buscarlos.
Volvieron diciendo que Simón se había colgado de una correa de cuero de las vigas del techo de la fragua, los hijos se habían marchado y mi madre estaba demasiado ebria para hablar.
Y así, alrededor del mediodía de un hermoso día, subí aquella larga colina, dejando atrás los olivos, los establos y las vides. Bion y Hermógenes vinieron conmigo, así como Empédocles, más despacio, y Epicteto y sus hijos, y Mirón y sus hijos, y Draco y sus hijos.
Podía oír el enjambre de moscas sobre el cadáver en el taller.
Yo estaba adormecido.
Pero los hombres que estaban a mi alrededor me sostuvieron, como hacen en la falange cuando estás herido. Los escudos de su amistad me cubrieron. Las lanzas de su humor mantuvieron a raya a las furias. Estaban allí, sedientas de sangre, saboreando el cumplimiento de su tarea. Podía sentirlas en el aire.
Entramos en el patio y entonces mi hermana se echó en mis brazos, diciendo mi nombre una y otra vez.
Sostuve a Pen durante un largo rato y después la dejé de nuevo en el suelo.
—Todos vosotros sois mis vecinos y mis amigos —dije—. Pero necesito limpiar mi propia casa.
Todos los hombres que estaban allí, incluso los más jóvenes, asintieron. Hay cosas que solo puedes hacerlas tú mismo.
Nunca te prometí una historia feliz, cariño. Tiene partes alegres y partes tristes, como la vida misma.
Subí las escaleras a ver a mater. Estaba bebida, pero me conoció. Tenía un cuchillo, un buen cuchillo de bronce. Obra de pater. Había tratado de cortarse las venas varias veces y había sangre en sus sábanas y en sus brazos y, de forma un tanto incongruente, también había algo en sus pies. Su piel estaba avejentada y la sangre encontró arrugas por las que correr.
Estalló en lágrimas cuando me vio.
—¡Oh! —gimió—. Te daba por muerto cuando llegaste, y ahora soy, además, una cobarde.
Le cogí el cuchillo: mi fuerza contra su debilidad. Y después, con el agua de su mesa, la lavé y vendé los cortes —cortes insuficientes— que tenía en las muñecas.
—Él mató a pater —le dije.
—Lo sé —dijo ella. Levantó la cabeza, y volvió a aparecer una sombra de su orgullo—. Nunca les dejé que tuviesen a Pen —dijo. No era una excusa. Simplemente, una declaración.
Hay muchos tipos de fuerza, y muchos tipos de debilidad también.
Cuando estuvo limpia, llamé a Pen para que me ayudase a vestirla, y después fui a realizar mi siguiente tarea.
Entré en el taller, subí yo solo a las vigas y corté la correa de Simón, dejándolo caer. Olía como un ciervo recién muerto, todo sangre, carne y mierda. Era el olor de la caza y de las batallas. El olor que atrae los cuervos.
Subí el cadáver al carro y lo llevé —con apenas un pensamiento en la cabeza: decir la verdad— a través del valle, a la montaña. Pasé aquella noche en la tumba, con Idomeneo. Por la mañana, quemamos a Simón en la pira, con el ladrón muerto, y esparcimos sus cenizas sobre la tumba. Hombres destrozados, sacrificados. Pero ¿qué los destrozó?
Más tarde, Idomeneo había hecho que los criminales restregaran las piedras que rodeaban la tumba con escobas que hicieron ellos mismos. Di de comer a mis bueyes y me llevé los dos carros a casa.
Un hombre subía por la carretera desde Eleutera, con un aspis a la espalda y un gorro tracio estropeado en la cabeza. No lo conocía, pero sí su aspecto. Subía la colina como un hombre que estuviera realizando un trabajo importante y, cuando llegó a la tumba, sacó una cantimplora que llevaba bajo el brazo e hizo una libación. Después, colgó su aspis en el gran roble que está al lado de la cabaña.
—¿Está aquí el sacerdote? —preguntó. Su mirada estaba un poco perdida. Sus manos temblaban un poco.
Dejé los bueyes. Me senté con él en el escalón de la cabaña y le di algo de vino.
Estaba aún hablando de la campaña de Caria cuando llegó Idomeneo y se sentó con nosotros. El mercenario se llamaba Áyax y había conocido a Ciro y a Farnakes. Nos contó cómo murió Farnakes y sus manos temblaron. Había servido con los medos contra los carios. Sentado en la tumba del héroe en Beocia, aquello no tenía la menor importancia. Eramos hermanos, los tres, en una horrible hermandad de sangre derramada y de terror.
Cuando me fui, estaban llorando juntos. Ni se dieron cuenta cuando los bueyes salieron con paso cansino del claro. Llevé el carro sobre el Asopo y, cuando llegué a la bifurcación, me paré y respiré.
Me llevó cierto tiempo subir la colina. Sobre nuestra cancela había una corona de laurel, y había hombres en el patio, y una hoguera fuera de la fragua, y el viejo sacerdote estaba con Pen y Peneleo.
Me eché a reír.
—Estoy en casa —dije.
Su voz se extingue y ya he hablado bastante. La mano de tu estilo tiene que dolerte como la de un espadachín después de un largo combate, muchacho. Y tú, señora, debes de haber agotado tus rubores por ahora. Y tú, cariño, has bostezado más que un niño en clase. Aunque has sido lo bastante bondadosa para llorar por tu abuela.
Sí, hay más. Ven de nuevo tras la fiesta de Deméter, y te contaré cómo volví a encontrarme con Briseida, cómo perdí la hacienda y la recuperé de nuevo, cómo los hombres de Platea se enfrentaron a los medos en Maratón.
Es toda una historia.