16

La Batalla de Amatunte fue mi primer combate naval. Navegamos a vela y remamos durante el largo camino alrededor de Creta porque el señor Aquiles, que no había estado en ninguna guerra durante diez años, todavía era un astuto perro viejo y tenía la cabeza encima de los hombros. Por eso, remamos hacia Italia, y los remeros maldecían lo que no estaba en los escritos.

El noble Aquiles sabía lo que hacía. Se pasó dos semanas navegando alrededor de la isla y, cuando pusimos rumbo al profundo azul al este de Creta, nuestros músculos estaban duros como la roca y nuestra remada era excelente. Nuestros pilotos —incluso yo— podían gobernar nuestros buques. Eramos capaces de ir con la mayor rapidez, de navegar a velocidad de crucero y de dar todo atrás con presteza.

He dicho que Nearco mandaba el Tetis. En realidad, lo mandaba yo, mientras le enseñaba a mandar y Troas me enseñaba a ser marino. Ríete si quieres.

El noble Aquiles mandaba el Poseidón y su hermano Áyax, un noble de largos miembros con el que solo había estado dos veces, el Tritón. No practicamos mucho las formaciones, aunque fuimos turnándonos en la posición intermedia de una línea de tres buques, para acostumbrarnos a la longitud de los remos de los otros barcos.

Llegamos al punto de encuentro frente a Chipre justo una semana más tarde, y encontramos reunido en asamblea plenaria el Consejo de Jonia, en la playa de Amatunte.

Yo me puse detrás de Nearco. Pasamos una semana escuchando las peroratas de Aristágoras. También hablaron otros hombres. El jefe de los rebeldes chipriotas era Onesilo, rey de Salamina. Es la Salamina de Chipre, cariño; tu amigo de Halicarnaso la conocerá, ¿no es así, muchacho? Técnicamente, Onesilo nos había reunido a todos y era el jefe de la guerra en Chipre. El y sus hombres habían sitiado Amatunte, una ciudad chipriota que había permanecido decididamente leal al Gran Rey, mientras que el resto de la isla se había sacudido el yugo persa un año antes.

¡Eh, chico, lléname esto de vino! ¡Tengo que hablar de la revuelta jónica y eso da sed!

La maldición de los dioses sobre los jonios hizo que estuviesen condenados a escuchar a Aristágoras y sus promesas. Desde un extremo de Jonia al otro, el ejército de Artafernes y la armada de sus aliados fenicios, los más grandes marinos del mundo, derrotaron a los jonios cada vez que se levantaron para combatir. En Bizancio y en Tróade, en Efeso, en un montón de duelos navales, los jonios fueron derrotados en todas las ocasiones.

Y, sin embargo, la revuelta se extendió.

Contra todo sentido y contra toda razón, a pesar de la justicia de Artafernes y la arrogancia y el fracaso de Aristágoras, la revuelta aumentó con cada derrota. Los carios, que habían luchado contra nosotros en Sardes y en Efeso, estaban ahora con nosotros. Chipre se había alzado y todas las ciudades griegas de Asia estaban en el autodenominado Consejo Jónico. Aristágoras era su jefe y estratego.

Necesitábamos una victoria. En realidad, no había más ciudades que se unieran a nosotros, a menos que Atenas y Esparta decidieran hacerlo. Y ninguna de ellas parecía dispuesta a luchar.

Aristágoras sostenía que solo necesitábamos una victoria para convencer a Atenas y a Esparta de que se nos unieran. Yo lo dudaba. Había visto la cara de Arístides cuando subía a bordo de su barco y sospechaba que nada que no fuera una flota persa en El Pireo lo llevaría a luchar de nuevo junto a los jonios. Pero yo no era más que un mero piloto y nadie me pidió mi opinión.

Tenía una semana para llegar a conocer aquella flota y conté doscientos doce barcos en la playa. Había naves de Lesbos y buques de Quíos, Mileto y Samos, e incluso barcos exilados de las ciudades que habían vuelto a ser tomadas.

Como Arquílogos de Efeso; allí estaba, resplandeciente en una magnífica panoplia de azul y oro, con el aspecto de un dios. Sentí el tirón de nuestra amistad y mi juramento. Pero me mantuve lejos de él.

También oí que Briseida estaba en Lesbos y que no había dado hijos a su esposo. Supe esto por Epafrodito, al que, tras muchas vicisitudes, pude abrazar. Ahora, tenía su propio barco. Y Nearco y él se hicieron amigos en una hora.

Halagaba mi vanidad que me recordaran tantos hombres. Tuvimos juegos en la playa y yo gané el hoplitódromo, aunque no ganara ningún otro de los eventos hasta los duelos del último día, y eso fue demasiado fácil. A los jonios no les gustaba, en realidad, luchar en duelos. No obstante, lo hicieron los cretenses, por lo que me encontré intercambiando golpes con los mismos hombres a los que había entrenado, y Nearco y yo luchamos en el último asalto, por el premio.

Él creía que me conocía.

Le hice un bonito rasguño en su antebrazo, a modo de recordatorio de que, en efecto, no me conocía bien.

Después, nos reímos y el noble Aquiles vino y me tomó de la mano.

—Eres un hombre demasiado bueno para quedarte en Creta —dijo—. Podrías tener tu propio barco con cualquiera de los nobles que están aquí.

De hecho, varios nobles me habían ofrecido barcos… Epafrodito, el primero.

—Sí, señor —dije.

—Me gustaría mantenerte a mi servicio hasta que nos enfrentemos a los medos —me dijo.

—Estaré, señor —dije—. Después de la batalla, me iré.

—Gracias. Eres un joven excelente, con independencia de tus preferencias. Y, ¿puedo añadir otra cosa? Mientras sirvas con mi hijo, mantenlo a salvo, ¿eh? Todos los jóvenes tratan de ser Aquiles. Mi hijo será rey. No dejes que se desmelene. ¿Está claro?

Yo asentí.

Él miró a su alrededor y después se volvió hacia mí.

—¿Qué le has hecho a Aristágoras? —me preguntó.

Yo me encogí de hombros. Hay algunas cosas que es mejor callar.

—¿Por qué?

—Me preguntó si eras uno de mis hombres. Yo le dije que sí, y él me dijo que no te mataría hasta que dejases de estar a mi servicio. Por tanto, ten cuidado. El te odia. Se ve en su mirada cuando habla de ti.

Yo fruncí el ceño. ¿Qué le habrían dicho?

Pensé que podría haber sido Briseida cuando se enfadase. ¡Oh, sí!

Mis pensamientos debieron de reflejarse en mi cara, porque él se echó a reír.

—Dudo que nuestro intrépido jefe sea un hombre al que haya que temer —dijo Aquiles—. Pero me da la sensación de que es de ese tipo feminoide que te cortaría el cuello en la oscuridad o te pondría veneno en una copa. Cuando me dejes, ten cuidado.

Hubo muchas cosas que no nos dijimos, Él sabía algunas, y yo sabía otras. Él no estaba completamente cómodo con la lealtad que sus guerreros me mostraban, y tampoco le hacía siempre feliz el hombre que había hecho de su hijo. Pero ahora soy padre y lo comprendo mejor, y nunca se portó mal conmigo. Digo esto en su nombre.

Hice que un hombre de la hueste me repintara el escudo, que estaba estropeado tras un año de golpes de armas. Hizo el cuervo, que casi saltaba de la piel de toro.

—Un viejo beocio —dije—. ¡No se ven muchos de éstos!

Nosotros tres, Idomeneo, Lejtes y yo, probablemente fuésemos la mitad de los beocios de todo el ejército. Pero yo quería fama y quería que los hombres me conociesen.

Los persas desembarcaron al otro lado de la isla, como esperábamos, y marcharon hacia nosotros por etapas, lentas y cuidadosas.

Su flota, la flor y nata de las ciudades fenicias, los acompañaba, y ambos viajaban cada día en orden de batalla, retándonos a combatir. Se nos acercaban lentamente y, si queríamos, en cualquier momento podríamos encontrarnos con ellos.

Un ejército persa y una flota fenicia. Podía oír las carcajadas de los dioses.

Los chipriotas eran unos caballeros y ofrecían a los aliados jonios una opción: tripular nuestros barcos y enfrentarnos a los fenicios o formar nuestra falange y enfrentarnos a los persas. No conocía al comandante persa, un tal Artibio, que contaba con una importante fuerza de caballería. Lo mismo ocurría con los chipriotas, que también tenían carros, y eso me hizo sentir como si estuviera sirviendo en la guerra de Troya —nadie utiliza ya carros, salvo los chipriotas y los libios—. Y, sin embargo, a mí me habían entrenado como carrista y eso me hizo sonreír. Yo solo había visto utilizar carros en desfiles, en bodas y traslados locales y en carreras, y los chipriotas eran muy buenos. Tenían más de cien. Todo el mundo estaba entusiasmado ante la perspectiva de utilizar carros en el combate; incluso a mí me parecía maravilloso, lo que ponía de manifiesto lo poco que sabía de la guerra.

Aristágoras optó por sacar la flota. Sospechaba que su elección se debía a que le resultaría más fácil abandonar el combate y huir, pero yo estaba en minoría. La mayoría todavía lo adoraba, y él llevaba su capa púrpura a todas las reuniones, como si fuera el Rey de Reyes.

Después de tomar la decisión, tuvimos tres días de mal tiempo, y cada día nos hacíamos a la mar, tratando de formar nuestras líneas y sufriendo el viento y las olas. Los fenicios permanecieron en sus playas, en su campamento, y se burlaban de nosotros. El comandante del Gran Rey tomaba sus precauciones: fortificó su campamento y no se arriesgó a presentar batalla hasta que tuvo a su flota dispuesta para cubrirle el flanco.

El cuarto día amaneció como un auténtico día de verano en Chipre, con esa clase de amaneceres de color rosa dorado, cuando imaginas a la diosa chipriota acercándose a través de la espuma de tu playa. Nos levantamos, preparamos nuestros desayunos y cantamos un himno a la diosa y a Zeus, y después a todos los dioses; finalmente, subimos a bordo de nuestros barcos.

La mar estaba en calma, como una chapa de bronce bien martilleada, y yo sabía que esta vez entraríamos en combate. Me temblaban las manos, el estómago me daba saltitos dentro de mi coraza de escamas y bebí algo más de vino del que convendría.

No obstante, formamos bien, y eso es muy importante a la hora de un combate naval. Al norte y al oeste de nosotros, en las playas del norte de la ciudad, donde los persas tenían su campamento, podíamos verlos formar, y a sus aliados con ellos, así como a los chipriotas formando contra ellos: dos grandes falanges y un taxis de caballería a cada flanco, con los carros más alejados del mar.

Los cretenses no teníamos experiencia y nuestras pesadas naves de estilo fenicio eran más lentas que las demás embarcaciones jonias, por lo que nos pusieron en segunda línea. Era un insulto, si quieres, pero la flota estaba bien ordenada y corría el rumor de que Aristágoras estaba recibiendo los consejos de un navarca samotracio. Fuera como fuese, pensé que sabía su oficio. Los cretenses estábamos en el flanco más próximo a tierra, a la izquierda de nuestra línea, tan lejos del centro que mi barco era el segundo desde la playa, y por el capricho de los dioses, el barco de Arqui estaba en la primera línea, justo del lado de la mar y delante de nosotros.

Juré para mí que, si tenía ocasión de cumplir mi juramento con respecto a su familia, lo haría.

Nearco estaba temblando de puro nervio. Lo abracé y nuestras corazas se rozaron de un modo extraño.

—¡Relájate, o file pai !El miedo desaparece con la primera flecha!

Él me respondió con una débil sonrisa y empezamos a bogar avante, con nuestra línea, como hizo el enemigo, hasta que pudimos ver los ojos pintados en sus proas con tanta claridad como veíamos a nuestros propios remeros. Pero entonces, antes de que pudiésemos darnos cuenta, tuve motivos para bendecir todo el entrenamiento que nos había hecho hacer Aquiles, porque los fenicios trataron de hacer el truco más antiguo de la guerra naval: se rezagaron. Eran profesionales y nosotros, aficionados, y dieron por supuesto que, si se retrasaban lo suficiente, nosotros perderíamos nuestro orden y ellos acabarían con nosotros por pequeños grupos.

Y, en efecto, nuestra línea comenzó a romperse tras media docena de estadios —mantener una línea en la mar es bastante difícil, y cada ola y cada corriente van en tu contra—. Nuestra primera línea se dividió en tres, porque los remeros no pudieron mantener la formación en la corriente de la desembocadura del río en la ciudad.

Pero la fuerte corriente del río también dividió al enemigo.

Y ellos no rompieron su formación en tres grupos iguales, como nosotros —de nuevo, el capricho de los dioses y no el ingenio de los hombres—. Su división más próxima a la playa era la más pequeña y parecía haberse echado a perder, atrapada en una corriente de vuelta hacia la costa, cerca de la playa de su campamento, o así me parecía a mí.

—¡Troas! —lo llamé, y se me acercó.

Solo estaba remando la bancada inferior, atravesando con cautela la gran bahía y evitándoles las embestidas a nuestros hombres. Le señalé el caos que había entre los fenicios más próximos a tierra. Y, ahora que estábamos más cerca, pude ver que no eran fenicios; eran griegos.

Había muchas ciudades que estaban al servicio de Artafernes, por supuesto.

—Contracorriente —dijo Troas antes de que llegara al puente de mando—. No es muy fuerte, pero suficiente para alejarlos. Deberían remar más rápido… Con eso sería suficiente.

—Quédate a mi lado —le dije, y le hice una seña a Lejtes—. ¡Ocupa su sitio!

Lejtes estaba acostumbrado a esto, pero la mirada que me lanzó era todo un reproche. Había tenido un año para celebrar que era un guerrero en la gran casa y no sentía el más mínimo deseo de retroceder y volver a remar. Pero fue.

Delante de mí y de repente, los barcos samios que marchaban por la borda de la mar de Arqui se apartaron rápidamente de la línea. Eran veinte fuertes y actuaban de forma concertada. Abandonaron la lenta marcha de crucero y pasaron al ataque con tanta celeridad que los vimos alejarse antes de poder saber qué estaban haciendo.

Pero los demás barcos de nuestra parte de la primera línea los siguieron.

Nearco me miró sin comprender nada.

—¡Los samios van al encuentro de los enemigos griegos! —bramé al noble Aquiles encaramado a la baranda. Él podía verlo igual que yo, pero, en mi arrogancia juvenil, di por supuesto que no sabría más que su hijo.

Él asintió.

Por delante de nosotros, los efesios exilados y los lemnios siguieron a los samios.

El noble Aquiles hizo que su escudero izase una banderola de paño rojo y la ondease.

—Aumentad el ritmo para navegar más rápido —dije. Corrí a la plataforma de combate del centro del buque, dejando a mi navarca a los timones de espadilla. No necesitábamos mantenernos al nivel de la primera línea, o así me lo dijeron, pero yo estaba ansioso por avanzar y quería ir más deprisa de lo ordenado por el noble Aquiles.

Los cambios de velocidad requieren órdenes, y ahora que estaba en el centro del barco, no podía ver tan bien. Hice que el Tetis navegara a velocidad de crucero rápida y después fui a proa.

Los samios estaban orientando sus espolones de cara al enemigo. Se podían oír con toda claridad las colisiones a través del agua.

Miré hacia el barco de Arqui, pero se había quedado aislado de los primeros impactos por la impaciencia de los samios, y él y otros exilados estaban bogando en diagonal con respecto a la playa, con rumbo hacia mar adentro, al noroeste a través de la corriente, para probar y encontrar una abertura.

En alguna parte de la línea enemiga, algún empalagoso fenicio tomó una decisión y la batalla cambió en menos que canta un gallo. Su centro se rompió como un huevo bajo un martillo, y el núcleo central viró hacia tierra, al flanco de los samios. Nuestra agresión se volvía contra nosotros y nuestros vulnerables flancos quedaban abiertos a las embestidas de los pesados buques fenicios.

Por eso se mantiene una segunda línea, evidentemente.

Bajé corriendo a la tabla central, entre las bancadas superiores. Al noroeste, a nuestro frente izquierdo, el centro fenicio estaba virando al sur y los exilados de Arqui estaban precisamente en su rumbo. Los milesios y los quianos parecían paralizados, como habían estado en las otras batallas.

—¡Tenemos que virar al norte! —grité a través de la franja de mar entre nuestros barcos, ignorando que el hijo del noble Aquiles estaba a mi lado.

O el señor no me oyó u optó por ignorarme. Si manteníamos nuestro rumbo, entraríamos en la parte vencedora del combate próxima a la playa, una posición en la que, incluso en caso de desastre, los cretenses podrían varar sus barcos en la playa y escapar. El noble Aquiles estaba pensando como un rey.

Yo estaba pensando como un muchacho de diecinueve años con un juramento que cumplir.

Me di la vuelta hacia Nearco.

—Si esos barcos acaban mal, perdemos la batalla —dije, señalando al norte. Y los dioses me enviaron una inspiración, porque unos barcos abandonaban el centro para ayudar a los exilados, barcos lesbios—. ¡También va Epafrodito! ¡Tenemos que ayudarlos!

Nearco estuvo a la altura de las circunstancias.

—¡Vamos! —dijo—. ¡Deja que mi padre me siga!

Yo estaba seguro de que me habían contratado para evitar precisamente este tipo de incidente.

—¡Troas! ¡Toma los timones! —dije, empujándolo hacia el aparejo de gobierno—. Nearco, vete con los infantes de marina y estáte preparado para dirigir el equipo de abordaje.

Estaba seguro de que al noble Aquiles le daría un ataque, pero yo no estaba mandando a su hijo a ningún sitio adonde no fuera yo mismo.

Troas se colocó entre los dos timones de espadilla, y estábamos virando aún cuando ordené el último aumento de velocidad. Estaban remando todas nuestras hileras y los jefes de remeros daban con sus cañas unos golpes acompasados en cubierta, por lo que todo el buque seguía el ritmo.

Estábamos abandonando la segunda línea, dejando atrás las proas de otros señores cretenses. Era excitante. La guerra naval tiene algo especial: la velocidad de la embestida, el fulgor de la mar, el viento, los remeros cantando el peán… Yo me sentía como un dios venido a la tierra. Mis temores habían desaparecido, nuestra proa iba hacia el norte y entonces nos deslizamos en nuestro nuevo rumbo como si abriésemos una fosa en la mar, y nos estábamos moviendo tan rápido como un caballo lanzado al galope.

—¿Lo tienes? —pregunté a Troas. En realidad, era mí no suegro quien estaba mandando el barco.

—¡Nunca había hecho esto antes! —me dijo, pero se echó a reír. Algunos hombres saben estar a la altura de las circunstancias. Troas, un hombre capaz de regatear por la virtud de su hija, estaba preparado para lo suyo, y caímos sobre los fenicios como un halcón sobre palomas.

Vi los primeros combates en el centro. Arqui hizo virar su barco con tiempo de sobra y avanzó a toda velocidad. Llevaba un trirreme ligero y viró como lo haría un gato, pasando entre los primeros fenicios con los que se encontró. Un barco pudo izar sus remos, pero el otro acabó con los suyos destrozados, de manera que los astiles partidos rompían los brazos de los remeros y las esquirlas volaban como dardos. Cuando se rompen los remos, los remeros mueren.

Fue un golpe brillante, pero Arqui tendría un piloto profesional, tan bueno como un fenicio; de hecho, el hombre en cuestión podría ser fenicio. Pasó en un santiamén, derecho hacia su primera línea.

—¡Sigue a ese barco! —le dije a Troas—. A toda costa. Embiste lo que se te ponga por delante.

Troas sonrió maliciosamente.

El más rápido de los dos fenicios, el que no había perdido los remos, se nos estaba acercando ahora a una velocidad terrorífica. Un combate naval es aterrador, amigos. Empieza muy lentamente, pero, cuando todo el mundo decide entablar combate, la rapidez es desconcertante. Dos barcos lanzados a toda velocidad se acercan tan rápido como dos caballos al galope. Imagínate: espolón contra espolón, con un enemigo así y con barcos del mismo peso.

Hice una pausa y me volví hacia Troas.

¿Diekplous? —pregunté—. ¿Espolón contra espolón?

Él negó con la cabeza.

—En el último minuto, meteré la caña a babor —dijo—. Un pequeño golpe de timón y estaremos sobre sus remos.

—¡Avisaré a los remeros! —dije, y corrí a la plataforma de mando—. ¡A mi orden, todos los remos de estribor a bordo! —bramé.

Los jefes de remeros levantaron las manos para indicar que me habían oído. Por lo demás, su atención estaba centrada en la palada. Un error aquí y éramos hombres ahogados.

Por encima de mi hombro, el trirreme enemigo parecía tan grande como una ciudadela. Y tan rápido como una marsopa.

Y yo no tenía a nadie que me ayudase. ¿En qué momento exacto ordenas la retracción de los remos? ¿Cuánto tiempo, exactamente, tardan noventa hombres en retirar sus remos?

Tenía los músculos como cuerdas de violín. Eché un vistazo al enemigo, y vi que había un segundo barco inmediatamente a popa de él.

Troas también lo había visto, y fue demasiado condenadamente tarde para cambiar nuestro plan.

—¡Preparados para embestir! —grité.

A proa, los infantes de marina y Nearco estarían preparándose para la colisión.

Los remeros debían de estar rezando.

Troas sonreía como un loco.

Yo quería cagarme encima.

Miré al enemigo. Lo sentí tan cerca como si ya hubiésemos chocado; pude ver la cara de su capitán, y una flecha resonó contra mi casco y se desvió. Buen disparo.

—¡A estribor! —grité.

«Espera otro golpe. No abandones el juego».

—¡Remos dentro! —rugí, expulsando mi voz por un día en un gran chillido, tratando de utilizar la fuerza de mis pulmones para meter los remos por las portas.

Bam. Chocamos con tanta fuerza que me caí y perdí el casco. Caí entre las bancadas y desaparecí por debajo.

Los remeros de estribor habían retirado sus remos, pero eso ya no importaba.

Ambos barcos habían optado por la misma táctica y habían hecho lo mismo, por lo que nos dimos espolón contra espolón… la mano de los dioses. Nuestro espolón, que llevaba un mes fuera del taller, resistió. El suyo se rompió. Su barco estaba llenándose de agua y mi boca estaba llena de sangre. Solo Ares sabe por qué.

—¡Remos de estribor fuera! —chillé. No tenía voz, pero los suboficiales captaron el mensaje.

—¡Todo atrás! ¡Nearco!

Él todavía estaba aturdido por el impacto, pero se me acercó. Su gran casco con alas de bronce estaba un poco aplastado y se había torcido.

—Saca esto de aquí y toma el mando —dije—. ¡No tengo voz!

Un marinero trepó desde el interior y me dio mi casco. Me lo puse en la cabeza.

Troas estaba alerta y consiguió situar la parte principal del barco fenicio que se hundía entre nosotros y el siguiente enemigo maniobrando hacia atrás a estribor. El segundo fenicio nos rebasó y pasó de largo. Yo miré hacia atrás y la mayor parte de la segunda línea del flanco derecho estaba detrás de nosotros, avanzando rápidamente.

¡Por Poseidón, zugater, fue un momento magnífico! Habíamos hundido un harco fenicio en una sola pasada. Llámalo suerte, si quieres. Fue suerte. ¡Niké estuvo con nosotros, y su preciosa hermana Tiké también!

Y Troas, al pensar rápido y gobernar el barco con mano firme, supo rodear el naufragio, haciendo crujir las cuadernas, pero con nuestro buque intacto. Entraba agua —no puedo imaginar la violencia del golpe de aquellos dos barcos al chocar—, pero los marineros fueron achicándola y todavía no estábamos acabados.

El barco de Arqui había logrado salir de la vorágine del centro. Un enjambre de barcos fenicios venía a por nosotros.

Miré a Nearco.

—Escoge uno y vamos a por él —le dije. Mi juramento tendría que esperar. En efecto, estábamos solos contra el centro fenicio.

El secreto para salir vivo de un combate naval consiste en no presentar nunca los costados del barco, las hileras de remos, al enemigo. Si presentas tu proa a sus proas, habrá un límite máximo de daños que puedas asumir. A pesar de lo que le acababa de ocurrir a nuestra nave, habíamos matado.

Troas fue a lo seguro y Nearco no interfirió. Nos abarloamos con el segundo barco fenicio, serviola contra serviola, y dañamos un poco sus remos, pero había retirado la mayoría. Perdimos a dos hombres: un remo se atascó en la porta y el extremo suelto mató al remero que debería haberlo agarrado y golpeó al hombre que estaba al remo superior, dejándolo inconsciente, y justo ese pequeño error nos hizo vulnerables, porque, cuando se ordenó a los remeros que volvieran a echar al agua los remos, a la siguiente remada, toda la bancada falló y viramos hacia el puerto, perdiendo el rumbo y cruzando la estela de otro enemigo.

Los dioses estaban con nosotros y pasamos justo a la longitud de una lanza de su popa, y después hicimos una remada hacia atrás y salimos vivos.

Pero nuestros remeros estaban cansados. Lo notaba. La tensión es su propia fatiga, zugater: Cuanto más asustado estés, más cansado te sientes. Y, cuanto más cansado estés, más fácil es que tengas miedo.

Eché un vistazo alrededor, porque, de repente, estábamos entre los combates. Al norte, Arquílogos y Epafrodito y sus aliados estaban combatiendo con la segunda línea del centro fenicio. Detrás de nosotros, los cretenses estaban aplastando la primera línea por el peso de los números, y los samios ya habían liquidado a los griegos enemigos.

Incluso Aristágoras podía oler la victoria. Dio orden de avante al centro y la izquierda y los milesios y los quianos avanzaron.

De hecho, habíamos ganado la batalla. Yo lo sabía y, más importante aún, también lo sabía el navarca fenicio. Su flanco derecho declinó el enfrentamiento y empezó a bogar hacia atrás de nuevo. En ningún momento vi la señal, pero los barcos enemigos empezaron a huir todos a la vez.

Sin embargo, los barcos que rodeaban a Arqui no. Estaban trabados en combates y los infantes de marina, lanza contra lanza.

Apunté al combate en el centro.

Los temores de Nearco habían desaparecido. Sonrió.

—Ahora, vamos a hacerte un nombre —dije. No eran las palabras por las que Aquiles me había pagado.

Pero éramos jóvenes.

Troas nos introdujo bien. Bogamos un poco pasada la confusión y viramos hacia el sur, tomando nuestro primer fenicio por el flanco. Yo estaba en la proa, con el casco sobre los ojos, los brazos contra el mamparo, cuando chocamos y pude ver a los remeros de la cubierta superior, sus bocas abiertas de par en par y su mirada aterrorizada cuando nuestro dañado espolón abrió su costado. Habíamos tenido todo un estadio para virar y avanzar hacia nuestro objetivo; los hombres estaban deseando un nuevo encontronazo y el nuestro era un buque pesado.

La quilla del enemigo se rompió bajo nuestro espolón y el barco se partió en dos. Fue un hundimiento espectacular y todos los barcos del centro de nuestra línea vieron cómo lo hacíamos. Así es como te creas una reputación, cariño.

Es probable que, con aquel impacto, también acabáramos con nuestro barco. Probablemente cedieran entonces las uniones de nuestra proa.

Estábamos demasiado alocados con el daimon del combate para preocuparnos. Nuestro espolón había entrado en otro enemigo fustigado junto al que habíamos roto como un juguete viejo, y pasamos nuestro impulso restante rasgando su costado y abarloándonos, quedando costado contra costado y bancada contra bancada.

Salté sobre el costado de nuestro barco y Nearco, a mi lado; Idomeneo y Lejtes estaban a mi espalda y las bancadas de remeros se estaban vaciando.

Guardé el equilibrio sobre la borda y oscilé sobre la cubierta del fenicio.

—¡Después de ti, señor! —dije.

Él sonrió y saltamos.

Fue aquel un gran día y aquella una gran hora. El enemigo ya sabía que estaba condenado, y los hombres condenados rara vez combaten bien. Limpiamos aquel primer buque en menos que canta un gallo, matando a sus marineros; todos sus infantes de marina estaban en otra parte, abordando los barcos lesbios. Descargué un tajo sobre el capitán, que estaba al lado de su piloto, y Nearco destripó al piloto, y después corrimos a la borda y pasamos al barco siguiente —otro trirreme— y ahora estábamos llegando detrás de donde los infantes de marina fenicios estaban combatiendo, escudo contra escudo, contra los lesbios, los quianos y los efesios exilados.

Detrás de mí, los cretenses estaban limpiando las cubiertas fenicias, de bancada en bancada. Un buque cretense es un tanto temible, porque cada bancada la ocupa otro guerrero. Eramos unos infantes de marina de cuidado de cinco barcos de cuidado.

No tenía ya mis lanzas y llevaba en la mano mi buena espada. Estaba de pie en la borda de un buque lesbio —había veinte barcos trabados en una única masa de muerte— y mantuve allí el equilibrio unos segundos mientras buscaba a Arquílogos.

Entonces lo vi, un relámpago de azul y oro, todavía en pie, con el brazo derecho cubierto de sangre y su aspis convertido en una masa ondulante de madera astillada y bronce destrozado. Algunos hombres combaten mejor cuando están condenados.

Y benditos sean los dioses por haberme dado el momento de cumplir mi juramento.

¡Ah! Maté como la guadaña de Hades. No quiero aburrirte con la historia… ¡Oh!, ¿quieres que te aburra?

Fue uno de mis mejores días.

Me abandonó toda duda. Dejaron de preocuparme sus esposas y sus hijos y sus mediocres vidas. Tan raudo como se movía mi brazo, morían. Si se volvían, les asestaba el tajo y, si no se volvían, les metía la espada en gargantas y muslos. Podría haber limpiado un barco yo solo, pero tenía a Nearco a mi lado y su espada era tan rápida como la mía, y la de Lejtes brillaba de vez en cuando sobre mi cabeza cuando estaba en apuros y ellos morían. Nosotros cuatro fuimos el filo cortante del hacha viviente de los cretenses, y nos deslizamos por sus cubiertas con la celeridad con la que los hombres pueden pasar de bancada en bancada. Mi brazo derecho estaba rojo hasta el hombro con la sangre de hombres menos valiosos, chorreándome por dentro de mi armadura, y sentía el olor del cobre en la nariz, como una oferta al dios de los herreros, y seguí matándolos.

Después de limpiar nuestro segundo barco, recuperé la voz y lo llamé:

—¡Arquílogos!

Él se volvió. Porque si él muriera sin mí, nunca me lo perdonaría. Él tenía que saber que yo estaba acercándome.

Otro barco, el último antes del de Arqui, y, de repente, me encontré, espada contra espada, con un gigante. Para empeorar las cosas, él estaba sobre la plataforma de mando y yo, en las bancadas. Era un oficial de algún tipo, porque llevaba un grupo de infantes de marina y les ordenó que hiciesen frente a nuestro ataque.

Yo me detuve. Era enorme, y sentí en los músculos la sangre y el fuego.

—Lanza —dije, echando la mano atrás, y Lejtes me la puso en ella.

Así está bien, cariño. Él acabaría matando a un noble, y sus hijas juegan contigo. Creo que reconocerás el nombre… lo he mencionado un montón de veces.

El gigante levantó su escudo, preparándose para cuando yo tirara mi lanza.

Pero, en cambio, yo cargué contra él. Levantar el escudo le llevó un segundo; yo puse el pie en la plataforma y mi escudo dio con el suyo y, antes de que levantara el otro pie, le di un fuerte golpe con la punta de la lanza en su casco, un cuenco ancho, con las piezas protectoras de las mejillas remachadas en el medio. Los fenicios son maestros de muchas cosas, pero el trabajo en bronce no es una de ellas.

Él tropezó. Me sonaba su cara. Después, lanzó un tajo contra mis piernas, pero yo bajé el escudo beocio y metí en su espada la base de bronce. Después, estampé mi lanza en su casco, una vez más.

En el mismo sitio.

Él tropezó hacia atrás y yo rugí. Ese momento es el que mejor recuerdo, porque este gigante de hombre estaba asustado y ese miedo fue como el olor de la sangre para un tiburón.

De nuevo, lanzó un tajo a mis piernas, pero lo bloqueé, di un paso adelante y le metí la punta de la lanza en su casco por tercera vez, donde el arco superciliar da con el casco, y por tercera vez, el remache saltó y la punta pasó bajo la deficiente soldadura, atravesando la parte superior de su cráneo.

Avancé sobre él y una lanza me dio en el costado. ¡Por Ares, aquello era dolor! Las escamas aguantaron, pero la costilla se rompió, y caí de rodillas.

No vi el golpe que me dio, y eso encierra una lección.

Nearco lo abatió.

Yo quedé allí de rodillas, casi muerto, sin poder levantar la cabeza… ¡Ares, el dolor! ¡Todavía me duele cuando lo pienso! Y Lejtes e Idomeneo se adelantaron, bañando la danza, y los hombres cayeron ante ellos. Limpiaron la plataforma y yo pude respirar, aunque no estaba bien, y conseguí apoyarme en una pierna y después en la otra.

Después, el resto de los hombres tiraron sus armas.

Los cretenses llegaban de todas direcciones. Yo había llevado al heredero de Aquiles al centro del caos y su padre había venido con todos sus guerreros a salvarlo.

En aquel momento, Nearco tenía la talla de un titán.

Me las arreglé para caminar hacia delante.

Aquiles me miró, pero abrazó a su hijo. Yo pasé detrás de él y conduje a mis hombres a través del trirreme de Arqui.

La mitad de sus remeros habían muerto, así como todos sus infantes de marina excepto dos. El mismo estaba cubierto de sangre y una flecha le atravesaba la pantorrilla, pero, de alguna manera, seguía de pie.

Subí a la tabla central desde la proa; el astil de la lanza que llevaba en la mano tenía un zarcillo de sangre que corría hacia abajo desde la cabeza. Los infantes de marina fenicios trataban de rendirse, pero entonces no había cuartel, y mis cretenses cayeron sobre ellos como la ola que barre el castillo de arena de un niño en la playa, y murieron mientras su sangre caía a la mar, y yo estaba tan cerca de Arqui que pude alcanzarlo y tocarlo.

—¡Arqui! —dije, y me quité el casco.

—Sal de mi barco —dijo él, y se desmayó.

Lo vendamos. Le habían alcanzado once veces, lo recuerdo. Y la flecha de su pantorrilla. Cuando vino en sí, me maldijo y exigió que fuese ejecutado. Nadie le hizo caso, pero mis sueños de que nuestra amistad se restauraría cuando lo salvara corrieron la suerte de muchos sueños.

Yo tenía un par de costillas rotas y seis cortes que no presentaban buen aspecto. El brazo de la espada estaba muy dañado; los hombres desesperados te asestan tajos en el brazo en vez de defenderse, y mueren mientras lo hacen. La muerte les roba fuerzas, pero siempre lo he entendido como que hay que comprar avambrazos, y ahora sé por qué.

Me senté en la cubierta de otro buque y dejé que Lejtes me vendara. Habíamos tomado cuatro barcos, o eso me dijo Idomeneo, y eso estaba muy bien, porque el nuestro se había hundido. Se hundió vacío, pero se hundió, con la proa abierta como una panza rajada.

Nearco vino y me hizo algo de sombra, con Troas.

—Mi padre está muy enfadado —dijo Nearco, como si eso le encantase.

—Sospecho que cree que debería haberte protegido mejor —dije yo. Creo que me las arreglé para esbozar una sonrisa.

—Escoge alguno de los barcos y es tuyo —me dijo—. Podemos reunir la dotación de entre los supervivientes. Yo me quedo con este… a menos que lo quieras tú.

Levanté la cabeza.

—¿Me llevo a Troas? ¿Qué demonios voy a hacer yo con un barco? ¿Y cómo está Arquílogos de Efeso?

Nearco negó con la cabeza.

—Has estado un poco fuera de juego, amigo. Hemos perdido la batalla.

Eso me sacudió de tal manera que me despertó, perdiera sangre o no.

—¿Qué?

—¡Oh, ganamos la batalla naval! —dijo Nearco. ¡Parecía un dios… y sin una señal! Se encogió de hombros—. Los chipriotas se hicieron añicos como cristal, y la mitad de sus nobles cambiaron de chaqueta en plena acción. Onesilo ha muerto. Chipre se ha perdido.

—¡Ares! —murmuré.

—Aristágoras nos ha ordenado que permanezcamos juntos y luchemos por Lesbos —dijo, y se encogió de hombros—. Pater dice que te dotaremos de un barco y tú irás por todos nosotros. El resto, volvemos a casa —añadió, y puso mala cara.

—Tu padre es un gran hombre —dije—. Troas, vuelve a casa. Que tengas un centenar de nietos.

Se echó a reír.

—Nunca pensé otra cosa. Pero te escogeré una buena tripulación. Si me juras que los mandarás de vuelta a casa.

Me levanté. Me sentía como una mierda, pero había algo, un peso, que ya no tenía en mi espalda, y no solo mi coraza de escamas, cumpliría mi juramento. Podía notarlo.

—Ya tengo un juramento que cumplir —dije—. Haré todo lo que pueda, pero eso es todo lo que puedo prometer.