Era el segundo día después de lo de Chipre e íbamos por el profundo azul navegando a vela, costeando Asia, por aguas conocidas, hacia el norte, y, con cada ascenso de la proa, el corazón se me ponía en la garganta. Las heridas de los brazos dolían más a causa del aire salino y había una tormenta que se estaba formando al este. Tenía una baza de mando; no iba a demostrar mi miedo a Lejtes ni a Idomeneo, por lo que ellos daban por supuesto que todo iba bien y transmitían esa confianza por las cubiertas inferiores.
Pero iba cayendo la oscuridad. Yo sabía que la había jodido —perdónenme, queridas damas y, ¡por Afrodita, despoina!, te ruborizas como una niña de doce años—, quiero decir que sabía que había esperado demasiado durante el día, y sabía que no llevábamos un auténtico rumbo norte y que eso significaba que todavía estábamos en la mar cuando deberíamos haber estado preparando la cena. Y no se avistaba tierra por ningún sitio.
Los remeros iban sentados en sus bancadas disfrutando del descanso y, sin duda, planeando cómo hacerse de nuevo con el barco. Llamé a mis dos hombres y les dije directamente:
—Vamos a pasar la noche en la mar. Y la dotación tratará de eliminarnos cuando se haga demasiado oscuro para ver.
Lejtes se estremeció. Idomeneo sonrió con una expresión maníaca. El combate naval lo había cambiado. Con sus débiles muñecas y exagerados hábitos de niño bonito, estaba haciéndose un hombre duro. Y él lo sabía y le gustaba.
—Dejémosles que vengan —dijo—. No hay diez hombres entre ellos.
Yo negué con la cabeza.
—Los diez hombres que mates son los mismos que necesitamos para llegar vivos a Lesbos —dije yo.
Lejtes movió la cabeza.
—¿Qué hacemos, entonces?
—Hagamos que los cretenses se levanten y vayan armados. Después, iremos de acá para allá, confiadamente, y veremos si merece la pena tener a algunos de los griegos. Si encontráis a un hombre que os guste, enviadlo a popa mientras haya luz todavía.
Los dos hombres se retiraron, armaron a la dotación cretense y empezaron a recorrer el barco. Estoy seguro de que ninguna de vos, damas bien alimentadas, habéis estado nunca en un buque de guerra, por lo que os diré cómo es en la mar. Un trirreme tiene tres cubiertas de remeros; en realidad, no son cubiertas, sino tres niveles de bancadas con un espacio para arrastrarse entre ellos. A los hombres les lleva tiempo llegar a las bancadas y salir de ellas. Hay un único pasillo, del ancho de los hombros de un hombre, que va de proa a popa del barco. En un buque ateniense, hay una plataforma de mando en medio de la nave. Algunos orientales hacen lo mismo y otros construyen un pequeño puente a popa, para el piloto. Con independencia de esto, el piloto se sienta en la popa entre sus dos timones de espadilla, que, en un buque moderno, están unidos con una tira de bronce o hierro. Él es el auténtico comandante del barco, y la voz del piloto es la que obedecen los demás oficiales, la tripulación del puente. A las órdenes del piloto están el jefe de remeros, que mantiene el orden y cuenta el tiempo, y el maestre de navegación, que se encarga de los dos mástiles, el palo mayor y el trinquete, que está más adelante, a proa, y de sus velas. El resto de la tripulación del puente controla las velas, mantiene a raya a los remeros y constituye una reserva de mano de obra. En los barcos cretenses, sirven también como infantes de marina extra. Después están los infantes de marina, por regla general, ciudadanos hoplitas.
El noble Aquiles no me envió a ningún infante de marina. Tenía a doce de sus hombres como tripulación de puente, ninguno de los cuales era oficial. Rara vez había visto un grupo menos de fiar, y Troas se había vengado de mí por «corromper» a su hija —¡por los dioses, juré que me vengaría de él si alguna vez lo atrapaba!—: entre los timones, no había ningún hombre en quien se pudiera confiar. Probablemente, Nearco hubiese querido conseguirme los mejores hombres, pero los que llevaba eran los desechos, aquellos que nadie necesitaba, desperdicios humanos.
En todo caso, los prisioneros eran los mejores hombres. Tenía, al menos, a cuarenta fenicios y el doble de griegos capturados. Ni siquiera contaba con una dotación completa de remeros; no tenía hombres suficientes para la hilera inferior. Con buen tiempo habría sido suficiente, pero se acercaba una tormenta y al noble Aquiles le importaba un rábano que este barco superara la tormenta o no.
Bueno, había acumulado una pequeña fortuna con él y no pensaba morir en la mar. Y sin embargo, recuerdo haber pensado que, al menos en parte, había cumplido mi juramento y que eso significaba que, en cierto modo, podía morir tranquilo. Para ser sincero, ese pensamiento me relajó. Yo era de nuevo un hombre honorable.
Por todo ello, me quedé en los timones y navegamos al norte o, más exactamente, al noroeste; el sol se hundió en el cielo y los murmullos fueron haciéndose más fuertes.
Un reloj de agua antes de la puesta de sol, Lejtes se acercó con un hombre negro. Había visto al nubio cuando los infantes de marina condujeron a los prisioneros a bordo; imposible no darse cuenta, con su piel tan negra como brea nueva en la fragua, dispuesta para la forja del bronce fino.
—¿Señor? —preguntó Lejtes al llegar a popa—. Este hombre dice que ha sido piloto en un trirreme fenicio —dijo, dándole un codazo al negro, y el hombre lo miró con mal disimulado resentimiento.
—«Dice», y una mierda, señor —dijo el nubio en griego jónico, un griego mejor que el mío—. Señor, está demasiado alejado al oeste del norte. He estado observándolo desde que salió la estrella de la tarde. Conozco estas aguas.
—Eso es todo, Lejtes —dije, adoptando los modales de Arístides cuando despedía a un hombre. Lejtes hizo un saludo y volvió a las cubiertas.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
El nubio se cruzó de brazos y miró hacia delante.
—Paramanos, señor.
—Tu griego es excelente —dije.
Él asintió.
—Debe de serlo. Me crié con él. Mi familia posee barcos en Naucratis, y hay más miembros de ella en Cirene —dijo, y miró de nuevo adelante—. Y mis hijas quedarán huérfanas si no dirige este barco al norte, señor.
¿Naucratis? Una ciudad griega en el delta del Nilo. Dicen que fue fundada por mercenarios que prestaban servicio a los faraones de la época del asedio de Troya. Y Cirene es una colonia, más rica que la ciudad madre, en África. ¿Qué te han enseñado tus tutores?
—¿Eres piloto? —pregunté.
—He sido navarca de un mercante en el mar azul —dijo.
—Si mientes, te mataré —dije—. Toma los timones.
Pude ver su miedo y olfatearlo, pero no sabía si me temía a mí o, simplemente, le asustaba la muerte, la tormenta que se acercaba; era difícil de dilucidar. Me aparté de la bancada del piloto y se hizo con los timones.
—Tengo el barco —dijo él.
—Sí, lo tienes —dije yo.
Él movió la cabeza.
—Estoy cambiando el rumbo. ¿Ves la estrella de la tarde allí, al lado de la luna? Eso está muy al oeste del norte desde aquí —dijo. Movió los timones, con unos brazos musculados y tensos, y el barco cambió el rumbo suavemente, pasando el viento de amurado a babor a viento de empopada.
—Antes de que aparezca la estrella del norte, estaremos siguiendo la costa, o puedes echarme como comida a los peces —dijo. Pero su voz tembló.
No me fiaba de él.
A la puesta de sol, Idomeneo vino a popa con un trío de griegos asiáticos.
—¿Tres hermanos? —conjeturé.
—Fueron reclutados a la fuerza como rebeldes en el continente y los pusieron como remeros —dijo Idomeneo—. Los tres son ciudadanos de Focea, en la Eólida —añadió, y dirigió la vista a popa—. Tenemos una docena más de eolios. En principio, no deben ser prisioneros.
El hermano mayor cayó de rodillas.
—¡Señor, somos jonios! ¡Combatimos en Sardes! ¡Yo estaba en el ágora cuando usted combatió allí, señor!
Era una afirmación fácil de hacer… Yo no tenía ni idea de quién había estado en el ágora en Sardes, pero yo había sido esclavo. Conocía ese tono. Además, para ser sincero, me gustaba que me llamasen «señor».
Levanté la mano.
—¿Me juráis fidelidad ahora mismo?
Los tres se arrodillaron en cubierta y juraron. Los jonios juran igual que los cretenses, con las manos entre las manos de sus señores. No están muy a favor de la democracia, como los griegos del continente. Recibí sus juramentos por Poseidón y Zeus Sóter; después, los armé y les encargué que escogiesen a otros eolios que conociesen. El jefe era Heracleides, y sus hermanos eran Néstor y Orestes, todos buenos hombres.
Yo tengo cierta debilidad por los hombres que llevan el nombre de mi antepasado.
Estaba felicitándome por tener a bordo a algunos hombres buenos cuando los fenicios decidieron tomar el buque. Debían de estar desesperados y, al ver que los eolios quedaban separados de ellos, debieron de pensar que sus posibilidades de tomar el barco estaban reduciéndose por momentos.
En el primer ataque, casi matan a Lejtes. Lo apalearon con trozos cortos de remos rotos: ¡menudo trabajo tuvieron que hacer! Supongo que lo habrían hecho en secreto en las cubiertas inferiores, por supuesto, amortiguando el sonido con sus capas y sus cojines de remeros. No tenía ni idea. Eran hombres valientes, desesperados e hicieron un ataque valeroso, subiéndose a las bancadas y golpeando con los astiles de los remos a modo de hachas. Lejtes recibió uno en el casco y cayó de rodillas, pero Idomeneo lo auxilió, puso la punta de la espada en un sirio grande y le estampó el escudo a otro, empujándolo a un lado. Ellos fueron a por él, pero desenvainé mi espada, maldiciéndome a mí mismo por mi estupidez; había ordenado a mis hombres que se armasen, pero yo estaba casi desnudo, con el casco y la coraza de escamas guardados inútilmente bajo la bancada del piloto.
Una espada corta contra un astil de remo no es gran cosa. Recibí un golpe en el brazo del escudo y maté al hombre; el brazo se me quedó entumecido.
Los tres eolios no estaban armados, pero acudieron por su cuenta e intervinieron en la lucha: puños y músculos entrenados en el gimnasio. El mayor arrebató un astil de remo de los nerviosos dedos del hombre que yo había dejado fuera de combate. Yo subí a la bancada siguiente, invadiéndome la furia del combate y todos los pensamientos del liderazgo perdido, mientras Idomeneo, el único que iba completamente armado, estaba arrasando a los sirios. A sus pies había dos muertos y un tercero estaba tratando de sostener sus intestinos mientras aferraba los pies de Idomeneo. Yo salté sobre su garganta y detuve un golpe dirigido a Lejtes; después, uno de los eolios dobló a mi oponente con un golpe despiadado en el estómago y ellos salieron corriendo.
Los cazamos por todo el barco y los matamos a todos. No es agradable decirlo, pero, con un viento que soplaba más fuerte, el peligro de un motín y la sangre hirviendo, no hicimos prisioneros. Los sirios fenicios no pueden esconderse entre los griegos, y no fuimos demasiado quisquillosos intentando averiguar quién había llevado un astil de remo roto y quién no.
Cuando regresé a popa, con el brazo aún entumecido y los pies tan rojos de sangre como si hubiese estado pisando uvas en Beocia, me encontré con otros cuatro fenicios más reunidos alrededor de la bancada del piloto.
Sus barbas puntiagudas los delataban. Levanté el brazo para matarlos y el más cercano alzó su brazo para protegerse.
—¡Detente! —pidió el nubio—. ¡No lo hagas! —añadió, y trató de agarrarme el brazo; yo le di un golpe en la cara con el puño de mi espada, Él cayó hacia atrás, en la plataforma del piloto, y el barco hizo una guiñada. Echaba sangre por la nariz, pero se había puesto en pie—. ¡Detente! ¡O Poseidón nos llevará con él! —dijo. Esa frase penetró en mi cabeza sedienta de sangre—. ¡Están tratando de rendirse! —dijo de nuevo—. ¡Zeus Sóter, señor! Éstos son nobles, por los que puede pedirse rescate. Éste era mi navarca. ¡Para! —me estaba gritando mientras echaba todo su peso sobre los remos, y vi que, mientras yo había estado matando a sirios, el viento había aumentado.
—¡Avanzad! —dije a los cuatro fenicios—. Arrojad los cuerpos por la borda —añadí. Sabía que era cruel, pero los hijos de puta habían tratado de apoderarse de mi barco y sospechaba que estos cuatro nobles eran tan culpables… o más.
Después de la matanza de cuarenta sirios, solo teníamos la mitad de la dotación de remeros. La costa no se veía por ninguna parte y el viento estaba rolando. Mi nuevo piloto me miraba como si pensara que yo estaba loco.
Yo lo miré como si fuera un traidor.
—Pareces terriblemente amable con los fenicios —le dije.
Le había roto la nariz. Sacudió la cabeza para limpiarla.
—No sé quién coño eres —dijo él—, con tu barbarie griega y tu carácter asesino, pero todos solíamos ser amigos de los comerciantes de Tiro. Llevo toda mi vida tratando con ellos.
Era de alguna manera divertido que un hombre negro con un quitón asiático me dijera que era un bárbaro. Me eché a reír.
—Eres un hombre valiente —dije.
—Tu puta madre —gruñó—. En cualquier caso, todos vamos a morir —dijo, y escupió a un lado—. Acabas de matar a toda la cubierta inferior. No tenemos tripulantes suficientes para varar el barco en una playa.
Volví a reírme.
—Nos quedaremos en la mar, entonces. No hay nada que temer de una noche en la mar —dije. Seguí riéndome y señalé la sangre que salía por las portas de los remos—. Poseidón ha tenido su cuota de sacrificios —añadí.
Su mirada decía que no estaba de acuerdo.
—Y el barco está limpio de alimañas —dije. Si iba a jugar al capitán loco, jugaría hasta el final.
Incluso los cretenses eran diferentes por la mañana. Podían seguir siendo inútiles, pero ahora estaban aterrorizados por mi causa, y eso los hacía mejores marineros. Paramanos nos llevó a la costa de Asia, la orilla este-oeste del sur de Eolia y al oeste de Lidia, llena de piratas y rocas peligrosas. Pero él conocía aquella costa y nosotros fuimos al oeste con la nueva tormenta a nuestras espaldas durante toda la noche, y la mañana nos enseñaba los dientes de las montañas que estaban justo delante de nosotros.
—Salvo que rememos hacia el sur —dijo Paramanos—, somos hombres muertos.
Estaba de acuerdo; por eso hice que remaran las tres cubiertas —bueno, al menos las dos que podía utilizar— en medio de la lluvia gris, y tuvimos la mar de costado, echando agua por las portas de los remos y moviéndonos sin cesar al oeste después de toda la navegación al sur que habíamos hecho, que era muy poca.
En algún momento de aquel interminable día gris, mandé a remar a la tripulación del puente, y di órdenes incluso de que el puñado de eolios armados, que todavía estaban sirviendo vino a los hombres, se quitaran su armadura y cogieran un remo.
Todavía tenía entumecido el brazo derecho, y aun con la lluvia pude ver una herida tan negra como la noche más oscura en la que me había golpeado el remo, pero sabía que tenía que continuar. El liderazgo es una cosa extraña: a veces quieres que tus hombres te teman como temen a los dioses, otras veces necesitas que te quieran como a un hermano largo tiempo perdido. Así, me senté en una bancada de la cubierta superior y, por primera vez, pude ver cuánta agua estaba cayendo en la bodega que estaba debajo de mí.
Se me cerró el estómago. Teníamos un tercio del barco lleno de agua y si los fenicios hubiesen seguido remando en la cubierta más baja, se habrían ahogado.
Llamé al nubio y le dije que habíamos embarcado mucha agua. Pude ver cómo sonreía ante mi ignorancia. Él estaba ponderando el barco; por supuesto, él sabía lo lentos que íbamos. Verdaderamente, yo era lo que se dice un comandante de mierda. Tenía demasiado que aprender.
Se trataba de un barco fenicio y tenía equipos que yo no entendía. Tenía bombas de achique, bombas de maderas corredizas que se instalaban en la parte superior de la tablazón del casco y permitían que un hombre fuerte extrajera agua y la echara por la borda, directamente del pantoque. El nubio las instaló y estuvo achicando agua mientras yo remaba en medio de una borrachera de dolor, porque ahora que yo estaba activo, mi brazo izquierdo me dolía como fuego con cada remada y parecía que todo carecía de sentido.
Cada remero alberga un temor secreto en una tormenta: al remar por la seguridad de todos, pierde su fuerza para nadar si el barco naufraga. Yo era un nadador fuerte; había aprendido en Efeso y nadaba todos los días en Creta, y ahora sabía que, si naufragábamos, me ahogaría, arrastrado por un debilitado brazo izquierdo y un montón de tajos y heridas.
—¿Qué tendrías que hacer? —me preguntó el hombre que estaba debajo de mí, salido de ninguna parte—. ¿No eres de la tripulación del puente?
—Todo el mundo rema —dije, apretando los dientes.
—El trierarca es un loco, ¿no? —preguntó el hombre—. Un matador de hombres, eso es lo que he oído.
Me eché a reír.
—Yo soy el trierarca —dije.
Él se movió nervioso y casi perdió la remada, y me sentí mejor.
—Escucha, chaval —dije, utilizando la expresión jónica para referirse a un esclavo o a un hombre sin valor alguno—. Si vivimos, me debes una disculpa. Y si morimos todos, tendrás la satisfacción de que estaré tan muerto como tú.
Ése fue el final de la conversación con mis remeros. No creo que me amasen. Pensaban que estaba loco.
Todavía nos cogió otro anochecer en la mar. Estábamos descansando quince hombres a la vez y me aliviaría al final otro cambio de los remeros de reserva, y pude ver que, si no había menos agua en la sentina, al menos no había más. Pero también sabía que nuestros remeros estaban casi absolutamente agotados. Lo sabía porque yo era tan fuerte como un toro, con heridas o no, y mis brazos eran como cuero mojado sin curtir.
Fui a popa; tenía frío, ahora que no estaba remando, y saqué mi capa seca de debajo de la bancada y me la puse.
Paramanos seguía aún al timón.
—¿Puedes coger el timón? —le pregunté.
—Dame una copa de vino y un centenar de latidos y lo haré lo mejor posible.
Yo me encogí de hombros. Lejtes e Idomeneo estaban remando y no había ningún otro hombre en el puente.
—Es un milagro que hayamos llegado tan lejos, ¿no? —dije.
Él asintió.
—Yo soy bueno —dijo. Señaló la popa—. Cuando los remeros se debilitan, pongo la mar tras nosotros durante unos minutos —añadió. Su cara gris negra hizo un amago de sonrisa—. No es mi primera tormenta.
Me eché al coleto una copa de vino. Entró en mis venas como miel caliente, y estaba vivo.
—Dame los timones —dije.
Me los pasó y, en cuanto me hice con ellos, sentí la tensión. Miré a estribor y pude ver la costa que pasaba a la luz que se desvanecía. La combinación del viento y los remos nos estaba moviendo a una velocidad que parecía sobrehumana.
Creí que el nubio se derrumbaría; había estado a los timones durante doce horas seguidas, de la mañana a la noche, pero, en cambio, echó a correr.
Los remos salían y entraban en la mar siguiendo el ritmo, pero los hombres casi no los movían. El viento estaba haciendo el trabajo y pronto sería nuestra ruina. Calculé que, más o menos cuando el sol se pusiera, daríamos con las rocas. Allí, al pie del Olimpo de Asia, no había ninguna playa en absoluto.
Me serví otra copa de vino y la bebí. Moriría con mi juramento cumplido, dando lo mejor de mí. ¿Qué más pueden pedir los dioses?
Paramanos volvió a popa y la fatiga gris había desaparecido de sus ojos. Le pasé la copa de vino y se bebió el resto.
—Si sirves vino —dijo—, podríamos conseguir otro tiempo de remada fuerte. Y creo que podríamos, podríamos, salvar el barco.
Nos intercambiamos de nuevo nuestros puestos mientras él se explicaba. No creía que su vino sirviese. Pensé que las palabras sí, y fui a la plataforma de mando y levanté la voz sobre la lluvia.
—¡Escuchad, cabrones! —grité al viento—. Si echáis el resto, estaremos en una playa, cocinando comida caliente y bebiendo vino, antes de que se ponga el sol. ¡Menudo hatajo de mierdas pareceremos en el Hades si nos hundimos a un caballo de distancia de una playa segura!
Fue mi primera arenga en una batalla. Funcionó.
Todos creían que éramos hombres muertos, y el más simple atisbo de esperanza era suficiente para inflamarlos. Fui arriba y debajo de la tabla central y les dije exactamente lo que planeaba Paramanos. Una y otra vez.
—Vamos a pasar por el ojo de la aguja entre Quelidón y Coridela —dije—. Y después estaremos a sotavento de la mayor montaña de Asia: aguas tranquilas y descanso. Nuestro nubio dice que podemos varar en Melanipia, aun en oscuridad, con este viento, y yo lo creo.
Es fácil creer cuando las otras alternativas son la extinción y la muerte negra, y los hombres remaron con cojones y con la esperanza de vivir. La puesta de sol —no es que estuviésemos viendo siempre el sol— dio paso a una horrible luz grisácea y después a la noche cerrada, y aún seguíamos vivos, y yo sabía que ahora nuestra proa estaba enfilada al oeste. Teníamos la tormenta completamente a popa y el movimiento del barco era más fácil; solo necesitábamos los remos para seguir navegando de empopada.
Pero yo sabía que todavía estábamos en una carrera contrarreloj y llamé a mis tres eolios, a Lejtes, a Idomeneo y a dos hombres que parecían saber del asunto y sacamos la vela akateion. Yo se lo había visto hacer a los entrenados marineros de Hiponacte: se trinca la vela akateion plegada al mástil; después se levanta el mástil, se asegura diez veces y entonces se cortan las ligaduras de la vela y esta se extiende sola. Los efesios lo hacían para alardear, pero Hiponacte dijo en una ocasión que, en una tormenta, era un salvavidas.
Una cosa es largar una vela akateion en su mástil en un día de otoño con una brisa fresca y un sol cálido quemándote los hombros, rodeado de hombres que te quieren, y otra muy distinta hacerlo bajo una lluvia torrencial, con las manos tan frías que te resulta imposible decir si tienes un cabo entre los dedos o no.
Nos las arreglamos para trincar ocho veces la vela con cabo de cáñamo, y descubrimos entonces que no teníamos fuerza suficiente para levantar el mástil. El viento lo cogió y lo lanzó sobre el costado, y solo la suerte de los dioses nos libró de que el palo nos abriera una brecha cuando cayó.
Pero ¡maldita sea!, estábamos muy cerca de atravesar el estrecho. Podía ver los acantilados a ambos lados.
Los remeros estaban agotados. Ni siquiera la esperanza puede hacer que unos músculos agotados muevan un remo.
Yo no estaba acabado. Saqué la verga de la vela mayor y dejé que el viento se la llevase por la borda como un monstruo con cien manos —veinte lechuzas de plata de lino perdidas en un abrir y cerrar de ojos, sin que me importara un bledo—. La verga solo medía de alta lo que tres hombres: mucho más pequeña que el mástil. Pero llevábamos una vela akateion de repuesto y la recogimos sobre la verga y la atamos. Después, desalojé a los remeros de la cubierta superior; los remos estaban tirados a lo largo de la cubierta, solo los hombres del medio hacían como si remasen, y estábamos empezando a desviarnos y a virar. El tiempo corría en contra nuestra, teníamos acantilados a ambos lados e incluso a Paramanos le faltaba lo que… lo que lo hiciera trabajar.
Creían que estaba loco. Estábamos virando, de manera que nuestro costado era vulnerable al viento. Los hombres que todavía remaban no tenían la coordinación o la fuerza para mantener la proa de cara a las olas y, como un buque en una batalla, cuando el barco estuviese de través, estaríamos acabados.
Fui de hombre en hombre, en medio de los relámpagos, poniendo extremos de cabos en manos mal dispuestas. Golpeé a un hombre que estaba tumbado porque tardó demasiado en obedecer. Cayó por la borda y la mar se lo llevó.
—¡Tirad, cabrones! —dije.
El amor está muy bien. El amor transporta a un hombre por encima de sí mismo, ya se trate del amor a un hombre, a una mujer, un barco o un país. Pero el miedo puede remedar el amor en la mayoría de las situaciones, y yo sabía que no me amaban.
—¡Tirad o morid! —rugí, con la espada en la mano—. ¡Todavía hay tiempo para sangrar! —grité, y me eché a reír. Dejé que me tomaran por loco.
La verga se disparó como el pene de un semental.
—¡Trincadla! ¡Amarradla!
Entonces estuvieron dispuestos. Entonces creyeron. Era fácil cuando llegábamos, pero alguien tenía que hacerles superar la creencia de que fracasaríamos. Ahora, todos los hombres trabajaban con una voluntad, y Paramanos estaba a mi lado, trincando los nuevos cabos con la mayor rapidez con la que podían trabajar sus manos. El viento, aquel brutal viento del este, ya estaba en el mástil y la vela mayor bien recogida, y nuestra proa estaba cortando la mar. El pequeño Idomeneo estaba al timón, haciendo todo lo posible para mantener la proa orientada al oeste. Paramanos trabajaba a mi lado mientras trincábamos cabos y los amarrábamos. Diez cabos. Diez pesados cabos para sostener un mástil más pequeño que el que pudiera llevar un pescador diurno.
Después, Paramanos se fue, de vuelta a sus timones.
Estábamos a tres largos de caballo de las rocas de Quelidón, y ya no había más tiempo para preocuparse. Tenía la espada en la mano.
Corté las ataduras en dos movimientos de arrastre, tan precisos como cualquier tajo de espada que hubiera dado en combate, y toda la vela quedó libre de ataduras como si la hubiese golpeado el puño de Poseidón. El mástil se dobló tanto que pensé que se rompería, y la proa recubierta de bronce se sumergió en la mar, hasta tal punto que creí que podríamos zambullirnos hasta el fondo como un cormorán. El miedo se apoderó de mí, pero puse los brazos alrededor del mástil y me mantuve allí hasta que el agua salió por popa. Después, la proa empezó a elevarse. Sentí el cambio bajo mis pies cuando tragué el agua que me había llenado la boca.
La proa se levantó, lentamente al principio, y después el primer cabo saltó con un crujido como un trueno matando al hombre que cogió, uno de los eolios. Ni siquiera llegó a chillar.
El mástil nuevo dio un crujido y se movió el ancho del brazo de un hombre y se sostuvo.
Parecía que todo el barco crujía y la proa se elevó de nuevo, fuera de la mar. Las olas estaban a nuestra popa, y echamos más sangre al agua… El eolio fue nuestro último sacrificio.
Tuve la oportunidad de ver los acantilados de Quelidón, y no creo que me haya movido más rápido sobre la superficie de la tierra que en aquellos instantes, cuando toda la fuerza de la tormenta sopló en nuestra pequeña vela y corrimos por la mar como una yegua salvaje por el campo.
Y después, en el tiempo que lleva contarlo, estábamos atravesando el estrecho. Primero, la fuerza del temporal se redujo a la mitad, porque los acantilados impedían que toda la fuerza de la tormenta se descargara en nuestra pequeña vela. Y además, Paramanos, gruñendo como un titán, nos estaba haciendo virar, poco a poco, a estribor.
Nos llevó más tiempo del que podíamos haber imaginado… Creo que, si les hubiese dicho a los hombres, en todo el fragor de la tormenta, que estábamos aún a media guardia de la salvación, todos habríamos muerto.
Pero llegó el momento en que todos los hombres que estábamos a bordo supimos que no íbamos a morir. Es difícil de definir, pero, entre una inspiración y la siguiente, el viento había amainado tanto, roto por el peso del Olimpo asiático a nuestro nordeste ahora, que si todos nos hubiésemos desplomado sobre nuestros remos, habríamos flotado el resto de la noche y llegado a tierra sin ningún daño. Y en contra del sentimiento humano, lo que nos dio fuerza es que entonces éramos todos un animal, e íbamos a levantarnos y a caer juntos, sin falta.
Mi jefe de remeros cretense había desaparecido barrido por las olas cuando la proa se sumergió y yo golpeé la cubierta con mi buena lanza y canté la Ilíada a la mar, y los hombres se echaron a reír. Aquello estaba tan oscuro como el Tártaro al abrigo de la montaña, pero la playa se extendía ante nosotros sin fin, e hicimos virar el barco en unas aguas tan tranquilas como las de cualquier puerto, y la popa rechinó en la arena, el beso de la vida, y el barco se detuvo; todos nuestros remos quedaron al lado, como si fuésemos un animal marino muerto.
Nos acurrucamos en la playa, cien hombres exhaustos que ni siquiera trataron de encender una hoguera. Hacía calor en medio del montón de hombres y frío y humedad en los bordes y ningún hombre durmió, pero ninguno murió.
Por la mañana, el sol se levantó tarde sobre la montaña y nosotros nos levantamos despacio, como hombres que han sobrevivido a un duro combate, lo que éramos. Atrapamos algunas cabras, las sacrificamos a Poseidón y las comimos a medio cocinar. Bebimos vino de la bodega, hicimos más libaciones que una asamblea de sacerdotes y juramos que éramos hermanos hasta que el sol muriera en el cielo.
La mañana siguiente, los llevé a bordo y, con la proa mirando a Lesbos, zarpamos con nuestra vela de juguete. Y la suerte hizo que, a veinte estadios de la bahía, encontráramos nuestro mástil con la vela akateion aún atada a él, flotando con los despojos de la tormenta y, siguiendo en la dirección del viento, nos encontramos con la vela mayor flotando bajo la superficie, como una criatura muerta.
—Verdaderamente, los dioses te aman —dijo Paramanos.
Yo me encogí de hombros.
—Tengo un poco de suerte —dije.
Él asintió. Yo estaba a los timones y él estaba bebiendo agua fresca de una pequeña copa de asta, una costumbre fenicia.
—Nunca había visto antes esa forma de utilizar la vela akateion —dijo.
Era una forma de ofrecer la paz, si yo la quería. Él era mejor marino que yo y había tomado el mando cuando lo hizo, y pensaba que yo estaría ofendido por ello.
Estaba equivocado. Esperé hasta que acabó de beber; después, le eché los brazos alrededor de su cuello.
—¡Maldito cabrón! ¡Nos salvaste! —dije—. No estoy tan loco como crees.
Él asintió y, finalmente, no pudo reprimir una sonrisa.
—Lo hice, ¿no? —dijo.
—Lo hiciste —respondí.
La tarde siguiente, reuní a los fenicios en popa. Hice una seña con la cabeza al piloto.
—Paramanos me ha pedido que os perdone la vida —dije—. Personalmente, no os guardo ningún rencor… estamos en guerra. Pero solo os pondré en libertad contra un rescate. Escoged entre vosotros quién se irá y quién se quedará como fianza.
El de mayor edad asintió. Primero, abrazó a Paramanos y después vino hacia mí.
—Yo soy el más rico de estos hombres y yo me quedaré —dijo.
Podía ver el odio en sus ojos, pero ¿quién puede amar a un hombre que ha matado a treinta compatriotas a sangre fría? Yo no necesitaba ese amor.
—Fija un precio —dije.
Dijo una cantidad en talentos de plata. Paramanos lo aprobó y Heracleides, el mayor de los eolios, hizo una seca inclinación de asentimiento. Heracleides ya estaba prestando servicio como oficial y entrenándose con Paramanos para ser piloto.
—En la playa de Metimna —le dije al más joven, que fue escogido para marcharse—. Treinta días —añadí, y me volví hacia Idomeneo—. Ocúpate de que tenga armas y diez lechuzas de plata.
El sirio de más edad se encogió de hombros.
—Desembárcalo en Janto —dijo—. Tenemos un factor allí.
Y así lo hicimos.
Cuando prometí que el resto de la tripulación compartiría el rescate, mi estatus ascendió de nuevo. Los cuatro fenicios tenían una fortuna que superaba en diez veces la mía propia y, antes de la batalla, yo ya me consideraba pudiente. Los beocios no se llevan bien con la riqueza.
Los dioses eran benevolentes. Los delfines saltaban alrededor de nuestra proa y, al mediodía del segundo día, teníamos izada la vela mayor. Un agradable viento del este por la amura de estribor nos llevó siguiendo la costa de Asia, hasta que tuvimos que virar y remar para entrar en la magnífica bahía de Mitilene. La playa no estaba tan llena de barcos como debería haber estado. De hecho, era como si solo una parte de la flota que había derrotado a los fenicios en Amatunte hubiese acudido al punto de reunión. Más de un tercio de los barcos habían vuelto a sus respectivas ciudades y, a primera vista, parecía aun peor. Los cretenses no eran los únicos que habían recogido su botín y se habían marchado.
Reconocí el estilo ateniense de los barcos que estaban en el extremo sur de la playa, pero ninguno de los barcos me resultaba conocido… Ninguno de ellos era el de Arístides, pero vi un casco negro que podía ser el poco atractivo Némesis de Herc, e hice virar mi barco hacia el extremo sur de la playa y varar la popa en la arena a una distancia de dos remos del mismo, que estaba en pie, en el suave oleaje, riendo y gritando propuestas un tanto indecentes a mis remeros.
Fue el primer hombre en abrazarme cuando puse el píe en la playa.
Milcíades fue el segundo.