19

—No viniste cuando te convoque —dijo Briseida tranquilamente.

Podía ver a Kylix de pie, al lado de las brasas de nuestra hoguera.

—¿Me convocaste? —pregunté, medio dormido. ¿Era Briseida? El brazo que rodeaba mi cuello me resultaba familiar.

—Te llevé una nota —dijo Kylix—. Por favor, dile que recibiste la nota.

Paramanos estaba despierto. Pude ver que tenía una espada en la mano y que se estaba moviendo muy despacio hacia Estéfano.

—Recogí la nota —dije.

Me sentía estúpido, diez veces estúpido. Naturalmente, la nota era de Briseida. Para un hombre que presume de su inteligencia, puede ser una estupidez. Yo había deseado que la nota fuera de Arqui.

—Sin embargo, no viniste —dijo ella, y su voz era como hielo y fuego juntos.

—¿Tú me enviaste cincuenta daricos? —pregunté—. ¡Creí que Kylix venía de parte de Arqui!

Sin mover el cuchillo, puso su boca sobre la mía y me besó.

En algún momento, el cuchillo desapareció y ella se echó un poco para atrás y me echó arena de su quitón.

—Ven conmigo —dijo—. Todavía me amas. Eso es todo lo que quiero saber.

Ella miró a Paramanos y él se quedó inmóvil.

—Mi marido está coaligado con los hombres por los que quieres que te paguen un rescate —dijo—. Se comunica con los persas y los fenicios. Y les ha pagado para que te maten.

Paramanos me miró… ¡menuda mirada! La mirada que los hombres mayores lanzan cuando se ríen de los jóvenes; pero, cuando ella dijo «les ha pagado para matarte», se alertó.

—Yo vigilaré —dijo él.

Yo asentí y seguí a Briseida, y paseamos a la primera luz del alba, ella llevaba solo un quitón de lino… lo noté cuando me besó. Llevaba unas sandalias ligeras y una corona de flores en el cabello, las flores amarillas de Lesbos, y caminaba con su elegancia habitual, pero me di cuenta de que estaba embarazada.

—¿Tu primer hijo? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—El segundo —dijo ella. Me sonrió—. ¡Vives!

—Estuviste más cerca de matarme que cualquier hombre desde que yo era esclavo —bromeé.

—Cuando no acudiste a mi cita, pensé que te mataría.

Se detuvo, puso sus caderas contra una roca grande e inclinó la cabeza.

—Aristágoras quiere verte muerto. Milcíades le hizo jurar que te mantendría con vida, pero es un embustero y sus juramentos carecen de valor.

—¿Por qué quiere verme muerto? —le pregunté, y ella sonrió como el amanecer.

—Cada vez que me folla, digo tu nombre —dijo ella. Y se echó a reír.

—Pero… —dije. Briseida me asustaba siempre, tanto como yo creía que la amaba—. Pero tú estás casada.

—¡Eh! —exclamó. Su desdén era palpable—. Yo estoy casada con Aristágoras. Si un pedo pudiera convertirse en hombre, sería Aristágoras —dijo. Me miró—. Y creí que ibas a matar a Diomedes, ¿eh? Pero él se ha acercado a los medos y se ha hecho con todas nuestras propiedades en Efeso. Mi hermano es casi un indigente.

Había olvidado cómo podía ser ella. Tres años la habían hecho más como ella misma, no menos.

—He pensado en ti… todos los días —le dije.

Ella suspiró.

—Te vendría bien leer a Safo —dijo—. «Algunos hombres dicen que un escuadrón de caballería es la cosa más hermosa, otros dicen que un grupo de hoplitas y otros piensan que una escuadra de barcos es lo más bello».

—Pero yo digo que es la persona a la que amo —le dije, pervirtiendo a propósito mi Safo, y ella se echó a reír.

—He oído que eres un gran héroe —añadió ella, y sonrió aprobándolo—. He oído que mataste a más medos en Amatunte que cualquier otro griego. Me encanta oír que los hombres hablen de ti.

Se puso de puntillas y me besó y, embarazada o no, solo la pesada tos de Kylix evitó que hiciésemos el amor allí mismo. Yo ya estaba duro antes de que su boca se abriera y sus manos… No importa, damas mías.

—Una partida de hombres armados está bajando a la playa de la galera fenicia —dijo Kylix—. En la ciudad, se está reuniendo la guardia.

Yo tenía mi espada y, salvo por mi quitón, estaba desnudo. Estaba descalzo. Había estado durmiendo.

—Coge a tu señora y corred —le dije.

—¿Correr adónde? —preguntó Briseida—. No hay entrada a la ciudad desde el mar.

Recuerdo que sacudí la cabeza. Ella quería quedarse y ver correr la sangre.

—Solo corred —dije, y me volví hacia mi propio barco.

—Él también quiere verme muerta —dijo Briseida—. No se atreve a decirlo abiertamente, pero, en una playa, ¿quién te puede culpar?

—¿Y tú te metes en la boca del lobo? —pregunté.

Ella se echó a reír.

—Tú me salvarás —me dijo—. O moriremos juntos.

A Paramanos no lo sorprendieron durmiendo la siesta. Cuando lo miré, subió a los prisioneros a bordo del pesquero y se hizo a la mar. Los fenicios bajaron a la playa para descubrir que los pájaros habían escapado.

Ellos venían con armadura y yo estaba desarmado, lo que me daba cierta ventaja: sabía que podía correr más que cualquiera de ellos y no parecía que ninguno de ellos tuviese un arco. Llamé a Paramanos y él acercó rápidamente el barco a la playa para recogernos. Subí a bordo a mi amada e hice que se alejase; después, caminé por la playa como si no tuviera nada que temer.

—Habéis venido pronto —dije—. Soy Arímnestos. ¿Habéis venido a pagar el rescate?

Los dos hombres que llevaban mejores armaduras ordenaron parar al resto y formaron una pequeña falange en la playa.

—Los hombres de la ciudad estarán aquí en el tiempo que se tarda en cantar un himno —les dije en persa—. Y os matarán a todos y se harán con vuestro barco —añadí, señalando la colina—. El gobernador de la ciudad es amigo mío… Cualquier soborno que hayáis pagado a la guardia, lo habéis perdido.

Discutían entre ellos.

Es una lección que se aprende pronto: los conspiradores no se fían de nadie. Yo estaba casi seguro de que la guarnición de la ciudad se quedaría mirando cómo me asesinaban sin mover un dedo… pero los fenicios no lo sabían.

Apunté a la mar.

—Mis prisioneros están allí, en aquel pesquero —dije—. Y, si no pagáis, les cortarán el cuello y los tirarán por la borda.

Los dos hombres que llevaban coraza de bronce discutieron y, finalmente, cuando ya podía ver el sol naciente reflejándose en las puntas de las lanzas de la ciudad, dieron la vuelta y volvieron a su barco.

—Pagaremos —dijo uno de los hombres.

Cariño, rara vez he oído unas palabras persas tan cargadas de odio.

Apilaron unos lingotes de plata sobre la arena.

Corrí por la playa hacia Paramanos y no miré atrás.

El intercambio discurrió bastante bien. Yo envolví la plata y el oro en mi capa y los llevé a mi barco. Después, liberé a los cuatro prisioneros, muy abajo en la playa, casi tan lejos como el trilladero en el que juegan las cabras.

Estábamos rodeando el cabo antes de que los hombres liberados llegaran hasta sus amigos. Briseida me pidió que la llevara bordeando Ereso. ¿Cómo podía negarme?

Efeso es uno de los lugares más bellos del mundo. Briseida había hecho que el mierda de Aristágoras le comprara una casa allí, a la espalda de la acrópolis, una buena tierra, con higueras y olivos, como un pequeño trozo de Beocia en el desierto del este de Lesbos. Los jazmines de la pendiente de la acrópolis perfuman el aire y el sol brilla en los acantilados sobre la ciudad.

La gente bajaba a nuestro encuentro; entonces, Briseida me llevó a la acrópolis, donde conocí a la hija de Safo, una mujer muy anciana. Era fuerte, la señora de la ciudad, y todavía ostentaba el mando.

—¿Eres su esposo? —preguntó.

Yo negué con la cabeza, no, pero ella sonrió.

—Tú eres su verdadero esposo —dijo ella.

Era una mujer extraña, sacerdotisa de Afrodita, la señora de la diosa eolia y una famosa maestra. En su presencia, yo era un matador de hombres con dificultad para hablar, pero aquel día vi a otra Briseida, una mujer ingeniosa, educada, que podía cantar un poema lírico, así como una competidora olímpica.

Aquella noche nos acostamos juntos en su casa, con el arrullo de las palomas y el olor a jazmín, y nunca lo he olvidado. Fue la primera vez que estuvimos juntos sin un elemento de miedo. Fue diferente. Ella era diferente. Aquella noche conocí el amor, no el enloquecido y medio airado amor del joven, sino el don de la chipriota que te cambia la cabeza para siempre.

Me habría quedado un segundo día, pero Paramanos vino a por mí, llamando a su puerta, y sus palabras eran duras.

—¡Estás loco! —dijo él—. Y ella no está mejor.

Y eso es lo que está mal en el mundo, zugater. Porque yo acepté sus palabras. Compartimos una última copa de vino bajo su higuera.

—Tú eres Helena —le dije.

—Claro que soy Helena —dijo ella—. ¿Por qué no tendría Aquiles a Helena? ¿Por qué no puede tener Helena a Aquiles?

—Tengo que navegar lejos de ti durante algún tiempo —dije—. Si no, uno de nosotros morirá, o yo mataré a Aristágoras y seré un proscrito.

Ella puso sus brazos alrededor de mi cuello y lo sentí como lo más natural del mundo.

—Cuando haya recorrido mi camino por el mundo, te llamaré para que vengas a mí y haremos el amor hasta que el sol se detenga en el cielo —dijo ella—. Te mandaré un ejemplar de la épica de Safo para pasar el tiempo —añadió, y se echó a reír.

La besé.

—Te amo —le dije.

Ella se rio.

—¿Cómo pude haber dudado de ti? Escucha, Aquiles… cuando tengas una oportunidad, mata a mi marido. Si no, tendré que hacerlo yo misma, y los hombres hablarán.

Ella volvió a reírse, y el hielo tocó mi espina dorsal.

No había nadie como Briseida. Y, si conoces tu Ilíada, sabrás que fue en esa misma playa donde Aquiles la hizo suya.

Ella me hizo sentir más vivo.

Subió al acantilado mientras yo bajaba a la playa, y entonces nos vio salir navegando desde la cima.

Nunca te prometí una historia feliz.

Milcíades me estaba esperando en la playa de Mitilene. Aún no había aprendido yo que era el mayor jefe de espías de occidente y que conocía cada evento mucho antes de que sucediese. Ciertamente, su radio de acción era grande.

Me abrazó en cuanto pisé la playa, pero con cierta brusquedad.

—Acompáñame —dijo.

Era mi comandante. Lo acompañé pensando en Briseida. Había visto la nube en su rostro y me preguntaba cómo podría volver a verla.

—Has llevado en tu barco a la esposa de Aristágoras —dijo.

—El hijo de puta trató de tenderme una emboscada. —No sabía qué más decir.

—Trató de tenderte una emboscada cuando te las arreglaste para follarte a su mujer —dijo Milcíades. Volvió la cara hacia mí—. Eso es lo que va a decir.

—¡Ella está embarazada de dos meses! —dije. Estrictamente hablando, no era una negación—. ¡Fui a cobrar mis rescates!

—¿Qué rescates? —me preguntó Milcíades, con tan mal genio como una mujer que está comprando pescado en el ágora.

No se lo había dicho y, de repente, me di cuenta de que la auténtica cuestión era ésa, no Briseida.

—Tenía cautivos a unos fenicios para entregarlos a cambio de un rescate tras el combate de Amatunte —dije.

—¿Pensabas quedarte con el dinero? —preguntó, y su voz era peligrosa.

Me detuve.

—¿Qué?

—El rescate de los fenicios —dijo—. ¿Estabas tratando de escabullirte? ¿Creías que no lo sabría? —añadió. Era un Milcíades diferente, un hombre más crudo, más peligroso.

—¿Qué? —pregunté, como un imbécil. Y después—: ¿Qué tiene eso que ver contigo?

—No me pongas a prueba —dijo—. La mitad dé todo lo que tomes es mía. ¿Pretendes que despilfarre mí capital político para salvarte de Aristágoras y después tratas de robarme mi dinero?

Retrocedí.

—¡A la mierda! —dije. Negué con la cabeza—. Ésos son mis rescates de Amatunte. No tienen nada que ver contigo.

—La mitad —dijo—. La mitad de cada céntimo que ganes. Ése es el precio de ser uno de mis hombres. Yo pago los sueldos de tu barco. Tú aceptaste el contrato —escupió—. No actúes como un puto campesino. Obtuviste más de un talento.

Creo que la mano se me fue a la empuñadura de la espada, porque él miró alrededor… De repente, el gran Milcíades tenía miedo de estar solo en la playa conmigo. No era por el dinero, zugater. Soy un matador de hombres y un crápula, pero nunca he sido codicioso.

Pero creí que me estaba estafando, y no soporto que otros hombres se queden con lo que es mío.

—¡Este dinero es mío desde antes del contrato! —dije—. ¡He prometido parte de él a mis hombres!

—Eso tendrá que salir de tu mitad, entonces —dijo él. Se cruzó de brazos. Estaba un poco asustado… Incluso entonces, los hombres me consideraban un perro rabioso. Pero era atrevido, y debía de necesitar la plata.

Si quieres saber lo grande que es de verdad un hombre, observa cómo habla sobre el dinero.

Suspiré.

—¿Por qué no te me acercas… como un hombre? —dije. Podía haber dicho «como un amigo», pero acababa de descubrir que los piratas no tienen amigos.

—Si me vuelves a hablar de ese modo, haré que te maten —dijo Milcíades—. Ahora, págame la mitad y podremos olvidar todo esto —añadió. Estaba temblando de furia y, sin embargo, estaba por encima de los meros insultos de hombría. No señalaba el barco que estaba detrás de mí, pero su barbilla se adelantó hacia él—. ¿Crees que va a ser fácil mantenerte con vida después de esto? Él te odia. Y tú vienes navegando de un encuentro con su esposa.

¡Oh, puedo ser realmente estúpido!

Pagué. Quizá tengas ahora peor concepto de mí, pero Milcíades era la única ancla que tenía en aquel mundo. No tenía familia ni amigos, y estaba viviendo por encima de las posibilidades de mi cuna. Por eso, desanduve el camino por la playa, recogí la capa y lo que contenía del suelo de mi barco y pagué a Milcíades la mitad de los rescates que había ganado sin su ayuda.

Paramanos me vio hacerlo sin mover un músculo de su rostro, pero sabía que el adulador estaba observando. Heracleides ni siquiera cruzó la vista con la mía.

No podía creerlo. Era un hombre recto.

Pero era eolio, y a esos hombres se los puede comprar barato.

Maldije.

Milcíades lo contó y me devolvió, tirándomelo, un lingote de oro, una suma enorme de dinero.

—Eso es para quitarle hierro al asunto —dijo—. Voy a dar por supuesto que fue un malentendido por tu parte. Que no ocurra de nuevo y lo olvidaremos —añadió. Sonrió y me dio la mano.

La cogí y las estrechamos.

Milcíades miró de reojo. Después miró atrás. Creo que estaba midiendo mi valor para él. Nuestras miradas se cruzaron.

Me fiaba de Milcíades. Tal como se lo había oído, Aristágoras había conspirado para matarla y matarme a mí, y eso era suficiente.

Más tarde, se me acercó y me dijo:

—Me he ganado cada céntimo del rescate que trataste de ocultarme, muchacho desagradecido —observó. Después movió la mano… siempre el gran hombre—. Olvídalo —añadió, riéndose entre dientes—. Vamos a disfrutar juntos de una época maravillosa.

Nunca lo olvidé, sin embargo, y supongo que él tampoco.

Me mandó hacerme a la mar inmediatamente, aquella misma noche, con órdenes para vigilar la costa asiática. Debía haber sido un otoño feliz, pero la política del campamento jonio era despiadada, y habría sido mejor que indagásemos más de cerca de dónde procedía mi fuente del oro. Ahora que estaba al servicio de Milcíades, estaba ligado al bando que promovía la guerra. Había una facción pacífica dirigida nada menos que por el autor de la revuelta, Aristágoras, que ahora patrocinaba una solución pacífica. Unos hombres decían que los medos lo habían comprado con daricos de oro y otros, que temía al Gran Rey.

Entre mis cortos cruceros por el mar Jónico, descubrí que Milcíades tenía informadores por todas partes y que ser un hombre suyo tenía sus ventajas. Llegó a mis oídos que un par de birremes fenicios recogerían una carga de cobre y marfil en la costa de Asia para Heraclea, en el Ponto Euxino. Los abordamos y nos quedamos con la carga, apenas sin lucha, y puedes dar por descontado que yo ya había apartado la mitad de Milcíades antes de que mi popa tocara la playa.

El otoño estaba avanzado cuando oímos que las ciudades jónicas de la Tróade habían caído en dos cortas semanas, cuando Artafernes tomó el ejército del Gran Rey, las sitió y las capturó. El último de los quianos se marchó y solo se quedaron los eolios.

El tirano de Mitilene exigió a Milcíades que se fuese. Nuestra piratería —así lo llamó— estaba dando mala reputación a su ciudad. Lo que pensaba el bastardo era que nuestra guerra comercial contra los medos estaba perjudicando a su ciudad, que estaba perdiendo negocio a favor de Metimna, alrededor de la costa de Lesbos.

Salamina, la última ciudad libre de Chipre, cayó al final del otoño.

Milcíades convocó a sus capitanes a un consejo. Era un día magnífico, en el que soplaba un recio viento del oeste. Habíamos estado varados en la playa durante diez días con mal tiempo y sin objetivos. Los asiáticos permanecían alejados de Lesbos y la falta de sintonía entre Aristágoras y Milcíades había alcanzado una nueva cota. Los hombres decían que yo tenía la culpa. Algunos dijeron incluso que Briseida había tenido un asunto con el mismo Milcíades… tonterías, porque ella estaba embarazada de ocho meses y a centenares de estadios por la costa de la isla, pero esa es la clase de murmuraciones que se extiende por un campamento dividido.

—Nos vamos —dijo él. En pocas palabras, a eso se redujo el consejo. No estaba con ganas de grandes discursos, salvo que fuesen suyos.

—¿Volvemos a casa? —preguntó Heráclides.

—¿A qué llamas «casa», pireo? —preguntó Milcíades.

—El Quersoneso —dijo Herc. Sonrió—. No ejerza de tirano con nosotros, señor. El viento es bueno para el Quersoneso y podemos acostarnos en nuestras camas con buenas tracias pechugonas antes de que caigan las primeras nieves.

Uno de los capitanes de Milcíades era Cimón, su hijo mayor. Metiocos, su segundo hijo, era el otro capitán en el que más confiaba. Así funcionaban las antiguas familias aristocráticas, llenas de hijos en los que podía confiarse como capitanes de guerra.

Me encanta oír a la gente llamar «demócratas» a los atenienses, como si cualquiera de ellos hubiese querido alguna vez otorgar poder a la gente corriente. Si Milcíades hubiese podido, habría sido primero gobernador del Quersoneso y después, tirano de Atenas. Solo amaba la democracia cuando envolvía la falange con sus combatientes.

¡Ah! ¡Anda que quién habló que la casa honró! Mírame a mí, gobernando en Tracia. No hay peor hipócrita que un viejo hipócrita.

En todo caso, Cimón era de mi edad, un hombre que se estaba labrando su reputación. Me gustaba. Y no le asustaba su padre.

—¡Volvemos al mal vino y a las rubias tracias porque sobre pater pesa una sentencia de muerte en Atenas! —dijo; la primera vez que lo oíamos los demás.

La mirada de Milcíades me decía que no había querido que lo supiésemos los demás, pero Cimón se echó a reír.

Nunca supe exactamente cuándo habían empezado a ser aliados Milcíades y Aristágoras, y nunca llegué a saber cuándo empezaron a distanciarse, aunque sospecho que Briseida y yo tuvimos algo que ver. Aún no lo sé. Pero Milcíades fue el que pensó todo para que ganásemos la batalla de Amatunte… Por eso, supongo que merecía una parte de mi botín. E imagino que Milcíades no tenía estómago para hacer las paces con los medos, no porque los odiase, sino porque hizo su fortuna apresando sus barcos y necesitaba ese dinero para erigirse en tirano de Atenas, o así lo veo yo ahora.

Tendría que haber dicho antes que, cuando Milcíades quiso que zarpáramos, a Aristágoras lo había sustituido su antiguo maestro, Histieo de Mileto, que había prestado servicio al Gran Rey como general durante muchos años, desertando después repentinamente. Debía de haber sido un grandísimo majadero: cuando él se nos unió, los jonios no estaban en absoluto derrotados, y muchos pensaban que era un traidor doble, que había venido para traicionarnos y ponernos en manos de los persas. En realidad, sospecho que fue uno de aquellos hombres trágicos que tomaron una mala decisión después de otra: su traición al Gran Rey fue estúpida y deshonrosa, y todo su comportamiento posterior fue similar. Yo solo estuve con él una vez, en la playa de Mitilene. Estaba arengando a Aristágoras como si este fuese un crío. Estaba escuchando y me reí; Aristágoras me vio y el odio en sus ojos hizo que me riese más fuerte. Por entonces, nadie lo respetaba. Su fracaso al dirigirnos contra los medos en cualquier parte y, sobre todo, para ayudar a los hombres de la Tróade, cuando nuestra flota estaba solo a cien estadios de distancia, demostró que era un imbécil, si no un cobarde.

En todo caso, la llegada de Histieo fue el colmo. Creo que Milcíades se imaginaba que él mismo se convertiría en el jefe de la revuelta jónica y, más tarde, en tirano de toda Jonia. Y, para ellos, hubiera sido mejor tenerlo, te lo aseguro, cariño. Puede que fuera un hijo de puta con el dinero, pero era todo un jefe guerrero. Los hombres lo amaban y lo seguían.

Estoy divagando. Mezcla algo de esa agua encantadora de la primavera en el cuenco y añade unas manzanas… ¡Por Artemisa, muchacha!, ¿vas a ruborizarte por la mención de las manzanas? ¡Qué flor más delicada debes de ser…! Zugater, ¿dónde la encontraste? Ahora, sírveme eso en mi copa.

Navegamos hacia la primera tormenta del invierno y, justo como predijo Heráclides, pronto estuvimos cómodamente en nuestras camas en el gran palacio de Milcíades en Galípoli.

Aristágoras tomó sus propios criados y huyó a la Tracia continental. Había fundado allí una colonia, en Mircino, y abandonó la revuelta, o eso manifestaron los informadores de Milcíades. Me preguntaba dónde estaría Briseida. Pensaba que debía de estar amargada: en tres cortos años, pasó de ser la reina de la revuelta jónica a ser la esposa de un traidor fracasado.

El invierno transcurrió bastante deprisa. Yo compré una bonita esclava tracia y gracias a ella aprendí el idioma. Enseñé la danza pírrica a todos mis remeros, hice que la practicaran durante todo el lluvioso invierno y fuimos juntos a celebrar la fiesta de Deméter y la llegada de la estación de la navegación.

Yo tenía un año más. Soñé todo el invierno con cuervos y, cuando las flores empezaron a surgir, vi una pareja levantar el vuelo desde el cadáver de un día hacia el oeste, y supe que era un augurio, que debía ir a Platea, aunque allí no hubiera nada para mí, pensaba. Me preocupaba más mi juramento a Hiponacte y a Arquílogos, lo que va a demostrar lo estúpidos que son los hombres con respecto al destino.

En primavera, Histieo se declaró comandante de la Alianza Jónica, y fijó la reunión de la flota nuevamente en Mitilene, donde él mismo se había erigido en tirano durante el invierno. Lo hizo del modo más sencillo: seleccionó a unos hombres para que se infiltraran en la ciudadela; después mató con sus propias manos al antiguo tirano y a cada uno de sus hijos también. Empapado en sangre, se presentó para recibir el aplauso —el aterrorizado aplauso, supongo— de la ciudad.

Milcíades nos contó la historia durante la comida, sacudiendo la cabeza, indignado.

—Tendrías que haber sido tú —dije yo, no como adulación, sino como una simple realidad—. No el asesino, sino el gobernante.

Él me sonrió. De nuevo, éramos casi amigos, es decir, él no había cambiado, y yo casi le había perdonado. El territorio de Milcíades en el Quersoneso era el reino más polígloto que yo haya visto: tracios y asiáticos, griegos y escitas mano a mano, en la comida y en los templos. Si Paramanos era el único negro, no era el único extranjero. Le encantaba el palacio y mi temor por sus lealtades empezó a relajarse. En todo caso, aquella tarde, nos había reunido Oloro, el rey de los tracios locales y suegro de Milcíades.

Emitió una especie de gruñido.

—Ese Aristágoras —dijo—. Lo visité durante el invierno. Es un idiota codicioso, y sigue cogiendo esclavos bastarnos y getas; lo matarán.

Milcíades asintió.

—Es un idiota codicioso —dijo.

—¿Tiene a su mujer con él? —pregunté, procurando no parecer interesado.

Él sonrió.

—Ahora bien, ¡eso es una mujer! —dijo—. ¡Por todos los dioses, Milcíades, considérate afortunado por no haberte casado con ella! Es la columna vertebral que le falta a Aristágoras.

Milcíades se encogió de hombros.

—La conocí en Lesbos —dijo—. Es demasiado inteligente para ser hermosa —añadió, y me miró.

¡Eh, cariño! Así es como les gustan las mujeres a los hombres como Milcíades. Tontas. No temas, no quiero casarte con ninguno de ellos. La esposa principal de Milcíades —tenía a varias concubinas— era Hegesípila, tan hermosa como un amanecer y tan estúpida como una vaca atada a una columna. La hija de Oloro, efectivamente. Yo no era capaz de quedarme a hablar con ella. Nunca leía nada, nunca iba a ningún sitio. Mi esclava tracia estaba mejor educada. Lo sé, porque le enseñé las letras griegas a cambio de que ella me enseñase tracio, y después leíamos juntos a Safo. Y a Alceo.

¡Oh!, soy un viejo y cuento estas historias como una polilla que revoloteara alrededor de la llama de una vela.

El motivo de hablarte de aquella comida es que Milcíades se levantó y nos dijo que nosotros no nos uniríamos a los rebeldes.

—La revuelta jónica solo es peligrosa para los idiotas que participan en ella —dijo, y su amargura era evidente. Era un hombre que buscaba constantemente la grandeza, y la grandeza seguía hurtándosele.

Cimón estaba allí. Tenía en su diván a una chica muy guapa; lo recuerdo porque ella tenía un brillante cabello rojo y todos nos metíamos con él por el aspecto que tendrían sus hijos. Recuerdo que Milcíades también era pelirrojo.

Se levantó.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer para ganar honores este verano? —preguntó.

Milcíades movió la cabeza y sus palabras sonaron tanto amargas como viejas.

—¿Ganar honores? En este mundo no hay honor. Pero llenaremos el tesoro mientras el viejo Artafernes está ocupado con su revuelta.

Tenía un gran plan para una batida por la costa asiática, desde Tiro hasta el puerto de Naucratis. Yo fruncí el ceño cuando lo oí, porque sabía que la idea debía de provenir de Paramanos.

Zarpamos después de que las tormentas primaverales parecieran haberse barrido a sí mismas. Navegamos directamente pasando la playa de Mitilene. Debieron de pensar que íbamos a unirnos a ellos, pero solo íbamos a pasar la noche. En cambio, nos detuvimos en Quíos, y Estéfano le entregó dinero a su madre e impresionó a todos sus amigos con su riqueza. Después, zarpamos de nuevo; yo estaba un poco celoso por la facilidad con la que él volvía a casa y se marchaba de nuevo. Ahora, su hermana estaba casada y tenía tres hijos; yo tuve uno sobre mis rodillas y pensé en lo rápido que estaba cambiando el mundo. Y me pregunté si Milcíades tenía razón en que ya no había más honor que conseguir.

Caímos sobre los mercantes egipcios como zorras sobre patos. Todas las ciudades de Chipre habían sido derrotados ya, y no pensaban que pudiera haber un griego en un radio de mil estadios. Salimos de un alba gris cinco barcos de guerra, con nuestros remeros duros y fuertes desde el viaje al sur, y ellos no tenían un mal trirreme que los protegiese. Ni siquiera se manchó de sangre mi espada. Los griegos tenemos un calificativo para cuando un luchador gana un combate sin ensuciarse la espalda: lo llamamos una victoria «sin polvo». Tomamos a aquellos pobres bastardos y ni siquiera nos manchamos.

Yo mismo tomé tres mercantes.

Cuando una escuadra salió del puerto, demasiado tarde para salvar sus barcos, nosotros nos dispersamos.

Yo hui hacia el sur, por consejo de Paramanos. Nos deshicimos de los remeros de los barcos que habíamos tomado en las dunas bajas de Egipto y conservamos el oro y el bronce, así como los gigantescos huevos de algún animal fabuloso —África está llena de monstruos, o eso me dijeron—. Había también una niña esclava, maltratada y que se estremecía por cualquier cosa, como un perro apaleado. La conservé y la traté bien, y ella me trajo suerte.

Nos apoderamos de otro par de mercantes egipcios justo al norte de Naucratis al día siguiente a nuestra batida; los barcos llegaban sin tener ni idea de lo ocurrido. Más plata y oro, y cobre chipriota. La bodega del Cortatormentas estaba tan llena que lo pasamos mal para varar el barco en la playa, y remar era un horror.

Yo varé de nuevo, con cuidado, alimenté a mi tripulación con carne de cabra robada y envié caminando a Naucratis a los tripulantes recién capturados. Después, me dirigí al oeste, a Cirene. Eso fue por Paramanos. Había encontrado a una chica que le gustaba en el Quersoneso, una mujer tracia líbre, y decidió recoger a sus propios hijos, cosa que me llenó de alegría, porque eso significaba que estaba comprometido conmigo. Fue llegar a Cirene y marcharnos; las autoridades nos conocían por lo que éramos, pero Paramanos era un ciudadano, y optaron por no meterse con mis infantes de marina. Su hermana trajo a sus hijas al barco, aferradas a sus muñecas de trapo, las pobrecitas… Lloraban y lloraban al meterlas en un barco lleno de hombres, y hombres duros, por cierto. Pero algunas cosas hacen sonreír a los dioses, y mi niña esclava egipcia resultó ser una magnífica niñera. Estaba ridiculamente agradecida, ahora que veía que no la violaban cada noche.

Y yo me di cuenta de esto, cariño: los animales y las personas devuelven con creces el buen trato. Y los dioses lo ven.

Nos hicimos a la mar con un fuerte viento del sur, que llegaba caliente y fuerte de África. No nos habíamos atrevido a vender siquiera un huevo de avestruz de la bodega en Cirene… no les gustábamos y Paramanos temía que el consejo requisara el buque. Estuve toda la noche asustado de que cambiara de opinión y nos traicionara. Lo que demuestra que yo tenía algo que aprender sobre los hombres.

El viento iba directamente hacia Creta. Teníamos una bodega llena de cobre y de oro y yo conocía a un buen comprador. Además, quería saber cómo le iba al cabrito de Lejtes.

Me estaba riendo porque la mayoría de los capitanes griegos pensaban que era una gran cosa ir costeando Asia o atravesar el azul profundo de Chipre a Creta, pero, gracias a Paramanos, navegué por la mar oscura como el vino como si fuese mía, y cada noche me mostraba las estrellas y cómo interpretarlas tal como lo hacían los fenicios.

Buenos tiempos.

Paramanos se lucía ante sus hijas y ellas le devolvían la actitud, convirtiéndose en una pareja de pequeñas marineras. Diez días en la mar y podían trepar por los mástiles. La mayor, Niobe, tenía un truco que me asustaba cada vez que la veía hacerlo: cuando estábamos en movimiento, remando a toda velocidad, ella corría por los luchaderos de los remos, poniendo un pie en cada remo.

Los remeros la querían. Todos los barcos necesitan una niña valiente, divertida y atlética de once años.

Probablemente como parte de sus alardes para sus hijas, Paramanos hizo una recalada asquerosamente precisa en Creta, cuyo resultado fue insoportable. Caminamos por la playa del pequeño puerto de Gortina y nos recibieron como a héroes homéricos… mejor, porque bastantes de ellos fueron asesinados. Nearco me abrazó como si hubiese olvidado que no fuimos amantes y su padre fue decididamente más acogedor de lo que me temía.

—¡Cuéntamelo todo! —dijo Nearco—. Aquí no ha pasado nada, por supuesto —añadió, lanzando una mirada asesina a su padre.

Así, fanfarroneé un poco sobre la batida y le hablé de la mar. Me estaba enamorando de nuevo de las hijas de Poseidón, como dicen los pescadores. Pero la mar le aburría a Nearco; los barcos eran instrumentos para la gloria, no un fin en sí mismos.

—¿Has hecho una batida contra Egipto? —preguntó el noble Aquiles—. Tu Milcíades es un osado granuja. Y tú debes de ser también un osado granuja.

Levanté mi copa hacia él y brindamos el uno por el otro hasta que tropecé al salir del salón a la rosaleda y vomité un ánfora de buen vino. Pero di a cada uno de ellos una copa de oro batido —la mitad de los sueldos que me habían pagado, devuelta a modo de regalo de huésped—, y desde entonces fueron amigos míos para siempre.

Por la mañana, tenía la cabeza pesada, pero fui a visitar al herrero. Quería comprarme todo el cobre, como esperaba que hiciera. Yo le hice un buen precio y nos despedimos con un montón de abrazos.

—Si en algún momento quieres dejar la piratería —dijo—, puedo hacer de ti un herrero decente.

Le dije adiós con la mano y bajé al pueblo de pescadores y encontré a Troas. Estaba sentado al lado de su barco lesbio, remendando una red.

—Oí que habías vuelto —dijo. No levantó la vista—. Ella está casada y bien casada y es tu hijo el primero que parió. Así que no vayas a crear problemas —añadió. Después, me miró—. Le puso Hiponacte —dijo—. Y todos te agradecemos el barco.

Había vendido dos de los huevos y todo el cobre. Le puse una bolsa sobre el casco volcado del barco.

—Para el chico, cuando sea un hombre —dije. Había planeado un largo discurso… o quizá solo un golpe. No había olvidado cómo me dejó un barco cargado de imbéciles.

Pero, allí en la playa, al lado de su barco volcado, tenía que agradecer a los dioses que su carga de imbéciles me hubiese convertido en el trierarca que era. Sus manos y los dioses habían contribuido a hacerlo. Aun así, lo miré enfurecido.

—Casi me mataste con tu selección de hombres —le dije.

—No tenía ninguna razón para mandar a mis vecinos y amigos contigo, chaval —dijo él, con bastante aplomo.

—Los llevé a casa… aun a los imbéciles —le dije.

—Sí, eres un hombre mejor que algunos —dijo Troas. Asintió, y esa fue su disculpa.

—Me gustaría ver a mi chico —dije.

—No —respondió Troas—. La tonta de mi hija se quedó fascinada contigo, mi joven Aquiles. Ahora, está a punto de superarlo y disponiéndose a ser una próspera pescadora. Casi ama a su marido, que es un buen hombre y no un puto matador —dijo, y me sostuvo la mirada, con tanta fuerza como Eualcidas, Nearco o Milcíades. Después asintió—. Sigue tu camino, héroe —dijo—. Sin resentimiento. Vuelve al cabo de cinco años, si estás vivo, y procuraré que tú y tu hijo seáis amigos.

Sentí una oleada de… ¿tristeza?, ¿rabia? Y un nudo en la garganta tan grande como uno de los huevos de avestruz.

—¿Puedo darte un consejo, chaval? —preguntó Troas.

Me desplomé contra el casco del barco.

—Te escucho —dije.

Él asintió.

—Tú crees que eres feliz como héroe, pero no es así. Tú eres agricultor. No es demasiado tarde para que vuelvas al campo. Te vi cómo hacías de adulto con mi hija y no imaginaba que volvieras. Pero el hecho de que hayas vuelto cuenta una historia muy diferente —dijo, y volvió a su red—. Eso es todo lo que puedo decirte, hijo.

Es extraño lo rápido que pasas de ser el matador de hombres al niño huérfano.

—No tengo casa —dije. Todavía recuerdo el sabor de aquellas palabras, que se deslizaron por debajo de la valla de mis dientes, contra mi voluntad.

Entonces, Troas me miró. Me miró realmente.

—Me importa un carajo —dijo, pero su tono era bonachón—. Vete y hazte una —añadió. Y se levantó y me abrazó… Troas, dándome un abrazo de consuelo.

Así es la juventud, cariño. En un momento, eres Aquiles surgido de entre los muertos; en el siguiente, un viejo remendón de redes te compadece. Y cada momento es tan real como el otro.

Me levanté. Estaba llorando y no sabía por qué.

—Todavía hay algo humano en ti, ¿eh, muchacho? —dijo—. Dame otro abrazo, entonces, y se lo pasaré a tu hijo dentro de unos pocos años —añadió, y me retuvo a su lado—. Si no dejas pronto esta vida, solo serás un matador de hombres —dijo.

Me dio un fuerte abrazo y después volví a la playa, a mi barco. Nearco estaba esperando, con Lejtes. Lejtes estaba con un petate a la espalda y toda su armadura bien pulida. Su esposa sostenía su mano y lloraba. Yo la besé y le prometí traérselo a casa, y después abracé a Nearco.

—Tengo tres barcos y todos los hombres necesarios para tripularlos —dijo Nearco—. Cuando… cuando quieras, llámame. Iremos.

Zarpé con un nudo en la garganta.