Resultó que mi jefe de columna era Herc. Por supuesto, como piloto, era un oficial. Yo no estaba acostumbrado a recibir órdenes, lo que puede parecer una tontería, tratándose de un antiguo esclavo, pero así era. De todos modos, lo hice bastante bien, y todos los hombres de mi columna eran veteranos, al menos de algunas incursiones y de uno o dos asedios, y yo tenía mucho que aprender acerca de acampar, comer y mantener la limpieza. Me asombraba la cantidad de tiempo que los atenienses dedicaban a su equipo: pulir y limpiar con piedra pómez, sebo y trozos de cuerda en cada momento libre.
Agios era quien cerraba mi columna en la octava fila. Era un hombre muy conocido y en la mar era piloto; demasiado importante para servir en la primera fila y resultar muerto, o así lo entendí. El y Herc eran compañeros de fatigas y buenos amigos. Más tarde, fueron amigos míos, pero, en la marcha sobre Sardes, Agios no me dirigió muchas palabras agradables. Mientras que yo estaba asombrado de lo que trabajaban los atenienses para mantener su equipo, Agios estaba furioso por lo descuidado que era con el mío. Allí, en la marcha sobre Sardes, aprendí hasta qué punto el oficio guerrero se basa en el mantenimiento.
Estaba de un humor fatal, tan fatal que no recuerdo la marcha río arriba hacia Sardes. Cruzamos las montañas por los pasos. Lo supongo, pero no lo recuerdo. Yo tenía que llevar mi equipo porque no tenía esclavo. No recuerdo nada de aquello, aunque debí de sudar como un cerdo y ser el hazmerreír de los taxeis atenienses.
Lo pasé mal sin poder quitarme a Briseida de la cabeza. La odiaba y, sin embargo, aun entonces, sabía que me estaba engañando a mí mismo. No la odiaba, la comprendía. Pero también sabía que mi vida estaba hecha añicos, una vez más, tanto como me la había hecho añicos mi esclavitud.
Durante toda la marcha, estuve encerrado en la prisión de mi cabeza. Llovió y me mojé y en lo más alto del paso tuve frío. Sé que mis amigos, Estéfano, Epafrodito y Heráclides, me hablaban, porque me lo dijeron más tarde. Pero no recuerdo nada, sino la pesadilla, soñando despierto, de la pérdida de Hiponacte y Arqui… y Briseida.
Hiponacte y Arqui estaban en el mismo ejército que yo —éramos solo ocho o nueve mil— y los veía a ambos todos los días, a distancia. Debían de saber que yo estaba en el ejército, marchando a un estadio o dos de ellos. Recuerdo haber deseado acercarme a ellos todos los días, el anhelo de encontrármelos cara a cara, para recibir golpes o abrazos. Me parece que creía que ellos se compadecerían de mí. Ahora, muevo la cabeza negándolo.
Marchamos sobre Sardes durante quince días y, a pesar de nuestra larga demora en Efeso, cogimos desprevenida a la ciudad. Eso te dará una idea de lo mal preparados que estaban los medos para hacernos frente. Me parece que Artafernes nunca creyó realmente que los hombres que había tenido como amigos y anfitriones, hombres como Aristágoras e Hiponacte, pudieran marchar efectivamente contra él. Y era tan grande el nombre de Darío, Rey de Reyes, que ningún hombre osaría atacarlo. Entre los jonios, se hablaba abiertamente de conquistar Persia. Los atenienses se reían y hablaban de incrementar su comercio con Jonia. Nadie mencionaba Persia. También recuerdo eso.
En todo caso, los persas no estaban preparados.
Cuando descendimos del paso, los exploradores nos dijeron que las puertas de la gran ciudad, una de las más ricas de Asia, estaban abiertas.
Perdimos el orden. Todo el ejército se rompió en una masa de soldados que corrían hacia las puertas. Al menos, eso es lo que me pareció, y yo estaba cerca del frente. Arístides bramaba como un toro para hacer que mantuviésemos nuestras posiciones, pero nosotros no le hicimos caso y corrimos a las puertas más próximas.
Yo seguí a Herc. Iba deprisa, pero no tanto como yo, y yo trotaba con facilidad, manteniendo el ritmo. El resto de nuestra columna quedó atrás. Herc no era el más rápido, pero tenía energía. Otros hombres nos cogieron y unos pocos nos adelantaron, pero el resultado fue que bastantes de los nuestros llegaron a la puerta de Efeso de Sardes alrededor de la hora a la que los hombres se van del ágora y las puertas estaban abiertas.
Cuando llegábamos, los guardias de las puertas decidieron, al fin, que corrían peligro y empezaron a cerrar las grandes puertas de madera, o quizá las cerraran todos los días al caer la tarde.
Herc se lanzó hacia la puerta más cercana y los hombres lo siguieron. Yo atravesé como un rayo el espacio que iba reduciéndose y mi lanza alcanzó a un lidio y lo mató; los otros guardias abandonaron y huyeron y las puertas fueron nuestras, siendo yo el primer hombre que entró en la ciudad.
Después vi a hombres que se comportaban como animales y a hombres tratados como animales y, en medio de la matanza, desperté de mis pesadillas de la pérdida de Hiponacte y familia y de Briseida. Me encontraba en los restos del ágora, viendo a un trío de eretrios que violaban a una niña mientras otros saqueaban los puestos en una orgía de destrucción, como animales a los que hubieran dejado salir de sus jaulas. ¡Oh, uno no ha visto lo que son los hombres hasta que los ves andando sueltos en el interior de una ciudad!
Yo no hice nada por detenerlos. Todo ocurría a mi alrededor. Mi espada estaba roja y la sangre escurría por mi mano.
El asalto de una ciudad es el más deprimente de los actos de un hombre y el que más probablemente desate la ira de los dioses. Sardes estaba indefensa y los hombres y mujeres de la ciudad nunca se nos habían resistido ni hecho ningún daño mayor que cogernos algún dinero en sus transacciones comerciales. Pero nosotros los masacramos como corderos.
Algunos imbéciles prendieron fuego al templo de Cibeles y, más tarde, se nos devolvería el céntuplo de ese sacrilegio. Pero lo peor estaba por venir.
El asalto inicial sirvió para tomar la ciudad, pero no teníamos oficiales ni a ningún enemigo al que combatir, por lo que todos nos convertimos en ladrones y violadores, en bandas criminales ambulantes. Los hombres de la ciudad se reunieron, primero para tratar de apagar el incendio del templo y después para oponerse a nosotros y, como las llamas se extendían, se dirigieron hacia el ágora central.
Como no teníamos mandos ni órdenes, no asaltamos la ciudadela. Yo no fui mejor que el resto… Di por supuesto que la ciudad había caído. Permanecí en el ágora, mirando el incendio de la ciudad, negándome a violar y despreciando a los saqueadores, y vi que el otro lado del mercado estaba lleno de hombres… hombres muertos de miedo, supuse.
Artafernes estaba allí. Su armadura relucía frente a los incendios; él dirigió a los lidios de la ciudad y a sus propios hombres escogidos de la ciudadela directamente contra nosotros, y los griegos estaban dispersos como las ovejas son dispersadas por los lobos.
Vi venir a Artafernes. Los griegos pasaban corriendo por delante de mí y algunos ya iban abandonando sus escudos, tan mal estábamos. Debíamos de superara los lidios en un orden de tres o cuatro a uno y ellos nos dispersaban.
Cuando llegó el ataque, Herc estaba vaciando el puesto de un vendedor de oro como el lobo de mar profesional que era.
—¡Joder! —dijo—. Ya sabía yo que esto estaba resultando demasiado fácil.
Empezó a tocar su silbato marino y caí a su lado. Él tenía su escudo y yo el mío, los demás hombres que no estaban completamente enfrascados en el caos y muertos de miedo se unían a nosotros, y en un momento nos reunimos unos cien hombres. Noté que el hombre que estaba a mi derecha era el adeta de Eretria, Eualcidas, a cuyo amigo había expulsado de la reunión. La guerra hace extraños compañeros de escudo. Agios estaba a mi lado, detrás de Herc.
Los lidios se pararon cerca de nosotros.
Ése fue su error, porque, en cuanto los otros griegos vieron que los lidios se detenían, dieron la vuelta y se convirtieron en hombres. Eso es así en cualquier combate.
Arístides estaba allí. Recorrió corriendo la línea del frente y nos elogió por mantener nuestra posición; unas pocas palabras rápidas y más hombres se unieron a nosotros, quianos en su mayoría. Nuestro muro de escudos cubría el ágora y estábamos de cuatro a cinco en fondo… No era propiamente una falange, sino una línea profunda de hombres mezclados.
Después, los lidios se nos acercaron. No eran hombres grandes ni con buenas armaduras, excepto la guardia personal de Artafernes, en el centro, donde estaba yo. Y las Parcas se echaron a reír, porque el hombre que venía hacia mí a la luz de la tarde iluminada por el fuego era Ciro, con sus tres amigos a su alrededor. Se detuvieron a diez pasos de nosotros, para ver si retrocedíamos; teníamos a Arístides para atizarnos y refunfuñamos, pero mantuvimos la posición.
Los hombres de Artafernes empezaron a tirar contra nosotros con potentes arcos a poca distancia. A Eualcidas, que estaba a mi derecha, le alcanzó una flecha en el brazo del escudo y lo atravesó, tan fuertes eran sus arcos tirando a corta distancia. Vi que Heráclides inclinó el suyo y yo hice lo mismo, y después, bajo la cobertura de mi escudo, saqué el astil del brazo de Eualcidas y otros dos eretrios tiraron de él hacia atrás. El siguiente hombre que se puso a mi lado recibió la flecha de Ciro en el tobillo —yo vi el tiro— y después el mismo Arístides se expuso al fuego y corrió por la línea del frente, ordenándonos arrodillarnos detrás de nuestros escudos, y así lo hicimos. Era magnífico. Solo tenía un par de años más que yo, y yo quería ser él.
Por eso, me permití alguna bravuconada de mi cosecha. Llamé a Ciro por su nombre hasta que me vio, y me levanté y me quité el casco. Las flechas repiqueteaban en mi escudo y una me hizo un corte en el muslo desnudo, por encima de mis grebas, haciéndome un rasguño en el músculo, sin penetrar.
—¡Ciro! —rugí.
Él levantó su hacha sobre su cabeza y lo blandió saludándome.
—¡Estás como una cabra! —dijo, y se echó a reír.
Los griegos que estaban a mi alrededor se preguntaban en voz alta cómo podía conocer yo a un persa, a uno de la elite, y yo también me eché a reír.
Y después, su línea dejó de disparar y cargó contra nosotros.
Artafernes dirigía a sus hombres al frente de ellos. Nunca creas todas esas estupideces de que los medos fustigan a sus hombres para que avancen y que a veces utilizan a sus esclavos como escudos vivientes. Los auténticos persas y medos, como Ciro y Artafernes, son como leones, constantemente ávidos de combates.
Solo estaban a diez pasos de nosotros. Yo tenía a un extranjero detrás de mí y a otro a mi derecha, pero Heráclides estaba a mi izquierda. Miré al hombre que estaba detrás de mí. Parecía firme. Cuando los medos cargaron, yo me quedé agachado, escudo al hombro, y, cuando llegaron, piqué con mi primera lanza y alcancé a Ciro en la pierna; mi lanza se clavó en su pantorrilla y cayó al suelo. Farnakes estaba a su derecha y llevaba una pesada hacha, que encajó en la parte frontal de mi escudo cuando arrojé mi segunda lanza a la segunda fila, donde alcanzó en la barriga a un hombre sin escudo, un persa, que cayó. Empujé mi escudo contra la cara de Farnakes, con hacha y todo, y el hombre que estaba detrás de mí lo apuñaló mientras yo sacaba mi espada de debajo del brazo.
Y Heráclides chilló:
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás, perros!
Yo levanté mi escudo y retrocedí un paso. Estaban entrando en tromba a nuestro alrededor, a izquierda y derecha, buscando ganancias más fáciles, como hacen los hombres cuando la melé se hace caótica. Yo coloqué mi escudo bajo el extremo frontal del de Heráclides, y el hombre que había estado a mi espalda avanzó un paso para colocarse a mi lado —se estaba yendo todo a la mierda— y después se derrumbó, con un hacha en la cabeza, y sus sesos me llovieron encima.
Yo agarré una lanza y luché con ella hasta que se rompió. Pude oír a Arístides y seguimos su voz —«atrás, atrás, atrás, y el enemigo rara vez nos atacará, porque nos mantenemos juntos»—. Detrás de nosotros iban otros hombres, Agios y otros dos que no llegué a conocer, pero permanecieron con nosotros, y más de una vez una lanza que pasaba por encima de mi hombro me salvó la vida, hasta que nosotros cuatro llegamos a la entrada de un callejón en el que el capitán ateniense tenía otro pequeño puñado de hombres. Nos había esperado. Nunca lo olvidaré. Probablemente solo nos llevara un minuto llegar hasta él, pero él podría haber estado tan seguro como en casa por ese minuto y permaneció allí y esperó.
Bueno, Heráclides era su piloto, claro.
Alcanzamos el callejón y después salimos corriendo.
Corrimos hasta llegar a nuestros barcos, ¿eh? Bueno, no exactamente. Retrocedimos corriendo a través de los puentes y montamos una posición mejor, y Artafernes recibió una herida leve cuando su avance se detuvo. Yo combatí allí y estaba en la primera línea; probablemente pusiera fuera de combate a uno o dos hombres, pero era una lucha a la desesperada, sin filas ni columnas, y los jonios eran un hatajo de estúpidos sin orden ni concierto. Principalmente, trataba de mantener a Heráclides a mi izquierda y mi escudo con el suyo. No sé quién alcanzó a Artafernes, pero ese hombre salvó nuestro ejército. Porque su ataque se acabó en los puentes, y nosotros nos las arreglamos para retirarnos a Tmolo, a través del río Hermo, y nadie nos persiguió.
La mitad del ejército nunca había entrado en combate y quería asaltar de nuevo la ciudad. Quienes sí habíamos combatido estábamos furiosos y quienes habían escapado magnificaban el número y la ferocidad del enemigo, y se dijeron muchas palabras airadas.
Yo estaba sentado, sangrando por algunas heridas y respirando como el fuelle de una fragua, cuando llegó un hombre. Era un eretrio y llevaba un escorpión en su aspis, y parecía un hombre duro.
Vino directamente hacia mí.
—¿Eres tú el plateo? —preguntó.
Yo estaba sentado en mi escudo, por lo que no podía ver el emblema. Asentí.
—Doru —dije.
Él asintió.
—Salvaste a mi padre. Está diciéndole a todo el mundo cómo lo cubriste contra las flechas y extrajiste una de su espalda —me dijo, y me dio la mano. Yo la estreché—. Soy Parménides.
Le di un fuerte apretón de manos y él me hizo más elogios. Yo negué con la cabeza. Pero, más tarde, volvió con su padre y me trajeron un pellejo lleno de vino, que compartí con la gente que me rodeaba. Después llegó Estéfano, que venía de donde estaban los eolios —los hombres de Quíos y de la costa opuesta de Asia— y se sentó con mi variopinto grupo. Estaba en la sexta fila y lo bastante orgulloso para llevar la panoplia. Para él, era una promoción enorme, tan grande como mi paso de esclavo a hombre libre. Los eolios se toman mucho más en serio la sangre noble que los áticos y los beocios.
Cuando Estéfano regresó a su propio grupo, yo me tumbé; la cabeza me daba vueltas por el vino. Heráclides se tumbó a mi lado y no pudimos presenciar el momento en el que Arístides acusó a los milesios de cobardía.
He cometido una injusticia con el pobre Arístides si no he conseguido dar de él la imagen de una persona extremadamente correcta. Siempre tenía razón y algunos lo odiaban por ello. Nunca mentía e incluso rara vez ocultaba la verdad. De hecho, entre los atenienses, algunos se mofaban de él diciendo que era un hombre que solo veía en blanco y negro, y no todos los colores del arco iris.
Pero Melancio había sido herido en el ágora de Sardes y ahora Arístides estaba al mando de los atenienses, y se lo tomó muy en serio. Nosotros lo queríamos por su rectitud. Era mejor que otros hombres. Unicamente, no podía mantener la boca cerrada.
Un defecto que entiendo, cariño.
En todo caso, los milesios se habían echado atrás en la ciudad. Al parecer, Arístides les dijo que su cobardía nos había costado la ciudad. A Aristágoras, como jefe suyo, le ofendió la observación y se acentuó el carácter de reunión circunstancial de facciones del ejército, que se acercaba a una enemistad abierta.
Al día siguiente, me dolía el cuerpo, estaba mugriento, con sangre debajo de las uñas y el pelo enmarañado, pero no había agua suficiente porque estábamos demasiado lejos de las márgenes del río y los persas tirarían contra cualquier hombre que se acercara a la orilla a sacar del río un casco de agua —agua asquerosa, en todo caso—. Más tarde, sedientos, cabreados y sucios, retrocedimos a trompicones hacia el paso y oímos que los lidios estaban levantándose detrás de nosotros, que todos los hombres de Caria venían en ayuda de su sátrapa. En aquellos días, se conocía a los carios como los hombres de bronce, porque llevaban unas armaduras imponentes y eran mortíferos. Más tarde, en la Guerra Larga, fueron nuestros aliados, pero no aquella semana.
Nos lavamos en las fuentes del Hermo, llenamos las cantimploras, bebimos hasta hartarnos y resurgió nuestra bravura. Pero ya no éramos un ejército, sino una banda cabreada. Los atenienses no hacían nada por ocultar su desprecio hacia todos los jonios como soldados. Los jonios devolvieron el desprecio con un rechazo airado y se llegó a decir que los atenienses estaban sacrificando a los jonios para sus propios fines.
Por supuesto, era cierto.
La cólera de Arístides fue creciendo cada vez más; su piel pálida estaba constantemente enrojecida y caminaba en silencio, mientras su esclavo trotaba para seguirlo.
Yo vagaba por allí, observando a Arístides, viendo cómo se desintegraba el ejército y comprendía por qué desertaban los soldados. Estábamos condenados, y la racha de malos presagios que nos rodeaba, incluyendo la liebre viva que dejó caer un águila sobre un sacerdote en pleno sacrificio, solo confirmaba lo que todos los hombres sabían. Además, los hombres que habían asesinado y violado en la ciudad sabían que llevaban con ellos su propia condena, y se mostraban hoscos, culpables o simplemente abatidos.
Los atenienses no padecían estos problemas. Heráclides me dio un pesado collar de oro y lapislázuli que había arrebatado de un puesto del ágora.
—Solo me salvaste la vida diez veces —dijo—. Y yo salvé mi botín. Metí el saco debajo de mi escudo.
Se echó a reír, enseñando sus dientes irregulares. Solo era seis años mayor que yo, pero parecía el viejo del mar. Me puse el collar, bebí vino de mi cantimplora y marché con los atenienses, que todavía eran una banda disciplinada. Tuvimos que atravesar el paso como vanguardia y volvíamos a casa como retaguardia, con los eretrios inmediatamente delante de nosotros.
—En casa están nuestros peores enemigos —me gruñó Heráclides—. Pero tú ya lo sabes, ¿no? ¿Estuviste en el combate del puente?
—Estuve —dije.
—Nos contuvieron mucho tiempo allí —dijo Heráclides—. Buenos combatientes. Me alegro mucho de tenerlos ahí fuera.
Arístides se acercó a nosotros.
—Puedes ir en primera línea, en lugar de Melodites —dijo sin preámbulos. No sonrió, pero yo sí.
Llevaba el casco echado atrás; todos los atenienses lo hacían, porque marchaban preparados para el combate en todo momento, como hacían los eretrios.
Sonreí abiertamente, como un idiota.
—Gracias, comandante —dije.
Su aspecto era severo.
—No me des las gracias. Cuando volvamos a enfrentarnos con los medos, serás el primero en combatirlos.
Yo me encogí de hombros.
—Ya estuve en primera línea en la plaza del mercado —dije—. La próxima vez no nos quedaremos quietos y les dispararemos.
Se marchó y yo pensé que no me había oído o, más probablemente, había optado por ignorarme. Yo era joven, muy joven para estar en primera línea.
Ocupé el lugar del hombre muerto, era cabeza de columna, y los demás hombres tenían un concepto de mí lo bastante bueno para ayudarme a hacer un portapenacho y un penacho para indicar mi nueva graduación.
Ya no pensaba en Briseida. Estaba bajo el dominio de Ares.
Cuando Arístides me vio con mi penacho de crines de caballo, se acercó y me dio una palmada en el hombro. No dijo nada, pero fue uno de los momentos que más me enorgullecieron de toda mi vida.
Desde la cota más alta del paso, pudimos ver el río a lo lejos y los efesios estallaron en una ovación, como si hubiésemos estado un mes fuera y marchado mil estadios. Fuimos los últimos en bajar del paso y, por los exploradores, sabíamos que los lidios y los carios nos pisaban los talones.
Arístides quería que conservásemos el paso y nos detuvimos en la parte más estrecha de la pendiente de bajada. Escogió el terreno de una forma genial: una suave curva en el paso, de manera que el tiro de arco más largo solo llegaba a unos cien pasos, con los lados del desfiladero tan abruptos como muros. Acampamos en un frío y desagradable campamento, sin agua. Arístides me envió como enlace a Aristágoras. Yo iba a pedirle que enviara relevos de esclavos con agua para nosotros.
—Dile que conservaremos el paso durante una jornada —dijo—, para dar tiempo a que se recuperen los milesios.
Pero Aristágoras carecía de nobleza y estaba más interesado en ganar puntos que en vencer a los persas. ¡El presuntuoso cabrón! Ante el mensaje, se echó a reír.
—Dile a tu jefe —dijo— que no haremos nada en beneficio de Atenas —dijo las palabras en voz alta, para que todos los milesios lo oyesen y se unieran a sus carcajadas.
Corrí a llevar la respuesta. Ningún hombre me había ofrecido siquiera una cantimplora.
Fui directamente a Arístides. Estaba sentado en una roca; me agaché a sus pies y me embutí en la clámide contra el aire helado y traté de escupir. Tenía la boca tan seca que no podía mover la lengua. Me limité a negar con la cabeza.
Sin decir nada, Arístides pasó su cantimplora por encima de la cabeza y me la dio. Bebí un trago e hice una reverencia.
—Gracias —dije.
Él apartó la vista.
—¿Ha dicho que no? —preguntó.
—Ha dicho que no. Aristágoras dice que no haría nada en beneficio de Atenas —dije, y me encogí de hombros.
Mientras hablaba, se acercó Eualcidas. Se echó hacia atrás el casco —llevaba un gran casco alado cretense— y estaba gris de la fatiga. Estaba herido en un brazo, pero los hombres famosos no pueden mostrar dolor.
—¿Planeas conservar el paso? —preguntó. Era diez años mayor que Arístides y, aunque mandaba sobre muchos menos hombres, era un guerrero mucho más famoso. Levantó la vista al paso, en el que podíamos ver a un grupo de honderos lidios que merodeaba por allí.
—Vosotros, cabrones, nos apoyasteis en la ciudad —dijo y, a modo de explicación, escupió.
Arístides se encogió de hombros.
—Les pedí que nos enviaran agua. Aristágoras se negó.
—¿Y te sorprende? Les dijiste que eran cobardemente estúpidos, chico —dijo Eualcidas, y se echó a reír—. ¡Lo son! Pero nunca te lo perdonarán —añadió, y miró a su alrededor—. ¡Jodidos jonios!, ¿no? —prosiguió y me sonrió—. Eres un hombre valiente. Y gracias por mi vida. ¡No hay muchos hombres que puedan decir que han salvado a Eualcidas!
Yo me ruboricé y él se rio. Le guiñó el ojo a Arístides.
—Tienes a algunos hombres que merecen la pena. Escucha, nos quedaremos aquí con vosotros. Mejor que tratar de enfrentarse a los medos abajo en la llanura. Cualquier día de éstos, reunirán su caballería… Entonces estaremos condenados. Mejor combatir contra ellos aquí.
Arístides negó con la cabeza.
—No podemos acampar aquí sin agua.
Eualcidas se encogió de hombros. Tenía una sonrisa juvenil; era un hombre duro al que no convenía caerle mal.
—Por eso nosotros tenemos esclavos —dijo—. Envíalos al paso. Diles que traigan vino también. Si voy a morir mañana, creo que quiero una fiesta —añadió. Se volvió con un saludo y me puso la mano en la cadera—. Una fiesta —dijo, mirándome a los ojos.
¡Bueno! Ya te he hecho ruborizarte de nuevo. Escucha, cariño. Él era un famoso atleta y un hombre que se había criado en una plaza comercial, en Creta. Todos los cretenses son amantes de chicos, es su forma de vivir. Está en sus leyes. Soldados y atletas extraordinarios. No tanto como artesanos. No siempre los más inteligentes. ¡Oh, fue hermoso, el guerrero más famoso de nuestro ejército! Lo que él quería era obvio.
Enviamos a todos nuestros esclavos colína abajo a por agua, y los medos distribuyeron a algunos tiradores escondidos en torno al paso. Un grupo de nuestros hombres con unos cuantos esclavos los persiguieron con piedras y lanzas y nosotros nos quedamos en nuestras frías rocas.
Recuerdo aquella noche porque me dolía el cuerpo. Es algo de lo que nunca hablan los bardos, ¿no? Las heridas que recibes en combate, ¡dioses, las heridas que te haces en el gimnasio!: nudillos abiertos, dedos rotos, una costilla rota aquí, la negra quemadura en el hombro, donde el borde de tu escudo monta sobre el hueso del hombro, los cortes en las piernas… Ares conoce el peaje. Peor es para los hombres de primera línea, y yo había mantenido mi puesto en el ágora de Sardes y ahora, tres días después, todavía me dolía. Mi herida era leve, pero dolía cuando me echaba sobre ella y estaba tumbado en el suelo, sobre arena y grava. Y teníamos pocas hogueras, porque estábamos en la parte alta del paso y no había árboles.
La frase era: «Vamos a morir». Yo tenía excesivamente poca experiencia para hacer algo con respecto a esa frase.
Eualcidas salió de la oscuridad con Arístides, Heráclides y un eubeo al que no conocía. Mi columna no estaba dormida: estábamos acurrucados juntos en la oscuridad, murmurando, temiendo la mañana y tratando de no demostrarlo, como siempre hacen los soldados.
Arístides tenía una pequeña linterna de bronce y la puso en el suelo, y juro que aquella leve luz hizo más para nuestra moral que todo su discurso.
Arístides era un hombre serio y hablaba en serio. Explicó que íbamos a hacer una hazaña de armas, que los hombres nunca olvidarían nuestras acciones para salvar al resto de los griegos, y explicó después que, en la medida en que mantuviéramos nuestras posiciones, estaríamos a salvo.
Era un buen hombre y mi columna estaba mejor al ver su cara y oír su voz.
Eualcidas esperó hasta que hubo terminado y entonces mostró su contagiosa sonrisa.
—Mañana mataremos a un montón de medos —dijo—. Y mañana por la noche nos escabulliremos mientras ellos se preparan para un gran asalto —añadió, y miró a su alrededor a la tenue luz de la linterna—. Ya me he enfrentado antes a los medos, chicos. Recordad que todos ellos llevan oro, por lo que, cuando avancemos sobre sus muertos, nuestros zagueros tienen que coger sus anillos y broches. Después, todo el mundo compartirá el botín.
Así se inspira a los soldados. Morir por todos los griegos puede resultar atractivo a un puñado de jóvenes nobles, pero a todo el mundo le gusta el sonido de un anillo de oro.
Eramos la columna joven, inmediatamente a la izquierda del centro de los atenienses, y debíamos de ser el último grupo que tenían que visitar. Arístides me dio una o dos palmadas en la espalda, me estrechó la mano y desapareció en la oscuridad. Dejó la linterna; en ese momento, pensé que el hecho de que pudiera dejar abandonada encima de una roca una linterna de bronce con una lujosa lámpara de aceite en el interior era prueba de lo rico que era el hombre. Recuerdo que la cogí y la miré cuidadosamente. Pater nunca había hecho una cosa así. No era un buen trabajo —yo podía hacerlo mejor—, pero la estructura estaba bien pensada.
Eualcidas no se había marchado. Me estaba observando mientras miraba la lámpara.
Yo era joven. Sentía que su mirada encerraba cierta censura, y dejé la lámpara y me encogí de hombros.
—Mi padre era herrero y fundidor de cobre —dije.
Él asintió y se tumbó boca arriba, estirando las piernas.
—Tú no eres ateniense. Estoy seguro.
Negué con la cabeza. Tengo que decir que yo era el único de los atenienses que no era ciudadano, y ellos nunca lo utilizaron contra mí porque, aunque yo había sido esclavo, la amistad entre Platea y Atenas se había fortalecido hasta llegar a algo parecido al amor, o quizá se forjara en aquellas tres batallas y de alguna manera se las arreglaron para no joderla. Pero algunos de los hombres mayores me tocaban, en realidad, buscando la suerte, porque Platea le había dado suerte a Atenas… eso decían.
Por eso, me encogí de hombros.
—Soy de Platea —dije—. Pero he sido esclavo durante unos años.
Él se reía con facilidad y los músculos de su garganta eran fuertes y dorados como el bronce. Para mí, era como hablar con Aquiles; era muy famoso.
—¿Cómo un hombre como tú acabó siendo esclavo? —preguntó.
—No he acabado como esclavo —repliqué—. Ayer acabé en primera línea.
Él asintió, sonrió y no dijo nada, un talento que pocos hombres poseen.
—Tu gente me esclavizó —dije.
Él frunció el ceño.
—He sido jefe guerrero durante cinco años —dijo—. Nunca he marchado contra Platea. Vosotros vinisteis una vez contra nosotros, con los atenienses. ¡Nos zurrasteis como a un tambor! —añadió, y se echó a reír.
Eso me afectó. Lo había oído en otra parte, por supuesto, pero siempre de hombres que podían haber deformado la historia.
—Yo estuve allí —continuó—. Directamente frente a tus píateos. Llevo un escorpión en mi escudo. ¿Estabas tú en la falange? Debías de ser muy joven.
Asentí y, de repente, los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Mi hermano murió luchando contra los espartanos —dije—, y yo ocupé su lugar con su armadura.
—¿Era valiente? —preguntó Eualcidas.
—Lo era. Y murió frente a un espartano, hombre contra hombre.
Yo estaba llorando y el eubeo se dio una vuelta y me pasó un brazo alrededor. No dijo nada. Pasado un rato, volvió a darse la vuelta adonde estaba antes.
Fue mejor. En realidad, no me había parado a pensar en ello: la muerte de mi hermano, la de mi padre, y ahora, en la oscuridad, ante una batalla inminente, me invadió un amargo y furioso dolor por ellos. Ellos estaban bajo la tierra y yo aún estaba aquí. Es una cosa rara, cariño, algo que he visto a menudo: que los soldados raramente hacen duelo por un camarada cuando cae. A veces, pasan años.
—Mi padre cayó luchando contra vuestra falange —dije, tranquilo—. Yo iba detrás de él, y sostuve su cuerpo un momento.
Me detuve, porque era un recuerdo amargo: había sido demasiado débil para mantener mi posición, y la lluvia de bronce y de hierro me había golpeado en las rodillas y derribado sin sentido.
Le dije algo así:
—Cuando me desperté, era un esclavo —concluí.
Eualcidas movió la cabeza y sus dientes brillaron en la oscuridad.
—Tienes que ir a Delfos —dijo—. Estás tocado por el dios y te traicionaron. Ningún hombre de Eubea te vendió como esclavo. Nosotros huimos. Yo hui —dijo, y sonrió con su sonrisa juvenil—. Si vives lo suficiente, también huirás. El día llega, y el momento, y la vida es dulce.
Me di cuenta de que estaba sosteniéndole la mano. Tenía callos duros en la palma.
Me sentía mejor.
—No creo que sea nada vergonzoso huir cuando todo el mundo huye —dije. No estoy seguro de que eso fuera lo que pensaba en realidad, pero él era un gran hombre y, de repente, estaba tratando de confortarme.
Él sonrió, pero no con su sonrisa juvenil. Era, en efecto, una sonrisa muy vieja.
—Espera hasta que huyas —dijo—. Eres un buen joven. Me gustas, pero tengo la sensación de que no vendrás y compartirás mi manta.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, señor —dije.
Para ser sincero, estuve tentado. Él era bueno. Era un matador de hombres, pero algo en él era básicamente bueno. Y al sentarme con él, me enseñó… no sé qué, pero quizá que aquello en lo que me estaba convirtiendo podía ser más grande que la suma de los cadáveres que dejase.
En muchos sentidos, Arístides y Milcíades eran mejores hombres. Ellos construían para durar, y hacían cosas por su ciudad que permanecerían para siempre. Arístides era un noble en todos los sentidos, y su pensamiento era profundo. Y Milcíades era el mejor soldado que he conocido, excepto, quizá, su hijo.
Pero Eualcidas era un héroe, un hombre de la edad de oro. Casi como un dios.
Me besó.
—Seamos héroes mañana —dijo. Y se perdió entre las rocas, de vuelta con sus propios hombres.
Lo intentaron al amanecer, pero nosotros estábamos con cara de pocos amigos, resueltos y despiertos; la lluvia de lanzas cayó sobre nuestros escudos y los perseguimos paso abajo sin problema. Mi parte de la columna ni siquiera intervino.
Los esclavos nos trajeron algo de carne seca y algo de queso y yo comí lo que pude y bebí mi parte de agua. Mi cantimplora seguía llena y mi saco de cuero continuaba bajo mi escudo, mientras que la mayoría de los atenienses habían enviado su equipo con sus esclavos.
Más tarde, por la mañana, vi a hombres a caballo, un tanto chiflados, que avanzaban, y vi a Artafernes, con su brazo derecho en cabestrillo. Nosotros estábamos formados en nuestras filas y él cabalgaba muy cerca, pero tuvo el buen sentido de mantenerse a la distancia de una lanza de nosotros. Después, negó con la cabeza, hizo alguna gracia a uno de sus ayudantes y se marchó.
Quizá fuese una hora antes de su tentativa. Estábamos aburridos y nerviosos, y Arístides y Eualcidas estuvieron paseando por nuestro frente y hablando, lo que ponía nerviosos a los muchachos. Tú, el escriba con la tablilla de cera, si alguna vez conduces a hombres a la guerra, déjame decirte algo que no hay que hacer: no mantengas largas conversaciones con tus subordinados. ¿Lo pescas?
¡Qué viejo cabrón soy! Perdóneme, señor, usted es un invitado en mi casa. Tome algo más de vino. Y mándeme algo para mí: hablar de la batalla es un trabajo que da sed.
¿Sabes que la mayor parte de las cosas que cuentan los hombres de la guerra son un hatajo de mentiras? Todas las chicas lo saben; las mujeres desconfían de las baladronadas masculinas en la leche de su madre, ¿eh? ¡Ah!, ahora no te ruborizas, preciosa. No, lo que digo es cierto. Cuando caen las lanzas y los escudos suenan a la vez, ¿quién en el Tártaro recuerda lo que pasa? Todo se resume en una nube de pánico y desesperación, y siempre a un golpe de espada délo oscuro, hasta que estás allí respirando como el fuelle del taller de mi padre y alguien te dice que ya ha pasado todo.
Lo que recuerdan los soldados es el momento anterior y, a veces, el posterior. En el combate del paso, recuerdo a Cleón, el de mi segunda fila, que tuvo que mear cuatro veces, aunque no había bebido agua suficiente durante dos días. Y la mejor punta de lanza de Herc se perdió y él estuvo haciéndola vibrar, irritado; no es que pudiésemos oírlo, sino que la vibración lo crispaba, y así estuvo, como un hombre al que le moleste una llaga.
Heráclides, en la primera línea, a la derecha, tenía el penacho más elegante de entre los atenienses. Se lo quitó, lo peinó y volvió a ponérselo, lo que era una bonita forma de demostrar su desprecio a los medos, e hizo un montón para el resto de nosotros.
Después, Eualcidas tiró una de sus lanzas. No corrió ni saltó; simplemente dio un paso adelante y la lanzó con todas sus fuerzas y, Ares, fue un héroe. No tuve tiempo de decir nada mientras estaba en el aire; exclamé: «¿ves eso?» o algo igualmente tonto mientras hendía los cielos.
Primero dio la punta, y después él corrió a lo largo del frente.
—Salvo que penséis, cabrones, que podéis superar mi lanzamiento —dijo—, ¡qué nadie tire una lanza hasta que los medos estén más cerca que eso! ¡No las malgastéis!
Lo ovacionamos.
Y después llegaron los medos.
Conocían su oficio. Fueron apareciendo por la esquina del paso —la guardia personal y después, más persas, con sus altos cascos y sus evidentes armaduras de escamas—, a menos de medio estadio de distancia. Se detuvieron y formaron su frente en cuestión de instantes, mucho más deprisa de lo que hubiese previsto cualquiera de nosotros.
El primer lanzamiento de flechas cayó mientras todavía los mirábamos, admirados. La mayoría de nosotros éramos veteranos y todos nuestros escudos estaban apartados de nuestros empeines, los teníamos en nuestros brazos y los sosteníamos en alto. Dudo que muriera ningún hombre bajo esa primera oleada, pero algunos recibieron una flecha en el empeine. Cleón tenía un anillo en su casco y eso lo aturdió, y todos nuestros escudos se movieron bajo el peso de las flechas. Dos saetas atravesaron el fino bronce de la parte delantera de mi aspis y la más pasada atravesó el armazón.
Y eso solo fue una descarga.
Llegó la segunda andanada y la tercera estaba en el aire, y los hombres ya estaban perdiendo los nervios. Tras la segunda descarga, se oyeron gritos, y no recuerdo las cinco o seis siguientes, excepto que eran como si un hombre muy grande estuviese arrojando piedras sobre mi escudo. Me hicieron un rasguño en la parte exterior del muslo izquierdo y otra flecha me dio tan fuerte en la greba izquierda que casi me caigo, pero el bronce aguantó, a pesar de su mediocre factura.
Me di la vuelta y miré por qué el escudo de Cleón no me presionaba la espalda. No estaba muy lejos, a la distancia de un brazo, pero también él estaba mirando hacia atrás.
—¡Acercaos y levantad vuestros putos escudos! —chillé, y cayeron las dos descargas siguientes. Más gritos. Ahora había hombres caídos y otros empujaban hacia atrás.
Haciendo caso omiso de las flechas, Eualcidas atravesó el frente de la falange.
—¡Qué vengan conmigo diez hombres! —gritó.
No tenía ni idea de lo que había planeado, pero, si lo dirigía Eualcidas, yo iba.
—¡A primera línea! —le grité a Cleón. Salí en cuanto cayó la siguiente descarga de flechas.
Arístides no era ningún cobarde. Salió de su sitio como estratego.
—¡En cuanto estén preparados, salimos! —gritó.
Por extraño que parezca, a diez pasos delante de la falange, solo una flecha alcanzó mi escudo. Los persas estaban ahorrándolas.
Ahora entendí lo que estábamos haciendo. Y hasta qué punto era una maniobra suicida.
La mayoría de los hombres que salieron eran eubeos. Creo que había ocho de ellos y Eualcidas no esperaba a más.
—¡El primer hombre que llegue a los medos vivirá para siempre! —dijo.
Y salimos corriendo.
Corrimos como si lo hiciésemos en el hoplitódromo, la carrera con armadura. Corrimos directamente hacia sus líneas: trescientos persas, una primera línea de lanceros con grandes escudos, festoneados como los beocios, y después, ocho filas más de hombres con arcos pesados y espadas cortas. Ciro estaría allí, y Farnakes, si no lo había dejado fuera de combate, y todos los demás a los que conocía.
Pensé todo eso en un paso, mientras mi sandalia aplastaba la grava.
Tenía por delante otras doscientas zancadas más… o la muerte.
Debimos de sorprenderlos, y los desconcertamos de nuevo por nuestra velocidad. Fuimos muy rápidos. Cuando pienso en aquella carrera, recuerdo que era para jóvenes: hacía falta ser muy estúpido para atreverse a cruzar en solitario un campo de flechas persas y muy fuerte para que pareciese un riesgo razonable.
Pusimos a los medos en un dilema: ¿disparar a los corredores o disparar a la falange? La falange nos seguía, y no precisamente con lentitud. Comenzaron a cantar el peán y no fue la mejor interpretación que he escuchado, pero sonaba fuerte en los estrechos confines del paso.
Después, hay que entender la forma persa de actuar. La primera línea, como digo, es de lanceros —a veces, también la segunda—. Por eso, todos los arqueros tienen que disparar sobre las dos primeras filas, lo que significa que pierden la capacidad de atacar a hombres individuales. Los maestros arqueros, los oficiales, deciden cómo tendrán que disparar. Para ellos, es difícil señalar a unos pocos hombres como objetivo mientras el resto dispara a otros.
No es que yo supiera nada de esto. Yo me limitaba a correr y el único sonido que podía oír era el de mis pies sobre la grava. Corría como si fuese a conquistar un premio.
Corrí cincuenta pasos, quizá más, antes de que empezaran a tirar contra mí. No era la tormenta de antes, sin embargo: eran impactos constantes de flechas aisladas contra mi escudo. Algo me dio en el pie, y después sentí un golpe como la coz de una mula contra mi espinilla, pero, de nuevo, la greba aguantó y seguí corriendo hacia delante.
Y después, el mundo se despejó para mí. Es difícil de describir, en realidad. Yo iba corriendo y entonces, como si se me hubiesen cerrado los ojos, lo hacía como un dios. Me sentía como si fuese un dios. Yo había estado corriendo con mi aspis al frente y levantado, que me cegaba a todo salvo al suelo bajo mis pies. Ahora, dejé el escudo un poco más bajo y corrí mirando a los medos.
Y ellos estaban cerca.
Tengo tanto que decir sobre esto que solo conseguiré aburrirte, zugater. Excepto que algo cambió, y era como si pudiera ver habiendo estado ciego. Pude ver que iba a vivir. Pude ver que iba a ser un héroe. Creo que me lo garantizaba Atenea, o mi antepasado Heracles.
A veinte pasos de su muro de escudos, decidí no frenar.
Merece la pena señalar que, cuando los hombres corren hacia un muro de escudos, frenan cuando se acercan a los últimos tres o cuatro pasos. Tienen que hacerlo o se arriesgan a que una mano serena les acierte en la rodilla o en el muslo. Y la mayoría de los hombres temen, con razón, el momento en que choquen contra los escudos enemigos. En ese momento, eres vulnerable. Puedes caer.
Yo ni siquiera frené. Alargué mi zancada como un velocista a punto de acabar una carrera, como si me esperara una guirnalda o una corona de laurel.
Una flecha dio con tal fuerza en la parte frontal de mi casco que casi pierdo el equilibrio. Después, me estrellé contra su muro y la vista, el sonido y el olfato de todo me golpearon a la vez.
Maté a hombres.
Ningún hombre me mató a mí.
No lo supe en el momento, pero fui uno de los dos hombres que alcanzaron su muro. Lo logramos y me dijeron después que perforamos unos huecos en su muro de escudos como un gran punzón de hierro que pinchase en el bronce.
La falange nos seguía de cerca y ninguna flecha cayó sobre ella. Bramaban, aunque yo no lo oí. Estaba en un mundo no mayor que el suelo empapado de sangre que tenía bajo mis sandalias y los límites de mi casco. Recuerdo que los golpes caían sobre mi casco como el martillo de pater sobre su yunque, y más golpes rebotaban en las escamas de mi espalda y acuchillaban la parte exterior de mis muslos y mi brazo derecho, pero me negué a parar. Recuerdo eso. Recuerdo que decidí que seguiría adelante a su través y vería qué pasaba después. Empujé, pisoteé y maté, y no recuerdo haber combatido contra los lanceros, sino solo haber matado a arqueros, destrozando sus rostros y sus arcos y avanzando, avanzando siempre, y el dolor de los golpes en mi espalda y en mi casco, y después, más rápido de lo que puedo contarlo, había llegado al otro lado. Me encontraba ante la roca del paso y me di la vuelta. Mis dos lanzas habían desaparecido —los dioses sabrán dónde— y saqué mi espada, puse la espalda contra la roca y rajé a todo persa que avanzaba hacia mí.
Eran valientes. Unos cuantos de ellos, de las filas traseras, hombres sin experiencia, me rodearon. No tenían escudos ni lanzas y no eran gran cosa mano a mano; me cercaron torpemente y, a pesar del ruido que me llenaba la cabeza, los maté. No a todos, los justos para que el resto se detuviera y dudara.
Después, llegó la presión, la clase de presión que sufres en una pesadilla, y me encontré aplastado contra la roca, y el aspis contra mi garganta y mis muslos, y grité por el dolor que me causaba.
Entonces, llegaron unos hombres gritando mi nombre, y se acabó todo.
Eualcidas fue el primero que me abrazó. Se echó atrás el casco sobre la frente; estaba temblando de la cabeza a los pies y tenía una flecha que atravesaba limpiamente su casco.
—¡Por Ares! —dijo—. ¡Sabía que eras hermoso!
Y en aquellos cinco minutos, en el tiempo en que los relojes de agua dan a un hombre para decir lo que piensa en la asamblea, yo ya no era un hombre.
Me había convertido en héroe.
La mayor parte de los otros ocho hombres que corrieron con nosotros estaban muertos o malheridos. Solo Eualcidas y yo llegamos a la línea del enemigo. Y habíamos causado daños importantes a los medos, matando a quince y dejando fuera de combate a otros veinte. Teníamos cautivos.
Yo estaba tan aturdido que estaba enfermo. Vomité sobre las rocas y Heráclides me recogió el pelo. Después, bajamos del paso al lugar de donde partimos. Los esclavos enterraron a nuestros muertos y nosotros esperamos al sol. Bebí el agua que me dieron los hombres y después vacié el agua y el vino de mi cantimplora.
Eualcidas se me acercó.
—Si vuelven, ¿lo harás de nuevo? —preguntó.
Sonreí.
—Por supuesto —dije.
Era como la locura, el olor del buen vino o el momento en que una mujer deja caer su peplo antes de que puedas tocarla.
¿Quieres saber lo que hace diferente a Aquiles de los demás hombres entre los nobles aqueos? Homero debió de conocer a algunos matadores de hombres. Él nos conocía. Porque un hombre —un buen hombre, y el mundo está lleno de ellos— puede mantenerse firme en un buen día. El fija su actitud: o está encolerizado o es simplemente joven. Y se mantendrá firme y matará, combatiendo sus miedos y a sus enemigos a la vez. Nosotros honramos a esos hombres.
Pero los matadores de hombres siguen vivos cuando no queda nada, sino ese miedo y la urgencia del espíritu, cuando todo lo de tu vida cae y estás al filo de tu espada y en la punta de tu lanza. Los matadores de hombres combaten a diario, no en un buen día. Eualcidas era serio. Sabía que podíamos tener que entrar de nuevo corriendo en la tormenta de flechas… y, ahora que me había tomado la medida, quería que corriese con él.
Y, por supuesto, yo quería ir.
No, eso no significa que no tuviese miedo. Estaba aterrorizado. Pero tenía que sentir ese terror una y otra vez.
Pero ellos no volvieron, y una hora después de anochecer, marchamos en la oscuridad, a la luz de una antorcha, descendiendo el resto del paso, hacia la llanura.