20

No vimos ningun otro barco hasta que estuvimos al norte de Mileto: entre los rebeldes y Milcíades habían dejado limpios los océanos. Al norte de Samos capturamos un mercante que salía de Efeso. Reconocí el barco en cuanto lo vi en el horizonte. Había sido el orgullo de Hiponacte, un mercante largo, grande, con suficientes remeros para ser un barco de guerra. Recordé lo que había dicho Briseida, que Diomedes se había apoderado de todas sus riquezas, y lo capturamos con bastante facilidad. Empleaban a remeros esclavos, y los esclavos nunca salvan la carga que llevas.

Con mi lanza en su garganta, el capitán admitió que prestaba servicio a Diomedes de Efeso.

Capturé el barco, así como su carga y a todos los esclavos que iban a los remos. Sin embargo, dejé a la tripulación de puente en la orilla, al este de Samos.

—Dile a Diomedes que Arímnestos ha capturado su barco —le dije—. Dile que lo estoy esperando —añadí, y me eché a reír pensando en cómo reaccionaría el pequeño mierda.

Y después llevé mi nuevo barco al Quersoneso. De camino, me quedé en mi proa y reflexioné sobre lo que me había dicho Troas y en cómo me había echado a llorar. ¿Cómo podría llegar a dejar esto para dedicarme a retirar con una pala la mierda de los cerdos? Yo era un señor de las olas, un matador de hombres. Me eché a reír y las gaviotas chillaron.

Pero, sobre la costa europea del Quersoneso, graznó un cuervo, y su estridente sonido retumbó una y otra vez.

Milcíades bajó a los muelles a recibirnos y yo le dejé a sus pies su parte de lo capturado, cada óbolo, y él movió la cabeza.

—Ven conmigo —dijo.

Caminamos por la playa, y recuerdo el olor de los restos de las algas y de los peces muertos pudriéndose al cálido sol del verano.

Me pasó un brazo por el hombro.

—Pensé que habías desertado —dijo—. Te pido disculpas. Los hombres te dirán que he dicho algunas cosas sobre ti. Pero vienes con varias semanas de retraso.

—Tenía mucho cobre en mis bodegas —dije. Y era cierto—. Fui a un puerto que conozco en Creta a venderlo.

Él no me escuchó.

—Bien, bien —dijo—. Tengo una nota para ti. De Cloro —añadió, y me entregó un pequeño tubo de plata.

Lo abrí. Contenía un trozo de papiro, y en él había escrito un verso de Safo.

Sonreí.

—Tengo gran cantidad de reclutas que llegarán pronto —dijo—. ¿Piensas dotar ese barco efesio por tu cuenta?

—Estaba planeando devolvérselo a su verdadero propietario —dije—. Un antiguo amigo mío. Pero te pagaré tu mitad.

Milcíades sacudió la cabeza.

—Le dije una vez a tu padre que te parecías más a un aristócrata que la mayoría de los hombres que conozco —dijo—. ¿Quieres tanto a ese hombre para darle un barco?

Tuve una idea… una idea loca. La pensé desde que tuve al capitán de Diomedes bajo la punta de mi espada. O quizá desde que Troas me dijo que debía volver al arado y buscarme una casa.

No obstante, necesitaría la benevolencia de Milcíades. Por eso, me encogí de hombros y le dije la verdad, que siempre desarma a los hombres manipuladores. Y a las mujeres manipuladoras.

—Amo a la esposa de Aristágoras —le dije.

Ahora le tocó a Milcíades encogerse de hombros.

—Lo sé —dijo—. La he visto. Aun embarazada. Y los hombres me dicen cosas. Sobre ti también.

—Es su barco —dije.

Milcíades asintió. Se dio la vuelta para mirarme frente a frente y era un hombre diferente. Estaba tratando conmigo de otra manera, nueva, como un señor de la guerra frente a otro, quizá. O como un adúltero frente a otro.

—Si le envías ese barco —dijo—, su marido lo cogerá… y lo perderá.

—Pensé que podría matar a su marido —dije yo. «¿Y volver a mis tierras de Beocia?», me pregunté.

—Su gente te perseguiría hasta Thule. Hasta Hiperbórea —dijo Milcíades, y negó con la cabeza—. Yo también odio al hijo de puta, pero, si vas, mi mano no puede estar metida en ello, y eso vale doblemente para mis capitanes. Temía que tuvieras en mente alguna tontería así.

Yo me di la vuelta para marcharme.

—Espera que llegue el momento —dijo Milcíades—. Eres joven, y ella es joven. Supongo que ella también te ama. Si no fuese así, Aristágoras no te odiaría como lo hace.

—¿Sí? —pregunté—. Es un pichacorta.

Milcíades se echó a reír.

—Es cierto… sus partes deben de ser pequeñitas. Pero trató de que te asesinaran en Lesbos —dijo el ateniense—. Recordarás que lo vi —añadió, y sonrió—. He sido un buen amigo para ti.

¡Ah, las encantadoras costumbres de la aristocracia!

—No hay prisa —dijo de nuevo Milcíades—. Escúchame, muchacho.

Estaba haciéndome más sabio con respecto a las formas de actuar de los hombres, hombres duros. Cuando Paramanos trajo a sus hijas a bordo, supe que era mío, porque había comprometido su vida con el Quersoneso. Me gustaba… pero lo necesitaba. Y sí, le hubiese retorcido el brazo para conservarlo. Cuanto más tiempo pasara con Milcíades, más acabaría pareciéndome a él. Aquel verano, fui el que más ganó de los capitanes de Milcíades. Briseida le dio a entender que estaba enamorada de mí. Él lo sabía y yo sabía que lo sabía. No iba a ir a ninguna parte.

—Parece un buen barco —dijo Milcíades alegremente—. Recluta la tripulación y dáselo a Paramanos —añadió. Miraba mi nueva adquisición—. Cuando llegue el momento, cuando necesites ayuda, procuraré que tengas la mía para conseguir a tu chica. Te doy mi palabra.

Ahora bien, Milcíades era tan zorro como proclamaba su pelo rojo, sutil, taimado y peligroso. Mentía, robaba y haría cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, por el poder. Pero, cuando daba su palabra, era su palabra. Era el mismísimo arquetipo de la clase de griego que los persas no podían comprender, la clase de hombres que detestaba Artafernes, todo palabras y ninguna sinceridad, tal como lo veían los persas. Pero, cuando daba su palabra, era cosa hecha.

—Aunque yo esté muerto —dije.

Él me cogió la mano y nos las estrechamos.

—Aunque estés muerto. Atenea Niké, diosa de la victoria, y Áyax, mi antepasado, reciban mi juramento.

Y eso fue todo.

Llamé al nuevo barco Briseida y conservé a los remeros recién liberados, dotando la tripulación de puente y la de infantes de marina con hombres de Milcíades, incluyendo a todos sus antiguos esclavos. Nuestros nuevos reclutas, trescientos hombres procedían de Atenas. Dejé que Paramanos escogiese una tripulación de entre los mejores de ellos. Milcíades tenía un acuerdo con la ciudad; era secreto, o así lo creía yo, dado que ni siquiera Herc ni Cimón hablaban de él. Pero los hombres que vinieron eran zetes, hombres libres de clase baja de Atenas y, a veces, de aliados de Atenas, como Platea o Córcira. Las ciudades se libraban de los descontentos y nosotros conseguíamos hombres motivados, dispuestos a luchar por una nueva vida. Milcíades les hacía jurar fidelidad al servicio —él era señor absoluto en el Quersoneso, y no jugueteaba con la democracia, como algunos tiranos— y los hacía ciudadanos.

También reclutaba a aristócratas —no muchos, y la mayoría de ellos caídos en desgracia—, pero compraba su lealtad con tierras y ricos premios, y ellos le servían como oficiales de palacio e infantes de marina.

El aspecto positivo del acuerdo era que los nuevos hombres, antiguos esclavos como Idomeneo y Lejtes —y yo— estábamos en casa en el Quersoneso. Los aristócratas nos necesitaban y nos trataban como sus iguales, o casi.

Los informadores de Milcíades le dijeron que el Gran Rey, Darío, estaba harto de los piratas del Quersoneso, y estaba tratando de mandar una fuerte expedición naval contra nosotros. En la orilla opuesta del Bosforo, Artafernes y sus generales, Himeas y Ótanes y el yerno de Darío, Daurises, se enfrentaron a los carios. La primera batalla fue una sangrienta pérdida para los hombres de bronce, y enviaron a Lesbos una petición de ayuda de sus supuestos confederados, los hombres de Eolia, pero el nuevo tirano lo ignoró. Combatieron en una segunda batalla, que fue un sangriento empate y, aunque perdieran a muchos de sus mejores hombres, expulsaron de Caria a los medos durante algún tiempo.

Nos sentíamos como espectadores… peor, nos sentíamos como haraganes o desertores. Los combates estaban tan cerca que, a veces, podíamos ver movimientos de tropas en la orilla opuesta. Yo entrenaría a mis infantes de marina con auténticos sparabara, de la infantería persa de elite, visible a través de los estrechos.

A mediados del verano, Milcíades no podía tomar más. Añadió otro par de trirremes a su flota, comprándolos en Atenas, hizo otra recluta de hombres nuevos para dotarlos de tripulantes y nos mandó hacernos a la mar para atacar la escuadra fenicia que apoyaba al ejército de Darío.

Teníamos mejores remeros. Nuestros buques, excepto el mío, eran más bajos y más rápidos a remo, y podíamos hacerlos aún más veloces. Milcíades insistía en que combatíamos para obtener beneficios, no gloria, por lo que éramos cautelosos, atacando solo cuando teníamos una ventaja abrumadora, capturando un barco almacén aquí y un mercante libanés allá.

En la gran fiesta de Heracles, no pude aguantar más. Mi barco no era adecuado para esas tácticas y todos mis tripulantes refunfuñaban porque teníamos que conformarnos con pequeños bocados mientras las otras tripulaciones se daban grandes festines.

Me pregunto ahora si Milcíades pretendía que me rebelase.

En el espacio de pocos días ocurrieron muchas y grandes cosas, y no recuerdo bien el curso de los acontecimientos. Solo puedo contarlo tal como lo invoco. Recuerdo estar sentado en una taberna en el muelle, bebiendo buen vino quiano con Paramanos y Estéfano. Paramanos tenía su propio barco, el Briseida, y quería a Lejtes como capitán de infantería de marina.

Yo me encogí de hombros.

—¿No puedes buscar uno tuyo? —le pregunté.

Él se echó a reír.

—¿Por qué no me das a todos tus infantes de marina? Ya no los utilizas.

Él se rio y yo fruncí el ceño. Era verdad. Mi barco era demasiado pesado para las nuevas tácticas.

Estéfano movió la cabeza.

—¿Por qué no vamos tras ellos adonde nadie pueda correr? —preguntó.

Ahora bien, hay que decir que el comandante fenicio, Ba'ales, tenía un montón de buques de guerra en Lampasdis, en el Bosforo, hacia la Tróade. Milcíades tenía ocho barcos, todos más pequeños. Siempre huíamos cuando salían los buques de guerra. Cuando los superábamos en número, siempre escapaban de nosotros.

Fue un verano duro para los remeros de ambos bandos.

Me acaricié la barba y admiré mi barco. Me encantaba sentarme y mirarlo mientras tomaba una copa de vino.

—Milcíades no puede arriesgarse —dije—. Si perdemos solo una vez, Artafernes nos tiene en sus manos. El puede perder dos o tres escuadras y siempre puede obligar a Tiro a que mande más.

Estéfano bebió un trago de vino, admiró a la mujer que lo servía y empezó a juguetear con el vino derramado encima de la mesa.

—No hago más que pensar en la batida egipcia —dijo—. Sin riesgo, sin sangre y un golpe genial.

Mis ojos se encontraron con los de Paramanos por encima de los bordes de nuestras copas de vino.

—Podríamos cogerlos en la playa —dijo él. Yo estaba pensando lo mismo.

—Deben de tener vigías y oteadores costeros —dije—. Por todo el estrecho. Cada tres o cuatro estadios.

—Desde luego, nosotros los tenemos —dijo Estéfano, de mal humor. De hecho, todos los agricultores de nuestro lado del Bosforo informaban de los movimientos de barcos.

Nos levantamos sin tomar ninguna decisión. Pero hablamos de ello cada vez que nos reuníamos. Atrapamos a Ba’ales en la playa, mientras sus hombres dormían.

Algún tiempo después de eso, mientras estaba discutiendo con Paramanos en la playa, Cimón me trajo a un hombre.

—Puedo hacer carrera de Lejtes —insistía Paramanos.

Sabía que tenía razón. Pero Lejtes estaba más próximo a mí que cualquiera del resto de mis hombres, excepto Estéfano e Idomeneo, y me costaba separarme de él. Zugater, no hay discusión más difícil que aquella en la que sabes que no llevas la razón.

—¡Por Zeus de las olas!, eres un puto desagradecido. Te encontré prisionero y he hecho de ti un capitán… —Estaba escupiendo majaderías.

—¿Tú? ¿Me hiciste capitán? —Paramanos se creció—. Sin mí, estarías tres veces en el fondo del océano. Yo te enseñé todo lo que sabes. No tenemos deudas entre nosotros…

—¡Señores! —dijo Cimón. Era de mi edad, de impecable genealogía y tenía hermosos modales. Ya era un hombre destacado, y su indiferencia con respecto a la política de su padre no era precisamente una de las razones menos importantes de su prominencia. Cimón siempre quería combatir. Lo que él quería era gloria… gloria para sí y gloria para Atenas. Aquel día, se inclinó hacia delante, sosteniendo su bastón, y el único signo de que pasaba algo era la sombra de una sonrisa en sus labios que sugería que estábamos montando todo un espectáculo.

—¡Tu corazón es tan negro como tu piel, puto ingrato! —dije.

—¿Y cuál de nosotros es un antiguo esclavo? ¡Desde aquí huelo la mierda de cerdo que tienes encima, so zurullo! —Paramanos me señaló con un dedo—. Eres como todos los comemierdas: no soportas ver que otro hombre tenga éxito. ¡Crees que eso te supone un fracaso! Lejtes merece…

Cimón se interpuso entre nosotros.

—¡Señores! —dijo de nuevo.

—No te metas en esto, Cimón. Estoy harto de que se lleve a mis mejores tripulantes.

También estaba harto de que, ahora que era un capitán independiente, Paramanos fuese el que más ganara. Eso daba a entender que él tenía razón, que me había hecho a mí. Y eso me sacaba de mis casillas.

Un amigo. La juventud se malgasta en el joven. Yo sabía que tenía razón con respecto a Lejtes, y sospechaba que tenía razón acerca de todo lo que le debía.

—¿Arímnestos? —preguntó una voz que conocía.

El hombre que estaba al lado de Cimón iba vestido como un campesino, con un sucio delantal de cuero sobre un quitón raído, con un gorro de cabeza de perro sobre unos bucles rubios. Dijo el nombre en voz tan baja que no estaba seguro de haberlo oído bien, y me volví, fuera de mí a causa de la diatriba.

—¿Arímnestos? —preguntó de nuevo, y su voz era más fuerte, más feliz.

—¿Hermógenes? —dije. Me llevó un momento. Hacía ocho años que no lo veía. Era un hombre, no un chico. Tenía una mala cicatriz en la cara, un tajo que iba desde la parte superior de la cabeza hasta la nariz.

Sonrió como si acabara de ganar los juegos olímpicos.

—¡Arímnestos!

Nos abrazamos efusivamente.

Ésa fue mi felicidad, la felicidad instantánea, que afirmaba la vida, de reencontrarme con un amigo de casa, que borboteaba la historia de mi vida en un centenar de latidos, dejando al descubierto todo lo importante, y entonces me volví a Paramanos.

—Soy un puto idiota —dije—. Lejtes tiene que ir y ser un oficial. Y yo te debo la vida.

Eso lo dejó callado. ¡Ah, menuda táctica! Capitular absolutamente. Deja a tu oponente sin nada que decir. Él farfulló algo y después me dio un abrazo.

Nos sentamos en mi taberna favorita Hermógenes y yo, el señor Cimón, hijo de Milcíades, y Herc.

—Nunca regresaste —dijo Hermógenes. Estaba feliz y enfadado al mismo tiempo—. Esperamos y esperamos y no regresabas al campamento. Y entonces vino Simonalkes y dijo que habías muerto —añadió, y se encogió de hombros—. Yo busqué tu cadáver en el campo de batalla y no pude encontrarlo. Pregunté a todo el mundo… incluso a Milcíades. Él sabía quién era yo, y sabía dónde había caído tu padre —explicó, y me miró—. Has cambiado —dijo acusador—. ¿No has hablado con Milcíades de nada de esto?

Me encogí de hombros.

—No —dije—. Él no se preocupa de cosas sin importancia.

—¿Sin importancia? —preguntó Hermógenes—. ¿Sin importancia? Arímnestos, tu primo Simonalkes se ha casado con tu madre y se ha adueñado de tus tierras. ¿Eso no tiene importancia para ti? —me dijo. Bebió su vino—. Me envió mi padre… no sé, ¿hace, quizá, tres años? Me envió a Atenas a buscar a Milcíades… y a ti, si tu alma todavía estaba en tu cuerpo. Simonalkes dijo siempre que habías muerto… muerto en el último ataque de los eretrios. Pero faltaba el cuerpo —añadió, y me miró—. ¿Qué pasó?

Sentí un torbellino de recuerdos. No era que los hubiese sepultado, sino solo que no había pensado en ellos… Espero que tenga sentido, cariño. Los jóvenes viven el momento. Yo había estado viviendo el momento durante ocho años. Sepultados, si quieres. Los hombres de los cuentos corren a casa a vengar a sus padres. Yo había sido esclavo. No quería ir a casa.

A veces, en el silencio de mi cubículo de esclavo en la casa de Hiponacte o en mi cama del palacio del gobernador Aquiles, debí de pensar en casa. A veces, soñaba con cuervos que volaban al oeste, o veía un cuervo y pensaba en casa… siempre una casa con pater y mi hermano. Como si estuvieran vivos.

Pero no estaban vivos. Habían muerto. Y, en cuanto lo pensé, supe que Simonalkes había matado a mi padre. Podía verlo, volviéndose en la línea de batalla, el cobarde hijo de puta, con su espada roja en la punta, y pater cayendo. Apuñalado por la espalda.

Es como la diferencia entre oír que tu mujer está durmiendo con tu amigo y encontrarlos juntos en tu cama. Hermógenes estaba allí. Ya era hora de enfrentarse a los hechos.

—Me vendieron como esclavo —dije, lentamente—. Estuve en Efeso, como esclavo. Durante varios años.

Hermógenes frunció los labios y se rascó la cicatriz en la frente.

—Tuvo que ser duro para ti, creo —dijo. Lo decía un hombre que había sido esclavo.

—Lo más duro fue al principio —dije, y le hablé de los corrales de esclavos. Más de lo que te he contado a ti, en realidad. Él nació esclavo, y en nuestra familia. Nunca fue vendido ni comprado.

—Eso es… terrible —dijo—. ¡Zeus Sóter… nunca tuve que hacer nada de eso! Pater sí, sin embargo. Él me contó la historia un montón de veces: cómo lo cogieron, cómo trató de escapar sin conseguirlo y cómo lo compró tu padre —añadió. Hermógenes se encogió de hombros—. Simonalkes trató de esclavizarnos de nuevo, pero el viejo Epicteto nos defendió. Gracias a él, pater es ahora un ciudadano.

—¿Y tú me has estado buscando durante tres años? —le pregunté.

Él se encogió de hombros.

—Lo hacía y lo dejaba, amigo mío. Tenía que comer.

—¿Qué hacías? —le pregunté.

Dirigió la vista hacia la mesa de la taberna.

—Cosas —dijo—. Un poco de carpintería. Algo de jardinería —añadió, y bebió un trago de vino—. Algún robo.

—¡Por el padre de los dioses! —dije—. ¿Y cómo has llegado aquí?

Flexionó los hombros y se rascó de nuevo la cicatriz.

—Un magistrado ateniense me dio a escoger: venir aquí o que me cortaran una oreja —dijo. Sonrió—. No era una elección difícil. Y después, cuando estaba esperando en un almacén con otros individuos de los bajos fondos, oí a un hombre que mencionaba tu nombre… Dijo que íbamos a luchar a las órdenes de Milcíades de Atenas, de Cimón y de Arímnestos Doru. Cuando llegué aquí, Cimón me escogió para su tripulación. Dijo que tú eras plateo. Parecía demasiada coincidencia… pero aquí estamos.

Cimón sacudió la cabeza.

—¡Menuda historia! —dijo, y me miró—. Así que doy por hecho que este hombre es amigo tuyo, como me dijo.

Asentí.

—Absolutamente.

Cimón sonrió.

—No debería dártelo. Por las cosas que le gritaste a Paramanos.

Incliné la cabeza.

—Estaba equivocado —dije.

Cimón se encogió de hombros.

—¿Sabes lo que me gusta de ti, Arímnestos? Que eres capaz de decirlo precisamente así: «Estaba equivocado» —dijo, y asintió—. Toma a tu amigo y que vuestra amistad sea bendecida siempre. Me debes un remero.

—Me ocuparé de que recibas al mejor que tenga —dije yo. Tener a Hermógenes sentado a mi lado era como un vaso de agua fresca en un día tórrido, aunque las noticias que me trajese me inquietaran.

—No necesito al mejor. Puede ser tu amigo, pero es una esquelética rata de alcantarilla. Mándame a otro y en paz —dijo.

Cimón, y se levantó. Su mirada se puso seria.

—¿Ese hombre, Simonalkes, asesinó realmente a tu padre, Doru?

Asentí.

Cimón hizo una mueca.

—Tienes que hacer algo al respecto, ¿no? —dijo, y se encogió de hombros—. Algún día, algún cabrón, probablemente un marido ultrajado, matará a pater. Y entonces tendré que matarlo, o las furias me perseguirán.

De repente, con la claridad de una toma de conciencia muy diferida en el tiempo, comprendí los sueños con el cuervo.

—Sí —dije.

Cimón asintió.

—Pater se enfadará si te marchas antes de que termine la estación de navegación —dijo.

Elevó una ceja y nos dejó solos.

El día siguiente, llevé a Hermógenes a navegar con Paramanos, Estéfano, Lejtes e Idomeneo. El aspecto de Hermógenes ya era mejor, más limpio, con un quitón nuevo y nuevas sandalias. Yo lo había armado y le había metido plata en su bolsa. Una vez limpio y vestido, era dos dedos más alto. Desde que Idomeneo ascendió a la categoría de guererro, yo no había tenido hipaspista, y Hermógenes se hizo cargo de la tarea inmediatamente. Vestirse tan bien le hizo reír; pasaron unos días hasta que dejó de levantarse el quitón para mirar el galón púrpura.

Paramanos ni siquiera estaba enfadado. Solo se encogió de hombros.

—Los hombres enfadados solo sueltan mierda —dijo con una sonrisa—. No necesito una excursión a la playa para hacerlo mejor.

—Te gustará venir a esta excursión —dije yo.

Teníamos una jábega de pesca, un barco ligero, muy bien construido, con un solo mástil. Nos turnamos al timón, navegando por el Bosforo de un modo que ni se les ocurriría a los auténticos pescadores por temor a perder sus jarcias o sus barcos. Hermógenes parecía ansioso y Estéfano movió negativamente la cabeza ante lo que él, pescador de toda la vida, consideraba una imprudencia.

Navegamos por el Bosforo unos veinte estadios y varamos en una playa de grava bastante al sur de Galípoli, con una ermita a un héroe largo tiempo olvidado. Yo sacrificaba allí a veces. Por eso desembarqué primero, y Hermógenes y yo ofrendamos un cordero en acción de gracias; después, teníamos conejo, pollo y cordero, y un montón de vino.

Después de comer, Paramanos se recostó, hizo una libación y todos compartimos la copa. Luego se levantó.

—¡Bueno! —dijo—. ¿Todo esto es una forma de pedir disculpas o es por haber reencontrado a tu amigo?

Yo negué con la cabeza.

—No. Sé cómo llegar a la escuadra de Ba’ales.

Paramanos asintió.

—Le he dado muchas vueltas. Así que… cuenta.

En vez de contar, señalé el casco volcado de nuestra jábega.

Paramanos sacudió la cabeza.

—¡Genial! —dijo. Volvió a sacudir la cabeza—. ¿Por qué no se me ocurrió?

Y eso fue todo.

Y en aquella semana o en la siguiente, llegó un embajador de los carios pidiéndonos ayuda. Me invitaron a ir a escucharlo y Paramanos vino conmigo. Nos tendimos en divanes con Milcíades y sus hijos, Agios, Heráclides y los demás capitanes. Los carios nos pedían que los ayudásemos contra los persas.

—Vayamos adonde vayamos, los Ba’ales pueden desembarcar tropas en la costa, detrás de nuestras líneas —insistía el jefe cario—. Tienes una gran reputación de amante de la libertad. Dicen que fuiste el arquitecto de la gran victoria en Amatunte. ¿No puedes derrotar a los Ba’ales?

Milcíades negó con la cabeza.

—No —dijo—. Y ya no prestaré servicio a los jonios —añadió, y se encogió de hombros—. Soy un pirata, no un libertador.

Calícrates, el jefe de la embajada, sacudió la cabeza.

—Pensamos que podrías decirnos lo que estás diciendo —afirmó, y entregó un tubo de manuscritos de marfil, chapado en oro, del tipo utilizado por el Gran Rey—. Capturamos esto.

Milcíades lo cogió y desenrolló el manuscrito. Lo leyó a la luz de la ventana y después se lo pasó a Cimón. Cimón lo leyó con Heráclides, y después Herc me lo pasó y Paramanos y yo lo leimos juntos.

Era una serie de órdenes para los Ba’ales y sus subordinados. Se les exigía que prepararan otros veinte barcos y tomaran Galípoli y los demás puertos nuestros, así como la costa tracia, incluyendo la ciudad de Aristágoras.

—Los nuevos barcos están ya casi preparados —dijo Calícrates.

Milcíades parecía muy enfadado.

—¿Por qué no sé nada de esto?

—Ha habido rumores —dijo Cimón. Sus hermanos asintieron.

—Tenemos mucho tiempo para huir a Atenas —dijo Milcíades con amargura—. No puedo enfrentarme a treinta barcos.

Yo miré a Paramanos.

—Señor, si me permite, tengo una forma de dejar a los Ba’ales fuera de combate… por este año, al menos. Con muy poco riesgo… al menos para ti.

Milcíades estaba inclinado sobre las manos, mirando al exterior de la ventana. Se volvió.

—¿De verdad? —preguntó. Su voz indicaba que no albergaba muchas esperanzas. Como la mayoría de los hombres arrogantes, Milcíades daba por supuesto que él había pensado en todo.

—En pocas palabras, señor, propongo que cojamos a los Ba’ales al amanecer y los capturemos o los incendiemos mientras están varados en la playa —dije, y me erguí en el diván.

—No —respondió Milcíades, en un tono parecido al de un maestro aburrido hablando a unos niños estúpidos—. Sus oteadores costeros nos verían llegar.

Yo sonreí.

—Barcos de pesca —dije.

La historia de la batida con los barcos la he contado tan a menudo que no te aburriré con ella. Cualquier pescador de esas aguas puede decirte cómo tomamos prestados sus barcos, navegamos aprovechando el flujo de salida del Ponto Euxino, como hacen todas las noches las flotas pesqueras en verano, y cogimos a los Ba'ales en la playa a la salida de la luna.

Fue una carnicería. Solo teníamos a doscientos hombres, todos luchadores; la flor y nata de los hombres de Milcíades. La única parte difícil fueron los diez últimos estadios, cuando podíamos ver los cascos de sus barcos, negros a la luz de la luna, y sus hogueras y, por lo que vimos, nos estaban dejando la playa preparada para nosotros.

No estaban. Alguien dio la alarma cuando estábamos a un estadio de distancia, pero nunca llegaron a formar. Navegamos el último estadio a toda velocidad, remando nuestros barcos abiertos como si fuesen trirremes. Al dar con la playa, mi barco recorrió en la grava la longitud de un hombre, y yo salté sobre la borda casi en seco, con Estéfano a un lado y Hermógenes al otro.

Paramanos tenía a la mitad de los hombres. Su misión era asegurar nuestra retirada tomando el más fácil de los trirremes enemigos y poniéndolo a flote. Mis hombres y yo incendiaríamos el resto de los barcos y mataríamos a tantos remeros como pudiésemos.

Aquellos barcos ardían como antorchas. Teníamos ollas de fuego montadas en pértigas, loza pesada rellena de carbón que rompíamos dentro de los cascos enemigos en cuanto llegábamos, dos ollas por casco. Antes de que el enemigo pudiera recuperarse, estaban ardiendo, y nosotros estábamos con nuestras corazas, formados al borde del fuego, frente a la desesperación de una muchedumbre desarmada.

La triste verdad es que incendiamos demasiados… podríamos haber capturado más. Nuestros doscientos hombres destrozaron a los fenicios. La mayoría de los hombres combaten mal cuando los atacan por sorpresa y ellos no eran diferentes. Los Ba’ales murieron en el primer ataque, aunque no lo supimos. Yo apenas combatí; estaba demasiado ocupado dando órdenes.

¡Por Atenea Niké, los barrimos! Donde fueron valientes, los matamos, y donde huyeron, los destruimos. ¡Ah! Aquello fue una victoria.

Cuando quedó claro que dominábamos el campo, nos las arreglamos para apagar los incendios en uno de los más pequeños de los buques enemigos que estaban en la playa y lo arrastramos al agua, rociamos las brasas y lo pusimos a flote también. Por tanto, nos las arreglamos para capturar dos de sus muchos barcos, mientras que el resto ardían hasta las quillas, y nos marchamos con diez muertos y otros tantos heridos. Solo Ares sabe cuántos de sus remeros e infantes de marina dejamos boca abajo en la arena. Remamos, agotados pero felices, subiendo por el Bosforo y arrastrando los barcos de pesca en largas filas detrás de nosotros.

Dicho así, parece maravilloso, ¿no? Ésa es la forma de contar una batalla propia de un juglar, sin mencionar que los diez hombres muertos estaban muertos, que sus hijos eran huérfanos; sus madres, viudas; sus vidas, acabadas, quizá para siempre, porque Milcíades optó por seguir siendo el amo del Quersoneso, ¿eh?

Y otra cosa, aunque me avergüence decirla. No siempre recuerdo los nombres de los hombres. ¿Los hombres que cayeron allí en la playa, los que me dieron fama y salvaron a Milcíades? No los recuerdo. La triste verdad, cariño, es que, en algún momento de aquel verano, dejé de aprender sus nombres. Murieron en batidas, en pequeños combates navales y de fiebres. Cada semana morían hombres. Procedían de Atenas, hombres de clase baja sin nada que perder, y la mayoría llevaban la muerte con ellos. Algunos estaban demasiado débiles. Otros nunca aprendieron a manejar sus armas.

Nosotros éramos piratas, zugater. Puedo revestirlo con un barniz de miel, ponerlo en versos épicos, pero éramos hombres duros que vivían una vida dura y no podía perder el tiempo aprendiendo los nombres de los nuevos hombres hasta que sobrevivían algún tiempo.

No me hagas caso. Filosofo.

En todo caso, la mañana siguiente, los carios tendieron una emboscada a las columnas de Daurises cuando trataban de penetrar en las montañas al oeste del templo de Zeus de los Ejércitos de Labraunda, en Caria, y las destruyeron, matando a Daurises y a gran número de persas —la primera victoria real de toda la guerra—. La noticia corrió entre los jonios como un rayo de Zeus, y aparecieron sacrificios en los altares de Ares desde Mileto hasta Creta.

En aquella época, no lo supe, pero Farnakes, que había sido amigo mío, y con quien había cruzado mi espada dos veces, murió en Labraunda, en la emboscada.

Como secuela de estas dos pequeñas victorias, llegó a nuestros oídos que Darío perdió la paciencia con la revuelta y con los griegos en general. Ordenó a sus sátrapas que prepararan un armamento importante para la reducción del Quersoneso, y se jactó de que vería destruida Atenas.

Eso no agradó a los demócratas de Atenas, que eran conscientes de que Milcíades era el responsable de la cólera de Darío. Pero esto no forma parte de mi historia… es solo un comentario.

Cuando el verano dio paso al otoño, Milcíades recibió informaciones de diversas fuentes acerca de los preparativos de Darío. Había ordenado cincuenta barcos que serían financiados con cargo a las ciudades sirias, y el sátrapa de Frigia tendría que ayudar a Artafernes a poner en armas un ejército para destruir Caria y reconquistar Eolia.

Nos recostamos en nuestros divanes y nos reímos, porque todo eso ocurriría en el verano siguiente. Solo quedaban seis semanas de la estación apta para navegar.

Milcíades brindó por mí con buen vino quiano.

—Un golpe —dijo— y, una vez más, soy el amo en mi propia casa. Eres muy querido para mí, plateo.

Yo fruncí el ceño.

—El verano próximo, Darío vendrá con un ejército inmenso.

Milcíades no debía de estar muy sobrio.

—A pesar de todo tu heroísmo —dijo—, tienes mucho que aprender con respecto a combatir contra los medos —añadió, y miró a Cimón.

Cimón se echó a reír y habló:

—Otras provincias se sublevarán este invierno —dijo.

Milcíades asintió.

—¿Crees que atacamos Naucratis por puro beneficio? —me preguntó. Pude ver que Paramanos sonreía. Yo había pensado que íbamos allá por puro beneficio.

—Sí —dije yo.

Milcíades asintió.

—No hay que despreciar los beneficios. Pero, cuando capturamos sus barcos, demostramos a los comerciantes griegos y a los sacerdotes egipcios que sus señores persas no podían defenderlos. Y, cuando se vea claro que estamos ganando, ellos desalojarán sus guarniciones como hicieron en tiempos de mi padre, y Darío tendrá que plegarse a Egipto. ¡Y entonces gozaremos de unos buenos tiempos! —afirmó, y se echó a reír. Todo el mundo griego hablaba de nuestro golpe en la playa sur de Galípoli, y el nombre de Milcíades estaba en los labios de todos los hombres de Atenas, y todo iba bien en el mundo.

Fue un bonito sueño, pero habíamos subestimado a Darío, y habíamos olvidado aquellos veinte buques destinados a reforzar a los Ba’ales.