15

Yo vi Bizancio en aquel viaje. La tormenta nos zarandeó durante cuatro días al salir de Chipre con el casco lleno de cobre. Navegamos de bolina, porque estábamos cruzando el azul profundo entre Chipre y Creta, no teníamos donde fondear y no nos atrevíamos a presentar al viento las bajas bordas de nuestro trirreme.

No había sido una buena travesía. Habíamos tenido mal tiempo al salir de Efeso, mal tiempo durante toda la travesía a Chipre, mal tiempo mientras cargábamos el cobre y mal tiempo mientras remábamos —remando constantemente, no navegando a vela— hasta Creta.

Los hombres me miraban. Yo era el extranjero y los dioses de la mar estaban airados. Podían estarlo. Había roto un juramento, huyendo del que hiciera con respecto a Hiponacte, y la mar no me tenía mucho cariño.

Me turné con Herc en los timones de espadilla. A Arqui y a mí nos entrenaron bien cuando hicimos las travesías al Ponto Euxino y por la mar oscura como el vino hasta Italia. Yo sabía gobernar una nave, incluso un largo buque de ataque como el trirreme ligero de Herc. Me admiraba el estilo de construcción ateniense. Realmente, eran piratas, los cascos eran delgados como papiros, el mismo buque era más estrecho y más ligero y los remeros iban aun más apretados que los remeros de los barcos efesios, todos hombres libres, cada uno con una espada y un par de jabalinas, y los más ricos, con un spolas o una coraza.

Al sur y al este de Creta pareció amainar el mal tiempo e hicimos un buen varado, y la primera noche que dormimos en una playa todos los hombres besaron la arena. No profiero ninguna blasfemia cuando digo que las furias debieron de tener que perseguir un montón de delitos y de rupturas de juramentos. Quizá algún otro bastardo llamara su atención.

Los cretenses no son como los demás griegos. Los hombres de Creta son adoradores de la guerra y tienen aristócratas y siervos; la mayoría de los labradores no son en absoluto hombres libres, sino algo parecido a esclavos. Solo los aristócratas combaten y algunos de ellos todavía utilizan carros. No tengo buena opinión de su primitiva agricultura. Es una maldición de juventud no saber mantener la boca cerrada y, por eso, en nuestra tercera noche en la gran casa del noble del lugar, Sarpedón de Aenis, me encontré discutiendo con hombres de la localidad acerca de la mejor manera de cultivar trigo y cebada. En el calor de mi enfado ante la intransigencia de un estúpido, utilicé una frase desafortunada —«no los llamamos cretenses gratuitamente»— y este imbécil me retó, pidiendo sangre.

—¿Estás de broma? —pregunté. Había bebido algo de vino.

Él me dio una bofetada como una mujer.

—Cobarde —dijo—. Nenaza.

Idomeneo se acercó y me dijo que tenía que pelearme o quedar avergonzado. Yo me eché a reír. No me avergonzaba de nada y tampoco tenía mucho interés por pelear. Pero el noble me lanzó una mirada fulminante y los otros hombres empezaron a gritarme por mi aparente cobardía.

Se llamaba Goras y lo maté. Era un buen luchador, pero estaba medio borracho y no era rival para mí. El único riesgo provenía de la oscuridad y de la bebida; prometí no volver a luchar nunca en tales condiciones. Sus primeros golpes fueron disparatados y, por eso mismo, peligrosos, pero apoyé bien los pies, le metí la lanza por la garganta y cayó al suelo; en el salón se hizo el silencio, Herc movió la cabeza hacia los lados. Me recogió junto con el resto de sus hombres, pagó una indemnización y nos sacó de allí. Por la mañana, navegamos, dirigiéndonos al oeste siguiendo la costa sur de Creta.

—Esto me ha costado el valor total de la mercancía —me dijo por la mañana—. ¿No puedes guardar esa espada en su vaina?

Yo no estaba muy seguro. En aquellos días, matar me traía a menudo una nube negra; tuve que sentarme solo y alicaído. Pero escuché sus palabras y eran sabias.

Mientras costeamos Creta, tuvimos buen tiempo y vendimos nuestro aceite de oliva ateniense y unos hermosos vasos con figuras rojas y negras, con enorme beneficio, en el mercado de Hierápitna y el humor de la tripulación mejoró. Pero no por mucho tiempo.

Herc me llamó aparte después de que nos invitasen a la casa del noble.

—¿Podrás aguantar sin matar a nadie hasta que hayamos terminado nuestros negocios aquí? —me preguntó.

Yo asentí.

—Guardaré silencio como una tumba.

Pero, por supuesto, no fue así.

En realidad, poco podía hacer yo. La noticia de mi pelea había corrido por la costa hasta allí. Y la noticia de la revuelta jónica estaba por todas partes y los hombres se comportaban como hombres, como guerreros. Como ellos no habían participado, tenían que menospreciar a quienes sí lo habíamos hecho. Y, como habíamos perdido, tenían que humillarnos.

He podido observar este patrón de comportamiento en demasiadas ocasiones. Más vino, aquí.

Estábamos en la casa del noble y Herc había enviado a Idomeneo a vigilarme. Yo estaba en silencio, escuchando sin hablar, tratando de ser de esa clase de hombres… bueno, de la clase de hombres como Eualcidas, silencioso y alegre. Los adultos te dicen siempre que ese es el camino a la excelencia, pero se olvidan de decir que es más fácil guardar silencio y mostrarse digno y alegre cuando tienes cuarenta años y has ganado diez batallas. Es como conseguir mujeres: mucho más fácil cuando eres demasiado viejo para disfrutarlas.

¡Ah!, soy un viejo estúpido. Demasiado cierto.

Los escuché mientras menospreciaban a los efesios y a los atenienses, y no dije nada. No dije nada cuando se rieron de la juventud de Arístides. Pero sospecho que mis intentos de dignidad no fueron mucho mejores que las persistentes miradas. Yo era carne fácil. Finalmente, un hombre mayor, un jefe, se acercó adonde yo estaba y sonrió.

Yo le sonreí también; me alegraba que, al menos, alguien se interesara por ser mi amigo.

—He oído que mataste a un hombre en otro lugar de la costa —dijo—. Pero tengo que suponer que lo acuchillaste por la espalda… Me refiero a que no hay más que mirarte. No hay cojones. No replicas a los insultos que te dirigimos. ¿O eres una especie de nenaza? —añadió, y se echó a reír enseñando todos los dientes.

Yo echaba chispas. Aquí es donde se supone que los héroes hacen un buen discurso, pero me cogió por sorpresa y fallé. Me hervía la sangre y, cuando Idomeneo trató de sujetarme el brazo, yo le di un puñetazo en la boca. Después me di la vuelta.

—¿Quieres morir? —pregunté. No recuerdo qué más dije. Solo eso.

Él se echó a reír. Y me lanzó un puñetazo, un puñetazo rápido, derecho a mis defensas, y me noqueó, dislocándome la mandíbula.

Yo estaba allí tirado, rabiando de dolor, y él volvió a reírse.

—¿Éste es su gran matador de hombres? —preguntó a sus amigos.

Cuando me puse en pie, ni siquiera adoptó una postura de pelea. Hizo una finta y después volvió a la carga y sentí mi sien derecha como si su nudillo la hubiese atravesado.

Todos se rieron; todos excepto los atenienses. Ellos no se reían, pero no sirvió de nada. En el barco de Herc, no estaban todos mis amigos, los hombres que habían combatido a mi lado.

Y el mismo Herc se agitaba incómodo, pero no movió un dedo.

No era cobardía. Solo trataba de ser un práctico hombre de negocios.

Yo me levanté despacio. No pensaba demasiado bien. Y estaba lleno, invadido, del más puro espíritu de Ares. Ares, el dios odioso. Estaba inflamado de odio. Me sentía traicionado.

Yo era joven.

Mi torturador avanzó de nuevo y yo tropecé hacia él, y él volvió a reírse. Todos se rieron. Eso es lo que mejor recuerdo: las carcajadas.

La rabia y el odio me invadieron y, con ellos, un plan, y seguí mi plan.

Dejé que me persiguiese por el salón. Me caí sobre los bancos. Acepté la humillación, retrocediendo, retrocediendo siempre, huyendo incluso. ¡Oh, sí! Yo era el cobarde que él me creía, paso a paso, y los hombres rugían a carcajadas al ver mis travesuras.

Excepto Herc. Él me conocía y sus ojos iban agrandándose y, cuando estuve cerca de él, me gritó algo, suplicante.

Después, mi cabeza se aclaró. Dos golpes fuertes en la cabeza no te dejan mucho margen en una pelea. Pero, si estás acostumbrado a encajar golpes —y yo lo estaba—, puedes recuperarte, si estás vivo y la sangre sigue circulando por ti. Había estado retrocediendo por el salón unos cinco minutos, y había encajado golpes en mi abdomen, pero tenía buenos músculos, y en los muslos, adonde los otros torturadores me lanzaban sus puños cuando me cogían desprevenido en el pasado.

Cuando tuve la cabeza clara, salté de un brinco un banco y una klinia y me coloqué en el espacio abierto en medio de todos los hombres. El vino hacia mí y todavía se reía.

Lanzó su puño, y yo se lo atrapé en el aire, rompiéndole el brazo. El sonido de la fractura de su brazo fue como el chasquido de una rama de un viejo olivo.

Después, le rompí el cuello.

Y todos dejaron de reírse. Yo no dije nada. Los miré allí tumbados en sus divanes, paralizados en el acto de sobar a sus chicos.

Ahora, ellos tenían el furor y yo estaba tranquilo. Vi cómo salía de mí la furia y entraba en ellos. Él había sido alguien que les gustaba, alguien que les caía bien. Ahora era carne.

Ellos eran guerreros. Tenían elaborados códigos de honor y no se lanzarían a por mí todos a la vez.

Herc movió la cabeza y todos los atenienses se reunieron. Los cuchillos empezaron a aparecer por el salón, y las espadas.

Yo pasé revista a los cretenses, buscando a un jefe. Me gustaría decir que era como un lobo voraz, o un león que acabara de matar un toro, pero estaba conmocionado por la muerte. Le había roto el brazo; ¿había pensado en todo momento romperle el cuello también?

Sí.

—Él me atacó —dije a la sala—. Y me insultó. ¿Cómo tendría que haberle respondido?

Herc me tocó el hombro y yo me estremecí, no de miedo, sino porque estaba tenso, esperando que vinieran a por mí.

—Vamos —dijo—. Antes de que te maten.

Nos dejaron marchar. Todavía me pregunto por qué. No vi miedo en ellos, solo rabia, el mismo enrojecimiento embriagador que yo había sentido.

Después de aquello, no éramos bienvenidos en ningún sitio. Ningún grupo —los cretenses viven en grupos de guerreros, como los espartanos— nos daría de comer y ningún hombre comerciaría con nosotros. Mis compañeros remeros me miraban con miedo y los oía murmurar tras mi espalda desnuda mientras remábamos en el largo barco hacia el oeste, siguiendo la costa sur de Creta. Fue un período negro.

Remamos siguiendo la costa y la noche siguiente acampamos en una playa. Traté de dormir yo solo, pero, en cambio, me senté, despierto, a mirar las estrellas. Entonces Herc se acercó, y con él Cleón, el hombre que iba detrás de mí cuando saqueamos Sardes.

Ellos se movieron y yo me moví. Es difícil explicar cómo unos hombres que pueden luchar y matar en la falange no son capaces de hacer, ¡oh!, muchas cosas, como hablar con un amigo que está actuando mal o conseguir que te mire una chica que te gusta de verdad. Hay muchas maneras de ser cobarde. Así que nos sentamos un rato, mirando las estrellas.

—No puedo seguir teniéndote a bordo —dijo Herc, de repente.

Ya estaba. Todos sabíamos que tenía que decirlo. Yo había esperado algo diferente, pero lo sabía… lo sabía por su denso silencio. Tampoco los había perdonado por dejarme en la estacada. Ni ellos se perdonaban a sí mismos… por eso me lo recriminaban. ¿Ves? Nada es sencillo.

Así que me quedé mirando las estrellas un rato más largo. Pero mi furia murió, en su mayor parte, con el hombre al que le rompí el cuello; por eso, tras una pausa más prolongada de lo que nadie quería, dije:

—Lo sé.

Me encogí de hombros, creo. Pero estaba amargado y era joven.

—Mañana llegaremos a Gortina —dijo Herc—. El reino más rico de Creta. El rey siempre está contratando a mercenarios.

Haré todo lo que pueda por ti… te lo prometo. ¡Por Hermes, el señor del comercio! Pero tú, amigo mío, estás bajo una maldición que pesa sobre tu cabeza, un signo para todo hombre que pueda verlo. Y tu maldición mata. Los hombres deberían amarte. Eres un héroe. En cambio, te temen. Y yo también. No puedo arriesgarme a llevarte a través del agua azul hasta El Pireo. Cualquiera te clavará un cuchillo y te dará como alimento a Poseidón. Una tormenta es lo que haría falta. Te destriparían.

Asentí.

—¡Solo quiero ir a casa! —dije de repente.

Herc desvió la vista.

Cleón me pasó un brazo por los hombros. Nunca lo he olvidado. Cleón no me abandonó. Más adelante, yo no lo abandoné y, si escuchas, lo oirás. Pero dijo:

—Herc tiene razón. Y tú puedes coger un barco a El Pireo en primavera. Quédate aquí un tiempo. Gana algún dinero. Acude a un sacerdote, cuéntale lo que hayas hecho. Purifícate —me dijo. El brazo se tensó—. Deja de matar.

Sí. Creo que lloré.

Herc fue también tan bueno como su palabra.

Gortina está asentada en las montañas, sobre el mar; es, si no bella, una plaza fuerte y descansa sobre la estructura de un castillo más antiguo, asentado sobre rocas colocadas por gigantes y titanes; en Gortina, el pasado te rodea, de manera que, cuando estás en el templo de Poseidón, Agitador de la Tierra, puedes mirar hacia abajo, a través de un agujero que está en el suelo de las rocas colocadas por los dioses, hace mil vidas de hombres o más.

La población portuaria se llama Lebena. El señor de Gortina posee todas las poblaciones que están en el tramo de costa y no he estado en ningún lugar en el que la división entre bajo y alto fuese tan profunda. Tan profunda como el mar…, tan alta como las montañas grisáceas que se elevan desde ellas.

Herc supo venderme, en efecto, alardeando de mis destrezas de combate y de mi aprendizaje ante el rey y sus jefes guerreros en el comedor del rey. El monarca tenía un palacio, pero no pasaba ningún tiempo en él; en cambio, vivía con otros nueve ricos aristócratas en un edificio de magnífico mármol en la calle que acababa en el antiguo templo de Poseidón. El edificio estaba recién construido, pero al modo de un megaron de estilo antiguo. Los diez hombres tenían sus divanes dispuestos en torno al hogar, y había más esclavos de los que podrías sacudir con un bastón.

Yo me mantuve en silencio mientras Herc me ensalzaba.

—Es un matador de hombres —dijo uno de los aristócratas—. Mató a Laenis en Hierápitna… eso es lo que hemos oído. ¿Qué ocurrió? Tú, muchacho, cuéntalo.

Sacudí la cabeza.

—Los hombres se burlaron de mí —dije—. Se burlaron de mis amigos, se burlaron de los hombres con los que estuve en la guerra. Me encolericé.

El rey se llamaba Aquiles. Era lo bastante mayor para que su cabello fuese sobre todo gris…, gris en pecho y espalda, aunque tenía en el pecho unos músculos como una estatua. Él asintió.

—Mi hijo necesita aprender de un matador de hombres. Pero no si el matador no puede controlarse a sí mismo —dijo, y se levantó—. Caballeros, mañana iremos a cazar un jabalí.

Todos asintieron. Cazar es una forma excelente de calibrar la valía de un hombre, e iban a calibrar la mía.

Recuerdo que dormí mal, no por la preocupación, sino por la vergüenza o, mejor dicho, por el miedo. ¿Estaba loco? ¿El dios de la guerra me había robado mi ingenio?

Cansado y con los ojos enrojecidos, salí del megaron de huéspedes al salir el sol, encontré un manantial en la falda de la colina y me lavé. Por primera vez en muchos días, quizá más, recé. Recé a Heracles, mí antepasado, y a Atenea, porque ella era la enemiga de Ares y yo ya no quería saber nada de Ares. Después, bajé de la colina adonde se habían congregado cuarenta o cincuenta hombres con lanzas. Desnudos. En Creta, los hombres cazan siempre desnudos. La moda más destacada es tener un cuerpo perfecto. Y, al haber puesto todo de su parte para tener uno, nadie quería cubrir esa obra con ropa.

Cogí mis lanzas y fui con ellos. El rey salió de su comedor con sus oficiales, y estrecharon las manos o abrazaron a la mayoría de los hombres que allí estaban; después vinieron los adiestradores de perros y salimos todos colina arriba, pasado mi manantial.

El día fue transcurriendo, y el sol fue calentando cada vez más. Los perros hicieron salir dos puercos y ambos nos eludieron, por lo que los hombres empezaron a hablar de redes. Pero el rey no quería saber nada de ello. Oí una voz, más aguda y airada, exigiendo redes, y pude ver el parecido. Era su hijo. Tenía lunares suficientes para ser un cervatillo.

El tercer jabalí —una jabalina, en realidad— que los perros acabaron por hacer salir para nosotros era un poco mayor que un perro y no muy peligrosa. Pero fue lo bastante lista para mantener a raya a los perros y lo bastante rápida para hacernos correr para no perderla, y pronto fui el único hombre que todavía marcaba el ritmo a los cazadores de la primera fila. Todos aquellos hombres estaban en buena forma, pero yo había estado en la guerra, y con los remos en la mano durante todo el verano, y tenía la mitad de sus años. Subí rápidamente la montaña y empecé a alcanzar a los perros. Era tan abrupta que, si tropezaba, tendría que pararme y trepar, pero, por el momento, el impulso y el orgullo me hicieron seguir adelante, y pude ver a la cerda.

No tenía ni idea del protocolo de la caza en Creta y ningunas ganas de desairar al rey. En todo caso, Aquiles tenía unas piernas arqueadas y un pecho ancho y andaba despacio, pero era tan fuerte como un toro y tenía la abierta simpatía que solo parecen tener los hombres grandes. A pesar de su feo cuerpo, a los hombres les gustaba. Era un noble poderoso. Y era quien me seguía en la montaña; los demás iban detrás de nosotros. Es posible que fuese despacio, pero no se detuvo. Y allí estaba yo, enfermo de amor y acosado por la furia, corriendo al lado del perro de cabeza, preguntándome qué me haría hacer Artemisa.

La cerda perdió los nervios cuando vio un encinar. Habíamos subido bastante en la montaña y el suelo era duro, de piedra. Las encinas formaban como matorrales y no tenían nada que ver con los árboles del Citerón, pero yo sabía lo que iba a hacer. Cogí velocidad y tiré una de mis pesadas lanzas, sin darle a la jabalina, pero haciendo que saliera de entre los árboles y se dirigiera hacia los cazadores.

La cerda carecía de la experiencia de la caza para saber qué hacer. Se volvió y yo me agaché, cogí una piedra irregular y se la tiré justo delante de ella. El animal se volvió de nuevo y el grupo se cerró sobre ella.

Aquiles subió con sus oficiales y sus amigos y diez lanzas cayeron sobre la jabalina en menos que canta un gallo. Mojé mi lanza en la sangre del animal sin pensarlo mucho. En algunos círculos, un cazador que no moja su lanza es un cobarde, o no es hombre; diferentes cazadores tienen distintas costumbres.

El viejo Aquiles —me parecía viejo, aunque era diez años más joven de lo que yo soy ahora— me cogió por el hombro.

—Bien hecho. Eres un hombre cortés, como un guerrero de los viejos tiempos.

Me presentaron al hijo mayor de Aquiles; lo había identificado correctamente. Solo era uno o dos años más joven que yo, un patán llamado Nearco, todo espinillas, pelo negro descuidado e ira juvenil. Me lanzó una mirada y después se dio la vuelta, afectando aburrimiento.

—Mi hijo es un idiota grosero. ¡Nearco! Este extranjero es un hombre. Ha matado en duelos y en la guerra. ¡Míralo! No necesita derribar una pequeña jabalina y matarla cuando puede compartir la muerte con el resto de nosotros, no necesita esa pequeña gloria para sí mismo, ¿ves? —dijo Aquiles, que me apretó el hombro—. Necesita a un hombre que lo lleve de la mano y le enseñe el camino —añadió, y me guiñó el ojo.

Nearco me miró desde detrás de sus pestañas, se ruborizó y me dio la espalda, más como una doncella al lado de un aljibe que como una persona muy correcta.

Mientras regresábamos al caserón nobiliario, Idomeneo cogió mis lanzas.

—Quieren que seas su… bueno, su amante. Su erastés. Para enseñarle las cosas del mundo —me dijo Idomeneo, con una caída de ojos.

Elevé una mirada al cielo. Los muchachos serán muchachos y lo que ocurra después de una cacería no es para oídos de doncellas, pero nunca he comprendido la peculiar unión de muchachos y hombres que practican algunos y, aunque apreciara tal práctica, la cara de Nearco no habría botado siquiera una chalana donde la de Helena habría botado mil barcos.

Por otra parte, me halagaba que me tratasen como a un héroe en una tierra extranjera. De vuelta a la casa, el tamaño de la jabalina aumentaba con cada nueva narración y mi acto de generosidad se magnificó hasta alcanzar casi una dimensión legendaria.

Herc me llevó aparte.

—Te aman —dijo—. Pensé que podrían hacerlo. ¿Te quedarás?

—¿Tengo elección? —pregunté.

Herc se encogió de hombros.

—No seas gilipollas. Estoy haciendo todo lo que puedo por ti.

Y así era.

Me encogí de hombros. Nearco estaba recostado en un pilar, tallando un palo con una bonita navaja y mirándome cuando creía que yo no podía verlo.

—Podría vivir aquí durante una estación —dije, y me encogí de hombros de nuevo—. Pero, tarde o temprano, descubrirán que mi padre era un herrero fundidor de bronce, no un noble.

Herc trató de ocultar una sonrisa cuando vio cómo era la cosa con Nearco, y dio la espalda al muchacho.

—El señor Aquiles es un hombre tan rico como Milcíades y me preguntó dos veces si podrías estar interesado en quedarte como tutor de guerra de su hijo. Y combatir en su grupo de guerra, por supuesto —dijo el gran ateniense. Suspiró—. Aquí tienes una vida fácil. Pero tú ya tienes un nombre. ¿Qué te espera en casa, un terreno de labranza? La agricultura es para los tontos. Quédate aquí y serás rico. Y, cuando te vayas, todo el mundo creerá que eres un aristócrata. Creta es el lugar más aristocrático de la Hélade. En comparación, ¿qué demonios tienes en casa?

—Les haré saber quién soy —dije, con un énfasis juvenil un poco excesivo—. Está bien, me quedaré.

—Y Cleón tiene razón… vete a ver a un sacerdote —dijo mi amigo, y levantó una ceja—. Antes de que las furias vengan a por ti.

Yo miré a Nearco. Después, volví a mirar a Herc.

—No tienes que acostarte con él —dijo—. Sé inalcanzable. Pero enséñale. Tienes mucho que enseñar. Tienes cerebro, chico… ¿Te acuerdas del sofista al que nos llevaste a ver?

—¿Heráclito? —pregunté.

—Eso es. Tienes una educación formal. Puedes enseñar —dijo. Y apuntó la barbilla hacia el señor Aquiles, que estaba riendo con sus hombres—. Negociaré tu precio, si quieres. Y puedo fijar un alto precio… diez veces lo que Milcíades pagaría por un lancero.

—Muy bien —dije. La suerte estaba echada. No volvía a casa.

Tanto Idomeneo como Lejtes optaron por quedarse conmigo como mis hombres. El viejo Herc los incluyó en el contrato como el astuto ateniense que era, y así todos tuvimos cama, comida y sueldo del señor Aquiles, y ellos se convirtieron en mis hombres de confianza al modo cretense. Idomeneo estaba totalmente de acuerdo; era un campesino de la costa y entendía el sistema mejor que yo. En tres semanas había pasado de calientacamas a guerrero. Empezó a enorgullecerse.

Yo tenía pocos amigos en el barco, como he dicho, pero Cleón era uno de ellos. Nos abrazamos y prometí visitarlo en Atenas. Él se echó a reír.

—Vivo en una casa más pequeña que un granero —dijo—. Pero estaré encantado de verte. ¡Por Zeus, Hermes y todos los dioses, es bueno ir a casa, y aquí está mi mano y una oración para que te vea entrar por mi puerta!

Buen hombre. Escucha, cariño, el poeta habla de los héroes, pero nunca se hablará bastante de los cleones, hombres buenos, que aman a sus esposas y a sus hijos, pero mantienen su posición en la línea de batalla. Él odiaba la guerra. Pero lo hizo.

Después, más ricos y más ligeros, Heráclides, Cleón y su barco zarparon y me dejaron a mí y a mi pequeño séquito con los señores de Creta. Y la impaciencia de Cleón por estar en casa resonaba en mis oídos.

En realidad, Idomeneo, el muchacho asustado en el campo de batalla, el sodomita de Eualcidas, se convirtió en mi confidente y mi consejero. Conocía los términos propios del lugar, conocía las leyes y entendía las complejas relaciones entre noble y noble, mucho más complicadas que la vida en Beocia, o así me lo parecía entonces. Ahora comprendo que las costumbres de cada hombre le parecen naturales a él y extrañas a un forastero.

Cuando descubrí que Idomeneo y Lejtes iban a combatir en la línea conmigo, les compré armas y armaduras sencillas —un buen trabajo de un herrero local de talento enviado por dios llamado Hefestión, un nombre muy adecuado para un herrero—. Tenían coseletes de cuero sencillos y buenos cascos de bronce de estilo local, y me empeñé en que todos nosotros llevásemos escudos beocios, para destacarnos como diferentes.

Es difícil que vuelvas a ver un escudo beocio. Trae el mío, zugater. Pruébalo en tu brazo, joven. ¿Ves? El porpax pasa por el lugar opuesto al que esperas, ¿eh? Largo y estrecho, ¡y los cortes laterales no son para pasar por ahí la lanza! Los hombres mayores de Creta me dijeron que esos agujeros son para llevar el escudo a la espalda en el combate de carros: los agujeros hacen más fácil llevarlo a la espalda y mover los codos; eso me dijeron.

Yo creo que es porque esa es la forma de los cortes de la piel de toro. Aquellos viejos nobles cretenses nunca hicieron un escudo, y yo he hecho unos cuantos.

Pero puedes ver que es más ligero que un aspis. No es tan seguro: es más delgado. Y un hombre con un escudo beocio tiene que ser agresivo en sus tajos, sin hacer el tonto. Puedes estar tras un aspis y encajar golpes, pero con un escudo beocio tienes que avanzar con él, ganar por la mano y en la cara de tu oponente.

De todos modos, fue capricho mío. Me halagaba la atención de todos estos aristócratas cretenses, y la historia de que yo había dado muerte al guerrero Goras en la costa este había llegado a Gortina.

Entrené juntos a ellos dos y a Nearco. Nearco ya había tenido varios años de entrenamiento, o de lo que los cretenses llamaban «entrenamiento», lo que significaba que estaba en muy buena forma y podía recitar la Ilíada. Así que corrimos, cazamos y empecé a enseñarles la pírrica, la danza beocia con armadura que enseña a un hombre a mover el cuerpo, flexionar las caderas, lanzar por bajo y por alto y ejercita a un grupo de hombres para moverse al unísono. Recluté a un viejo flautista de la casa y, en dos semanas, fueron capaces de ejecutar la danza. Los hombres venían, miraban y se reían.

El señor Aquiles estuvo observándonos una tarde. Nearco se mostraba hosco, porque detestaba actuar delante de un público. Por entonces, ya lo conocía un poco y le caía algo mejor. Era un joven noble enterrado bajo la angustia, la niñez y el deseo ferviente.

Cuando hubimos ejecutado la danza diez veces y mis tres pupilos iban tropezando por la fatiga, el señor Aquiles subió y asintió.

—Les das elegancia. ¡Pero qué diferente es de nuestras danzas!

Yo había visto sus danzas. En Gortina, cuando bailan los efebos, lo hacen con armas y armadura, pero todo es exhibición: las posturas implican mostrar los músculos de un hombre, estirarse y demostrar la solidez de sus piernas. En Creta, utilizan las danzas para escoger al mejor, que, a su entender, es el más hermoso.

Es la misma danza de Platea y, sin embargo, difiere totalmente. Nosotros bailamos para la guerra y nuestra danza contiene todas las fintas, todos los ataques, todas las defensas con escudo, y la primera postura es la más difícil, en la que los hombres aprenden a rotar de una columna a otra. En Creta, nunca rotan de columna en columna: los danzantes de primera línea son los más hermosos. No sé lo que harán cuando se cansen en combate.

—Si todos nos entrenamos de la misma manera —dije—, todos nos moveremos juntos en el combate —añadí, y creo que me encogí de hombros—. Y él necesita algo diferente. Esto es diferente.

Después recordé algo que había dicho Calcas:

—Y, en el combate, los hombres se asustan —añadí—. Si aprenden a obstruir y lanzar de forma rutinaria, una y otra vez, podrán hacerlo aunque el terror y el pánico les encojan el estómago.

El viejo Aquiles había estado en uno o dos combates. Asintió.

—¿Cuántos combates has presenciado? —preguntó.

Lo pensé durante un minuto.

—Cuatro batallas en campo abierto. Diez duelos —respondí. Era una exageración, pero no desmesurada—. Una o dos escaramuzas —añadí con modestia, lo que, en realidad, era la verdad exacta. Y «algunas peleas y un asesinato», pensé. Tenía solo dieciocho años y había presenciado más violencia que cualquiera de los hombres de la casa del señor.

Después de aquel día, hubo menos risas cuando danzábamos y vinieron otros hombres que pidieron unirse a nosotros. Venían cohibidos, con los sirvientes transportando sus armaduras. Los acepté a todos, y llevé la danza a campo abierto, con una rosaleda detrás. Para mí, en aquel verano, el aroma de las rosas lo coloreaba todo. Danzábamos y después ponía en el suelo una pesada estaca, con ayuda de algunos esclavos, y enseñaba a mis pupilos a utilizar sus espadas y lanzas sobre ella, dándole tajos, embistiéndola, desarrollando el control fino del arma que te permite colocar la lanza en la garganta de un hombre o entre sus ojos, sentir qué empuje hace falta para matar y cuánto es demasiado poco.

Llegó el invierno y nos entrenábamos en la casa, corríamos en pelotón por las colinas y cazábamos ciervos. Llegaron noticias de que Efeso había caído. Según un comerciante chipriota, cuando el montículo del asedio persa estuvo a la altura de las murallas, Aristágoras llenó sus barcos y zarpó, abandonando a su suerte a los efesios. Y los efesios se habían rendido con condiciones.

Lloré. Yo debía haber estado allí. Estaba echando a perder mi vida en un lugar remoto, lejos de la mujer que amaba. Era una buena vida, pero gris, y estaba empezando a cansarme de esquivar a Nearco. No estaba en casa, no estaba con Briseida y no era… nadie.

La primavera siguiente, cuando las plantas echaban sus brotes y todas las mujeres me resultaban igualmente atractivas, me salvó Heráclides, que llegó con una carga y me dijo que Aristágoras estaba reuniendo hombres y barcos por toda Jonia para liberar Chipre.

—¿Y su esposa? —le pregunté.

—Medea vuelve a la vida —Herc levantó la vista al cielo—. Es un imbécil, casándose con una chica tan joven, y tan inteligente. Ella podría ser el estratego.

Se echó a reír y yo volví a soñar con mi amor perdido.

En el otoño, cuando empezaba la temporada del trigo, Aristágoras llegó a Creta. Venían como cinco barcos e hizo una gira para visitar a todos los señores, pidiendo apoyo y recibiéndolo. Chipre era rica y los cretenses anhelaban tener una porción. No habían estado en una guerra desde hacía muchos años, y todos los hombres jóvenes clamaban por ir.

Cuando Aristágoras vino a vernos a Gortina, el trigo estaba recogido. Llegó a visitarnos haciendo gala de su prepotencia, llevando una capa púrpura y alardeando de su riqueza, y ellos lo siguieron como hombres que siguieran a una sirena. Al principio, lo evité —una treta difícil en los reducidos confines de una casa—, pero pronto me di cuenta de que no me distinguía de los demás cretenses y entonces me dediqué a escuchar lo que decía y a asistir a sus comidas.

Era un hombre vacuo, cuya vanidad no había cambiado con sus fracasos en Sardes y en Efeso, y escuché, hirviéndome la sangre, cómo explicaba que los atenienses habían desertado y huido en la gran batalla cerca de Efeso, dejando a los jonios solos en la batalla. Los hombres de la casa me miraban. Yo no quería saber nada de este hombre, pero mi propia reputación sufriría si le dejaba que denigrara a los atenienses. Finalmente, me levanté.

—¡Mientes! —dije—. Yo estuve en Sardes, cuando los milesios se desbandaron y huyeron de la ciudad. Combatí en el ágora contra los persas, y después mantuve mi posición en Efeso, cuando paramos a los carios y les hicimos dar la vuelta e irse a casa con sus hermanas. El centro se desbandó primero. Lo sé porque, cuando miré cómo se desarrollaba la batalla, el centro ya había huido… y yo todavía estaba manteniendo mi posición.

Aristágoras miró a su alrededor.

—¿Quién es este hombre que se ha permitido hablar en tu casa? —preguntó a Aquiles.

—Es el tutor de guerra de mi hijo —dijo el señor Aquiles. Él cruzó los brazos—. Es joven y fogoso… pero tiene derecho a hablar aquí.

Aristágoras se encogió de hombros.

—Yo digo que los atenienses fueron los primeros que huyeron.

Sonreí.

—Yo digo que mientes. Y hay aquí otros hombres que estuvieron en la batalla, Aristágoras. Quizá debas medir tus palabras. Los cretenses no son tan ignorantes como pareces creer.

Pero Aristágoras no se dejaba pisar el terreno por un hombre tan joven como yo. En cambio, me sonrió, se levantó de su diván y atravesó la sala.

—Joven, sabes cómo es la batalla. Ni tú ni yo podíamos ver nada más allá de las ranuras de nuestros cascos. Los hombres me dicen que los atenienses fueron los primeros que huyeron. Yo estaba combatiendo.

Era lo bastante perro viejo para saber que las afirmaciones a voz en grito solo conducían a echar a perder el argumento. Pero ya estaba furioso.

—Yo estaba en primera línea —dije—, y estaba combatiendo cuando huyeron los carios. Cuando había matado a tres de ellos, clavando mi lanza en sus cuellos —afirmé, y miré alrededor de la sala—. Cualquier hombre que diga que los atenienses o los eretrios fueron los primeros que huyeron miente. Y puede encontrarse con mi espada —añadí. Ésa era la forma cretense de actuar, como descubrí mi primera noche en Creta, contra Goras.

Aristágoras cogió mi mano.

—Deberíamos ser amigos… Nuestra discusión causará que los persas se rían de nosotros —dijo él. Sus palabras eran suaves, pero sus ojos estaban llenos de odio. Había interrumpido su actuación. ¡Qué mezquino tirano era! Aún ahora, mi odio hacia él hace que me tiemblen las manos.

—¿Cómo está Briseida? —pregunté.

Debió de estar en mi voz. Él se quedó helado, con su mano aferrada a la mía y su otra mano en mi codo; ambas manos se tensaron. «¡Oh, es una mala chica!», pensé. Mi sonrisa debió de resultar demasiado cómplice.

—Ningún hombre habla de mi esposa en público —dijo entre dientes. Los hombres que nos rodeaban lo miraron con curiosidad. Su máscara de benevolencia estaba desapareciendo.

—¿De verdad? —pregunté—. Suélteme el brazo, señor. Antes de que lo mate.

Allí quedó dicho, en público. No me había reconocido, el muy imbécil. Mi mano estaba sobre mi cuchillo de combate, en la casa, no llevábamos espadas, pero, como dice el poeta, estaban colgadas en sus clavijas.

¡Oh, el odio en su mirada!

—Tú… tú eras el querido de Arístides —dijo con voz suave cuando me reconoció. Después, su expresión cambió cuando sintió el pinchazo de mi daga en el interior de su muslo, oculta a los ojos de los demás hombres que estaban en la sala.

—Dale recuerdos a Briseida —dije. Con solo empujar la daga, podría haberla convertido en viuda.

Después, ella se habría casado con otro noble. Así era el mundo, muchacha.

Aristágoras me miró incrédulo. Era un cobarde absoluto, a pesar de todas sus poses, y pude ver en sus ojos cómo se venía abajo. Él me soltó el codo y retrocedió. Yo hice una ligera venia y tiré mi daga en el diván que estaba detrás de mí para que los demás hombres no vieran lo que había pasado y Aristágoras se alejó rápidamente.

Pero a Aquiles le gustó, o le gustaron sus ideas, o, simplemente, era demasiado codicioso para darse cuenta de la estupidez de lo que se proponía, y prometió tres barcos para la campaña contra Chipre, que se lanzaría el siguiente otoño.

Aristágoras zarpó. Después, comenzaron los concienzudos preparativos para la guerra.

Los hombres se congregaban para seguir mis enseñanzas, y pronto estuve enseñando mi forma de hacer la guerra en el ágora; me di cuenta de que estaba diciendo las palabras de Calcas y las de Heráclito al mismo tiempo, como si de una filosofía se tratase. Y quizá lo fuese. Danzábamos, dábamos estocadas y nos lanzábamos trozos de madera unos a otros.

Las necesidades de los hombres —hombres con armadura— llevó a que Hefestión, el herrero, se distrajese y yo empecé a pasar más tiempo con él. Yo no era herrero, pero podía hacer chapa de un lingote, y ninguno de sus aprendices sabía hacerlo.

Pasaba mucho tiempo en la ciudad en el ágora o en su taller.

Y la ciudad estaba llena de peligros.

Todos los peligros tenían que ver con el sexo. ¿Acaso te sorprenderás, zugater? Yo quería a alguien que compartiera mi cama, y Nearco quería compartir mi cama, pero los dos éramos opuestos. Eramos una dualidad equilibrada, como dicen los pitagóricos. Si yo tomaba a una esclava joven, Nearco habría estado haciendo pucheros durante semanas… En realidad, su padre podría haberme desposeído de ella. Nearco y su padre habían dado por supuesto que yo tomaría a Nearco como amante cuando alcanzara cierto nivel de logros heroicos que solo existían en sus imaginaciones.

De hecho, estaba empezando a gustarme el chico y, en mi segunda primavera con él, era mi igual en la mayoría de las cosas.

Yo no tenía ni idea de si aguantaría en la línea de batalla, pero era rápido y fuerte y podía utilizar la punta de su lanza para cortar su nombre en un trozo de madera, una evidente destreza.

Un año y más había vivido como un pitagórico, sin tener amantes. Para ser sincero, durante mucho tiempo no me interesó, al menos en parte, porque no quería a ninguna mujer que no fuese Briseida. En la segunda primavera en Creta, sin embargo, mi cuerpo estaba convirtiéndose en una carga excesiva para mí. Las danzas de la primavera me rodeaban, los hombres mayores se llevaban a jóvenes de caza, y yo estaba solo.

Fui a la fragua a reprimir mi deseo, y estuve martillando bronce para reducirlo a chapa con Hefestión, que disfrutaba con mi compañía, pero no se inclinaba a la adulación vacía. Lejos de ello, era el maestro que nunca tuve para dar forma al metal, crítico y burlón cuando lo merecía, lleno de elogios cuando lo hacía bien. Su único hijo hacía tiempo que había muerto, caído en una de las guerras locales relacionadas con el ganado, sirviendo a su señor. Hefestión me enseñó muchas cosas acerca de la elaboración del bronce, aunque todavía no era el herrero que fue mi padre. Éste es uno de los misterios del aprendizaje y la enseñanza, supongo.

Aprovecharé este momento, mientras esta preciosa chica me sirve vino, para decir que esos buenos tiempos, como el que pasé con Hefestión, nunca son tan memorables como los malos tiempos. Es raro, y triste, que no pueda hacer una historia de Hefestión, porque, en cierto modo, fue a quien más quise de todos los hombres que conocí en Creta. Era amable, fuerte, bondadoso, locuaz y gruñón. Podía golpear, enfadado, a un esclavo, pero le pedía perdón después. Y tampoco hizo ascos nunca a aprender de mí, cuando recordaba algunas técnicas de mi padre, por ejemplo. Me habría vuelto loco sin él.

A los demás guerreros les parecía raro que me entretuviera con el bronce, pero me temían, por lo que no murmuraban nada que pudiera llegar a mis oídos… Y necesitaban armaduras. Blandir los martillos me fortalecía también, y me evitaba problemas. Practicaba con los brazos hasta estar agotado, y después blandía un martillo hasta que estaba completamente agotado de nuevo. Aquello era vida.

Después, como he dicho, llegó la segunda primavera, y todas mis cuidadosas reservas comenzaron a esfumarse cuando la savia ascendió en los árboles y brotaron las primeras flores. Perséfone estaba regresando a la tierra.

Yo quería una chica. Todas las chicas estaban empezando a parecerme igualmente bellas, jóvenes o mayores, gordas o delgadas, y sabía, no obstante, que retozar con una esclava en la casa del señor tendría consecuencias instantáneas.

Las mujeres también sabían cosas. Podrías negar con la cabeza, picara… Estoy seguro de que las mujeres saben qué hombres quieren en cuanto se ensanchan sus caderas. Todas las mujeres de la casa me conocían por lo que era: un hombre al que le gustaban las mujeres. Y eso las fascinaba, porque sus hombres hacían gala de despreciar a las mujeres en toda ocasión. El señor tenía tres hijas y todas ellas hacían que Nearco pareciera apuesto, pero todas sacudían la cabeza justo así… ¡ruborízate cuanto gustes, joven dama! Me encantan tus rubores. ¡Mi zugater debería traerte todos los días!

Pero había otras chicas. En la playa, había una localidad no tan grande como para ser una ciudad, ni siquiera una ciudad como Platea, pero Gortina tenía dos o tres mil personas libres y un número importante de chicas bonitas.

El taller de Hefestión estaba en la cima de la ciudad, en la tierra de nadie entre la casa del señor y los mercaderes. Yo podía trabajar en su forja y las chicas vendrían a verme, desnudo hasta la cintura: el famoso guerrero ensuciándose las manos.

Fue el día anterior a las Tesmoforias, que, en Creta, tienen un nombre diferente. Todas la chicas estaban preparándose; en Creta, es una fiesta femenina, y todas las chicas solteras se visten como sacerdotisas con sus mejores quitones de lino, de manera que, cuando el sol está detrás de ellas, a ningún hombre le cabe la menor duda del contorno de sus cuerpos. Se ponen fajines alrededor de la cintura y flores en el pelo, y las chicas que venían a la fragua esperaban los broches redondos que el herrero y yo habíamos estado haciendo toda la mañana. Ahora estábamos puliéndolos con los esclavos, justo para dar por terminado el trabajo.

Una chica, de quince años y bonita, con el rubor de la soltería y con energía, fue más audaz que las demás y frotó sus dedos contra los míos cuando le di un broche. Junto a Briseida, probablemente fuese tan sencilla como una margarita junto a una rosa, pero tenía una cintura delgada, pechos altos y quería tenerla sobre el suelo sucio de la fragua. Nuestros ojos pasaron un buen rato juntos.

Cuando se fue, Hefestión se echó a reír.

—La hija de Troas, y no debe de ser mejor que él. Son pescadores. ¿La quieres?

Me ruboricé —yo me ruborizo, muchacha— y bajé la cabeza.

Hefestión se rio.

—Te ha atrapado una bruja, chaval.

Me encogí de hombros. Allá arriba, en la casa, yo era un joven señor, un guerrero. Abajo, en la fragua, yo era un chaval. Y actuaba como tal.

—¿Lo sabe Nearco? —preguntó Hefestión.

—No —dije. Y después—: Yo no me acuesto con Nearco.

Hefestión reaccionó como si lo hubiese abofeteado.

—¿No? —preguntó—. El debe de estar muy amargado.

Yo negué con la cabeza.

—El cree que no me merece —dije, y me encogí de hombros.

Hefestión se echó a reír.

—Eres un fracaso como cretense —dijo—. Pero eres un buen herrero y sirves a Hefesto como un hijo obediente.

Estuvimos puliendo un rato, con nuestros trapos llenos de piedra pómez en polvo y aceite. Los esclavos y aprendices estaban en silencio, aterrorizados por tener a su maestro trabajando en unas tareas tan secundarias.

—Creo que, quizá, mientras hagamos los cascos, deberías quedarte aquí en la fragua —dijo Hefestión—. Tú, pais vete y tráeme vino. Y vino para el señor Arímnestos —añadió. Solo me llamaba «señor» en broma.

Mientras bebíamos el vino aguado —un vino maravilloso, el de Creta, rojo como la sangre de un toro—, asintió mirándome.

—Duerme aquí. Hasta la Chálkeia[7]. Dedicaremos todos los cascos como sacrificio, como nuestro sacrificio de trabajo. Y después volverás a la casa. El señor Aquiles comprenderá por qué te necesito.

Aquí, nunca tuvimos una Chálkeia, zugater. Deberíamos tenerla. Soy un declarado devoto del dios herrero, y puedo decir las oraciones. ¿Por qué nunca hemos tenido una? En todo caso, es una fiesta de herreros, y el herrero tiene que dedicar el trabajo y pagar su valor como diezmo, y el dios herrero juzga su calidad. En Atenas, en la pequeña Platea incluso, hay una procesión de todos los herreros, de quienes trabajan el bronce, el hierro y aun los metales más finos, todos juntos, con imágenes del dios y de Dioniso llevándolo de vuelta a Olimpia, después de que Zeus lo expulsara. Se bebe mucho. Deberíamos instituirla. Llama a mi secretario.

Aún no estoy muerto, ¿eh?

No tenía ni idea de por qué el viejo Hefestión quería de repente que me quedase en su casa… El camino hasta la casa del señor solo era cosa de medio estadio. Pero era mi amo, tanto como lo era el señor. Todo en aquella ciudad estaba dedicado a preparar al señor y a sus hombres para la expedición a Chipre, y estábamos a dos meses de la fecha de partida. Las mujeres tejían velas nuevas de denso lino traído de Egipto. El curtidor hacía coseletes de cuero con la misma rapidez con la que mataba bueyes. Los dos fabricantes de sandalias trabajaban a la luz de las lámparas y, abajo, en las gradas, veinte pescadores y sus muchachos trabajaban todo el día para construir un tercer trirreme de estilo fenicio.

Todos los jóvenes eran bobos.

Mandé a Lejtes a la casa del señor a por mi ropa de cama y volvió con Idomeneo. Me hicieron la cama donde les dijo el herrero, no en su casa, sino en su cobertizo de trabajo para el verano, una edificación bastante agradable, pero cerrada solo por tres lados. Entre ellos dos la barrieron y trajeron una cama grande de la casa y la prepararon.

Idomeneo tomó una copa de vino conmigo. Lejtes tenía una chica en la casa… Ahora era un guerrero, no un sirviente, y estaba pensando en casarse. Pero los gustos de Idomeneo iban en otras direcciones, y no tenía prisa en dejar la fragua.

—Nearco ha preguntado por ti —dijo. Sus ojos centellearon y dibujó una media sonrisa—. Te desea ardientemente, maestro.

Yo me encogí de hombros.

—Yo no soy tu maestro.

Idomeneo se estiró en un banco.

—Tú llamas maestro a Hefestión —dijo él.

Me encogí de hombros.

—Él es un maestro herrero.

—Tú eres un maestro guerrero. Y me has hecho un hombre libre —dijo Idomeneo, asintiendo—. Tengo una forma de salir de tu enredo, señor.

Me pasé los dedos por la barba.

—¿Enredo? —pregunté.

Él se echó a reír.

—Has bajado aquí para evitar a Nearco. Y, señor, debes saber que él cree que, cuando zarpen los barcos, tú y él seréis amantes. ¿Por qué no va a creerlo? Incluso su padre lo dice.

Yo sacudí la cabeza. Cretenses. ¿Qué puedo decir? Y tú riéndote disimuladamente. Ríe todo lo que quieras… era en mi juventud.

—Por eso, he encontrado un método que puedes utilizar para salir de tu laberinto —me dijo. Sirvió más vino directamente del ánfora.

—¿Acaso soy Teseo o el Minotauro? —pregunté, echándome a reír—. ¿Y quién te hace lo que hagas? —dije, y ambos nos echamos a reír.

—Yo soy más bonito que cualquiera de las hermanas de Nearco —dijo, y los dos nos reímos a carcajadas hasta que llegó Hefestión y puso la cabeza bajo el alero.

—¿Son estas las Dionisias? —preguntó—. ¡Por el dios herrero! ¡No esperaba un simposio en tu primera noche bajo mi tejado! —añadió, pero, al ver mi vino, se sentó, se sirvió una copa sin aguarla y se reclinó—. ¿Me contáis el chiste?

Idomeneo le tenía mucho cariño al herrero; más que cariño creo.

—Estoy resolviendo el problema de mi señor —dijo.

Hefestión le guiñó el ojo.

—¿Acostarte tú con el chico y hacer como si fueses Arímnestos? —dijo Idomeneo se ruborizó. Después empezamos a decir cosas de las que Nearco podría darse cuenta y bebimos mucho más, y Hefestión se fue a la cama borracho.

—No me has contado tu idea —dije.

Idomeneo estaba borracho y me puso sus brazos alrededor.

—Te amo —dijo.

—Sí —dije yo—. ¡Vete a la cama!

—¿Ess… es una invitación? —preguntó con una clara insinuación, y después sonrió maliciosamente—. Essscucha, maestro. Dile al chico que ahora él esss un guerrero… demasiado noble para ser tu amante. Dile que lo liberas para que tenga un amante que elija él mismo —dijo Idomeneo, que eructó, echando a perder su actuación.

—Mmm —dije… o algo igualmente inútil. Yo también estaba borracho.

Pero, a la mañana siguiente, martilleando metal con una resaca enorme —no se lo recomiendo a nadie—, la idea fue pareciéndome cada vez mejor.

Bebí agua y trabajé, tratando de transpirar el vino que se me había subido a la cabeza. Fue lo mejor que pude hacer, porque, a primera hora de la tarde, una larga fila de mujeres que danzaban subió la colina desde la ciudad, dirigiéndose a la montaña. La hija de Troas encabezaba una de las filas de bailarinas y condujo a sus risueñas chicas a hacer un ensayo completo alrededor del patio de la fragua.

Yo tenía un par de rosas que Idomeneo había arrancado, por indicación mía, del jardín que estaba detrás de la casa señorial y las había unido con alambre de bronce, de manera que pudieran colocarse con el laurel en su cabello.

Hefestión tenía un espejo, y yo le mostré a ella su aspecto a la dorada luz de la superficie de bronce.

—¡Oooh! —dijo ella, toqueteando las flores con suavidad—. De todos modos, quería estar más guapa.

—¡Estás muy bella, Gaiana! —dije, o unas palabras similares.

Ella se echó a reír. Yo la besé y ella no me besó como una virgen precisamente. Ella se rio en mi boca, como Briseida.

Y después supe por qué el herrero me había dejado el cobertizo. Yo agarré su mano, pero ella la retiró y se estiró su quitón. Sonrió maliciosamente.

—Demasiado deprisa para mí, señor —dijo.

Yo tenía un peine de asta y le peiné un poco el pelo. Ella se recostó sobre mí y nos besamos de nuevo; después se levantó.

—Nadie espera que las chicas bajen de la montaña hasta el alba —dijo. Fuera del taller, las otras chicas la estaban llamando.

—Estaré en el cobertizo —dije, y le pasé un dedo alrededor de uno de sus pezones, y ella me dio una bofetada de broma, pero fuerte.

—No voy a dormir —dijo ella, antes de escapar como una flecha de mis brazos y salir por la puerta.

Y no dormí. Ni tampoco Gaiana.

Ése es otro momento feliz en mis recuerdos. Ella venía a mí cada noche y yo trabajaba todo el día en la fragua. Su padre vino al tercer día y Hefestión me presentó.

—Está loco por tu hija —le dijo Hefestión.

—No pareces el tipo de hombre que se casa con la hija de un pescador —dijo Troas. Tenía una barba desaliñada y las manos de un hombre que estaba arrastrando redes todo el día, con unos hombros enormes.

—¿Casarme? —pregunté, y sospecho, zugater, que la voz me salió cascada.

Troas se echó a reír.

—Si les digo a los sacerdotes que le quitaste la virginidad, me deberás su precio de novia.

Me sentí absolutamente tonto. Estábamos haciendo un trueque. Antes de que pienses mal del hombre, recuerda que los señores de la ciudad podían tomar a su hija por nada, y él tendría que cuidar a los hijos resultantes. Así es Creta. La democracia tiene mucho a su favor para recomendarla, cariño.

Recuerda: las hijas solían estar a salvo de los señores en Creta. ¡Ah!

—¿Cuál es su precio de novia? —pregunté. En realidad, él me asustaba más que una línea de batalla persa.

—Diez lechuzas de plata —dijo él.

Casi me río de mi liberación. Hefestión me interrumpió.

—¿Diez? ¿Por una chica que se ha acostado con cada hombre que ha querido? —dijo. Escupió.

Troas enrojeció. Creo que le dolió.

—Creí que éramos amigos.

Hefestión lo miró.

—Cuando vienes a comprar un cuchillo de bronce, ¿qué me dices? ¿Que es un objeto hermoso, que la hoja es tan afilada como la obsidiana, que se ajusta perfectamente a tu mano? ¡No! Me dices que es demasiado pequeño, sin brillo, feo… cualquier cosa para bajar el precio. ¿Por qué va a ser tu hija diferente de mi cuchillo?

Les serví vino a ambos, y Hefestión, haciendo como si fuese mi padre, fijó el precio de la novia en seis lechuzas.

Era raro, pero yo sabía que zarparía con la flota y, en mi corazón, sabía que no volvería. Por eso, para librarme del asunto —evidentemente, no por amor— dije que me casaría con ella.

Troas reaccionó como si le hubiesen dado un hachazo.

—No, señor —dijo.

Bueno, verás. Tenía elegido un yerno. No un inútil espadachín que desapareciera en verano, sino un joven fuerte con anchas espaldas para recoger redes.

Ten cuidado cuando creas que vales demasiado. Yo me di cuenta en un horrible momento de que Troas no tenía muy buena opinión de mí. Él quería seis lechuzas de plata para que su hija y su chico pudieran tener un buen principio, su propio barco, probablemente.

Yo nací campesino, muchacha… Nunca dejé que pensaras que los campesinos tienen una vida más sencilla.

Subí a la casa señorial llevando aún mi delantal de cuero. Abrí la caja de cedro en la que guardaba mis bienes: mi capa bordada, mi quitón de buen lino, el collar de oro y lapislázuli de Sardes y mi paga.

Saqué doce lechuzas de plata de la reserva, un poco menos de un tercio de mis monedas, y me di la vuelta, encontrando a Nearco que me estaba mirando desde el otro lado de la sala.

Le sonreí. No pude evitarlo.

El vino hacia mí, vestido con un quitón escarlata con sandalias a juego. Sus espinillas habían desaparecido, su pecho se había desarrollado y llevaba el pelo largo y aceitado.

—Eres un hombre extraño, Arímnestos —dijo, y nos abrazamos.

—Ven conmigo —dije.

Él miró alrededor y su rostro estaba rojo. Yo suspiré y recé a Afrodita.

Llamé la atención de Idomeneo y él me guiñó el ojo.

Así, salimos al jardín y después subimos a la montaña, y los murmullos de los guerreros mayores nos siguieron como algo vivo.

—No te llevo para una tarde de amor —le dije en cuanto estuvimos fuera del alcance de los oídos de los otros hombres.

Él se ruborizó.

—No esperaba tanto —dijo. Pero lo había esperado.

—Quiero que te mires a ti mismo —dije. Como muchos maestros y padres antes que yo, me atrevo a decir.

Pero él apartó la vista, esperando una censura.

—¿Me escuchaste cuando te dije lo que decía Heráclito? ¿Comprendes algo del logos y del cambio? —pregunté.

Él se encogió de hombros; era el joven irritado que conocí más de un año antes.

—Yo no soy un señor cretense, Nearco. Soy un campesino de Beocia y me he hecho un nombre con mi lanza —le dije. Lo cogí por los hombros y él me miró, porque no era esta la conversación que esperaba.

—Tú eres el hijo de un rey —dije—. Y ahora, eres un hombre, no un chico. Tú esperas, todos lo esperáis, que te tome como amante —añadí, y me encogí de hombros—. Eso sería un error. Yo te admiro, pero ahora eres un hombre. Y un hombre escoge a sus amantes.

Él se levantó de repente.

—¡Pero yo te quiero!

De repente, me di cuenta de que este muchacho merecía la verdad y no un cuento, una manipulación de Idomeneo. Era un muchacho honorable, con toda la vida por delante.

—Yo no estoy libre a este respecto —dije remilgadamente. Allí estaba la verdad.

—Aún no soy digno —dijo él.

—No digas tonterías —dije—. Las costumbres son diferentes. Yo soy de Platea. En Platea, no nos gustan las relaciones entre hombres —añadí. No era del todo exacto, pero se acercaba bastante a la realidad.

Eso le hizo sonreír.

—Mis hermanas me dicen lo mismo a mí —dijo él sonriendo porque, para él, era una tontería.

—Yo estoy tomando en la ciudad a una chica como amante —dije—. No la traeré a la casa. No trato de molestarte. Y, si me lo pides, me iré.

Él sacudió la cabeza.

—¿Una chica? —preguntó—. Eres el hombre más raro que he visto. Pasas tu tiempo libre martilleando bronce y leyendo manuscritos, y ahora haces el amor con mujeres. ¡Es impropio de un hombre! —escupió la última expresión.

—Me marcharé, pues —dije. Le había dicho la verdad. Me sentí mejor por eso. La idea de Idomeneo habría funcionado, pero el engaño me habría exigido un esfuerzo excesivo. Y creo que Heráclito no lo hubiese aprobado.

Él me cogió la mano.

—No —dijo—. No estoy siendo un estúpido. Yo te amo.

Lo abracé.

—Combatiremos lado a lado —dije—. Mejor que el sexo. Ahora… ve y toma a un amante. Y sé bondadoso con él. O con ella.

—¿Una chica? —preguntó. Se echó a reír—. Podríamos crear una moda. Yo estuve con una chica una vez… son suaves —añadió, y volvió a reírse.

—Puedes acostumbrarte —le dije.

Por el camino, bajando la colina, pensé que Idomeneo y Nearco me amaban y me lo habían dicho, mientras que ni Penélope ni Briseida ni Gaiana me habían dicho nunca que me amaran. Quizá fuera porque ninguna de mis tres mujeres había estado conmigo en la línea de batalla. ¡Ah! Eso sería una falange. Y no un cobarde entre ellas.

En todo caso, tras ese día, Nearco y yo fuimos amigos, y un poco más. Yo estuve viviendo en el cobertizo del herrero hasta la fiesta, y después también. Hicimos buenos cascos y buenas armaduras que despidieran las flechas persas y mantuvieran con vida a los hombres. En la Chálkeia, me di a conocer al sacerdote con signos y fui ascendido del primero al segundo grado porque mis sacrificios fueron considerados aceptables.

Era feliz. Demasiado malo es que no se tarde mucho en decirlo. Soy sincero, demasiado sincero, y mira su rubor cuando digo que Gaiana y yo hacíamos el amor todas las noches —todas las noches— diez veces, si queríamos. ¡Oh!, la juventud se echa a perder en el joven, cariño. Pero, te preguntarás: ¿y qué pasaba con el hogar? ¿Acaso no quería ir a casa?

¿Acaso no quería vengar a mi padre, vivir en mis tierras, o matar a Aristágoras y tomar para mí a Briseida? ¿Ves? Quieres saberlo. Bueno, niños, esto no es la Ilíada. Si yo tenía un destino, no lo sabía. Y, cuando tienes dieciocho años, o diecinueve quizá, y los hombres te tratan como a un héroe, cuando tus manos hacen cosas hermosas, cuando todas las noches tienes una boca suave y tu cama se calienta con amor…

Nadie que sea feliz da una mierda por el destino o las furias. Yo era feliz. No dediqué a mí padre, mis tierras o Briseida más que un pensamiento pasajero. Y, de los tres, Briseida habría ganado.

Durante dos meses, fui feliz. Dos meses de hacer el amor mientras la lluvia caía sobre el tejado del cobertizo, y hacer cosas hermosas todo el día con la fuerza de mis brazos y mis espaldas: bailar las danzas militares, hacer ejercicio con las armas, llevar la armadura.

Una semana antes de que tuviésemos que hacernos a la mar, el señor Aquiles nos pasó revista en el ágora y dimos una buena imagen. Había hombres que no tenían espadas y hombres que no tenían grebas, pero todos tenían una coraza de bronce o un coselete de cuero, un buen casco, lanzas y un machete. Todos los hombres, incluidos los remeros. Seiscientos hombres. Sesenta de nosotros, los sirvientes y los parientes del señor, teníamos una panoplia completa. En tierra seríamos la primera línea, y en la mar combatiríamos como infantes de marina.

Nearco tenía el barco nuevo, por supuesto. Era el hijo del señor. Y yo, iba a ser su piloto.

Lo celebramos con una noche de bebida, y vertimos vino en el espolón del nuevo buque y lo llamamos Tetis. Después, pasamos una semana practicando en la mar. Nuestros pescadores podían remar, y nuestros oficiales eran bastante aceptables, pero necesitábamos esa semana y más. Yo no era realmente un piloto y cometía errores a diario al sacar el Tetis de la playa, hacia atrás, con la popa por delante. Pero era lo bastante inteligente como para pedir ayuda, y la encontré en Troas, que remaba en nuestra hilera superior y llevaba uno de mis cascos. Lo llevé a popa como piloto ayudante. Él tenía su propio barco de pesca y conocía la mar mucho, mucho mejor que yo.

Nunca seas demasiado orgullosa para pedir ayuda, cariño. Él me ayudó. Después de todo, le había pagado el doble de su precio y le había hecho a Gaiana buenos regalos: le había hecho un espejo, y dos pares de clavijas de bronce para los remos, pensando que a su futuro esposo le gustarían.

El último día fue muy duro para Nearco y los demás hombres del lugar. Yo estaba ansioso por zarpar. Podía sentir la llamada del mundo. Era como si hubiese estado dormido y ahora estuviese despertando de nuevo.

Gaiana vino por última vez conmigo al cobertizo. Tenía regalos para ella en la cama: un corte de tela de buen lino egipcio y un collar de plata con cuentas negras. Ella dio un gritito.

—Estoy embarazada —dijo.

Sonreí, porque yo era un hombre de mundo y lo había esperado.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

Ella sonrió; no dijo nada disparatado.

—Las chicas lo sabemos —dijo—. Podría haber llegado tarde —admitió.

—Entonces, lo mejor es que te cases con tu pescador —le dije.

Ella me miró confundida.

—¿No tienes un chico con el que te vas a casar? —le pregunté.

—¿Cómo lo sabes? —me espetó. Y después me miró a los ojos—. Me gusta —dijo, desafiante. Y después, dudando—: También me gustas tú.

—Yo no volveré —dije, con más dureza de la que hubiese querido—. Ofrecí casarme contigo y tu padre se opuso. El sabe que yo no volveré —dije, y me encogí de hombros. Estaba empezando a gustarme la pureza de decir la verdad. A veces, era muy difícil; a veces, aún mentía para facilitar las cosas, pero me daba la sensación de que las verdades sencillas hacían las cosas, bueno, más sencillas—. ¿Está tu chico en mi barco?

Ella negó con la cabeza.

—Él quiere ir, pero pater no le ha dejado.

Pater, Troas, me parecía cada vez más listo.

Le di mis regalos e hicimos el amor. Debía haber sido dulce y trágico, pero no lo fue. En Gaiana nunca había tragedia. Ella se rio en mi boca y se rio cuando nuestros dedos se tocaron por última vez.

—¿Qué nombre le pondré a tu hijo —preguntó— si es tuyo?

—Hiponacte —le dije.