Por supuesto, había sido Milcíades quien había estado asesorando al granuja de Aristágoras… él era el «navarca samotracio». Más adelante, llegaron a mis oídos muchas cosas de aquella historia y, si tengo tiempo, responderé a todas vuestras preguntas sobre ella. Pero, en aquel momento, yo, simplemente, era feliz por ver a alguien a quien conocía. Era feliz de tener a alguien que estuviese al mando. Y estaba encantado de recibir sus halagos, que llegaron fuertes, rápidos y precisos.
Aquella corta navegación desde el sur de Chipre hasta Lesbos fue mi primer mando, y se había cobrado su peaje. Estaba agotado y las costillas rotas no habían empezado a soldarse, por lo que cada cambio de tiempo y cada empujón me causaban agudos dolores. Había descubierto que el mando de hombres es lo contrario de luchar hombre contra hombre —lo que quiero decir es que, cuando estoy luchando, el mundo se queda aparte y todo está bien ahí—; todo el círculo del mundo se revela en un único latido, como solía decir Heráclito. Pero, cuando estás al mando, tienes que hacer frente a las infinitas consecuencias de cada acción, en el futuro, interminablemente, hasta que los dioses remuevan las raíces del mundo. ¿Hay agua? ¿Hay comida? ¿En qué playa vararemos esta noche? ¿Tiene fiebre ese remero? ¿Has pasado tres cabos o cuatro?
Y nunca se acaba. No había acabado de poner los pies en la arena de Lesbos y de abrazar a Milcíades, cuando mis hombres ya me estaban preguntando si tendríamos que sacar a la orilla la vela menor y cien cuestiones más.
Milcíades se echó a reír, me soltó los brazos y se retiró un poco.
—El hijo del herrero es un trierarca. No me sorprende, permíteme que lo diga. Te has puesto directamente entre mis buques. ¿Por qué no acampas conmigo?
Podría haberlo hecho mejor, haber esperado la mejor oferta, pero estaba tan contento de ver a alguien conocido… Para ser sincero, cuando vi a Milcíades, di por supuesto que vencerían los jonios. Siempre producía ese efecto en mí.
—Enséñame dónde podemos hacer nuestras hogueras le dije.
Él hizo una seña y se acercó otro amigo, Agios, ahora piloto de Milcíades.
—¿Tienes un barco tuyo? —preguntó, y se echó a reír—. ¡Que Poseidón ayude a tus remeros!
Anduvimos por la playa y me encontró un espacio para las hogueras, una por cada quince hombres. Después, los reuní a todos en un gran círculo y me aseguré de sus grupos para comer. En el viaje, las comidas habían sido un asunto desesperante. Ahora, pensaba que había que organizarlo.
Reunimos a noventa y seis remeros y a veintiún cretenses. Puse a los cretenses en dos grupos de comida. No esperaba que quisieran quedarse y no quería que su mala actitud infectara al resto. A los eolios, a otros griegos y a varios asiáticos al azar, que formaban el resto de la tripulación, los dividí en grupos de quince. De mi bolsillo, puse la plata para comprarles ollas, allí mismo, en la playa; el mercado local era enorme, y todos los comerciantes de Mitilene estaban allí vendiendo sus artículos. La mejor de todos los alfareros era una mujer de mediana edad con el pelo recogido bajo un pañuelo y arcilla en las manos, y sus ollas eran tanto mejores que las de sus competidores que accedí a pagar sus exorbitantes precios. Los hombres saben cuándo tienen el mejor equipamiento. Lo aprendí de mi padre. Incluso las ollas influyen en la moral.
Compré una red llena de atunes pequeños, destripados y frescos, y los hombres se pusieron manos a la obra, los cortaron y los prepararon. Tuve que pagar la leña, las verduras y el pan y, cuando los remeros se sentaron para tomar su primera comida caliente de la semana, mi bolsa de plata se había reducido poco menos de un quinto.
No me podía permitir ser trierarca.
Cuando tuve la barriga llena de vino y atún, le hice una seña a Idomeneo y cogí mi mejor lanza. Los jonios siguen muchas de las costumbres antiguas y una de ellas es que pasear con una lanza otorga a un hombre dignidad y formalidad. Me acerqué a las hogueras de Milcíades y lo encontré con bastante facilidad. Estaba sentado en un taburete de hierro, con las piernas profundamente hundidas en la arena. Estaba contando un cuento, un cuento escandaloso, y las fuertes carcajadas se oían cada dos por tres mientras caminaba por la playa hacia donde él estaba. Tenía su pelo rojo, quemado por el sol, y su cabeza echados hacia atrás, riéndose de su propio relato, y esa era una de mis formas preferidas de recordarlo. Porque, realmente, él sabía contar historias.
—¡El héroe de Amatunte! —clamó cuando ya estaba lo bastante cerca. Se levantó y me abrazó de nuevo.
Fue entonces cuando descubrí lo lejos que había llegado mi fama. Los hombres se arremolinaron a mi alrededor, como si yo fuera Milcíades. Y él no cesó en sus elogios.
Sin embargo, la cara de un hombre se oscureció cada vez más. Arquílogos se dio media vuelta y se fue, con su sirviente a su lado. Los vi marcharse, estropeándose la felicidad del momento, como una mala marca en un casco por lo demás perfecto, un hoyuelo que no puedes eliminar.
Milcíades no prestó atención… si es que se dio cuenta.
—Para aquellos de ustedes, caballeros, que estuvieran ocupados, fue el joven Arímnestos quien derrotó su centro… Yo lo vi todo desde el buque insignia —dijo, y se echó a reír—. ¡Oh, cómo te ovacionamos, chaval! Como espectadores de la carrera del estadio en los juegos olímpicos, con apuestas importantes sobre el corredor —añadió, y me pasó el brazo por los hombros.
Un hombre grande, más grande que yo y más grande que Milcíades, vino y me cogió la mano.
—Soy Calicles, hermano de Eualcidas —me dijo. Y a los hombres allí reunidos, les dijo—: Este hombre, demasiado mayor para ser un chico, fue solo y salvó el cuerpo de mi hermano de los medos.
Acepté su abrazo, pero entonces me volví a Idomeneo.
—Mi hipaspista, Idomeneo. Él estuvo conmigo aquella larga noche y me ayudó a llevar el cuerpo.
A Calicles no le hizo mucha gracia estrechar la mano de un sirviente.
—¡Que los dioses te bendigan! —dijo—. ¡Tú eras el skeuoforos de mi hermano!
Idomeneo asintió y, avergonzado, dio un paso atrás.
—Lo liberé por su ayuda —dije. Esperaba que esto estuviera entre mis derechos—. Sirvió como un héroe, no como un esclavo.
—Típico de mi hermano —dijo Calicles; sonrió y movió la cabeza—. Aun su calientacamas es un héroe.
Aparentemente, Eualcidas tenía bastantes admiradores incluso entre los atenienses, porque Milcíades sirvió vino de un pellejo en una copa muy profunda e hizo una libación al alma del héroe muerto y muchos hombres se acercaron a beber de aquella copa.
Milcíades me cogió por el codo y, uno por uno, los demás guerreros fueron marchándose hasta quedar solo unos pocos. Heráclides estaba allí, e Idomeneo, por supuesto, rojo por el vino y por los elogios de las personas importantes: Epafrodito, ahora señor de Mitilene, y el gobernador Pelagio de Quíos. Si me guardaba algún rencor por haber matado a su nieto, lo disimulaba muy bien.
—Bebo a tu salud, Arímnestos de Platea —dijo Milcíades.
Y lo hizo. Me miraba fijamente.
—He oído que estuviste en primera línea, nuestra primera línea, en la derrota de Efeso. Arístides habló muy bien de ti y, para ese aguafiestas, mereciste grandes alabanzas. Y trajiste el cadáver de Eualcidas… Los hombres cantarán esa hazaña durante muchos años, te lo aseguro —añadió, mirándome, más a modo de evaluación que de alabanza—. Pero un hombre tiene el heroísmo de un día. Todos nosotros, con el favor de los dioses, podemos alcanzarlo una vez.
Pelagio asintió.
—Muy cierto.
Milcíades se acarició la barba.
—Pero Amatunte selló la operación. Te vi limpiar aquellos trirremes, chaval. Tú eres el verdadero animal, ¿no es así?
—Él también tenía un piloto jodidamente bueno —añadió Agios—. ¿Quién fue el que cortó al fenicio por la mitad?
Tuve que sonreírme.
—No fui yo —admití.
Heráclides asintió.
—Lo sabíamos, chaval. Con una espada, eres un titán viviente. Con un barco… puedes ser bueno dentro de diez años.
—Ahora tengo a un egipcio… lo hice prisionero en Amátunte. Espero que se enrole conmigo. Y que me enseñe —dije, y apunté a la playa, pero, lógicamente, mi nubio no estaba a la vista—. Pero el artista en Amatunte fue un pescador cretense en su primer combate, de nombre Troas.
Agios se echó a reír a carcajadas. Era un hombre pequeño, pero tenía la risa de un sátiro. Echó la cabeza atrás y rugió todo lo que le permitió el pecho:
—¡Eso por mi arrogancia! —dijo riéndose—. Creí que llevabas a algún veterano, algún matador de barcos de Egina o de Mileto.
Yo seguía reduciendo mi coraje para hablar con Milcíades, pero no quería poner fin a todos los elogios. ¿Quién haría tal cosa? Yo tenía veinte años y unos hombres de treinta y cinco cantaban mis proezas. Las cuestiones de poca monta como el dinero deberían quedar por debajo de un héroe. Pero el labrador beocio predominaba sobre el héroe.
—No puedo permitirme un barco propio —solté allí mismo.
Pelagio se dio la vuelta, disimulando una sonrisa. Agios y Heráclides desviaron la vista a la arena.
Evidentemente, podía haberlo hecho mejor.
Epafrodito se encogió de hombros.
—Yo sí puedo —dijo.
Milcíades negó con la cabeza.
—No, es mío —dijo él.
Me miró, con la cabeza ligeramente inclinada. Creo que sabía para qué venía desde el momento en que me vio caminando con una lanza… y él me presentó como un héroe para elevar mi valor.
Yo me ruboricé. No me quedaba mucho rubor a los veinte años, pero entonces me ruboricé. Milcíades se echó a reír.
—¿Acaso tu ciudad va a hacerlo ciudadano? —le pregunto a Epafrodito, y mi amigo tuvo el buen sentido de negar con la cabeza—. ¿Vas a protegerlo del cabrón de Aristágoras, que lo quiere muerto?
Epafrodito levantó la vista, incrédulo.
—¡Oh, sí! Nuestro querido señor y comandante quiere ver la cabeza de este joven cachorro en la punta de una lanza. Corre el rumor… —dijo, se echó a reír y me miró—. Bueno, puedo mantener la boca cerrada. ¿No, chaval?
Epafrodito hizo un ruido como si estuviese estrangulando a alguien.
—¿Él, qué?
—Exactamente. En tanto que yo soy un tirano, puedo hacerlo ciudadano del Quersoneso en este instante. Y solo yo decido quién manda mis barcos. Y, francamente, Aristágoras no puede sobrevivir este verano sin mí —dijo, y se volvió de nuevo hacia mí—. Vamos. Echemos un vistazo a tu barco. Parece un pesado bastardo. ¿Uno de los fenicios que tomaste?
Yo asentí.
—De más calado y más ancho que un trirreme cretense —dije, y los seis nos dirigimos caminando a mi barco.
—¿Cómo se llama? —preguntó el gobernador Pelagio.
Yo me encogí de hombros.
—Cortatormentas —dije yo, a modo de broma.
—Buen nombre —dijo Herc—. La gente le pone a los barcos los nombres más estúpidos: dioses y tritones. Cortatormentas es un nombre auténtico.
—Solo tengo media dotación —dije. Me volví hacia Epafrodito—. Y la mayoría de ellos son eolios. ¿Se quedarán conmigo?
Milcíades cortó la conversación.
—En realidad, no importa. Nunca me faltan remeros. Los tracios hacen cola ante mi empalizada para servir por un sueldo.
Mis hombres estaban formando dos filas en la arena. Lejtes y Paramanos tenían a los hombres formados y dispuestos, y presentaban un buen aspecto.
Heracleides estaba en el extremo derecho de la formación y se lo presenté a Heráclides, la versión eolia y la ateniense de un hijo de Heracles. Después, pasamos revista a la formación.
—Debió de ser una señora tormenta —dijo Milcíades—. Estos hombres parecen una tripulación.
Después se acercó y revisó el buque.
—Maderamen pesado —dijo—. Buena madera —añadió, asintiendo—. ¿Qué piensas?
Agios pasó una mano amable por los codastes, donde ascendían en un elegante arco sobre el piloto.
—Tirio. Construyen bien —dijo, y miró a Milcíades—. Es un buque pesado, lo que implica que lleve una dotación importante y veinte infantes de marina. Será lento, aun con una dotación completa de remeros, y brutalmente caro de mantenimiento.
Milcíades asintió. Dirigiéndose a mí, dijo:
—¿Tienes piloto?
Yo miré a Paramanos.
—No lo sé —dije—. No puedo hablar por el hombre que quiero.
—Es justo. Se trata de un buque pesado. Te lo compraré y te mantendré en el puesto de trierarca, o te pagaré un alquiler por él. Herc se encargará de los detalles —dijo, y sonrió maliciosamente—. Sobre todo, te quiero a ti. Ahora, vales cincuenta lanzas.
Le devolví la sonrisa.
—Lo creo, señor. Pero ¿lo creerá tu tesorero?
Herc regateaba como un campesino. Me iba la marcha… Yo era un campesino. Discutimos como verduleras y, finalmente, me di la vuelta y lo dejé en la playa. Él no quería que yo fuese el propietario del barco. Decía que tenía menos de la mitad de una dotación de remeros y no tenía marineros de cubierta, infantes de marina ni piloto.
Así que seguí la pista de Paramanos hasta una taberna, es decir, hasta una manta a modo de toldo sobre un par de bastos taburetes, con una enorme ánfora de buen vino quiano que estaba enterrada en la arena. El tabernero cobraba por cucharones. El vino era bueno.
—Tienes mujer e hijos —le dije, después de pedirle permiso para sentarme.
Él bebió un trago de vino.
—Tengo dos hijas. Mi mujer murió al dar a luz a la segunda. Viven con mi cuñada.
Asentí.
—¿Qué tendría que hacer para convencerte de que te enroles como mi piloto? —pregunté.
Puso una moneda de cobre por otra copa de vino.
—Cómprame —dijo él—. Y pido bastante.
Me eché a reír.
—Un octavo —dije—. Ésa es mi primera y última oferta.
Él levantó ambas cejas.
—¿Conoces a Milcíades de Atenas? —pregunté.
Él asintió.
—El Rey Pirata —dijo.
Yo asentí.
—Exactamente. Quiere que me ponga a su servicio. Me imagino que algún día dejará de ordeñar las flotas comerciales por dinero y regresará a Atenas y se convertirá en el tirano de allí —expliqué. Veía que se abría ante mí una nueva y espectacular visión, una visión en la que yo era un noble, armador, la clase de hombre que podría casarse con Briseida—. Pero tengo pensado pasar un año o dos haciendo dinero. Te daré un octavo de lo que saquemos, en plata, si me prestas servicio durante un año entero.
Bebió otro trago de vino.
—Dime quién se lleva los otros octavos —me dijo.
—Uno para mí, uno para ti, uno para conservar el barco —dije—. Uno para los otros oficiales, tres divididos entre todos los demás hombres. Uno de reserva, para una crisis. Si no hay crisis, al cabo de un año, lo compartiremos, por octavas partes.
Se estiró.
—Soy comerciante —dijo—, no pirata.
—Cincuenta lechuzas de plata —dije. Era de mi propio peculio, pero tenía dinero procedente de Milcíades. Dejé que la bolsa sonara sobre la mesa.
—Cincuenta lechuzas de plata de prima —respondió, y puso la mano sobre la bolsa, pero no la cogió.
¿Quién quiere a un piloto que no tenga un elevado concepto de sí mismo? Tuve que sonreír, porque tres años antes yo era un esclavo sin blanca en Efeso. Cincuenta lechuzas de plata era un precio elevado… pero yo lo había visto en la tormenta. Sin embargo, seguía habiendo algo en él que me hacía desconfiar. Era mayor, tenía más experiencia…; creo que di por supuesto que ese era el problema. Y él me temía sin respetarme: ese era otro problema.
Pero era el mismo hijo de Poseidón.
—Hecho —dije, y levanté la mano de la bolsa.
Él la hizo desaparecer.
—Debería haber pedido más —dijo. Se inclinó hacia delante—. ¿Conoces a los dos hombres que te están siguiendo?
Me volví hacia Herc con el nubio a mi espalda y lo encontré en otra taberna. Estaba disfrutando de un masaje mientras bebía. Dejé que interrogara a Paramanos y quedó satisfecho.
—¿Te encontraste con un navegante bien entrenado por los fenicios por casualidad? —preguntó—. Los dioses te aman.
—Los hombres que reparten los botines solo lo veían como un negro —dije yo.
—Peor para ellos. Así que tienes piloto. Y crees que eso supone una gran diferencia… que ahora te contrataré —dijo. Levantó la cabeza y el hombre que le masajeaba la espalda le dio una buena palmada.
Hubiese soltado una carcajada, pero había una cara conocida observándome desde una esquina del puesto: era Kylix, el muchacho esclavo, treinta centímetros más alto y cuatro dedos más ancho. Ya no parecía un chico; estaba justo en el límite entre adolescente y hombre.
Sonrió. Mi ascenso de esclavo a hombre libre y de ahí a héroe no había supuesto un gran cambio para Kylix; para él, siempre fui un héroe.
—Un mensaje —me dijo, y me puso en la mano un trozo de piel de animal—. Y al oído —añadió, y me incliné hacia él.
—Ese barco tuyo es tan pesado que me pregunto si podrá atravesar el Bosforo —decía Agios, sin darse cuenta de que estaba escuchando a Kylix.
—Un amigo quiere ver que eres un señor —dijo Kylix, entregándome una bolsa de cuero. Sonaba. Mi sorpresa debió de reflejarse en mi cara; a los esclavos les encanta sorprender a los amos—. Es un regalo, señor.
—¿Cómo estás, Kylix? —le pregunté.
Él se encogió de hombros.
—¿Yo? Yo soy un esclavo —respondió, y se echó a reír, pero era una risa forzada—. Quizá yo también me convierta en un señor de la mar.
—Dile a Arqui que te compraré —le dije.
—Ya me gustaría que pudieras —dijo. Miró alrededor—. Te odia.
Asentí.
—Ya lo sé.
Estreché la mano de Kylix. Él frunció el ceño y después me miró a los ojos.
—Aristágoras ha pagado a unos hombres para que te maten —dijo—. Como Diomedes en casa —añadió, y miró a Paramanos; de alguna manera, me dio la sensación de que lo estaba acusando. Después se marchó.
Herc le lanzó una mirada lasciva.
—¿Amigo tuyo? Guapo muchacho.
—Es esclavo de otra persona —dije.
—Claro —dijo Herc, echándose a reír, e hizo un gesto basto—. Aprendiste una o dos cosas de los cretenses, ¿eh?
Hice una mueca y miré dentro de la bolsa de cuero. Guardaba oro… un montón de daricos de oro. Daricos de oro nuevos.
Tenía en la mano una pequeña fortuna. Y, como de costumbre, mis pensamientos se reflejaron en mi cara.
—¿Buena suerte? ¿Acaso la muerte de un pariente rico, pero no muy querido? —preguntó Herc.
Agios miró la bolsa por encima de mi hombro.
—¿El esclavo te ha dado sus ahorros de toda la vida?
No podía imaginarme por qué Arqui, que me rechazaba en público, acababa de enviarme tanto dinero. Con Efeso en manos de los medos, su propia fortuna tenía que haberse resentido, o eso creía yo.
Levanté una ceja, sin embargo. ¡Oh, cómo le gusta al antiguo esclavo jugar al gran hombre!
—No creo que tenga que alquilar mi barco, después de todo —dije.
—¿De verdad? —preguntó Herc—. ¿Tu amigo te ha enviado dinero para los remeros también?
¡Qué rápido explota la burbuja!
—Pero, como tienes fondos, creo que puedo confiar en que conseguirás remeros. No juegues alto y fuerte conmigo, chaval… Te conocí cuando eras un esclavo como aquél. No estoy seguro de que me guste tu piloto entrenado por los fenicios y no estoy seguro de que estés preparado para mandar un barco. ¿Acaba eso con nuestra amistad?
Eso estaba muy lejos de todo lo que había oído aquella tarde y se parecía mucho más a una conversación sin rodeos.
—¿Pero? —pregunté.
—Pero yo te contrato para Milcíades, al precio habitual: doscientos óbolos diarios. Eso es todo —dijo, con una sonrisita de suficiencia—. Tienes que completar tu rol de remeros.
—¿Y cincuenta diarios para mí? —pregunté—. ¿Doy por supuesto que el tripulante normal gana una dracma al día?
Fue Agios quien intervino, no Herc. Frunció el ceño.
—Yo no estoy de acuerdo con esa locura. Tú te cobras de los doscientos diarios.
Ahora me tocaba a mí fruncir el ceño.
—Eso es para los aristócratas, amigo mío. Ellos pueden dejárselo todo a sus hombres y quedarse solo con el beneficio político —dije, y me encogí de hombros—. Buscaré otra oferta. Epafrodito mencionó…
—Tiene suerte de conservar el mando de su barco. Entre los eolios hay montones de tiranicidas —dijo. Sonrió—. Es bueno ser el oficial de un aristócrata ateniense… consigues tener un píe en ambos campamentos —añadió, y miró a su alrededor como si temiera una interrupción—. Doscientos óbolos y cinco dracmas al día para ti.
—Dos y cuarenta —dije yo—. En realidad, no puedo prestar servicio por menos.
—¿Qué hicieron los cretenses contigo, muchacho? —preguntó—. Solías ser un cacho de pan. Dos y diez, y ya está.
—Dos y quince —dije yo, y ofrecí la mano.
Herc la cogió.
—Muy bien. Pero voy a cobrarte la paga de dos días para librarte de los dos imbéciles a los que han pagado para matarte. Te esperan fuera.
Quince dracmas diarias era más de lo que había ganado con los cretenses; no mucho más, porque los cretenses me habían dado pensión completa y alimentos y ropa, buena ropa, también. Pero pensar en unos hombres que me esperaran para matarme me daba más miedo que hacerlo en pasar el verano combatiendo cara a cara con otros hombres. Cuantos más hombres matas, más fácil sabes que es… y sabes que más fácil será que algún hijo de puta te mate.
Pero iba a mandar un barco con Milcíades y, para mí, eso era suficiente.
—Hecho —dije. Escupí y estrechamos las manos. Después, lo dejé con su masaje y llevé mi bolsa de oro al Cortatormentas.
No pude ver a los dos hombres. Pero, por la tarde, vi dos cabezas en sendas lanzas al lado del barco de Milcíades. Había un tablón entre las lanzas que decía: «Ladrones».
Herc me los señaló como si aún no los hubiese visto.
—Nos lo debes —dijo.
De alguna manera, aquellas palabras me hicieron sentir que mi suerte estaba echada.
Paramanos estaba reclutando a gente en la misma playa. No tenía vergüenza: preguntaba a cada remero de buen ver que pasara por la playa si quería aumentar su paga. Doblemente sinvergüenza: estaba gastando mi dinero. Pero ya había enrolado a un montón de eolios más.
Cuando llegué adonde estaba él, estaba hablando con un hombre grande que estaba de espaldas a mí, pero conocí su voz. Lo cogí rápidamente por el brazo y le di un apretón; después, él me estrujó, vaciándome los pulmones de aire.
—¡Estéfano! —dije. En efecto, no podía olvidar al gran quiano—. ¿Por qué no estás en casa?
La mayor parte del contingente quiano se había marchado a recoger sus cosechas.
Él se encogió de hombros.
—No quiero volver a ser un simple pescador —dijo—. Soy infante de marina con el gobernador Pelagio.
Estaba orgulloso. Llevaba un fino coselete de lino acolchado, que debía de proceder de Chipre, y un bello casco cretense.
—Bueno, no hables demasiado con este nubio o acabarás de remero en mí barco —dije y el asintio.
—El gobernador Pelagio zarpa hacia casa mañana —dijo—. Sería para mí un honor servir. Como infante de marina. No como remero.
—¿Y tus hermanos? —pregunté. Dos de ellos habían estado de remeros—. ¿Y los demás quianos?
Al final, vinieron seis, cinco remeros y Estéfano. Así que fui a ver al gobernador Pelagio, porque así hacen las cosas los cretenses. Le sorprendió, pero le encantó, que fuese a pedirle permiso.
—Todos ellos son hombres libres —me dijo—. No puedo retenerlos —añadió, asintiendo—. Cuando te ovacionen como el nuevo Aquiles, joven, ¿puedo presumir de que fui quien te dio tu primer premio?
Pensé fugazmente en su nieto, Clístenes. Forcé una sonrisa.
—Sí, señor.
Quizá también él pensara en su nieto. Asintió bruscamente.
—Cuida mucho a Estéfano —me dijo—. Es un buen hombre.
El enrolamiento de Estéfano me pareció que lo cambiaba todo. Lo hice mi capitán de infantería de marina, cargo que podría haber recaído en otro hombre, pero también se había hablado mucho de él entre los jonios, y estábamos los dos juntos en un barco. ¡Cuántas veces he bendecido al Señor Apolo y el día de las competiciones en Quíos!
Estéfano y Heracleides congeniaron desde el primer momento, y la dotación se acostumbró a tener un aire decididamente eolio. Paramanos reclutó a gente de todo tipo, sin preocuparse por la raza: dorios y jonios juntos, eolios, continentales y asiáticos. Pero el núcleo fundamental era eolio, y su acento cadencioso y su ceceo podían oírse con claridad en nuestro campamento y en cada pasarela del barco.
Me olvidé de la nota que me había dado Kylix hasta el día siguiente, tal fue el efecto del oro y, cuando la leí, me sorprendió mucho ver que me pedía que acudiese a una playa que estaba a la vuelta de un promontorio, a un encuentro cuya hora ya había pasado. Miré con detenimiento la escritura, pero no me pareció conocida… En realidad, la tinta había dejado una escasa huella en la piel de venado y resultaba bastante difícil leerla. La dejé a un lado, decidido a hablar de ella con Kylix la próxima vez que lo viese, y mi corazón se disparó al pensar que Arqui quisiera verme.
También sentí miedo: ¿qué pasaría si Arqui hubiese dado el primer paso hacia una reconciliación y creyera que lo había rechazado?
Pero mi primer mando me absorbía todo el tiempo. Yo estaba por todas partes, viendo la parte inferior del barco, vigilando que Paramanos entrenara a los remeros, escogiendo a los oficiales y disponiendo las cosas para que los cretenses regresaran a casa. Sangré mi reserva de daricos de oro como en un sacrificio se derrama sangre, comprando mejores jarcias, pagando sueldos y adquiriendo un par de esclavos de los que Paramanos dijo que eran remeros entrenados baratos. Resultaron una ganga: negocié con ellos su libertad por un año de ejercicio de remeros sin sueldo, un trato bueno para ambas partes, pero aún tuve que pagarles oro como anticipo.
A los cretenses les compré un barco de pesca, un buen casco con una buena vela. Paramanos me estaba enseñando a navegar en barcos pequeños, un placer en sí mismo y una forma maravillosa de llegar a entender la mar y, gracias a él, en una semana había llegado a amar los relucientes sedales de las embarcaciones locales de pesca. Todos los cretenses sentían lo mismo y se peleaban porque todos querían quedarse con el barco cuando llegasen a su isla.
—Es para Troas y su hija —dije.
Entonces, Lejtes se me acercó y me pidió ir con ellos.
—Volveré, señor —me dijo—, pero mi parte de los botines me pagará mi novia.
Era italiota, un hombre de la encantadora costa del sur de Italia.
—¿Te establecerás en Creta? —le pregunté.
—Después de hacer fortuna contigo, le compraré a mi madre una casa —respondió.
Era uno de mis mejores hombres, pero ¿qué clase de señor puede interponerse entre sus hombres y la felicidad? Lo dejé marchar. Sabía que, si él iba en el barco, los demás hombres tendrían más oportunidades de llegar a casa sanos y salvos. Le di mi segundo mejor casco, una nueva coraza de bronce y una fina capa roja con una tira blanca, de manera que la gente supiera que era un hombre importante. Idomeneo me sorprendió al darle un elegante broche de plata con granates engastados en los remaches.
—Para la chica —dijo.
Así, los cretenses se hicieron a la mar con muchos saludos y muchas miradas atrás, y Herc se rio al verlos partir. Ahora, Paramanos y él eran prácticamente inseparables, jugando a polis a la sombra de los árboles del extremo de la playa, cazando cabras salvajes siempre que podían o navegando en uno de los barcos de pesca del lugar por deporte.
Paramanos sacudió la cabeza.
—La calidad de nuestra tripulación se ha multiplicado por tres.
Para ser sincero, cariño, aquellos fueron días felices. Y, como de costumbre, no puedo recordar exactamente qué ocurrió y cuándo… hace muchos años que pasó el verano dorado de mi vida. Pero me parece que primero se marcharon los cretenses, y después recibí el mensaje de que el fenicio estaba esperando en Metimna. Me lo dijo Epafrodito; su pueblo tenía allí la ciudadela.
Y eso me salvó la vida.
Me llevé a Paramanos y su barco de pesca, con Heracleides y Estéfano para que me ayudaran a vigilar a los prisioneros fenicios. Nosotros cuatro nos bastábamos para faenar con el barco e hicimos de ello una fiesta; trescientos estadios en un pesquero y empezaba a «aprender los cabos», como dicen los pescadores. Creía que sabía navegar y que conocía la mar hasta que me encontré con Paramanos. Él me enseñó que ni siquiera sabía cuánto tenía que aprender, y soy muy afortunado porque la lección no les costase la vida a muchos hombres.
En todo caso, tuvimos un tiempo magnífico. Incluso parecía que los tres fenicios estaban disfrutando del viaje; al menos, se reían con nuestros chistes y comían a gusto nuestra comida.
Estábamos a principios del otoño y podría habernos llovido, pero no fue así y rodeamos el largo cabo de las islas, dejando a mano izquierda el monte Lepetimno y, antes de que saliese la luna al tercer día, teníamos a proa el puerto de Metimna. Lo conocía de mis visitas como esclavo y cuando fui por primera vez como hombre libre navegando con Arqui. Y recordé que él tenía una casa allí, y un factor.
Varamos junto a los barcos de pesca, inmediatamente debajo de las murallas de la ciudad, donde una barra de rocas crea el puerto natural del mismo Poseidón. Había un trirreme mercante fenicio en la profunda playa al sur de la ciudadela. Caminé hasta el puesto de guardia, expliqué lo que allí me traía al capitán de la guardia y recibí su respetuoso saludo. Conocía mi nombre. Eso me halagó, y el cumplido me puso de buen humor, por lo que, cuando volví hasta mi tripulación, pensé en hacerles un favor a los fenicios.
—¿Algún punto de encuentro? —pregunté.
Paramanos se encogió de hombros.
—Supongo que a estos caballeros les gustaría ser libres —dijo.
Los bajé a la playa y los dejé con Estéfano y Heracleides, inmediatamente debajo de la muralla, donde pudiera oírnos la guardia de puerta en caso de que los fenicios decidieran llevarse a sus amigos por la fuerza.
Pero, por supuesto, el capitán fenicio no estaba a bordo. Había subido a la ciudad, como huésped de sus socios comerciales. La guerra no había detenido el comercio en absoluto. Y la pérdida de Mitilene supuso una ganancia para Metimna.
Pero el cuarto hombre, el más joven, sí estaba allí. Saltó a la playa y salió corriendo, dejándome atrás, y abrazó a su tío y a los otros dos.
—El rescate está en la bodega —dijo—. Lo sacaremos por la mañana —añadió; me miró y no me gustó su mirada. Yo estaba empezando a asustarme de mi propia sombra—. O puedes venir y recogerlo ahora mismo —dijo, y su sonrisa era forzada.
Ahora bien, es difícil decir si un hombre te odia por haber matado a sus amigos, si está asustado o si planea asesinarte. Es mejor jugar sobre seguro.
Moví la cabeza.
—Está bien —dije—. Y vosotros podéis pasar una última noche conmigo, hasta que yo lo vea.
Después, empezó a alejarse, pero lo atrapé con facilidad, le puse un cuchillo en la garganta mientras el resto de los fenicios se callaron furiosos. Lo empujé hacia Heracleides y nos dimos la vuelta.
—Los cuatro son mis prisioneros hasta que se pague el rescate —dije—. Soy un hombre de honor, pero no os paséis de la raya conmigo.
Mis prisioneros se mostraban ahora hoscos y yo desconfiaba. Todos dormimos mal bajo el casco de nuestro barco, al que habíamos dado la vuelta. Oíamos voces en el barco fenicio.
Quizá debería haber puesto un centinela.
Me desperté con la punta de una daga en mi garganta.