Aquella noche, le pedí permiso a Milcíades para ir a casa cuando terminase la estación adecuada para la navegación. Milcíades me escuchó y asintió. Era un buen jefe y tenía fama de proteger a su gente. Además, yo acababa de poner nuevos laureles en su frente.
—Ve con Hermes, chaval. De hecho, veré que Herc o Paramanos te acompañen a casa. Toma a un par de hombres… querrás matar al cabrón, sin que te importen una mierda los vecinos —dijo, y asintió—. Todo lo que necesites, pídelo. Tengo yo tanta culpa como cualquiera. Supe que algo había ido mal y no pensé en ello lo suficiente. Cuando murió tu padre, quiero decir.
Él se encogió de hombros. Sabía a qué se refería: cuando los píateos ayudaron a Atenas a derrotar a los eretrios, Milcíades acabó con aquella parte de sus ajetreadas conspiraciones, y dejó caer sus herramientas. Así era él. Pero también era lo bastante caballero para lamentar haber dejado que las herramientas se dañaran al dejarlas caer.
Pasé las semanas siguientes dejando las cosas dispuestas durante mi ausencia. No se lo dije a Milcíades, pero no estaba seguro de regresar.
Le di a Heracleides un mando y a Estéfano el otro.
Heracleides y sus hermanos eran entonces hombres de confianza, y no mostraban indicios de querer regresar a Eolia. Tanto Néstor como Orestes eran prometedores pilotos, y tenían la cuna y el entrenamiento militar suficiente para ostentar el cargo.
Estéfano no. No era un aristócrata y no tenía todas las destrezas de mando que yo había adquirido, ni la enorme, heroica y en gran medida no ganada reputación que yo había conseguido, que aumentaba cada día y excedía en mucho la realidad de mis logros, aunque yo estuviera encantado con ella.
La reputación sola es suficiente para arrastrar a la mayoría de los hombres, pero Estéfano era un buen marino y un oficial cuidadoso y considerado. Había dirigido a los infantes de marina durante un año y ellos lo adoraban. Pensé que estaba preparado.
Idomeneo me informó de que venía conmigo. Y lo mismo Hermógenes.
—¿Crees que he venido hasta aquí únicamente para hacerme con una olla de plata persa? —me dijo Hermógenes—. Pater me envió a buscarte para que pudieses restaurar el orden. Simonalkes es un mal agricultor y un estúpido. Pero, cuando esté muerto, llevará su tiempo reconstruir todo.
Me parecía un tanto cómico que Hermógenes hubiese empleado tres años en buscarme para que pudiese poner orden en las tierras.
Paramanos se ofreció a llevarme a casa, directamente a Corinto, si quería, pero yo tenía otros planes. Planes que había estado ideando durante mucho tiempo.
Milcíades me apoyó cuando trasladé a los capitanes. Así, Paramanos pasó del Briseida al recién reconstruido Ascua, el buque que habíamos capturado, humeando todavía a causa de nuestro intento de incendiarlo durante el ataque contra los barcos. El barco más pequeño que habíamos capturado era el Ala de Cuervo, que lo tenía Estéfano, y Heracleides tomó el mando del Briseida. Yo había estibado el Briseida para un largo viaje, y le di como oficiales a sus dos hermanos: Néstor como maestro de remeros y Orestes como capitán de infantería de marina. Gasté dinero como agua…, y tenía mucho. Y los remeros de ese barco todavía me debían tres meses de servicio antes de que hubiera que pagarles un sueldo.
Pretendía navegar con ese barco hasta la ciudad de Aristágoras, Mircino, en Tracia, y llevarme a Briseida o darle el barco y marchar a caballo, por tierra. Era un plan estúpido, el plan de un crío, pero, sin él, las semanas siguientes hubiesen sido peores. Es un ejemplo claro del destino, y de cómo operan los dioses. Si hubiese fiado todo a la suerte, habría muerto, y otros muchos conmigo. Pero lo planeé cuidadosamente. Todos mis planes fallaron, por supuesto, pero entre los fragmentos de mis planes destrozados está la preparación de la fuga.
Llegaron y se fueron las primeras lluvias del otoño y mis intenciones estaban fijadas. Envié un mensaje a Briseida a través del rey tracio, pidiéndole que estuviese preparada. Milcíades me advirtió de nuevo —directamente— de que no matase a Aristágoras. No recuerdo lo que le dije. Quizá le mintiera descaradamente. Yo pensaba a una velocidad tremenda. Lo mismo Milcíades. Aquel otoño, la arrogancia aumentaba densa y rápidamente.
Los cereales estaban agavillados en los campos a lo largo del Bosforo. Los campesinos celebraban sus fiestas de la cosecha y el sol brillaba en un otoño que más parecía verano cuando Himeas descendió sobre Tróade con treinta buques y mil infantes de marina. Lo primero que supimos de su llegada fue que nuestra ciudad más meridional había sido incendiada y todos sus habitantes, vendidos como esclavos, y los refugiados invadían la única mala carretera con historias de guerra y de matanzas.
El día siguiente oímos que el mismo Himeas estaba en Caria con veinte mil hombres y los carios eran incapaces de resistir. Igualmente, el ala norte de la revuelta estaba cayendo.
Los carios no sucumbieron sin presentar batalla, pero estábamos demasiado ocupados para ayudarlos. Milcíades ordenó que todos los barcos tuviesen sus tripulaciones preparadas. Trabajamos día y noche para poner a punto los dos trirremes capturados en la noche del ataque, y con ellos teníamos diez naves. El primer día del nuevo mes, Milcíades nos mandó hacernos a la mar, por el Bosforo, pasando frente a las ruinas aún humeantes de nuestra ciudad. No tenía elección; si no luchábamos, Himeas cerraría el Bosforo como un tapón en una botella y nos tomaría, una por una, todas las ciudades. Y nadie vendría en nuestra ayuda. Ése es el precio de ser pirata.
Navegamos por el Bosforo hacia el sur a primera hora de la mañana, y los fenicios dejaron sus barcos en el agua. Entonces hicieron lo más raro de todo. Formaron un círculo defensivo. Nos superaban en número, pero ellos juntaron todas sus popas, recogieron sus remos como un ave marina que plegara sus alas y nos esperaron.
Yo nunca había visto nada parecido, pero Milcíades sí. Escupió en la mar y saltó de su barco a mi Cortatormentas.
—¡Hijos de puta! —dijo—. Lo único que tienen que hacer es no perder.
Sacudió la cabeza.
Yo asentí.
—Da la orden, señor… da la orden e iré a por ellos.
Milcíades me dio una palmada en el hombro cubierto por la armadura.
—Te voy a echar de menos cuando me dejes, Arímnestos. Pero no sirve de nada.
Volvió a su propio barco y pasamos un día inútil dando vueltas a su alrededor. Dos veces trató Paramanos de atraer a uno al combate pasando tan cerca de él que las puntas de sus remos casi cepillaron sus espolones, pero no entraron al trapo.
Acampamos muy cerca de ellos, a cuatro estadios costa arriba, y la mañana siguiente fuimos a por ellos al amanecer en barco, pero estaban despiertos y preparados. Les tiramos jabaliñas y ellos dispararon con arcos, y yo desembarqué en medio de las olas y limpié un espacio en la playa, matando a dos hombres en las olas, pero Milcíades me ordenó regresar a mi barco. Cogí a un par de prisioneros —fenicios, por supuesto— y se los pasé a Paramanos.
Sigo pensando que Milcíades estaba equivocado. Teníamos la ventaja moral: aquellos sirios nos tenían miedo. Si hubiésemos desembarcado…
Pero él era el jefe y lo veía de forma diferente.
Aquella noche, Paramanos nos reunió.
—Faltan barcos —dijo—. Los dos chicos que capturó Arímnestos dicen que ocho buques fueron al norte la semana pasada.
Milcíades no acababa de creérselo.
—¿Ocho barcos más? —preguntó.
—¿Adonde iban? —pregunté yo.
Paramanos me miró.
—Mircino, en Tracia —dijo—. Iban a recoger a Aristágoras.
Yo salí, llamando a mis oficiales.
Milcíades salió detrás de mí.
—Tú no vas —dijo.
Lo ignoré.
—Ésta es mi flota —dijo él.
—Yo tengo dos barcos —dije—, quizá tres. No te debo nada, señor. Voy a zarpar de todos modos. Y voy a Mircino.
Pareció crecer y, a la luz de la antorcha, su pelo cobraba fuego. Era como un titán que viniera a la vida, más grande que un simple hombre.
—Aquí, yo doy las órdenes —dijo.
—No a mí —dije yo—. Tengo tu palabra.
Eso lo desconcertó y cambió de táctica.
—¡No puedes hacer nada, chaval! —dijo y, de repente, su voz adoptó un tono de súplica. Era un buen retórico—. La ciudad ya estará en llamas.
—Tú no lo sabes. En esta semana, ha llovido dos días. Si la tormenta lo ha cogido en la costa, habrán perdido unos días.
—¡Déjalo! —dijo.
Yo me alejé. Mis hombres —los hombres en los que confiaba: Lejtes, Idomeneo y Estéfano, Heracleides, Néstor y Orestes, y Hermógenes— reunieron a los remeros y empezaron a cargar el Cortatormentas, el Briseida y el Ala de Cuervo.
Pero Heracleides, siempre la voz de la razón, se me acercó saliendo de la oscuridad y no me dejó actuar encolerizado.
—Milcíades ha sido un buen jefe para ti, y tú le debes algo mejor que esto —dijo. Y tenía razón, aunque, en aquel momento, le diese un berrido.
Herc me dio una copa de vino, pasándome un brazo por los hombros. Mis hombres estaban alrededor, esperando una orden mía, y había algunos empujones entre ellos y los hombres de Milcíades.
—Esto no acabará bien —insistió Herc—. Escúchame, muchacho. Te conocí cuando eras un hombre recién liberado. Un pais. Ahora eres un gran hombre, un capitán, jefe de quinientos remeros e infantes de marina. Todos los comerciantes del Egeo se mean cuando se dice tu nombre en voz alta… pero no eres nada sin una base y un señor. Y si nos peleamos con Milcíades, ¿quién luchará contra los medos?
—Yo no soy ninguna nadería —dije. Pero sabía que tenía razón. Yo no podía mantener unida a una tripulación por mí mismo, a menos que quisiera dedicarme a la pura piratería, al asesinato sangriento para obtener un beneficio. Y eso no. Aun entonces, Heráclito ejercía una gran fuerza sobre mí. En realidad, lo que menos me gustaba de Milcíades era su incesante búsqueda del beneficio.
Recuerdo que me senté allí, en una roca mojada justo encima de la línea de la marea, con los pies en las algas, cuando oí un cuervo; no era una gaviota, sino un cuervo, graznando en la oscuridad, como si hablara la voz del señor Apolo. Levanté la mano para pedirle silencio a Herc y escuché, y entonces me levanté y caminé por la playa adonde estaban discutiendo Paramanos y Milcíades. Herc me siguió pisándome los talones, claramente asustado de que fuese a abrir la brecha, pero no iba a hacerlo. El dios me había dado la respuesta e irrumpí entre Paramanos y Milcíades y grité para que escuchasen. Sus rostros estaban iluminados desde atrás por las grandes hogueras que habíamos encendido en los puestos de guardia; no queríamos que nos sorprendieran los sirios.
—Deberíamos ir todos —dije.
Ellos se callaron.
Casi recuerdo lo que dije. Sentía como sí el señor Apolo estuviese a mi lado, susurrándome palabras inteligentes, buenos argumentos, a la oreja. O quizá Heráclito, su servidor.
—Escucha, señor. Tú crees que me ciega el amor… quizá sí. Pero si el medo es lo bastante estúpido para enviar ocho barcos fuera de aquí, podemos cogerlos y destruirlos. Y después, la balanza se inclinará a nuestro favor. Podría hacerlos dudar. Aumentará nuestra fuerza sobre los fenicios —dije, e hice una pausa—. Si capturamos esos barcos…
«Melifluas palabras», las llama Homero. No habían acabado de salir de mi boca y Paramanos estaba mostrándose de acuerdo. A veces, hay una respuesta correcta, una respuesta que conviene a todo el mundo. Nos llevó menos tiempo del que lleva calentar una taza de vino convencer a nuestro señor de que teníamos una estrategia ganadora, y entonces él sonrió, bebió vino y estrechó mi mano, y de nuevo éramos amigos, en vez de piratas rivales.
Zarpamos en completa oscuridad. Ésa fue la campaña en la que descubrí el valor de tener muy bien entrenados a todos mis hombres, el valor de hacer que mis remeros se sintiesen tan de élite como se sentían los hoplitas. Dejamos aquella playa como campeones. Dejamos nuestras hogueras ardiendo para engañar al enemigo y navegamos a remo a toda velocidad hacia el norte, y todos los hombres se sentían como si los arrastraran las alas de Niké.
Llegamos a Mircino cuando se ponía el sol al tercer día. La ciudad baja estaba ardiendo y los buques sirios estaban fuera del agua, sobre la playa rocosa, al sur de la ciudad.
Milcíades me convocó a bordo de su barco y yo salté de la borda de mi piloto a la del de Paramanos y de ahí al Ayax, el trirreme ateniense de casco negro que era el orgullo de Milcíades. Cimón y Herc ya estaban allí. No frenamos nuestra marcha, navegábamos a vela, con viento en popa, y nuestras velas debían de parecer como flores de fuego a la rojiza luz.
La cara de Milcíades estaba iluminada como desde dentro. Era treinta centímetros más alto que un hombre mortal y su pelo resplandecía en la puesta de sol como si fuese un inmortal, y sus palabras fluían densas y rápidas.
—Varad vuestros barcos donde encontréis sitio —dijo—. Desembarcad, tomad sus barcos y dejad limpia la playa. Paramanos, tú y Arímnestos desembarcad vuestras dotaciones de infantería de marina al completo, todos los hombres a la playa. Formad en orden muy cerrado e interponeos entre nosotros y la ciudad —añadió, y sonrió—. Cuando tengamos sus barcos, esta campaña habrá terminado. Su comandante es un imbécil.
—O es una trampa —dijo su hijo más joven. Él se encogió de hombros.
Cimón, el hijo mayor, negó con la cabeza.
—No seas burro, hermanito. ¡No hay trampa porque no sabían ni siquiera que podíamos estar aquí!
Milcíades asintió, aprobando la reflexión de su hijo mayor.
—Aunque sea una trampa —dijo—, no pueden hacernos mucho si mantenemos nuestros barcos preparados y solo desembarcan nuestros infantes de marina. Vosotros dos podéis cubrirnos en la playa; si tenemos que correr, vuestras dotaciones son rápidas —añadió y se echó a reír—. ¡Oh, puedo sentir la fuerza de los dioses, compañeros! ¡Estamos a punto de quemar las barbas del Gran Rey!
Estábamos a cinco estadios de la playa cuando salté de regreso al barco de Paramanos. Los medos y los sirios pudieron vernos llegar y los hombres bajaban corriendo desde la ciudad incendiada para formar en la playa. La mayoría eran griegos; me di cuenta por sus armas. En el centro había un núcleo de persas, pero su línea no era suficientemente larga para cubrir toda la longitud de la playa, ni siquiera de dos en fondo.
Pero había otros hombres: tracios. Algunos de ellos bajaban de la ciudad en grupos, como la miel espesa cae desde el panal. Otros se quedaban atrás.
El comandante enemigo había contratado a tracios. Probablemente no hubiese sido difícil porque, por lo que habíamos oído, la gente de la localidad detestaba a Aristágoras tanto como nosotros. No tuve que enfrentarme a ellos, pero oí que eran titanes, hombres grandes y duros, sin miedo a la muerte. Siempre dudé de esas historias, pero los hombres que pude ver a la luz rojiza del sol poniente tenían tatuajes como negras cuchilladas en sus rostros y alrededor de los brazos, y llevaban espadas pesadas y largas lanzas.
—Voy a la ciudad en cuanto rompamos su línea —le dije a Paramanos—. Sé que no tienes que seguirme —añadí, y lo miré.
Él se encogió de hombros.
—No —dijo—. No tengo que hacerlo —añadió, y señaló a los tracios, que eran más a cada paso—. ¿Crees que podremos romper eso?
Estábamos a tres estadios de la playa. Me subí a la borda donde se eleva para proteger al piloto y mantuve el equilibrio allí, esperando el ascenso de la ola.
—¡Mírame! —presumí, y salté.
Caí en mi propia cubierta.
—¡Proa avante! —dije—. ¡Infantes a popa! ¡Vaciad las diez primeras bancadas delanteras y enviad a los hombres a popa! —añadí. Hice una señal a mi oficial de puente—. ¡Arriad velas! ¡Abajo mástiles!
Los otros barcos estaban empezando a virar, porque trataban primero de varar la popa en la playa, una precaución necesaria para impedir que la proa se hinque en la arena y en la grava a tanta profundidad que se dañe el barco o, peor aun, que no sea posible sacarlo de allí.
Cogí un estay y me balanceé en la borda.
—¡Estéfano! —llamé.
Él estaba detrás de mí, en línea, en el más pequeño Ala de Cuervo. Tenía que esperar mientras él avanzaba —un tiempo precioso, mientras mis remeros de proa corrían hacia atrás, arrastrando sus cojines, sin estar muy seguros de lo que tendrían que hacer— y la dotación del puente se aglomeraba sobre los mástiles, atrapada en el momento de armarse, y los infantes de marina se reunían al lado de la bancada del piloto. Hermógenes llevaba la armadura completa e Idomeneo parecía un héroe, con una sólida coraza de bronce con acabados de plata y un magnífico casco con penacho sobreelevado con forma de garza.
—¿Señor? —me llamó Estéfano.
—¡Al puerto! —dije—. ¡Desembarca a toda tu tripulación y coge a los tracios por detrás! ¿Los ves?
En realidad, el pequeño puerto estaba cerrado por un dique. Había dos barcos que estaban amarrados al muelle y no había defensores; al haberse perdido la ciudad baja, ya no había ningún enclave para conservar el puerto. No cabía duda de que, antes de que cayeran las murallas inferiores, había una guarnición en el muelle. Yo lo había visto, pero Milcíades no. Si el Ala de Cuervo podía entrar en el puerto, sus infantes de marina estarían detrás de las líneas enemigas.
Estéfano se dio la vuelta, dando ya órdenes, y su barco viró, cogió velocidad y se dirigió hacia el dique.
—¡Adelante! —grité, y corrí hacía delante hasta el puente de mando, en el centro del barco, al pie del mástil—. ¡Mástil abajo! —grité a la tripulación del puente, que parecían hoplitas. Los piratas siempre están mejor armados que los demás hombres, con el equipamiento de muchos hombres muertos capturado como botín, y me atrevería a decir que mis marineros estaban mejor aprovisionados que la primera línea de muchas ciudades.
La tripulación de puente depositó el mástil sobre la plancha central, con todos los infantes de marina y treinta remeros para avanzar a toda velocidad.
Pasamos a los otros barcos, que todavía estaban virando o navegando hacia atrás, rumbo a la playa. El más pequeño Ascua ya había dado media vuelta.
Tenía el tiempo justo para alinear a los infantes de marina y a los marineros y remeros detrás de mí. Llenaban la pasarela central a popa hasta el piloto, así como el pequeño puente que estaba alrededor de este, haciendo que la popa se hundiera más en el agua y elevando la proa recubierta de bronce. El peso del mástil y el de la vela también ayudaban. Empujé más hacia atrás a los hombres y, de nuevo, les di otro empujón con mi escudo para que se agruparan bien apretados a popa.
—Cuando varemos —rugí—, ¡seguidme todos! ¡Formaremos bajo la proa y nos abriremos paso en la playa! ¡Nuestro grito de guerra es: «Por Heracles»! —bramé. Dirigí la vista a proa, levanté la espada y la voz me llenó el pecho como el sonido de un dios—. ¿Preparados? —grité.
Inmediatamente, el maestro de remeros gritó:
—¡Remos dentro!
Y encallamos.
Nuestra proa fue directa a la playa. Yo estaba demasiado a popa para verla, pero me dijeron que nuestra embestida rompió, en realidad, su línea, esparciendo hombres a derecha e izquierda.
—¡Seguidme! —ordené, y salí corriendo hacia delante entre nuestras bancadas, por la pasarela, sobre la proa, y salté sin frenar, cayendo encima de un grupo de griegos jonios todavía estupefactos por la llegada del barco.
No tenían orden y yo me puse en pie; mi lanza barrió y rajó la corva de un hombre, por detrás de su greba. La sangre saltó, roja como roja es la luz del sol poniente, y después miré a un segundo hombre, cruzando mi mirada con la suya bajo el bronce frontal de nuestros cascos, y mi lanza salió disparada y cogió a otro hombre —el ardid más viejo del mundo—, alcanzándolo entre la coraza y el casco; le rajó el pecho y se hundió en su cuello, robándole la vida. Cayó teniendo clavada la punta de la lanza y yo la cogí al revés, atacando sin levantar el brazo con la contera. La clavé deliberadamente en el aspis de un cuarto hombre. Él estaba tratando de retirarse —bajo mis pies, la arena temblaba a medida que otros hombres saltaban de la proa del Cortatormentas—. Yo sabía que, en un combate como aquél, tenía que atacar, atacar y seguir atacando hasta que me fallara el brazo, porque, en cuanto ellos se recuperaran de la sorpresa, se transformarían en guerreros y me matarían.
Mi contera dio en la cara de bronce de su escudo. Arranqué la lanza y volví a golpear, bloqueándolo y haciéndole perder el equilibrio al atacar contra su escudo. Pude sentir a Idomeneo detrás de mí, por lo que avancé, empujando el escudo de mi oponente y, cuando el regatón se quedó atascado, utilicé la lanza como palanca y tiré su aspis a la derecha. Idomeneo lo mató con una rápida lanzada por encima de mi hombro.
Todos mis infantes de marina estaban en la playa, y mi tripulación de puente iba llegando detrás de ellos; formamos el muro de escudos, lo endurecimos como se endurece el bronce cuando viertes el metal fundido sobre una losa para hacer una plancha, y aun con el muro solidificado, avanzamos playa adelante.
Los griegos jonios con los que había estado combatiendo huían en desbandada y me arriesgué a echar un vistazo; levanté el casco sobre la frente y miré a izquierda y derecha. A la izquierda, la ciudad ardía, arrojando una luz maligna sobre la playa. En la carretera que venía de la ciudad había doscientos o más tracios. Su jefe los incitaba a realizar hazañas o, simplemente, les prometía un botín; yo no entendía una palabra de su idioma, pero sabía el significado del lenguaje corporal y de aquellos gestos.
Los otros barcos estaban varando. El Briseida estaba popa con popa con mi Cortatormentas y Heracleides estaba enviando a sus infantes de marina directamente hacia esta nave, sobre la proa, y a la playa, dirigiendo él mismo a sus hombres. ¡Oh, en aquel momento lo amaba como a un hermano!
A mi derecha, el gran núcleo central de infantes de marina persas y fenicios estaba girando hacia mí, con la intención de echarme de la playa antes de que los otros barcos hubiesen varado.
Mis hombres eran como los corredores en el combate del paso. Estábamos atrayendo al enemigo hacia nosotros, mientras los otros barcos desembarcaban a sus infantes de marina. Yo conocía el juego. Rugí desafiándolos. Yo era Ares. Levanté mi espada por encima de la cabeza y les dije que eran hombres muertos, en persa.
No tenía la más mínima intención de esperar la llegada del enemigo. Si esperaba, los persas y los tracios me atacarían juntos, y cada contingente me superaba en número. Por otra parte, mis remeros estaban llegando ahora por los lados y, a cada momento, había tres hombres más en las filas traseras.
—¡Los persas! —grité; avancé unos pocos pasos y sostuve mi espada paralela a la línea enemiga—. ¡Adelante!
Habíamos estado juntos todo el verano. Mí tripulación sabía lo que quería de ellos y, en tres suspiros, tenía detrás de mí a cien hombres. A una distancia del largo de un barco, a mi derecha, vi la cola de caballo negra de Heracleides y supe que su gran aspis estaba bloqueado en la línea.
—¡Por Heracles! —rugí.
—¡Por Heracles! —La respuesta llegó como la voz mil veces amplificada del dios, y avanzamos por la playa.
Los fenicios no tenían arcos y el grupo de oficiales persas hicieron una descarga —lo sé porque una flecha dio en mi escudo— y después llegamos hasta ellos.
Aquella era una lucha sin cuartel, y el sol estaba lo bastante bajo para que la suerte reemplazara la destreza. Dos veces recibí pesados golpes en el brazo de la espada: uno dobló mi avambrazo, sin llegarme hasta el brazo, y el segundo fue con la parte plana de un hacha y no con la hoja, gracias a los dioses, o mi vida se me hubiese ido a chorros. Aun así, se me cayó la lanza e Idomeneo se puso delante de mí cuando caí de rodillas. Un golpe que te deja hecho cisco; pensé que estaba acabado para una buena temporada; después, mis ojos me dijeron que la mano de la espada estaba intacta, el brazo me dolía pero no estaba roto y, una vez más, el avambrazo había aguantado y me había salvado la vida.
Mientras estaba de rodillas, un medo con un buen casco y almófar de bronce me propinó un fuerte tajo en la cabeza con su corta akinakes. Acertó el golpe y me retumbaron los oídos. Pero Hermógenes se interpuso y logró detener el ataque con una tosca parada con su lanza sobre mi hombro.
Cuando estás en un combate real, tu mundo es un túnel formado por las paredes de tu casco y el campo de visión de las ranuras. No tenía ni idea de si íbamos ganando o perdiendo, pero aun retumbándome los oídos y con el brazo ardiendo, sabía que tener a su heroico capitán de rodillas en la arena no iba a ayudar mucho a mis hombres a vencer en el aseguramiento de la cabeza de playa.
Me puse en pie de golpe, apoyándome en mi escudo beocio mientras Hermógenes bloqueaba otro tajo. Puse la hoja de bronce en la cara del persa, atrapé su brazo de la espada levantándolo, clavé los pies en la arena y empujé. Él lanzó otro golpe, pero se desvió hacia mi penacho de crines, sin llegar a mi cabeza, y yo me lo sacudí y lo empujé de nuevo. Dio un traspié y cayó. Lo perforé con el borde de mi escudo, sirviéndome este de extensión del puño. El borde de su escudo beocio es un arma como nunca podrá ser el borde de un aspis, pese a que carece de su peso y autoridad. Le rompí la nariz con mi primer izquierdazo, el brazo de la espada con el segundo y le machaqué el cuello con el tercero, mientras trataba de cubrirse con los brazos.
Tuve tiempo para flexionar una vez mi mano entumecida, y después desenvainé la espada que llevaba bajo el brazo, la agarré torpemente y se me cayó. Recuerdo que la miré allí tirada en la arena y pensé: «Soy hombre muerto».
Pero los infantes de marina fenicios cedieron terreno, alejándose de nosotros unos diez pasos, y se recuperaron. Aquellos hombres eran unos combatientes magníficos: no se desmoralizaron, sino que retrocedieron para dar tiempo a los tracios para que nos atacaran por el flanco. Pero su retroceso les puso de manifiesto que todos sus oficiales habían caído, y eso les puso nerviosos. Pude verlo en el movimiento de sus escudos a la ardiente luz.
Idomeneo iba delante de mí, mostrando sus ágiles extremidades. Hostigaba su retirada y mis mejores infantes de marina le seguían, por lo que nuestro taxis perdió cohesión. Los mejores hombres estaban deseando seguir combatiendo; los demás vacilaban, encantados de haber vencido a los fenicios y a los medos, y con ganas de un descanso sin miedo. Es lo que pasa siempre.
—¡Tracios! —gritó uno de mis remeros, justo antes de saltar por la borda del barco a las olas y correr para unirse a nosotros.
Los tracios todavía dudaban y su vacilación ya les supuso un coste en la batalla. Pero aún podían destrozar a mis hombres con su carga.
Pude oír a Milcíades, a mi derecha, lanzando su grito de guerra:
—¡PorÁyax!
Y supe que el resto de nuestros hombres llegarían ahora a la playa y que en el tiempo que se tarda en varar un barco en la playa, el combate habría terminado. Pero había mucho tiempo para que las cosas se torcieran.
Yo tenía que avanzar.
—¡Estéfano está detrás de los tracios! —grité—. ¡Seguidme!
Me agaché y cogí la espada… más o menos. Recuerdo muy bien la poca fuerza que tenía para empuñarla. Pero un griego no puede dirigir desde la segunda línea. Nadie seguiría a un guerrero así. Por tanto, avancé y, como un toro encolerizado, bramé:
—¡Por Heracles!
Trataba de despertar el daimon del combate para que me invadiera y me llevara al principio de la playa.
Idomeneo estaba de rodillas cuando me levanté, utilizando su gran escudo para cubrir su cuerpo contra dos infantes de marina fenicios con hachas. Acometí a toda velocidad a uno de los hombres y su hacha atravesó mi escudo. La placa de bronce que llevaba sobre el brazo izquierdo dio la vuelta a la hoja y le di un machetazo con mi inerte mano de espada como cualquier efebo sin experiencia, que no sepa cómo blandiría.
Aveces, como dice Heráclito, cuando falla la destreza, tiene que bastar la pasión.
Hermógenes atacó al segundo hombre. El hombre con el hacha se balanceó y, por un momento, pensé que había muerto, pero lo que dio en su escudo fue el mango, no la hoja. Hermógenes tenía un aspis; el agresivo rostro giró el mango con un sonido hueco y Hermógenes se abalanzó sobre él, apuñalándolo salvajemente con la lanza. Lo que le faltaba de precisión lo suplía con ferocidad.
Ahora que habíamos limpiado el terreno a su alrededor, Idomeneo trató de ponerse en pie. Avergonzábamos al resto de nuestra línea, que avanzaba. Los fenicios podrían haber contraatacado, pero no lo hicieron. Vacilaron un momento; eran hombres valientes, y sabían lo que significaba la pérdida de sus barcos. Pero decidieron que la retirada era la opción más prudente y salieron de la playa, con suficiente cohesión aún para llevarse con ellos a sus heridos y a uno de sus jefes.
El sol se había puesto y la única luz eran la del cielo rojizo de otoño y la de los incendios de la ciudad. Los tracios todavía nos superaban en número, pero se estaban retirando, huyendo colina arriba como una manada de ciervos. Estéfano los estaba hostigando desde la izquierda y sus mejores corredores trataban de adelantarse a los tracios para ocupar la cima de la larga colina que dominaba la ciudad.
Flexioné la mano. Estaba recobrando algo de sensibilidad.
En ese momento, Aristágoras optó por sacar a sus hombres de la ciudadela en misión de combate. Era típico del cabrón: demasiado tarde para ayudar a alzarse con la victoria y demasiado pronto para salir con seguridad. Su batida cogió a los tracios por el flanco, sin embargo, y de repente tuvo que dar la vuelta o verse arrollado por la nueva amenaza y por la tripulación de Estéfano pisándole los talones como en una cacería.
Pude ver todo lo que ocurría en la ladera de la colina a la rojiza luz ambiente. Era irreal —nunca he vuelto a ver esa luz, roja como la sangre— y sabía que el mismo Ares nos estaba observando, que estábamos en su pista de danza y que él nos juzgaría.
Pude ver el cisne en el casco de Aristágoras y supe quién era. Y, gracias a los pliegues de la colina, pude ver lo que ni él ni Estéfano podían ver: detrás de una cresta paralela, había otro contingente de tracios.
Y yo ya estaba cansado.
Demasiado mal. Yo quería a Aristágoras muerto y nunca tendría mejor oportunidad que aquélla.
He hecho que todo esto pareciera que se había desarrollado durante un tiempo bastante largo, pero, en realidad, los infantes de marina de Milcíades ya estaban saliendo de su popa y algunos de nuestros barcos ya estaban varados… todo se había desarrollado muy deprisa. Pero, si quieres saber lo que es la fatiga, lucha por tu vida durante cuatro o cinco minutos, sube corriendo una colina rocosa al anochecer con cien hombres aullando pisándote los talones. Tenía la sensación de que mi coraza de escamas pesaba tanto como mi cuerpo y de que mi casco caía sobre mi cabeza como el peso del mundo sobre los hombros de Atlas, ¿quién soy yo para quejarme? Muchos de mis hombres de las filas de atrás habían estado remando todo el día.
Subimos y los tracios nos esperaban. Creo que se sorprendieron, incluso se espantaron, de que cargásemos contra ellos. No eran hombres que mantuvieran una línea de combate; eran, más bien, hombres desenfrenados de tribus que mataban con la ferocidad de sus cargas. Creo que nos esperaron solo porque sabían que sus aliados estaban en posición para atacamos por los flancos. Pero mis hombres se colocaron sobre su costado, por lo que mis propias filas laterales estaban empujándolos directamente hacia una emboscada. No tuve que planearlo así: no podía ocurrir de otra manera. La ladera no tenía ese ancho, y su cara a la mar era un acantilado que caía sobre la playa.
Los hombres de Paramanos estaban saliendo de su barco, que estaba varado al lado del mío. La virada de su nave había llevado mucho tiempo; sin embargo, en ese tiempo, mi tripulación había roto la línea de los fenicios, matado a los jonios y subido la colina, y ahora sus hombres estaban ansiosos por subir y llevarse su parte del botín.
Los tracios eran famosos por tener oro.
Mis hombres fueron más despacio cuando llegamos hasta los tracios. No podía culparlos: no hay nada parecido a una carga feroz colina arriba, al menos no en una colina tan empinada.
—¡Formad y cerrad filas! —ordené, y los hombres formaron muy juntos.
Lo siento, cariño… tengo que explicarlo. En un combate como aquél, no hay falange. No hay orden. No formamos por filas y columnas en la playa, ni al subir la colina. En un combate como aquél, eres una banda. Pero mi banda y yo habíamos estado juntos en cincuenta combates y no necesitábamos muchas órdenes. Por eso, cuando rugí «cerrad filas», todos los muchachos de la primera línea se agolparon sobre mí y los demás empujaron, e hicimos un muro de escudos en menos que canta un gallo.
Los tracios arrojaron lanzas y jabalinas con todo el peso de la colina que llevaban con ellos, y los hombres cayeron. Una lanza impactó directamente sobre mi roto escudo beocio, atravesándolo, y la coraza de escamas desvió la condenada punta. La mano de Ares había apartado la muerte… una vez más.
El extremo derecho de mi línea estaba doblándose sobre su muro de escudos y extendiéndose más allá cuando llegaron los hombres de Paramanos. Pude oír su voz y su griego cireneo cuando les ordenó que formaran en línea.
—¡Al ataque! —canté. Mi voz se sostuvo, constante y alta. Si quieres transmitir una orden en una tormenta o en un campo de batalla, tienes que cantarla.
Mi escudo beocio se sacudía en pedazos. Lo utilicé para desviar otra jabalina y el nervio central se partió.
—¡Escudo! —rugí.
Un remero que tenía detrás pasó hacia delante el suyo y Hermógenes me lo sostuvo. Tiré el inútil cadáver del escudo que había llevado al brazo y metí la mano izquierda en el porpax de cuero del barato aspis… y ya estaba preparado.
—¡Al ataque! —ordené de nuevo.
—¡Por Heracles! —respondieron.
No fue el mismo rugido del dios del primer grito, pero fue suficiente para hacernos avanzar, y ascendimos por el terreno rocoso. Alguien inició el peán, nuestras voces ascendieron como incienso sagrado a Ares, y él debió de sonreímos.
Los tracios combaten con ferocidad, pero no son competidores en un evento atlético, como son los guerreros griegos, y no practican juntos, bailando las danzas guerreras y midiendo el balanceo de sus armas. Se sitúan demasiado alejados entre sí para establecer una línea sólida y sus escudos en forma de media luna son demasiado pequeños para utilizarlos en una lucha cuerpo a cuerpo, cuando los hombres a derecha e izquierda y los de las filas traseras pueden atacarte cuando tu visión de túnel está enfocada sobre un único oponente.
Nos atacaron duramente con jabalinas cuando empezamos a avanzar; sin embargo, cayeron algunos hombres. Se abrieron huecos en nuestro muro y no teníamos suficiente profundidad para que se cerraran de forma natural. Por eso, el combate acabó siendo un absoluto caos mortal, y la matanza fue grotesca. Poco importaba la destreza con las armas, estaba demasiado oscuro. Pero teníamos detrás la ciudad incendiada y podíamos verlos mucho mejor que ellos a nosotros y, en ese combate, una mínima ventaja de visión era suficiente.
Y cantamos. Eso es lo que recuerdo: la luz rojiza del sol poniente y el peán de Apolo.
No fue pan comido. En el primer contacto, los hombres se sentían como hierbas cortadas por el ama de casa en el jardín. Acabé con tres hombres tan rápidamente que, cuando mi lanza prestada se enredó en el tercero, el primero todavía no había entregado su vida y caído de bruces. Tiré el astil de la lanza y empuñé de nuevo mi espada. Los infantes de marina que deberían haber estado a ambos lados habían muerto, Idomeneo estaba en primera línea y Herc, entre todos los hombres, con su pluma escarlata oscilando, se coló a mi lado.
—¿No se suponía que estarías en la playa? —le pregunté.
Él se echó a reír.
—¡Jódete! —gritó.
Todos sentimos el impacto cuando los tracios cargaron contra el final de la línea de Paramanos. El subjefe tracio no había esperado a que Paramanos llegara a la cima hasta él. Debía de haber sido suficientemente prudente para imaginarse que sabíamos que estaba allí.
No lo vi, pero he oído la historia con bastante frecuencia. Paramanos cayó, derribado por los pies por un bárbaro, y Lejtes se mantuvo sobre su cuerpo hasta que se levantó. Lejtes murió allí, como un héroe. Recibió tres impactos, pero no cayó hasta que Paramanos se hubo levantado.
Yo no lo supe, pero el momento de heroísmo de Lejtes estabilizó toda la línea.
Los hombres de Paramanos se dieron la vuelta por no abandonar a su comandante y resistieron allí donde se podría haber abierto una brecha. Aun así, sentimos el choque y nuestra línea se dobló hacia atrás.
Pero Estéfano estaba en su otro flanco con Aristágoras y su grupo, y las fortunas de los tracios comenzaron a retroceder como la marea de una salina cuando los pescadores entran en las olas para recoger sus capturas. Su línea se desintegró como se raja una vieja vela de lino cuando el extremo del cabo se amarra al mástil y el viento empieza a rasgarla por la esquina más débil, de manera que cada ráfaga rompe un poco más la vela, y después se deshace, cada vez más deprisa, la raja se ensancha a una velocidad que aumenta con cada ráfaga y después, con el ruido de un trueno, toda la vela salta de su sujeción de cuerda y se aleja revoloteando en la tormenta. Del mismo modo, se partió en dos la línea tracia.
Hacia el final, su centro se abrió, o murió. Yo empecé a matar a hombres con cada tajo de mi brazo. Mi mano iba mejorando con cada golpe y los ojos de mis oponentes estaban por todas partes, mirando la colina y detrás de ella, por donde los hombres de Estéfano habían escalado el arrecife y ahora caían desde arriba sobre su flanco izquierdo. Con cada corte y cada mandoble, caía otro; después, ninguno de ellos me hizo frente. Creo que maté a veinte.
Sin embargo, aunque huían, también luchaban. Los tracios nunca son más peligrosos que cuando huyen: los hombres se vuelven y arrojan lanzas, y pueden formar de nuevo en cuanto crean que has perdido tu orden. Y mis remeros no tenían estómago para seguirlos, ni yo podía culparlos por ello.
Por eso, empujé a siniestra, atrapando su ala izquierda en una bolsa formada por las tres fuerzas: la batida de la ciudad, los infantes de marina de Estéfano y mi propia ala izquierda. Mi derecha, separada de mí, subía la colina con Paramanos, con lo que Herc e Idomeneo eran los hombres que estaban en el extremo de nuestra parte de la línea.
Yo no podía ver si los tracios estaban agrupándose en los árboles que estaban más allá de la cima o no.
Uno de sus jefes mandaba su izquierda y debía de haber sabido que estaba al final. Un puñado de sus hombres se lanzaron contra nosotros; eran tres y todavía había un claro entre Herc y Estéfano cuando este bajaba la colina para cerrar el círculo. Pero yo estampé mi escudo barato en la cara de uno y lo dejé fuera de combate; su caída enredó a los otros dos; después, los abatimos en menos que canta un gallo: Herc apretó mi escudo con su espada y Hermógenes me dio un golpe en el casco en su apresuramiento para matar al tercero sobre mi hombro.
Todos tenían claro que los tracios iban a morir. El jefe llevaba una coraza de escamas, un hacha de caza de doble filo y un alto casco de escamas coronado por una cabeza de jabalí de oro. Bramaba, desafiante, pero ni Estéfano ni Aristágoras pretendían que luchásemos hombre a hombre, y el círculo se redujo.
Yo tenía otros planes. Corrí hacia él dos zancadas, todo el espacio que dejaba la agonizante refriega. Su hacha se elevó, yo le opuse el borde de mi aspis y él lo partió, haciéndome un profundo corte en el hombro, hasta el punto de verse lo blanco. Pero yo tenía su hacha atrapada en mi escudo, y mi buena espada le alcanzó en la cara como si tuviese voluntad propia. Le di dos veces, pero creo que estaba muerto tras la primera.
Y entonces estuve casco con casco con Aristágoras. Él estaba tratando de verme muerto, y me dio un corte, probablemente porque su visión era borrosa y estaba oscuro… o porque me conoció y me odiaba.
Ahora, mantengo mi promesa de ser sincero. Querría contarte que nos batimos en un duelo al borde de la oscuridad, yo el héroe y él el villano. Pero, en realidad, yo había perdido el penacho de mi casco y llevaba el escudo de un remero y, a menos que me reconociese por la coraza de escamas, no tendría ni idea de quién era yo. Pero ¡por los dioses!, yo sí lo reconocí. El último de los tracios estaba muriendo de forma muy ruidosa y lo tenía todo para mí.
Yo estaba un poco por encima de él en la colina y tenía el escudo hecho cisco por el hacha del jefe muerto. Estaba partido y yo tenía el hombro echando sangre, y no podía girarme por completo de cara a Aristágoras. Por eso, giré sobre el pie que tenía atrasado, sacando el brazo izquierdo del porpax mientras me daba la vuelta, y recibí un segundo golpe de Aristágoras en el hombro reforzado de mi coraza mientras giraba, arreglándomelas lo justo para mantener el equilibrio.
Aristágoras me atacó por tercera vez, y su hoja resbaló sobre las escamas y bajó hasta mis muslos, cortándome. Pero no le hice caso. En cambio, completé mi rotación, libre de los restos de mi escudo —los dioses debieron de decretar que los escudos serían mi pesadilla aquel día— y le propiné un tajo, un largo tajo por encima de la cabeza que le cogió por detrás del escudo porque yo había girado muy rápido. Le atravesé su cisne y mi espada retumbó en su casco. Avancé mi pie derecho y levanté mi espada con el brazo derecho, alcanzándolo bajo el borde de la babera del casco y cortándole el cuello, un golpe feo, sin mayor destreza, pero tenía la hoja dentro de su casco y no iba a dejarlo marchar.
Entonces vi sus ojos y sabía que era hombre muerto. Habría huido, pero le había cortado la arteria en la garganta. No estaba muerto, pero dejó que sus miembros se aflojasen, una última cobardía. Podría haberme propinado otro corte, pero abandonó la lucha.
Me gusta pensar que supo que era yo. Pero no lo sé a ciencia cierta.
Mi espada rebotó en su protección de la nuca, donde el espaldar de su coraza ascendía para cubrir su espalda, y yo la levanté en el golpe de Harmodio, un tajo dado por encima de la cabeza sobre la espalda, con las piernas del revés y todo el peso del cuerpo de un hombre y las caderas tras él, y le corté la cabeza, una hazaña nada fácil con una espada corta. Prueba a hacerlo la próxima vez que sacrifiques un becerro.
Por lo que quedaba de cuello brotaba sangre como de un volcán recién surgido, y él cayó.
No quiero mentir. Fue un momento muy agradable.
Herc cogió mi hombro izquierdo herido y el dolor me devolvió a la realidad.
—¡Bien hecho, chaval! —me dijo—. Ahora, larguémonos de aquí antes de que uno de sus hombres te señale.
El combate estaba terminando. Era la parte más fea de la lucha: cuando los valientes descubren la gravedad de sus heridas y los cobardes avanzan y empapan en sangre sus armas en los hombres muertos o heridos, como si pudieran engañar a alguien con esas cosas. Yo tenía montones de cortes y ambos brazos heridos.
Hermógenes tuvo que separar el avambrazo de mi brazo. Estaba retorcido: el corte que me había entumecido la extremidad había desfigurado la superficie, y tuvo que deformar el metal para sacármelo, poniendo la parte plana de su cuchillo de comida sobre mi piel y utilizándolo a modo de palanca. Pero sentí inmediatamente la mejoría de mi mano y de mi brazo derechos.
El brazo izquierdo no tenía tan fácil arreglo. Tenía cuatro tajos diferentes y Hermógenes sacó de su paquete su viejo quitón, lo cortó en cuatro piezas y utilizó una de ellas para envolvérmelo.
—Ésta no es vida para un hombre —dijo, inesperadamente—. Tu amigo Lejtes ha muerto.
Ésa fue la primera vez que lo oí, aunque ya te he contado cómo ocurrió.
Idomeneo tenía tantos cortes como yo y un profundo tajo en la parte exterior del muslo que rodeaba la cadera hasta la nalga. Yo pude ver el blanco en el fondo de la herida, donde queda la grasa profunda.
—Eso no es bueno —dijo Idomeneo, mirándose la cadera, y se desmayó.
Hermógenes negó con la cabeza.
—Eso no es vida para un hombre —repitió—. Miraos vosotros mismos. ¿Y esto es para conseguir oro? ¿Quién necesita el jodido oro?
Dejó su bolsa de cuero, encendió una lámpara —era un monstruo de eficiencia, nuestro Hermógenes, aun entonces— y vendó a Idomeneo, cosiéndole incluso el culo, lo que despertó al pobre desgraciado. Se despertó con un grito, pero entonces Heracleides y Néstor ya lo habían cogido por los brazos y él volvió a desmayarse.
Herc volvió con Agios y un pellejo de vino, atraído por la lámpara. No había brisa y los heridos pedían agua, al tiempo que caía la noche.
Me pasó una copa de vino, pero Hermógenes la interceptó y se la bebió. Era justo: estaba haciendo todo el trabajo.
—Los tracios todavía siguen en la ciudad —dijo Herc—. Milcíades está ansioso por echarlos.
Paramanos llegó con Estéfano. Tenía un vendaje alrededor de la cabeza; suspiró y apartó el pellejo de vino.
—Un trago y quedaré fuera de combate —dijo—. Se lo debo a la viuda de Lejtes —añadió—. Cambió su vida por la mía.
—Era un buen hombre —dije. Me había llegado la copa de vino e hice una libación a su alma—. Apolo lo iluminará hacia el Elíseo.
—Sí, cayó como Aquiles —dijo Herc.
Le pasé la copa a Hermógenes.
—Voy a la ciudad —dije. Estéfano dio un paso adelante y yo negué con la cabeza—. Tú recoge a los heridos —le indiqué—. Asegúrate de que los hombres suban a bordo de sus correspondientes barcos. Heracleides… voy a llevar a Briseida a su homónimo. Estate preparado.
Los abracé a todos, uno a uno.
—No sé si volveré —dije.
Ellos me abrazaron de nuevo y después me encaminé colina abajo, hacia la puerta por la que había salido Aristágoras.
Paramanos vino conmigo. Cuando me volví a mirarlo a la luz de la luna, sus ojos centelleaban.
—Necesitas un guardaespaldas —dijo.
Un grupo de los hombres de Aristágoras introducía su cuerpo por una puerta de la ciudadela. Un joven llevaba su escudo al hombro. Los seguimos.
Si había tracios, no los vimos, aunque podíamos oír gritos y sonidos ocasionales de lucha procedentes de la ciudad. Seguimos el cuerpo por dos estrechos callejones y una larga escalera fijada a un muro exterior y llegamos después a una puerta iluminada por una antorcha. Era un lugar pequeño comparado con Galípoli. Había dos centinelas, demasiado jóvenes y novatos para haber participado en la misión de combate.
No sé lo que esperaba, cariño. Creo que pensaba que ella se arrojaría en mis brazos y lloraría. No fue así en absoluto, naturalmente.
El vestíbulo era pequeño y ella estaba esperando para recibir el cuerpo. La rodeaban sus siervas, y ellas cogieron su cuerpo, el hombre al que yo había decapitado una hora antes, y lo lavaron. Ella atrajo mi atención y comenzó. Elevó una ceja —ese fue el saludo que recibí— y volvió a su tarea. Su papel. Como una sacerdotisa, tenía que representar su papel, y lo representó bien.
Una anciana cosió la cabeza. Mientras lo hacía, me acerqué a Briseida. Ella hizo una reverencia.
—Señor Arímnestos —dijo—. Nos sentimos muy honrados.
Ella me hizo una reverencia; ¡imagínate, Briseida, la intocable, haciendo una reverencia a Doru, el esclavo! Era como un sueño.
—Soy una pobre anfitriona —dijo ella, y me condujo fuera del vestíbulo, a un balcón sobre la mar.
Todavía esperaba un abrazo.
—Yo lo maté —dije en voz baja, y creo que sonreí.
Ella asintió.
—Lo sé —dijo—. Y te lo agradezco. Ahora… vete. No debes estar aquí.
—Pero… —acerté a decir. No podía creerlo. Estaba embarazada de nuevo, y diría que… de unos tres meses. Pero su belleza permanecía igual, así como su poder sobre mí—. Pero yo he venido… a rescatarte.
Esas cosas, una vez dichas, suenan como muy flojas, en realidad.
—¿Por qué crees que necesito ser rescatada? —preguntó. Después se echó a reír. Se puso de puntillas y me besó. Su lengua entró en mi boca y salió de ella como un dardo y después retrocedió y se lamió los labios—. Tienes sangre en la boca y por todas partes —dijo, y sonrió—. Aquiles. Ahora, vete, antes de que empiecen las habladurías. Soy una viuda y mi reputación es importante.
—No te preocupes —dije—. Yo soy tu próximo marido.
Entonces pareció… herida. No orgullosa, no enfadada, no triste, sino como si le hubiese producido un dolor profundo. Se acercó y tocó mi mano derecha cubierta de sangre.
—No, amor mío —dijo ella—. No me casaré contigo. —Negó con la cabeza—. Tengo unos hijos a los que proteger… unos hijos hermosos. ¿Y adónde iríamos?
Me sentí como si el hacha persa me hubiese alcanzado.
—Quiero llevarte a casa —dije.
—¿A Efeso? —preguntó.
—A Platea —dije—. A mis tierras.
Entonces ella sonrió, y yo sabía que mis sueños eran estúpidos. Los dioses deben de haberse estado riendo de mí todo el otoño.
—Escucha, amor mío —dijo con dulzura—, otros hombres no me han llamado de ninguna manera Helena. Mi destino no es convertirme en una labradora en Beocia, dondequiera que esté —añadió, y su sonrisa se hizo amarga, con la amargura del conocimiento de sí misma—. Ése no es mi destino. Ni yo lo querría. Seré la señora de un gran señor —afirmó. Su mano siguió sobre la mía—. Yo te amo, pero tú eres un matador de hombres. Un pirata. Un ladrón de vidas.
—Parece que, de vez en cuando, me necesitas —dije yo, y mi amargura estaba demasiado cerca de la superficie.
Su mirada se apartó de mí, hacia la sala en la que estaban lavando el cuerpo de su esposo. Ella tenía cosas que necesitaba hacer, decía con su mirada.
—Sé glorioso, para que pueda oír hablar de ti a menudo, Aquiles —dijo dulcemente.
—Ven conmigo —supliqué.
Ella negó con la cabeza.
Bueno, yo tengo mi orgullo también… y esa fue mi insensatez. Cuando Arqui se apartó de mí, debería haber luchado contra él y derribarlo y, cuando Briseida optó por otra vida, debería habérmela echado al hombro, llevándomela. Ambos habríamos sido más felices.
Pero yo era orgulloso.
—En el puerto habrá un barco en diez días —dije—. Salvo que Poseidón se lo lleve. Su nombre es tu nombre, y él es tu barco. Se lo cogí a Diomedes de Efeso. Los remeros son tuyos hasta el final del otoño.
Entonces, ella me echó los brazos alrededor del cuello.
—¡Oh, gracias! —dijo ella—. Ahora soy verdaderamente libre.
Me volví para marcharme, pero entonces se me ocurrió algo.
—¡Te vas a casar con Milcíades! —dije, y en mi voz había un tono de muerte.
Torció el gesto con asco.
—Tú eres diez veces mejor que él —dijo ella—. Y si mi destino fuera ser una reina pirata, sería tuya.
—¿Con quién, entonces? —pregunté—. Yo podría proteger a tus hijos.
—¿Y hacerlos tiranos de Mileto? —preguntó ella—. ¿Señores de Efeso?
Ella se acercó y me echó de nuevo los brazos alrededor del cuello, y en mi cuerpo no había odio hacia ella.
—¡Vete! Haz que oiga de ti cantos de alabanza y quizá nos encontremos de nuevo.
Nos besamos. Aquello no sería precisamente bueno para su reputación, puesto que todas las mujeres que estaban en aquella sala pudieron vernos, pero eso me hizo todo un mundo de bien. Aquel beso me sostendría durante muchos años.