Artafernes nos siguió hasta la llanura, pero ahora tenía la caballería lidia y a algunos medos, y ellos hostigaron nuestra retirada. Le habíamos comprado a Aristágoras un día solo para que lo derrochara como el idiota que era. Y por eso, justo dos días más tarde, mientras mis heridas todavía no habían sanado y los dolores del combate en el paso eran aún fuertes, nos obligó a combatir.
Aristágoras nos formó. Por aquella época, detestaba a los atenienses y estaba visiblemente asustado; era un traidor en una revuelta que llevaba las de perder. Eualcidas no ocultaba su desprecio, y Aristágoras respondió como cualquier insignificante tirano, poniéndonos a la izquierda y cuestionando nuestro valor. Puso a sus milesios a la derecha, frente a los medos, y colocó a los efesios en el centro, con los quianos y los lesbios. Formó las líneas a la vista de Artafernes. El sátrapa respondió moviendo su mejor infantería —los carios, que más tarde se unieron a la revuelta— contra nosotros. A diferencia de Aristágoras, Artafernes nunca creyó su propaganda. Sabía que los atenienses y los eubeos eran los más peligrosos.
Aristágoras estableció nuestras líneas al final de la tarde del segundo día después del combate en el paso. Estuvimos en nuestros puestos hasta que las sombras se alargaron, y después volvimos a nuestras hogueras y comimos. Yo no tenía ningún esclavo, pero el de Cleón, un hosco muchacho italiano, me hizo un estofado y recibió mis monedas con un placer cuidadosamente ocultado.
Eualcidas y yo nos sentamos juntos después de comer. La mayoría de los hombres pensaban que éramos amantes. Quizá si las cosas hubiesen discurrido de otra manera, podríamos haberlo sido, porque él era Patroclo en todo lo que importaba y quizá yo fuese Aquiles. En todo caso, nos sentamos y hablamos y otros hombres vinieron y se sentaron con nosotros, no solo atenienses y eubeos. Vino Epafrodito con algunos hombres de Lesbos, y también estaban en torno a la hoguera algunos quianos e incluso milesios. Bebimos vino y el cantor de Eualcidas —tenía un rapsoda— nos declamó unos mil versos de la Ilíada. Su hijo cantó otro poema y Estéfano vino, me estrechó la mano y bebió vino conmigo.
Los hombres me trataban de forma diferente. Me gustó; me gustaba ser señor. Era un héroe y los demás héroes me aceptaban como tal. Nos tumbamos en pieles de ovejas, escuchamos la Ilíada y bebimos vino; la vida era buena.
Te digo una verdad, zugater, la guerra es dulce cuando eres uno de los héroes.
Más tarde, por la noche, vino Arquílogos. Se puso a la luz de la hoguera hasta que lo vi. Me levanté y fui a abrazarlo, pero él interpuso sus manos entre nosotros.
—No somos amigos —dijo.
Recuerdo haber asentido. Entonces comprendí, por primera vez quizá, que no era posible que fuésemos amigos y que él mantuviese su lugar en el mundo.
—He oído que has conseguido el nombre de héroe —dijo—. Que diste muerte a diez medos en combate.
Asentí.
Él sonrió, pero solo un momento.
—¡Por todos los demonios, Doru! ¿Por qué te follaste a mi hermana? ¡Podríamos haber sido hermanos! ¡Mi padre te quiere!
De nuevo me acerqué, pero él desvió la cabeza.
—Pater pretende perseguirte ante los tribunales —dijo—. Aristágoras hace como que no sabe lo que ocurrió, pero ha sugerido que revoquemos o neguemos tu manumisión y que se te tome como un esclavo escapado. Ni pater ni yo lo aceptaremos —añadió, y se cruzó de brazos—. ¿Por qué? —me preguntó y, de repente, se encolerizó. Había venido a hablar, pero yo había arruinado su vida, o así lo creía.
Sabía que un encogimiento de hombros podía desencadenar una pelea.
—No lo sé —dije con mucho cuidado.
—¿Fue a causa de Penélope? —preguntó, con su cara mirando a la luna nueva.
Traté de acercarme a él.
—La… la primera vez, creí que era Penélope.
Eso le hizo darse la vuelta.
—Ni siquiera sabía que Penélope y tú estuvieseis… nada —dijo.
—Sí lo sabías. Lo olvidaste… porque tú eras el amo y yo, el esclavo —dije. Después me encogí de hombros—. Penélope te quiso más. Y, como todos nosotros, quería su libertad.
—Está embarazada —admitió—. Yo la liberaré. Y me ocuparé de que tenga un empleo. Mater la tomará para tejer.
—A ella le gustará —dije.
—La puta de mi hermana se casará con Aristágoras. ¡Oh, es un gusano! —escupió Arqui.
—Ella… planea. Hace planes y después los lleva a cabo —respondí, pero decidí que cualquier cosa que yo dijera empeoraría las cosas. Estábamos manteniendo una conversación, pero era algo frágil, como una telaraña en un río.
—¿Por qué quiere casarse con él? —preguntó Arqui.
Yo hice de nuevo una pausa. Quizá fueran los tres días con Eualcidas, pero quería medir cuidadosamente mis palabras.
—Parte de ella cree que no merece nada mejor —dije—. Parte de ella quiere a un hombre que pueda controlar.
—¿Y eso eras tú? —preguntó. Ahora estaba airado. No le había dado la respuesta correcta.
—Ambas cosas —admití.
Él hizo una inspiración profunda.
—Si vencemos mañana… —dijó, y mis esperanzas aumentaron. Porque, a pesar de todas mis conversaciones con tus refinadas personas sobre el heroísmo, lo que realmente quería era volver con mi familia, aquella casa de Efeso, y a las lecciones diarias con Heráclito.
—¿Sí? —pregunté.
—Huye —dijo—. Huye lejos. Y no dejes que te atrape Aristágoras —añadió, echándose la clámide sobre el hombro—. Me alegro de que estuvieras allí… en el paso.
—Yo también —respondí. Eso es todo lo que pude decir. Era verdad. Conocía a mi antiguo amo. El también lo llevaba en su alma. Él habría corrido directamente hacia los medos o muerto en el empeño.
Se marchó.
Yo lo dejé marcharse.
Aún pienso en ello. He modificado aquella conversación un millón de veces, dicho cosas mejores, lo he seguido y me he peleado con él en el suelo.
No obstante, no es eso lo que ocurrió.
Quizá, si lo hubiese hecho, podría haberse evitado mucho dolor.
Nunca te prometí una historia feliz, zugater.
Por la mañana, formamos pronto. Ahora, yo estaba en primera línea y, por primera vez, podía ver todo el ejército. Los atenienses estábamos en una pequeña elevación, con las ruinas de una antigua población a nuestros pies. Yo apoyaba mi escudo en el borde de una antigua pared sepultada en el suelo. Éste había sido un pueblo con una pequeña acrópolis hacía mil años, yo lo vi. Después miré al sur, a lo largo de nuestras líneas, y pude ver que éramos un ejército que no valía nada.
Cada contingente formaba por separado, a excepción de los enemigos hereditarios de Atenas y Eubea. El resto de ellos se agrupaba en pequeños regimientos, y sus líneas no eran de un nivel uniforme. Aristágoras había puesto a sus milesios ligeramente adelantados, para mostrarnos a todos lo valientes que eran, y cada vez que otro contingente trataba de acoplar sus escudos con los de ellos, él hacía que se adelantasen unos pocos pasos.
Arístides nos colocó sobre nuestra pequeña colina. Situó a Eualcidas y a sus hombres a nuestra derecha. Tuvieron una conversación y después Arístides se nos acercó y señaló detrás de nosotros.
—Si el ejército se disgrega —dijo—, nos vamos al norte. Podemos marchar durante toda la noche y alcanzar el estuario por la mañana, y dejar a los medos que atrapen a los locales —añadió, y se encogió de hombros.
Heráclides apuntó a la caballería lidia, que estaba acercándose a la izquierda de Artafernes, de manera que vendría hacia nosotros.
—¿Por qué no nos marchamos ahora mismo? —preguntó.
Arístides negó con la cabeza.
—Para que nadie diga que los atenienses huyeron primero.
Detrás de mí, Cleón escupió.
—Moriré sabiendo que di mi vida para que mi ciudad tenga una buena reputación ante los putos jonios —dijo—. Ellos ya nos odian. Dejemos que sean los moribundos.
Estos sentimientos eran compartidos por muchos, pero Arístides los ignoró y mantuvimos nuestros puestos mientras llegaban los carios y formaban frente a nosotros.
Ellos relucían. No por casualidad los medos los llamaban los hombres de bronce. Iban más acorazados que cualesquiera otros hombres que yo hubiese visto, y cada hombre de primera línea llevaba una coraza y grebas de bronce, y la mayoría tenían piezas para cubrir los muslos y brazaletes, y algunos llevaban puños de metal e incluso armadura para los pies que les cubrían las sandalias. Sus escudos tenían el frente de bronce y ellos eran hombres grandes. Yo siempre había detestado combatir contra hombres que fuesen más grandes que yo.
Artafernes recorrió su línea de un extremo a otro y lo ovacionaron, aunque era el señor extranjero. Apostaría que había más griegos jonios en su ejército que en el nuestro.
Aristágoras no hizo ninguna arenga. Estuvimos allí toda la mañana y entonces, inmediatamente antes del mediodía, los milesios cantaron su peán y avanzaron.
El resto de los rebeldes también avanzaron, pero lo hicieron con vaivenes, y la izquierda se quedó atrás. Arístides no parecía tener prisa en que dejásemos nuestra colina.
La caballería lidia avanzó al trote ligero, decidida a flanquear nuestra falange y apartarnos. Yo observaba la caballería y la temía. Los griegos no tienen mucha caballería y no siempre saben enfrentarse bien a ella.
Pero Arístides había hecho su trabajo y, por el flanco de nuestra colina, había huertos y viñas pequeños, pero vallados, y todos nuestros esclavos y skeuoforoi estaban dentro de esos recintos. Ellos atacaban los flancos de la caballería con hondas y jabalinas, y los lidios no se paraban a combatir. Daban la vuelta y se marchaban. Siempre he pensado que el defecto fatal de la caballería es la facilidad con la que abandona el campo.
Después, se aproximaron los carios. Desde mi avanzada edad, sospecho ahora que intentaban atacarnos mientras la caballería machacaba nuestros flancos, pero, como con la mayoría de los planes que requieren que los hombres cooperen en el campo de batalla, lo fastidiaron, de manera que los hombres de Caria avanzaron en solitario.
Arístides vino y dijo algunas cosas. Sonaban bien y lo ovacionamos, pero lo único que veía era el muro de bronce que se nos acercaba y lo grandes que eran los carios. No me sentía como un héroe en absoluto. Esperaba que me llegara ese maravilloso sentimiento, pero no llegó.
—Cuando lleguen al pie de la loma —dijo Arístides finalmente—, cantaremos y avanzaremos hacia ellos.
Pude ver que esto sorprendió a los hombres que me rodeaban, y eso significaba que sorprendería a los carios. Teníamos una hermosa cota segura y ellos tenían que subir hasta nosotros de cara al sol.
—¡Joder! —dijo Cleón detrás de mí—. Mira eso.
Todos nos detuvimos, atentos a Arístides y él, en cambio, miró al sur. Teníamos una vista soberbia del campo de batalla, por lo que pudimos ver cómo los milesios abandonaban y huían.
En ningún momento llegaron siquiera a alcanzar las líneas persas.
Arístides los miró con indignación.
Los carios habrían hecho mejor dándonos unos minutos. Nos hubiésemos marchado. La batalla había acabado. Nuestro estratego ya había huido.
En cambio, ellos hicieron como se les había ordenado y avanzaron.
—Los derrotamos y luego nos vamos —dijo Arístides. Después, dio las órdenes correspondientes para algo que habíamos practicado pero que, en realidad, nunca habíamos hecho en combate—. ¡Medias columnas traseras! —gritó—. ¡Al frente! ¡Ar!
Formamos un denso muro, lo que los espartanos llaman sinapismo, poniendo escudo sobre escudo. Pero la profundidad se había reducido a la mitad: en vez de ocho en fondo, estábamos de cuatro en fondo.
En cuanto formamos en orden cerrado, elevamos nuestras voces y cantamos, y comenzamos a bajar la loma.
En muchos aspectos, este fue mi primer combate en una falange. ¡Oh!, ya sé, era el cuarto o el quinto, pero, en todos los demás, estuve detrás y el combate finalizó rápidamente, o había estado solo, como en el combate del paso.
En esta ocasión, ambos contendientes pelearon como leones.
Cuando estás en primera línea, hay un instante, justo antes de que las líneas entren en contacto, en el que un hombre adiestrado puede herir a su oponente con una lanzada. Cuando chocan las dos líneas no es posible un buen combate con lanza: te limitas a arrojarla con la mayor rapidez y fuerza posibles hasta que se rompe el astil, momento en el que desenvainas la espada.
Yo tenía dos lanzas; la mayoría de nosotros teníamos un par de ellas, equilibradas para tirarlas con largas correas de cuero. Cuando estábamos a una distancia de cinco pasos, avancé el pie izquierdo en el momento del peán y lancé la primera. La mayoría de nosotros lo hicimos, y doscientas lanzas pesadas se estrellaron contra los carios cuando las suyas venían directamente contra nosotros. Si el martilleo de las flechas de los medos había sido como la caída de granizo en mi escudo, la sacudida de una lanza caria era como si te pegasen con un tablón.
Tuve en la mano mi segunda lanza en los tres últimos pasos. Recuerdo haber quedado muy satisfecho con mi primer lanzamiento y lo bien que cambié las manos, y di un paso adelante, planté el pie y la lancé por encima de la cabeza, en diagonal y recta.
Chocamos con su línea de frente y nos pararon en seco. Y nosotros los paramos a ellos.
Mi lanza entró bajo el casco del cario y este cayó al suelo.
Dejé el arma. Estaba bloqueado contra un hombrón y su lanza estaba sobre mi hombro derecho, tratando de matar a Cleón. ¡Ares, aquel agolpamiento era muy compacto! Nos doblaban en número, y nosotros teníamos la loma detrás. Ellos tenían armaduras y tamaño.
Nadie cedía un ápice.
Saqué mi espada de debajo del brazo y golpeé con ella bajo mi escudo, porque las dos líneas estaban demasiado pegadas para poder dar un tajo. La punta rebotó en la protección del muslo y repetí el golpe una y otra vez; finalmente —parecía que los dioses no iban a hacer nada—, hundí la hoja en la pierna en la que se apoyaba, le corté los tendones y cayó.
Levanté la espada por encima de mi cabeza en el suspiro que tardó su compañero de columna en hacer chocar su escudo contra el mío. Le asesté un golpe en el casco y lo derribé, cortándole parte de su penacho y estampándole el casco en la mejilla. Él tropezó y yo empujé con fuerza su escudo, y él cayó, tropezando con su compañero, y, en un abrir y cerrar de ojos, mi espada se movió a diestra y siniestra, al nivel de la cintura o un poco más abajo. Le di un tajo en las nalgas y en la parte trasera de sus piernas —tajo atrás, tajo adelante— y después, el de la tercera fila atravesó la maraña y vino hacia mí, y yo le estampé la espada en su casco. No llevaba penacho, su casco resonó y yo lo golpeé otra vez. Él tiró su lanza para sacar la espada y Cleón hincó la suya directamente en la tau del antifaz de su casco; un lanzazo magnífico.
Yo conocía mi oficio y ahora sentía el poder. Rugí y di un empujón para apartar al moribundo; golpeé con fuerza al de la cuarta fila con mi escudo lanzándole un tajo hacia atrás al de la tercera, sin mirarlo siquiera, de tal manera que mi espada se rompió sobre sú casco, pero él cayó al suelo, probablemente inconsciente.
Cleón me pasó su lanza por encima del hombro. Él la soltó y yo empecé a combatir con ella, y debió de conseguir otra de los hombres que estaban detrás de él, porque, cuando se rompió la lanza, me dio otra.
Ahora, los de las filas cuarta y quinta de la hueste caria trataban de alejarse de mí. Ninguno de ellos quería enfrentárseme y comencé a herirlos, golpeándolos en sus muslos y gargantas con certeros lanzazos. Un matador de hombres como yo es más peligroso cuando nadie le hace frente. Nadie concede tiempo a un hombre para que planee sus golpes o acabará con toda una fila.
No los maté. Simplemente los herí para que sangraran y cayeran derribados. Nadie es valiente cuando el rojo fluye de una vena abierta.
Detrás de mí, Arístides y Heráclides y todas las columnas a ambos lados de la mía avanzaron por el agujero que yo estaba horadando, y ellos continuaron la ofensiva.
Después, tan repentinamente como había comenzado la tormenta de bronce, finalizó. La presión que sentía en mi pecho se apagó y finalmente desapareció. Se levantó el polvo y yo pinché mi lanza prestada en un hombre cuando se daba la vuelta, golpeándolo y dejándolo tirado, sin matarlo. Cuando di un paso por encima de él, trató de darse la vuelta y levantar su escudo, pero yo metí la punta de mi lanza en el punto no protegido de la parte superior de su espalda, dañando su columna vertebral, y se retorció como un pez arponeado, ya muerto, pero suficientemente vivo para saberlo.
Cleón agarró una de las alas de mi coraza de escamas que cubría mis hombros y me arrastró.
—¡Vámonos! —dijo.
Toda la falange ateniense estaba dando la vuelta en medio de la polvareda. Los carios huían y nosotros también lo hacíamos… no desarticulados, pero sabíamos lo que se nos venía encima.
Yo quería derribar a cada puto cario y matarlo. Debajo de todo aquel bronce, no eran más que hombres, y ahora que el poder estaba conmigo, quería castigarlos por haberme asustado.
Así es como se sienten los hombres cuando el enemigo se descompone; durante un momento, todos son matadores, y muchos esposos y padres mueren antes de recuperar el sentido y percatarse de que el enemigo está huyendo y ellos pueden sentarse y deleitarse con la victoria.
Los hombres son tontos.
Cleón no era ningún tonto, y él me cubrió las espaldas como un campeón de una historia y probablemente me salvara la vida. Por eso, cuando giramos loma arriba, lo seguí y nos movimos aprisa, a través de la polvareda y hasta la cima, bajando después por el otro lado, hacia el norte.
Me detuve en lo alto de la colina y miré al sur. Aun a través de los remolinos ascendentes de la polvareda de la batalla, pude ver que todo el ejército griego estaba huyendo. En el centro, donde Artafernes se había enfrentado con su guardia a los efesios, la gran águila de Persia brillaba al sol y los efesios corrían como chiquillos asustados.
Miré hacia atrás, por encima de mi hombro, y vi la caballería lidia que avanzaba.
Le advertí de ello a Arístides y regresé a mi puesto. Trotamos juntos, descendiendo de la vieja acrópolis y saliendo a la llanura y rodeando después una alberca.
Arístides dio un grito y dimos la vuelta. Hubo un momento de confusión y después encajamos unos con otros nuestros escudos; la caballería lidia se apartó tirándonos lanzas.
Seis veces dimos la vuelta y mantuvimos nuestra posición. La última vez ya había tenido bastante y, cuando se dieron la vuelta para alejarse, salí del frente de la falange y corrí tras ellos. Nos despreciaban y había mucho polvo; atrapé a mi hombre antes incluso de que hubiera emprendido la marcha. Mí lanza mató a su caballo, y después puse la punta en sus ojos mientras yacía bajo el animal. Otro soldado empezó a girarse para volver hacia atrás, y ese fue su error. Arístides cargó contra ellos; toda la falange ateniense cambiando de dirección como un banco de peces, pasando de presa a depredador en un abrir y cerrar de ojos. Los lidios lucharon para controlar sus caballos y debimos de matar a quince o veinte de ellos antes de que salieran huyendo.
El primer lidio al que maté tenía oro en el tirante de su espada, y Cleón me ayudó a quitárselo por la cabeza. Después vi la espada, que era un arma muy fina: una hoja larga y delgada, estrecha, cerca de la empuñadura y ancha y afilada cerca de la punta. Mírala… ahí la tienes, en la pared. Bájala, es la garra de mi cuervo. La hoja se rompió sobre mí más adelante y conseguí una nueva. La vaina es la misma… Es una larga historia, le costó algún tiempo volver a mí, como una esposa enfadada.
Toca esa hoja, cariño. Las vidas de cincuenta hombres acabaron a través de esa punta. Sí, quizá más. Aquel lidio tenía una buena espada y un buen caballo, y más tarde oí que era un buen hombre, un amigo de Heráclito, para más lástima, pero Ares me lo puso al alcance de la mano y yo lo tomé. Creía que estábamos vencidos y él y sus compañeros murieron bajo nuestras lanzas.
Después, regresamos a nuestras filas y salimos de allí a toda marcha.
Hicimos diez estadios como si fuese una carrera, y después paramos. Era media tarde y el sol todavía estaba alto. Bebimos agua; habíamos corrido bastante y estábamos más o menos a salvo.
Los eubeos estaban llorando.
Eualcidas había caído y ellos habían abandonado su cuerpo.
Nunca llegué a saber cómo ocurrió. Debió de haber descendido en los primeros momentos del combate contra los carios, porque es cuando se cometen los errores. Y cuando nos dimos la vuelta para huir, nadie estaba muy seguro de que le hubiesen alcanzado. Los eubeos tuvieron más bajas que nosotros y quizá todos los hombres que iban a su alrededor también hubiesen muerto.
Pero la vergüenza de abandonar a la ruina su cuerpo era más de lo que se podía soportar.
Arístides, con toda su nobleza, no podía entender que estuvieran hablando de ello. Habíamos perdido a un montón de hombres en el combate e íbamos a dejarlos para poder alcanzar rápidamente nuestros barcos. Para Arístides, por vil que fuese, abandonar los cadáveres era el precio de salvar su mando, y nunca fue un hombre que pusiera su honor por encima de auxiliar a sus hombres, que es por lo que lo queríamos.
Pero los eubeos empezaron a gritar, y estaban llorando, como digo.
—¿Aceptarán los medos una tregua para enterrar a los muertos? —preguntó Heráclides.
Arístides negó con la cabeza.
—Somos rebeldes contra el Gran Rey —dijo—. Artafernes no aceptará a un mensajero nuestro.
Los hombres empezaron a mirarme. No sé quién fue el primero, pero pronto un montón de cabezas se volvieron hacia mí, y yo sabía lo que se esperaba de mí. Es el aspecto más injusto de la elevada reputación: cuando escoges ser un héroe, no tienes elección en estas cuestiones.
Probé varias veces la forma de llevar mi nueva espada hasta que me gustó su caída, y levanté la lanza que me habían dejado.
—Iré y lo traeré, pues —dije—. ¿Os parece?
Pude verlo todo a través del rostro de Arístides. Yo no era un ciudadano, no entraba en sus cuentas. Mi pérdida era aceptable. Y, sin embargo, era un hombre verdaderamente noble.
Se me acercó. Mantuvo baja la voz.
—Todos te hemos visto —dijo.
Quería decir: «Todos te hemos visto destrozar a los carios». Sus ojos estaban fijos en los míos. «Di una palabra y te prohibiré ir», añadió. Quería decir que, si yo quisiera, él me facilitaría la excusa. Eso, jóvenes amigas, es nobleza.
¡Demonios!, era un buen hombre. Un hombre que entendía a los que eran como yo. Y recuerdo que él estuvo en primera línea cinco o seis veces, no porque le gustara, sino porque era su deber. Era valiente. Porque no le gustaba. ¡Claro que no!
Pero yo negué con la cabeza.
—Iré —dije—. Dame a dos esclavos que transporten el cuerpo.
Cleón me facilitó voluntariamente a su italiano y los eubeos prestaron al muchacho cretense de su héroe. Estaba llorando.
Hice una profunda inspiración buscando la fuerza del combate, sin encontrarla. Ni siquiera tenía ganas de caminar hasta los barcos, mucho menos de dar la vuelta y desandar diez estadios. No tenía ningún plan ni idea de aquello a lo que me enfrentaba.
Pero ya conocía mi papel… Eualcidas me lo había enseñado. Por eso, me encogí de hombros como si nada.
—Nos reuniremos en los barcos —dije, tratando de parecer tranquilizador, grande y noble.
Había dado tres pasos cuando Arístides me cogió y me abrazó. Nuestros petos, su coraza de bronce y mis escamas, rechinaron al juntarse. Y entonces vino Herc.
—Vete directamente al río —dijo.
—¿Cómo? —pregunté. En realidad, no estaba escuchando; estaba tratando de convencerme de lo que acababa de decir que haría.
Él extendió el brazo y señaló la larga pendiente hacia el distante río.
—Haré que mis remeros se muevan en cuanto llegue a la playa —dijo rápidamente—. Vete al sur con el cuerpo. Yo iré a por ti. Lo juro por los dioses.
De repente, aquello no me pareció tan malo. Seguía siendo estúpido e imposible, pero Herc iba a ir a recogerme.
—Eres un hombre cabal —dije—. No importa lo que diga de ti en cuanto te des la vuelta.
Él se echó a reír… todos nos reímos como se supone que se ríen los héroes. Y después me volví hacia los esclavos.
—Vamos —dije.
Y salimos.
Lo primero que hice fue decirles a los esclavos que serían libres en cuanto subiésemos el cuerpo a los barcos. Eso cambió su forma de comportarse. Misión desesperada, improbabilidad total… pero la recompensa era la libertad, y ellos jugarían. ¡Eh! Yo fui esclavo, zugater. Conozco las reglas.
Desanduvimos el camino. Yo no tenía prisa, en la medida en que tenía un plan que consistía en no llamar la atención hasta que anocheciera e ir después a por el cadáver. Regresamos hasta la alberca; había allí esclavos lidios enterrando a los hombres que habíamos matado. Rodeamos unos matorrales, bastante al norte de los cadáveres, deteniéndonos después en un pequeño olivar para comer algo y beber un poco del vino y del agua que llevábamos entre los tres que, para ser sincero, era una cantidad razonable. En ese momento, estaba asustado; me asustaba dar la vuelta y abandonar y me asustaba descender al campo de batalla.
Los dos esclavos, Idomeneo y Lejtes, no estaban asustados. Idomeneo había sido el calientacamas de Eualcidas, un bello muchacho con kohl en las pestañas, pero con los músculos de sus brazos como sogas. Había llorado a su amo hasta que el kohl se le corrió por toda la cara; parecía una furia, o un doliente en un funeral.
Lejtes era un tipo diferente de muchacho, bajo y rechoncho, en camino de ser todo músculo, con cuello grueso y nariz respingona. Era lo bastante valiente como para contestarme de mala manera cuando le dije que puliera mi armadura, por lo que confiaba hasta cierto punto en él.
Yo era un guerrero famoso y un héroe. Ellos creían en mí, y yo podía verlo en ellos, lo que me hacía más valiente. Triste, pero cierto. Me empapaba de su admiración y, cuando ya había tomado bastante comida y bebido suficiente vino, descendimos a los campos que se iban oscureciendo, en los que los buitres ya desgarraban los cadáveres.
La pequeña acrópolis era fácil de encontrar y los carios no habían perturbado los cuerpos. Yacían donde habían caído.
Y entonces comenzó la tarea. Yo lo había previsto… ¡Hades, no sé que previ!, pero creo que quería luchar contra cincuenta persas y coger el cuerpo por la fuerza. En cambio, los tres fuimos moviéndonos de cuerpo arruinado a cuerpo arruinado, volviéndolo para mirar al hombre en cuestión.
No vayas nunca a un campo de batalla en la oscuridad.
La mayoría de los cadáveres ya habían sido despojados. Imagínate: estábamos a cuarenta estadios de Efeso, nadie había venido a enterrar el cuerpo, pero la codicia humana era suficiente para que cada campesino de la zona acudiese corriendo al campo de batalla para quitar los anillos de los dedos. Solo había desaparecido el oro; la mayoría de los hombres tenían todavía su armadura, aunque por aquí y por allá faltara algún buen casco.
Después de rastrear la loma una vez, me di cuenta de que estaba buscando a un hombre con la cabeza descubierta. Los buitres humanos ya lo habrían despojado de su casco alado.
Mis manos estaban asquerosas, llenas de sangre vieja e inmundicias —la mayoría de los hombres se ensucian al morir, y muchos lanzazos dejan al descubierto las entrañas—. Esta vez, traté de pensar como un filósofo. Encontré el lugar que había ocupado en el campo de batalla y después razoné, pensando dónde debería haber estado Eualcidas, en el punto situado más a la derecha de su línea. Entonces, descendí por la loma, siendo Eualcidas a media luz.
Lo encontré justo cuando Idomeneo silbó. Había dejado al muchacho cretense en la cima de la loma porque estaba llorando y porque había decidido que necesitaba a un vigía. Su silbido me dejó helado, con mi mano en el hombro de Eualcidas. Estaba muerto, con una cuchillada limpia que le atravesaba la garganta y casi lo había decapitado.
Lejtes era un bravo cabrón e hizo lo que le había dicho.
—Caballería —dijo.
Les eché un vistazo. Estaban detrás de nosotros, a una distancia de medio estadio.
—Desnúdalo y ponlo sobre una camilla —dije—. Utiliza su capa y unas lanzas.
Él asintió.
Recogí un par de lanzas —estaban por todas partes— y subí la colina hasta llegar adonde estaba el muchacho cretense.
—Vete y ayuda a Lejtes —le dije.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó.
Lo empujé colina abajo. Después, me agaché tras una roca, o quizá la piedra angular del antiguo templo, y estuve observando a los lidios. No les importaba nada.
Desde la altura de la colina, pude ver a otro centenar de grupos que recogían a heridos y mis esperanzas aumentaron de inmediato. Había heridos por todo el campo, evidentemente. ¿Por qué no había pensado en ello?
De hecho, el peor error que cometí fue ir con armadura y armado. Porque los vencedores, en cuanto acaba la batalla, se quitan el equipo de combate y van a buscar a sus amigos. Claro que lo hacen.
Pero yo no iba a abandonar mis armas. Así que bajé de la colina y fui rebuscando entre los muertos hasta que encontré uno con su himatión sujeto dentro de su escudo como amortiguador para el hombro —los hombres mayores lo hacen— y utilicé la capa para cubrirme. Entonces los esclavos ya habían puesto el cuerpo sobre un par de lanzas. Yo utilicé una de mis lanzas como bastón para caminar y me deshice de la otra, e hice que Lejtes llevara mi aspis a la espalda mientras que Idomeneo llevaba el escudo de su amo, un escorpión, a la suya.
Después, como una procesión fúnebre, bajamos desde la antigua acrópolis al valle, dirigiéndonos hacia el río. Yo me sentía ingenioso, valiente y más que un poco endiosado.
¡Eh! Los dioses pueden oler la hibris a un estadio de distancia.
¿Alguno de vosotros, jóvenes, ha estado alguna vez en un campo de cadáveres?
Interpreto que no.
No es silencioso. Decimos «tan silencioso como la tumba»; puede que, una vez que el alma ha salido por la boca e ido con las demás sombras, la tumba esté silenciosa, pero un campo de batalla es un lugar ruidoso. Los animales vienen a celebrar su fiesta, los cuervos se pelean por los bocados más apetitosos, y los hombres gritan por sus últimos dolores o desafiando a los dioses hasta que no pueden hacerlo, y entonces tosen, jadean y dan los últimos estertores.
Cuando cae la noche, es el peor lugar que podáis imaginar.
Que los dioses te eviten tener que visitar uno en la oscuridad o pasar tus últimas horas allí, aunque siempre lo esperara para mí. Solo pensarlo me acobarda. Mejor una muerte limpia en el fragor de la batalla, de manera que el alma vaya ardiendo con el fuego puro de la lucha con el logos, que la muerte estúpida entre los carroñeros.
Y las mujeres y los niños que tienen que andar buscando entre los cadáveres a un padre, un amante, un hermano, un esposo… ¡Por Hades que es una forma maldita de ver a un hombre por última vez, con los cuervos picándole los ojos!
Bajamos de la colina que habían dominado los atenienses y los eretrios y la oscuridad cayó mientras caminábamos entre los cadáveres. No lo sabía, pero no fue tan malo allí, porque lo peor de las muertes ocurre cuando una parte huye y nosotros no huimos, ni huyeron los carios, por lo que no había tantos muertos como podría haber habido.
Era abajo, en el valle, donde los cadáveres estaban hinchados, y todos eran griegos, ¡Hades!, estaban hinchados, cariño. La oscuridad ocultaba lo peor, excepto por los sonidos, pero todavía tuve que parar porque me dieron arcadas cuando vi un perro hozando en el interior de la cavidad torácica de un hombre y sus ojos parecían moverse. Los esclavos lo vieron y dejaron caer el cuerpo. Cuando hube terminado de vomitar, puse mi lanza en la garganta del hombre para asegurarme.
Creo que los esclavos querían escapar.
No los culpo, pero limpié la lanza y me limpié yo mismo.
—Si no lo lleváis a los barcos, os derribaré y os añadiré al montón de cuerpos —dije.
Ninguno de ellos cruzó su mirada con la mía. Agarraron los extremos de las lanzas y partimos de nuevo, tropezando y maldiciendo.
Había puntos de luz en la oscuridad, la mayoría de ellos en un grupo al este. Tratamos de bordearlos y nos topamos con nuestra primera patrulla.
Yo había dado por supuesto que el campo de batalla estaría vacío excepto por la gente que rebusca entre los muertos y por los dolientes, pero los persas, por supuesto, que lo organizaban todo, tenían patrullas para alejar a los rebuscadores de los cadáveres de sus propios caídos hasta que el sol saliese de nuevo. Los oí a tiempo y los tres nos tiramos al suelo. Había algo de luz de luna, la suficiente para hacer que la escena estuviese neblinosa y fuese difícil de ver, como un mal sueño. Me quedé allí tumbado, con el círculo pálido de mi cara oculto por mi capa, y escuché.
Lo único que pude oír fue a un hombre moribundo que resoplaba a mi lado. Trató de agarrarme el codo.
—¡Por favor! —acertó a decir. El pobre desgraciado había estado allí durante seis horas o más. Sin agua. Podía oler sus intestinos.
Le di un codazo. En ese momento, pude oír pasos.
—¡Eh, eh! ¡Eh, eh! —dijo el moribundo, y pequeños gruñidos y lloriqueos, como los que hace un bebé.
—¡Folladores de camellos! —dijo una voz persa. Estaban cerca—. Vienen a saquear a nuestros muertos, los cobardes. ¡Afeminados folladores de niños! Odio a los griegos. ¡Huyen de la batalla y vuelven a robar a los muertos!
Despotricaban una y otra vez, como hacen los hombres después de las batallas. No conocía su voz.
—¡Chsss, hermano! —dijo otra voz—. ¡Chsss! Arimán camina en la oscuridad. Ningún hombre debe maldecir aquí.
—¡Eh, eh! —gritaba el moribundo. Le dio una sacudida convulsiva.
—¿Qué ha sido eso? —dijo el primer persa.
—Los hombres tardan mucho en morir. Vamos, hermano. Sigue andando. Si me paro, tendré que empezar a darles agua a estos pobres desgraciados —dijo el segundo. Su voz me sonaba. ¿Sería alguien conocido?
No importaba, porque incluso Ciro y Farnakes me matarían si me encontraban, o eso pensaba yo.
—¡Folladores de niños! —siguió diciendo el que estaba encolerizado; escupió y siguieron caminando.
Le oí tropezar con un cadáver y se cayó.
—¡Ah! —gritó—. Estoy asqueroso con los fluidos de su cuerpo —dijo. Su voz temblaba—. ¡Estoy impuro!
El segundo persa se pasó media noche tranquilizando a su compañero. Era un buen hombre. Mientras hablaba con su asustado compañero, vació su cantimplora con dos heridos y después empezó a rematarlos. Yo lo oí y, aunque pareciera repugnante, sabía que no se trataba de una furia asesina, sino de dar paz.
—¡Eh, eh, eh…! —dijo el moribundo hacia mi codo.
Lo miré, y era más joven que yo… y kalós, aun a punto de morir, con unos ojos grandes, hermosos, que querían saber cómo su mundo se había convertido en una mierda. Su piel, donde no estaba manchada de sudor y vómito, era suave y bella. Era hijo de alguien.
Saqué mi daga corta, mi cuchillo para comer, en realidad, de debajo de la coraza de escamas, donde lo guardaba, y le puse mis labios en su oreja.
—Di buenas noches —le dije. Procuré que sonara como cuando pater me llevaba a la cama—. Di buenas noches, chaval.
—Bb noches —consiguió decir. Como un niño, el pobre desgraciado. «Ve al Elíseo con el pensamiento del hogar», recé, y metí en su cerebro la punta de mi cuchillo para comer.
Dame un poco de ese puto vino.
¡Oh, la guerra es gloriosa, zugater!
Soñé con él. No llegué a ver su cara en la oscuridad. Podía haber sido cualquiera. Uno de entre cientos de hombres que yo mismo he podido poner fuera de combate. Campos de batalla, asedios, duelos, batallas navales… todos ellos dejan ese desperdicio de muertos y casi muertos, y cada uno de ellos era un hombre, con toda la vida del hombre, antes de que el hierro o el bronce le arrancaran su espíritu.
Es divertido. He matado a muchos hombres, pero ese viene a mí en la oscuridad y después bebo más y trato de olvidar.
Aquí, llénalo.
Los persas se entretuvieron un buen rato, pero, al final, el mayor de ellos se llevó a su hermano a pasear en la oscuridad y yo me levanté, busqué a los dos esclavos y nos encaminamos al oeste, para evitar más patrullas persas.
El oeste nos trajo el sonido del duelo. Aquí, los persas y los lidios habían segado a los jonios como malas hierbas al borde de un campo, cortándolos desde atrás mientras huían. Ahora, las mujeres de la zona habían salido a buscar a sus hombres, y padres e hijos, con antorchas. Los persas no las molestaban y ellas creyeron que éramos otros más que hacíamos lo propio, que lo éramos, o casi.
Cuando se elevó la luna, pudimos ver la línea curvada de los cadáveres como algas en la playa, y a hombres y a mujeres volviéndolos desesperadamente, acercando antorchas para mirar la cara. Lúgubre tarea.
Conocí a Heráclito por su voz. Estaba hablando con un muchacho y el chico lloraba a su lado. No pude contenerme. Me acerqué a él en la oscuridad y levanté su antorcha.
—¡Doru! —dijo—. ¡Estás vivo!
Lo estreché entre mis brazos. Lloré. Yo no era muy distinto del joven persa… Estaba acobardado por mi reacción al combate y después al campo de batalla.
Me dejó que llorase hasta que mi corazón latió cien veces, no más.
—¿Estás buscándolo también? —preguntó.
—Yo… yo he venido a buscar a Eualcidas. De Eubea —dije. Mi voz temblaba—. ¿Buscando a quién?
Heráclito asintió. Él tenía una antorcha que hizo que su cara pareciera la de una estatua. Sus ojos eran pozos de oscuridad.
—Hiponacte cayó aquí, tratando de evitar la ruptura de la línea —dijo.
—¡Ah! —dije. Me ahogaba. Recuerdo que, de repente, no podía respirar. El chico que lloraba era Kylix, el esclavo—. ¿Está Briseida aquí? —pregunté.
—No seas tonto —dijo Heráclito—. La noticia aún no ha llegado a la ciudad —añadió. En voz más queda, me preguntó—: ¿Me ayudarás a encontrarlo?
—Dejad el cuerpo en el suelo y descansad —les dije a los esclavos—. Éstos son amigos.
Lejtes se acercó y me tocó el brazo para llamar mi atención. Señaló el río, que se veía bien, a un estadio más o menos, a la luz de la luna.
—Estamos cerca, amo —dijo.
Me daba a entender que no quería arriesgar su libertad, que conseguiría pronto.
—Escondedlo —rugí, y, volviéndome a Heráclito, pregunté—: ¿Habéis combatido? Me resultaba difícil imaginármelo en la falange.
—¿Acaso parezco un esclavo? —preguntó—. ¡Claro que he combatido! —respondió. Extendió el brazo y tocó mi espada—. Ésta es una noche amarga para mí, Doru. Y para ti, lo sé —dijo. Sus ojos estaban empañados, pero sabía que estaba mirando por encima de mi hombro—. Ayúdame a encontrarlo —dijo rápidamente.
—Naturalmente, maestro —dije.
Lo encontré en unos momentos. Reconocí sus sandalias tachonadas de bronce. Yo se las había puesto en los pies bastante a menudo.
Sollocé al ver que entre los hombres de aquella parte de la línea, solo él yacía con la cara hacia el enemigo y que tenía una gran herida en su costado; una lanza le había entrado bajo la axila, donde su compañero de fila debería haberlo protegido. Un medo yacía hacia su cabeza, y la punta de la lanza de Hiponacte estaba clavada en las costillas del hombre.
Supuse que Hiponacte estaba muerto, pero ese no era su destino ni el mío. Lo toqué para ponerlo boca arriba y asegurarme y él se estremeció y después gritó.
Ese grito fue el peor sonido que haya oído nunca.
Ocurre a veces que un hombre cae en el campo, por un golpe en la cabeza o un tajo repentino, y el impacto le hace perder el conocimiento. Pero más tarde despierta a la horrible verdad: que es casi un cadáver y yace en medio del dolor, esperando a morir.
Ése era el destino de Hiponacte. Recibió una segunda herida, un corte que había atravesado su coselete de cuero, por lo que sus intestinos relucían a la luz de la antorcha y yacían bajo su cuerpo; cuando se movió, el dolor debió de ser increíble. Pero, peor que el dolor —yo lo he visto—, es el hecho de caer en la cuenta de ello.
Cuando ves tus intestinos en un montón, sabes que estás muerto.
Él gritaba y gritaba.
¿No he dicho que yo lo amaba? Si no, soy un imbécil. Era más padre mío que pater, con su humor y su ira poco marcada, su sentido de la justicia y su poesía. Era un gran hombre. Aun cuando yo era un esclavo y ordenó que me pegaran, aun cuando me amenazó con una espada, yo lo amaba. Detesté dejarlo, y sabía que, si no me hubiese apartado de su lado, no estaría gritando con los últimos latidos de su mortalidad en medio de los cuervos.
Lo dejé en el barro ensangrentado y puse su cabeza en mi regazo.
Él gritaba.
¿Qué podía hacer yo? Traté de acariciarle la cara, pero sus ojos lo decían todo. La injusticia y el dolor. Recuerdo que él nunca quiso la guerra contra el Gran Rey. Y, sin embargo, había caído con su rostro mirando al enemigo y su lanza en el vientre de un persa, mientras hombres peores que él huían.
¿He mencionado las glorias de la guerra, zugater? Llénalo hasta el borde, y no lo estropees con agua. Lleno. Cuando doy una orden, espero que me obedezcan.
Así está mejor.
¿Por dónde iba?
¡Oh! Aún no he llegado a la parte mala.
Te he dicho cómo gritaba. Tú has oído a las mujeres en el parto: eso es dolor. Añade a eso la desesperación, que muchas mujeres, gracias a los dioses, no han de temer en el parto; eso era su alarido.
Había estado sin conocimiento; por eso su voz era clara y fuerte.
Después de diez alaridos, ya no podía pensar.
Tras veinte alaridos, dejé de tratar de hablar con él.
Quién sabe cuántas veces chilló.
Finalmente, puse mi cuchillo bajo su barbilla, lo abracé y lo besé entre chillidos y después, le clavé el cuchillo bajo la mandíbula hasta el cerebro.
Heráclito me había dicho una vez que este era el golpe de gracia. Lo he hecho bastante a menudo y sé que es lo que acaba más rápidamente con los alaridos. Si cortas la garganta de un hombre, tiene que desangrarse.
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado. Lo suficiente para llenar mi regazo con su sangre.
—Tú… lo has matado —dijo Arqui. Su voz era sorprendentemente tranquila. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí.
Heráclito tenía su mano en mi hombro.
—Eres un valiente —me dijo.
—Tú lo has matado —dijo Arqui de nuevo. Ahora había cierta cadencia en sus palabras.
—Arquílogos —dijo Heráclito, interponiéndose entre nosotros—, debes recoger su cuerpo y marcharte.
Llegó Kylix, llorando todavía. Empezó a quitar la armadura del cuerpo de su amo muerto. Estaba allí otro de los esclavos, Dion, el chico del agua. Sin duda, había ido como skeuoforos de Hiponacte. Juntos recogieron el cadáver de mi regazo y lo desnudaron. Idomeneo ayudó sin que se lo pidiesen.
—Tú lo mataste —dijo Arqui, después de envolver el cuerpo en un himatión y tenderlo sobre unas lanzas.
Heráclito le dio una bofetada, un golpe seco con la mano abierta.
—No seas imbécil, muchacho —dijo, y se volvió hacia mí—. Tus ojos son más jóvenes y más finos que los míos. ¿Puedes abrir el paso?
—¡TÚ LO MATASTE! —rugió Arqui, y vino hacia mí. Llevaba su espada en la mano y me descargó un golpe en la cabeza.
Yo desenvainé y me defendí en un solo movimiento, y nuestras espadas retumbaron con el inconfundible sonido del acero contra el acero.
Estaba oscuro y el equilibrio era malo. Lo único que lo mantenía vivo era que yo no estaba defendiéndome. Hizo unos barridos salvajes contra mí y yo los esquivé, y mi nueva espada absorbió todo el peso de sus amplios tajos y la hoja se mantuvo, haciendo muescas en la suya una y otra vez.
Él me lanzaba tajos y yo los esquivaba; al fin, Heráclito lo hizo tropezar con una lanza y después lo golpeó en la cabeza con la contera de la lanza.
Pero era demasiado tarde para nosotros. Aunque Arqui se desplomó en el suelo, medio aturdido, el ruido de cascos de caballo que había oído mientras bloqueaba sus salvajes ataques se acercaron y, de repente, nos vimos rodeados de antorchas y de voces persas. Nos rodearon eficientemente, a pesar de los cuerpos que había en el suelo. La mayoría de ellos tenían lanzas y eran más de diez.
Conocí a Ciro inmediatamente, aun montado y en la oscuridad. Estaba dando órdenes.
—¡Ave, noble Ciro! —grité.
Hizo avanzar a su caballo, dejando atrás a sus compañeros, y alzó una antorcha.
—¿Doru? ¿Por qué estás aquí?… ¡Oh! Por supuesto. Estás buscando a tu amo —dijo Ciro, y desmontó—. Éste es Hiponacte… un buen hombre.
—Ése es uno de los vuestros —dije, apuntando mi espada al medo muerto.
Ciro movió la antorcha hacia atrás para poder ver el suelo.
—Darío —dijo—. No formó después de la batalla.
Más ruido de cascos.
—Envaina esa espada o eres hombre muerto —dijo Ciro a mi lado.
Lo miré. Sentí… quizá sintiera un deje de lo que sintiera Hiponacte, despertando al dolor y al conocimiento de que no había nada por venir sino la muerte. Ellos me harían esclavo. Nadie en la tierra pagaría un rescate por mí, pero no volvería a ser esclavo otra vez.
Por eso sonreí, o mi rostro dibujó un remedo de una sonrisa.
—Me parece que soy hombre muerto de todos modos —dije.
—¿Por qué? —preguntó Artafernes desde la oscuridad. También reconocí su voz—. Levanta esa espada.
Heráclito me cogió el brazo y me quitó la espada de la mano como si yo fuera un niño. Había olvidado que estaba a mi lado.
—Maldito seas —escupí.
Artafernes iba en un caballo blanco. Pasó entre los dos cadáveres, Hiponacte y Eualcidas. El viento estaba levantándose, y las antorchas hacían un ruido como de perros rabiosos.
¡Oh! Él me debía la vida. Pero solo un hombre nacido noble espera que el mundo funcione así, como un poema épico. Un esclavo espera la revocación instantánea de cada favor, de cada promesa.
Artafernes era de una clase diferente de hombre. Me hizo un gesto.
—Tú —dijo—. ¿Tú eres un rebelde?
Ciro habló y nunca fue para mí mejor amigo que en aquella hora.
—Señor, vino a recuperar el cuerpo de Hiponacte, tu amigo anfitrión en Efeso.
Era evidente, a la luz de las antorchas, que yo llevaba una coraza de escamas.
—¿Estabas hoy alzado en armas, muchacho? —preguntó el sátrapa.
—Sí, señor —dije.
Él asintió.
—Ya he declarado una amnistía para todos quienes tomaron las armas —dijo—. Ningún hombre será vendido como esclavo ni ejecutado si renueva su lealtad. Solo castigaré a quienes han venido allende el mar a atacar mis tierras: los atenienses y sus aliados.
Yo me encogí de hombros.
—Yo he servido a los atenienses —dije—. Y no encontraréis a otra persona a la que castigar. Vencieron a vuestros carios y después escaparon a sus barcos.
—¿Estás completamente loco? —me susurró Ciro al oído.
—Pero tú naciste en el oeste. Recuerdo que me lo contaste —dijo el sátrapa, encogiéndose de hombros—. Vete a casa, muchacho. Di en el oeste que el Gran Rey es misericordioso.
Iba a dejarme marchar. Saqué el anillo, su anillo, de mi mano y se lo entregué.
—Me devolvéis el favor que os hice —dije.
Él negó con la cabeza.
—Los caballeros nunca devuelven —dijo él—. Intercambian. Conserva el anillo. Ve con tus dioses. ¿Quién es el otro hombre?
Yo sabía que no se refería a los esclavos.
—Heráclito, el filósofo —dije yo.
Artafernes desmontó.
—Hace mucho tiempo que quería conocerlo —dijo.
Heráclito se encogió de hombros.
—Os aprovecháis de mí, señor.
—¿Estabas alzado en armas hoy? —preguntó el sátrapa, ignorando el insulto.
—Sí, señor —dijo Heráclito.
—¿Aceptas mi amnistía? —preguntó Artafernes.
Heráclito inclinó la cabeza.
—No, señor.
—Tu nombre tiene mucho peso —dijo el sátrapa—. ¿No hablarás a tus conciudadanos?
Heráclito negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ninguna palabra mía podría influir en el viento que sopla ahora, señor. La guerra, y no la razón, es aquí la dueña y señora. Han muerto demasiados hombres.
—¿No podemos pararla antes de que mueran más? —dijo Artafernes—. No hay nada por lo que vosotros, los griegos, tengáis que luchar. Nosotros no os sometemos a esclavitud, vosotros mismos os lo hacéis. Esta libertad es una palabra… solo una palabra. Un tirano griego toma más de una ciudad que lo que nunca tomaría un sátrapa del Gran Rey.
Heráclito lanzó un gruñido. Levantó la cara y sus lágrimas se hicieron patentes a la luz del fuego.
—El logos no es sino palabras —dijo—. Pero las palabras pueden asumir el aliento de la vida. Libertad es una palabra que respira. Preguntádselo a cualquier hombre que haya sido esclavo. ¿No es así, Doru?
—En efecto, maestro —dije.
—Todo hombre es esclavo de otro —dijo Artafernes.
—No —dijo Heráclito—. Vuestros antepasados lo sabían mejor.
Artafernes se dejó dominar por la ira.
—Me han hablado de ti como hombre sabio —dijo—. Durante todo el tiempo que llevo aquí, los hombres me han hablado de la sabiduría de Heráclito. Sin embargo, aquí estoy, rodeado de los fétidos cadáveres de tus amigos. Te ofrezco preservar tu ciudad y tú me hablas de libertad. Si mis hombres arrasan Efeso, ¿quién será libre? ¿Has visto alguna vez una ciudad arrasada?
Heráclito se encogió de hombros.
—Mi sabiduría no es nada —dijo—. Pero soy lo bastante sabio para entender que la guerra es un espíritu que nunca puede volver a encerrarse en una jarra de vino una vez desencadenado, como los espíritus del conflicto en la caja de Pandora. La guerra es la reina y ama de todo conflicto. Esta guerra no acabará hasta que todo lo que toca haya sido cambiado: unos hombres serán hechos señores, y otros serán hechos esclavos. Y cuando el mundo esté roto y rehecho, podremos hacer la paz.
Artafernes hizo una profunda inspiración.
—¿Profetizas? —preguntó.
—Cuando el dios está conmigo. A veces, veo el futuro en el logos. Pero el futuro no siempre llega a pasar.
—Escucha mi profecía, entonces, hombre sabio. En dos días, vendré con fuego y espada, y predigo que la sumisión sería la postura más sabia —dijo Artafernes, y volvió a montar su caballo—. Deseo mostrar misericordia. Permíteme hacerlo, por favor.
Heráclito negó con la cabeza.
—Toda mujer cuyo marido yaga aquí exigirá venganza —dijo.
—¿Y su venganza será abrirse de piernas para mis soldados? —dijo, suspirando, Artafernes—. No hay ejército griego en el mundo que pueda oponerse al Gran Rey. Vamos, usa la cabeza, filósofo.
Heráclito fue lo bastante prudente para hacer una reverencia, en vez de decir lo que llegaba a sus labios.
Ciro se me acercó.
—Eres tonto —dijo—. Diez veces tonto. ¿Por qué me caes bien? —añadió. Me abrazó—. ¿Necesitas dinero? —me preguntó, con la típica generosidad persa.
Negué con la cabeza.
—No —dije—. Tengo mi botín de Sardes —añadí, con la tontería de la juventud.
—No me dejes que te tenga en la punta de mi espada —dijo—. Camina a la luz —me dijo mientras montaba, y después siguió a su señor, adentrándose en la oscuridad.
Y así, el enemigo nos dejó con nuestros muertos.
El enemigo. Dejadme que os diga, amigos: yo nunca odié a Artafernes, no cuando era diez veces más mortífero para mí que lo fue aquella noche. Era un hombre. ¡Ah! Ahora está de moda odiar a los medos. Bueno, muchos son mejores que cualquier griego que os podáis encontrar y la mayoría de los hombres que os digan lo que hicieron en Platea o Mícala mienten más que hablan. Los persas son hombres que nunca mienten, que son leales a sus amigos y aman a sus esposas e hijos.
Ahora bien, a Aristágoras lo odiaba.
Caminamos juntos hacia el río. No teníamos elección, porque Heráclito y yo teníamos que llevar a Arqui, que estaba inconsciente, tan profundamente inconsciente que llegué a temer que el maestro le hubiese pegado demasiado fuerte.
Solo lo llevamos durante un estadio, pero me dio una idea de lo que los esclavos habían aguantado toda la noche.
Cuando llegamos a la orilla del agua, me di cuenta de que no tenía ningún plan pasado aquel punto. Mientras estaba allí, con las manos a la espalda como un anciano, jadeando por el esfuerzo, me preguntaba dónde podría estar Herc y qué haría si no llegaba.
Heráclito se sentó en la hierba, con la respiración entrecortada. No era joven y había mantenido su posición en la falange —o la banda, para ser sincero— y después había ayudado a llevar los cuerpos. Ahora estaba hecho. Demasiado cansado para moverse e incluso para ser prudente.
Los dejé con falsas expectativas, fríos y desesperados, caminé un estadio por la ribera hacia el sur y después regresé.
Herc apareció justo cuando la primera veta de naranja cruzaba el cielo. Todos los persas debían de haber visto su barco en el río, pero ningún hombre se levantó para hacer frente a la triacóntera.
Llevé a mi grupo a bordo y me dejé caer pesadamente en la bancada del piloto.
Herc me pidió mil disculpas.
—Mi barco no subía con suficiente rapidez río arriba. Tuvimos que remar hasta Efeso y subir a estos monos de una nave de los muelles —dijo—. ¿Quiénes son?
Negué con la cabeza.
—Hombres de Efeso —dije.
Los llevamos río abajo. Dormí de forma un tanto irregular, y después el sol fue quemándome la cara y me sentí como si hubiese estado bebiendo vino toda la noche. Llevamos el barco hasta la playa en la parte baja de la ciudad, donde algún estúpido charlatán insistió en que le habíamos robado su barco hasta que vio al filósofo; entonces se calló.
Aparte de aquel hombre, era una ciudad sumida en el silencio. El ejército estaba tirado, agotado, corriente arriba. Unos pocos estúpidos muertos de miedo la habían hecho su casa, no obstante, y la ciudad aguantaba la respiración, esperando descubrir hasta qué punto podía ser malo.
Llevamos a Hiponacte y a su hijo a casa. Contraté a un par de esclavos públicos para que llevaran a Arqui y, mientras subíamos a la ciudad, se reforzó mi sensación de que esto era un mal sueño por la rutina que me rodeaba: los hombres se levantaban para ir a sus negocios y los esclavos esperaban al lado de los pozos y las fuentes para sacar agua.
En cada placita, se nos acercaban mujeres y nos pedían noticias de sus esposos; yo protestaba que había servido con los atenienses, y Heráclito no hablaba. Creo que sabía, o tenía una idea, y su valor no bastaba para satisfacer la necesidad de decirles a cien viudas que eran precisamente viudas.
No subimos rápidamente. Cuando llegamos a la parte de arriba de la ciudad, el sol ya estaba alto y los escalones hacia el templo de Artemisa brillaban en su blancura, como una escalinata al Olimpo. Empecé a pensar que Heráclito me llevaría aparte, despertaría a Arqui e iríamos y tendríamos nuestras lecciones, y cuando volviese a bajar los blancos escalones sería un hombre feliz, e Hiponacte me saldría al encuentro en el patio y me pediría que le llenase una copa de vino. El tiempo juega malas pasadas como esa… Heráclito solía hablarnos a menudo de cómo, con la edad, un hombre sabio comienza a dudar de la realidad de lo que imaginamos que es el tiempo. Parece posible que Hiponacte, muerto, esté en el mismo lugar que Hiponacte, vivo y risueño.
Heráclito solía decirnos que el tiempo es un río y que cada vez que metes el pie, el agua que encuentras es diferente, aunque toda el agua que fluyera sobre el dedo de tu pie todavía está allí, a tu alrededor.
Entonces llegamos a casa.
Eutalia nos salió al encuentro en el patio y sabía quién iba envuelto en el himatión. Se hizo cargo de su cuerpo y su rostro era resuelto y duro.
Arqui llevaba una media hora consciente. Pero, cada vez que levantaba la cabeza, tenía arcadas. Le ofrecí agua, pero miró para otra parte.
Duda de los dioses si quieres, zugater, pero nunca dudes de las furias. Había jurado proteger a Arqui y proteger a Hiponacte. Pero fue mi cuchillo el que le quitó la vida y eso me contaminó, y ellos me retiraron, como precio, su amistad, casi su fraternidad. ¿Justo? No hay tal cosa, cariño.
Nada es justo.
Vino Penélope y ella y Dion se llevaron a Arqui.
Yo me quedé en el patio, esperando a Briseida.
Ella no vino.
Pasado un rato, me marché con Heráclito. Me ofreció llevarme a su casa, pero yo me encogí de hombros y bajé la colina donde había acampado Arístides y me reuní con los atenienses.
A la mañana siguiente, volví a la casa y Darkar me salió al paso en el pórtico.
—No eres bienvenido aquí —dijo—. Vete.
—¿Cómo está Arqui? —pregunté.
—Vivirá. ¿Mataste al amo? Caiga mi maldición sobre ti —dijo Darkar, y me dio con la puerta en las narices.
El día siguiente, cuando el ejército persa bajó por el río y preparó un asedio, traté de acceder a la casa por la parte de atrás, por la puerta de los esclavos. Y me encontré con Kylix. Me abrazó.
—Se lo dije a Darkar —dijo—. Le dije que hiciste lo que hiciste por amor, no por odio —añadió, y me besó.
—¿Llevarás un mensaje a Briseida? —le pregunté. Él siempre me había idolatrado.
Él negó con la cabeza.
—¡Se ha marchado! —dijo—. Va a casarse con el señor milesío, Aristágoras. Se ha ido a la casa de su hermano.
—Volverá para el funeral —dije.
Kylix negó con la cabeza.
—Lo dudo. Las cosas que le dijo a su madre… ¡Afrodita, se odian mutuamente!
Yo había grabado unas palabras en un trozo de bronce.
—Dale esto si viene.
Kylix asintió y le di una moneda. El culto es una cosa; el servicio, otra.
Caminé, bajando la colina.
Aquél fue el día en el que Eualcidas tuvo sus juegos funerarios. Eramos un ejército vencido, pero él era un gran héroe, un hombre que había triunfado en Olimpia y se había mantenido firme en cincuenta campos de batalla. Yo me encontraba mal y bajo de forma, y solo gané la carrera con armadura. No hubo hoplomaquia, el combate con armadura. Estéfanos ganó la lucha y Epafrodito fue el vencedor global y quien se llevó el premio: un magnífico casco con plumas. Después bebimos todos hasta que no nos tuvimos de pie, prendimos fuego a su cadáver y los dos esclavos fueron liberados formalmente.
Epafrodito se quedó al lado de la pira rodeando con el brazo a Idomeneo y con las lágrimas cayéndole por el rostro.
—Ojalá acabe como él lo ha hecho —dijo.
Estéfano negó con la cabeza.
—Yo te llevaré a casa, señor.
Pensé en el campo de batalla.
—Se fue rápido y en plenitud de sus fuerzas —dije yo. Asentí. Estaba borracho.
Herc se echó a reír y extendió la mano para coger el vino.
—No acampes sobre el odre, chaval. Cuando te toque… y tú eres uno de ellos, conozco esa mirada… pensarás que tu tiempo ha sido demasiado corto. Yo… yo estoy con el muchacho quiano. Casa y lecho, y todos mis parientes reunidos alrededor, discutiendo sobre el montón de plata que les estoy dejando.
Cleón miraba el fuego.
—Yo solo quiero llegar a casa —dijo.
Yo me quedé allí de pie y los quería a todos, pero a quien quería conmigo era a Arqui. Y esa puerta aún estaba cerrada a cal y canto.
Todos los hombres del ejército me conocían ahora, pero yo no era capitán, ni siquiera oficial. Por eso, cuando tuvieron su gran conferencia, no fui. Arístides fue a hablar en nombre de Atenas y llevó a Heráclides, a Agios y a otro jefe de columna. De los otros jefes, había demasiados que estaban heridos o habían muerto.
Volvieron tan encolerizados que se les notaba cuando venían hacia nosotros por la carretera.
Arístides ordenó cargar los barcos. Después, me mandó llamar.
—Nos vamos —dijo—. Has servido conmigo y has servido bien, pero no eres de los míos. Sin embargo, no creo que puedas quedarte aquí. Aristágoras conoce tu nombre… ¿Qué has hecho para que te odie tanto?
Yo negué con la cabeza.
—Es una cuestión privada —dije. Había tenido sexo con su novia. ¿Pero cómo demonios lo había descubierto?
—¿Por qué nos vamos, señor? —pregunté.
Arístides elevó una ceja. Aun en la democrática Atenas, los hombres como Arístides no estaban acostumbrados a que los interrogasen los campesinos de Platea.
—Al parecer, abandonamos a los hombres de Mileto en el campo de batalla —dijo.
—¡Ares! —dije yo.
—Aristágoras es uno de esos hombres que no solo mienten a los demás, sino que se mienten a sí mismos —dijo. Y se encogió de hombros—. No siento marcharme. ¿Vendrás a Atenas?
Respiré profundamente.
—Creo que iré a mi casa, señor. A Platea. A menos que usted me incluyáis en vuestras filas. Como hoplita.
Arístides se echó a reír.
—Eres un extranjero. Escucha, chaval. Aquí me ves como un caudillo militar, con un séquito, pero una vez que llegue a casa y deje mi escudo en el altar, habré terminado. Solo soy otro agricultor. No tengo guerreros. No somos cretenses, somos atenienses.
Herc habló a mi favor.
—Podríamos encontrarle un trabajo, señor —dijo.
Arístides negó con la cabeza.
—Es un matador de hombres, no un trabajador. No te ofendas, chico. Te tendría a mis espaldas en cualquier guerra. Pero no te veo como trabajador agrícola.
Asentí.
—Es cierto —dije. Tuve que reírme—. Podría buscar a un herrero fundidor de bronce. Acabar mi aprendizaje.
Arístides pareció interesado. Pero Agios negó con la cabeza.
—Dijiste que conocías a Milcíades.
Yo asentí.
Heráclides entrecerró los ojos.
—Yo podría llevarlo. Tengo media carga para Bizancio y podría cargar cobre en Chipre o en Creta.
Arístides negó con la cabeza.
—Herc, tú sacarás provecho de tu propia muerte.
Ambos me miraron y me reconfortaba ver cuánto estaban tratando de hacer por mí.
—Señor, creo que ya es hora de que vuelva a casa. No iré a ver a Milcíades —dije.
—Te escribiré una carta —dijo Arístides.
—Ven conmigo de todos modos —dijo Herc—. Terminaré bastante pronto en El Pireo si Poseidón me da un buen viaje… Conmigo ganarás algunas monedas, y serás el más rico este invierno en casa.
Todavía me asustaba ir a casa. No hay una forma más fácil de decirlo. Unas semanas con Herc me parecían encantadoras, un descanso.
—Sí —dije—. Pero hice un juramento y debo ver la forma de conseguir liberarme de él.
—Levaremos anclas con la brisa vespertina —dijo Herc—. Si tienes que despedirte, hazlo.
Subí corriendo la colina.
Corrí sin parar hasta la puerta y llamé. Darkar la abrió y lo empujé, abriéndome paso al interior de la casa hasta que encontré a Arqui. Tenía un vendaje alrededor de la cabeza.
—Sal de mi casa —dijo.
Yo había tenido tiempo de reflexionar y dije las palabras que había pensado.
—Me voy —dije—. Aristágoras ha expulsado a los atenienses del ejército, el muy estúpido. Iré con ellos.
—¡Vete! —escupió.
—Pero juré apoyarte —dije—. Y tú necesitas llevar a tu familia a los barcos…
—¿Apoyarme? ¿Cómo apoyaste a mi padre? ¿Y a mi hermana? ¡Tú eres la puta maldición de esta familia!
Se levantó y después se dejó caer en el asiento, todavía atontado por su golpe en la cabeza.
—¡Tienes que salir de aquí! —le grité—. ¡Recoge a los esclavos y vete! Cuando Artafernes tome la ciudad…
—¡No necesito ninguna palabra que venga de ti! —chilló.
—¿Has liberado ya a Penélope? —dije, y se quedó paralizado—. Libérala. Se lo debes. ¡Por Ares, Arqui, saca la cabeza de debajo del ala! —añadí, mirándolo fijamente.
Darkar volvió con dos esclavos grandes. Yo los miré, toqué mi espada y se retiraron.
—¡Vete! —dijo Arqui.
—Diomedes no ha renunciado a la venganza —dije. No lo sabía; me llegó de los dioses—. Tu padre ya no está y el idiota del marido de Briseida trata de resistir en la ciudad contra Artafernes.
—¡Escabúllete, cucaracha! —dijo—. Conservaremos la ciudad.
Tomé aire y lo dejé salir.
—Si quisieras, me quedaría —dije. Todos mis planes para hablar con todo cuidado se fueron al garete y solo podía suplicar.
—¿Así puedes matarme? —dijo—. ¿O más bien me follarás? ¿De qué modo decidirás hundirme? ¿Tanto nos odiaste? ¿Tan mal te tratamos? ¡Por Zeus, debes de haber estado mucho tiempo sin dormir maquinando cómo hundirnos! ¿Trajiste a Artafernes a la casa también? —continuó, y la saliva empezaba a salírsele por la boca—. La próxima vez que te vea, te mataré.
Negué con la cabeza.
—No lucharé contra ti —dije.
—Mejor para mí, entonces —dijo él en tono grave—. Pero tu juramento no protegió a mi padre y no me protegerá a mí. Huye lejos, plateo.
Gracias a la amistad.
En la puerta, Kylix me puso un trozo de papiro, una única hoja, en la mano. Escrito de su puño y letra, decía solo: «Aléjate».
Gracias al amor.
Cuando zarpamos, los hombres de Quíos y de Mileto se reunieron en la playa para burlarse de nosotros, llamándonos «cobardes».
No hay justicia, cariño.
Pensé que zarpaba para ir a casa… Esperaba que así fuera. Pero, cuando salimos de la condenada Efeso, me estaba marchando de casa… y lloré.