La mañana siguiente, llevaba mi nueva armadura cuando empezamos a cargar los barcos. Era una tontería llevar la armadura para trabajar, pero, por los dioses, era bueno parecer un noble, y yo era joven y arrogante. Todavía me dolía el hombro del vapuleo que me dio el escudo en el combate y en la carrera.
Noté que los hombres cuidaban sus palabras cuando me hablaban.
Estéfano estaba, si acaso, más cerca de mí. A él no lo asustaba y estaba contentísimo de que Clístenes hubiese muerto. En realidad, me gané su amistad con aquel golpe. Y cuando me puse sentimental la primera noche, Melaina me contó historias de Clístenes y las chicas de la localidad hasta que me sentí como un benefactor público.
Me sentí menos benefactor cuando los buques estuvieron cargados. Allí estaba yo, reluciente, dentro de una coraza de escamas que valía una hacienda, un buen casco y un magnífico aspis. Los demás hombres estaban cargando los barcos; no teníamos disciplina, por lo que cada buque se cargaba a su propia velocidad, y nos fuimos tan tarde de la playa que vimos al gobernador Pelagio y a las mujeres de su casa con el cuerpo, levantando una pira. Y a la mujer mayor, cuyas lágrimas parecían brotar de ella como las tripas de un venado muerto cuando las arrancas; debía de haber sido su madre.
Solo entonces descubrí plenamente qué es ser un matador de hombres. Cuando matas, le quitas la vida a un hombre. Se la quitas. El nunca podrá recuperarla. Cuando la oscuridad llega a sus ojos y se agarra a sus tripas, está hecho. Y no solo se la robas a él, sino a sus padres y a su familia, a sus hermanas y a sus hermanos, a su esposa y a sus hijos, a sus amantes, a sus deudores, a su amo y a su esclavo; a todos se la robas.
Clístenes era un mal hombre, no me cabe duda, pero todos los allegados a él estaban en aquella playa y era como una escena de una función de Atenas; no es que llegaran hasta mí furiosos, sino que todos estaban allí: sus caballos y sus perros, sus mujeres, sus esclavos, su hijo. Todos allí en un lugar, para que los viese.
Lo maté porque no me gustaba. No os mentiré. Por eso, yo me quedé allí, dispuesto a arrostrar las consecuencias. La mayoría de los matadores son hombres torpes. Creo verdaderamente que nunca ven la pira funeraria. Nunca piensan. Yo bajé a la playa y todos ellos me vieron, y me miraron como si yo fuese una especie de bestia.
También pienso mucho. Por eso bebo. Aquí…, tú. Ponte colorada por mí y hazme feliz. Allí… ¡ah! Mi mundo es más brillante por tu presencia, señora.
Nunca os prometí una historia feliz.
Desembarcamos en Efeso y todos los señores de la flota se reunieron con los señores de la ciudad, pero yo me quedé en nuestro barco. Tenía miedo de que me prendiesen. Miedo de volver a ser esclavo. Miedo de lo que había hecho con Briseida. Miedo de que ya me hubiese olvidado.
Y soñé con Clístenes y su pira funeraria. Todavía sueño con ello. Es el único. He matado a hombres suficientes para formar una falange, pero él es el único que todavía me persigue.
Arqui estaba distante cuando desembarcó, pero vino derecho al barco a decirme que el padre de Diomedes había enviado a su hijo a una finca en el campo para que se recuperase y que nada se había dicho. Típico. Las cosas que más temes nunca llegan a pasar. Diomedes y su padre podrían buscar la venganza, pero no habían ido a los tribunales.
Dejé el barco y entré en la casa como hombre libre, llevando la armadura. Me sentía raro… todo era raro. La comida no sabía bien y anhelaba ir y comer en la cocina, pero no lo hice, igual que quería que uno de los esclavos me dijera lo valiente que parecía con mi magnífica coraza de escamas, pero ninguno de ellos se atrevió siquiera a mirarme a los ojos.
Ni siquiera Penélope, que abrazó a Arqui cuando regresamos y a mí ni me observó.
Briseida me miró con una enigmática media sonrisa en la comisura de su boca. Descubrí que, en realidad, no podía respirar. Me sentía como si hubiese estado ausente diez años y me di cuenta de que había olvidado su aspecto. Ella estaba en el patio para darnos la bienvenida porque su madre nunca abandonaba ya su habitación y Briseida era, en realidad, la señora de la casa.
—Bien —dijo ella. Eso fue todo.
No volví a verla durante días. Me bañé varias veces y pensé, con sensación de culpabilidad, en la vez en que hicimos el amor… si eso es lo que fue. Y descubrí que pensaba en Melaina, lo que parecía como una traición, excepto en que ella era más mi fortuna, si asumes lo que quiero decir. Me pregunté por qué ni siquiera había tratado de besarla.
Arqui fue a las conferencias y se reunió con hombres como Arístides y Aristágoras, conspirando a favor de una campaña contra los medos por la libertad de Jonia.
Me vi como un hombre solitario en una ciudad que había sido mi patio de juegos. No podía ir y sentarme en la fuente de Polio… ¿O acaso podía?
Encontré a mi chica tracia en el callejón trasero, casi por accidente, y traté de que viniera a dar un paseo conmigo, pero salió corriendo. Eso me hirió.
Así, después de dos días en los que no conseguí ser el héroe que había regresado, subí a la colina, al templo de Artemisa. Y allí encontré a los chicos sentados frente a Heráclito. Yo no era un niño, pero me senté a sus pies.
Él inclinó la cabeza en señal de asentimiento a mi presencia. Estaba presentando las reglas de los triángulos. Había tres chicos nuevos. Yo me había marchado dos meses antes e incluso ese mundo había cambiado. Pero escuché y mi mente recorrió los caminos de los números y las cifras en la arena, en vez de la muerte, la guerra y el sexo, y me hice una pequeña cura, como siempre recibo del sabio.
Cuando terminó con los demás chicos, vino y se sentó a mi lado.
—Lo que hiciste con Diomedes fue cruel —dijo.
—El logos habla a través del conflicto —dije, citándolo.
—No me vengas con esa mierda —dijo. Su mirada se encontró con la mía y la taladró como la piedra contra el hierro—. Le hiciste daño a ese chico.
Yo me encogí de hombros.
—Se lo merecía.
Heráclito se sentó y se apoyó en su bastón. No recuerdo ninguna otra ocasión en la que se sentara conmigo.
—Tengo muchas cosas que quiero decirte. Tú casi puedes ver el logos… y, sin embargo, estás muy lejos de la auténtica comprensión, ¿no es así? Tú me comprendes cuando hablo y, sin embargo, puedes hacer daño a un muchacho como ese por razones infantiles.
Parpadeé para controlar las lágrimas. Había estado tratando de controlarlas desde que se sentó conmigo. ¡Ah! Las siento en mis ojos aun ahora. Nadie más se ha preocupado, excepto Estéfano y Arqui. Él se sentó allí y escuchó.
—Lo hice porque rompió su compromiso con Briseida —dije—. Él le hizo daño. ¡Yo hice lo correcto!
Los ojos de Heráclito siguieron fijos en mí, y casi se podían ver las chispas cuando su mirada perforaba la mía.
Finalmente, incliné la cabeza.
—No, no estuvo bien.
—No —dijo—. Di la verdad, al menos a ti mismo. Yo supe la verdad en cuanto oí que le habían hecho daño al chico. Tú le hiciste daño. Cruelmente. ¿Es eso lo que eres? ¿Un hombre que hace daño para su propia satisfacción?
No podía mirarle a los ojos. Y empecé a llorar. Me senté en las escaleras y le conté la historia de Clístenes. Él se estremeció cuando le relaté que le corté la mano. Pero sonrió cuando le conté, en medio de mis lágrimas, lo de la pira funeraria.
—La lástima del mundo es que tenemos que llegar a la sabiduría por el fuego —dijo—. ¿Por qué el hombre no puede aprender la sabiduría de otro hombre?
No pude responderle. Quizá nadie pueda. Pasado un rato, continuó:
—Has descubierto uno de los secretos del mundo de los hombres.
—¿Cuál es? —pregunté.
Aquellos chicos —la mayoría me conocían— estaban preguntándose por qué estaba sentado el maestro conmigo y por qué estaba yo derramando lágrimas como una olla parcheada chorrea agua.
—El secreto es que a los hombres se los mata con facilidad. Que si eres valiente y tienes una mano firme y un corazón frío, puedes tener lo que desees —dijo, y apartó la mirada—. Esta ciudad está a punto de ir a la guerra contra Persia, y después aprenderá una lección que creo que ya sabes. La guerra es el rey y el padre de todo, hijo mío. A unos hombres los hace señores y a otros, los hace esclavos, ¿me comprendes?
—No —dije.
—¡Ah! —dijo, y se echó a reír y, para sí, añadió—: el conflicto que predico, algunos hombres lo dominan sin saber por qué y lo utilizan en beneficio propio, sin pensar en las consecuencias. La guerra los hace señores y reyes. Pero no son hombres buenos. El matador está en cada hombre, más cerca de la superficie en unos que en otros, creo. Yo vi al matador en tus ojos la primera vez que tu amo te trajo por la escalinata —afirmó, y asintió—. Para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses.
—¡Los hombres combaten en guerras! —protesté.
—Y los hombres regresan de ellas, confundidos respecto a lo que las leyes de los hombres y de los dioses les piden —continuó. Parecía un ave de presa, ascendiendo en la distancia sobre las montañas—. Esa ave puede matar veinte veces al día sin ser nunca un agente del mal, solo del cambio. Pero los hombres no son animales. Con quien se aparean y lo que matan se convierte en lo que son —afirmó, y me miró—. Tú eres un guerrero. Debes encontrar tú mismo un camino que te conserve entre los hombres, y no entre los animales. Evita la confusión. La ley es mejor que el caos.
No parece un discurso amable, aunque creo que puedo recordar cada palabra. Y sí, esa línea sobre el conflicto y la guerra… la decía todo el tiempo, y está en su libro. No creo que fuese el primero en oírla, sin embargo. Pero se me quedó clavada.
Escuchad todos vosotros. Hay hombres y mujeres —sois suficientemente mayores para saberlo— que descubren para qué son sus partes bajas y se vuelven locos con eso. Lo mismo sucede con el hecho de matar. Ocurre que matar es fácil. Infligir dolor es fácil. Clístenes lo aprendió. Y cuando yo le di la otra mitad de la lección, no pudo aprovecharla. Quizá si hubiese tenido un maestro como el mío…
Durante semanas, los barcos subieron por el río y fueron dejando soldados griegos en nuestras orillas, y reunimos un poderoso ejército. Al menos, pensábamos que era un ejército. Aristágoras nos prometió un combate fácil. Dijo que los persas tenían lanzas cortas y no tenían escudos, y que sus riquezas estaban allí para que nosotros las cogiésemos.
La oscura comedia de los hombres es que todos los jonios sabían que era un mentiroso de mierda. Muchos de ellos se habían enfrentado a los persas o huido de ellos y sabían lo buenos que eran. Y sin embargo, esta enfermedad, esta manía, se propagó como si el mortífero arquero les hubiese disparado flechas de inflamación y enfermedad: la falta de temor a los persas.
Esta enfermedad tiene un nombre en todas las tragedias. La llamamos hibris, y todos los hombres y todas las mujeres están sometidos a ella.
Por eso, debatieron y planearon. Nadie se ejercitó, sin embargo, y nadie nombró a un comandante, aunque todos, menos los atenienses, recibieron órdenes o, al menos, sugerencias de Aristágoras. Él fue a cenar a la casa. Yo no estaba excluido, pero no estaba cómodo asistiendo a cenas formales. ¡Oh! Mis modales estaban a la altura —había aprendido los modales de los aristócratas—, pero ¿tumbarme en un diván y ser servido por Kylix…?
Fui y comí en tabernas cerca de la mar. Fue una buena idea, porque encontré a Epafrodito en una y a Estéfano en otra, y aprendí a jugar a las tabas como un isleño. La victoria de Estéfano como luchador le había ascendido del bando de remeros a las filas del séquito de su señor y ahora era un hoplita. Él, Epafrodito y yo teníamos en común los juegos, y eso era suficiente. Y, cuando encontramos a Heráclides, éramos cuatro, que es un buen número para los hombres.
Cuatro semanas de dados en tabernas y bebiendo vino barato, haciendo ejercicios en el gimnasio —todos los soldados aliados eran bienvenidos allí y ninguno me conocía— y cuatro semanas de sentarme a los pies de Heráclito. De hecho, me llevé a mis amigos para que le oyeran hablar. Estaban encantados, pero desconcertados, y los tres estuvieron de acuerdo en que era un gran hombre, pero nunca volvieron conmigo.
Heráclides habló por los otros dos. Él estaba en el ágora, toqueteando un cuchillo de campo de bronce liso. El vendedor era un esclavo del herrero que lo había hecho. Era un trabajo mediocre.
—Te pagaré en óbolos lo que pidas en lechuzas —le dijo Heráclides al esclavo. Acababa de pedirle que viniera conmigo por segunda vez a oír a Heráclito—. ¡Por todos los dioses, hombre… tres óbolos, pues!
Se volvió hacia mí con una mueca.
—Tu filósofo está un poco por encima de mis gustos, Doru. Pude ver que era un gran hombre… fue un placer escucharlo. Pero apenas comprendí una palabra de lo que decía —dijo, y se volvió hacia el esclavo—. Cuatro óbolos… Lo tomas o lo dejas.
Heráclito se sentaba conmigo todos los días después de que marcharan los demás chicos, y hablábamos sobre las leyes, leyes de los hombres y leyes de los dioses. Tú lo habrás oído todo de tus tutores, estoy seguro. Sí, ¡les cortaré la cabeza si no lo has oído, cariño! Que la mayoría de las leyes son leyes de los hombres por razones de los hombres. En Esparta, cada hombre toma a un chico como amante, y en Quíos, que un hombre se acueste con un chico le supone la muerte. Éstas son leyes de los hombres.
Pero los dioses detestan la hipocresía y la hibris, como demostrará toda historia que sea cierta. Y el asesinato, y el incesto. Éstas son las leyes de los dioses. Y hay leyes que solo podemos adivinar: leyes de hospitalidad, por ejemplo. Parecen leyes dadas por los dioses, pero, cuando encontramos a hombres que tienen leyes de hospitalidad diferentes, tenemos que hacernos preguntas.
¡Bah! Hablo demasiado. Debería haber sido filósofo, como dijo el sacerdote de Hefesto.
Y después estaba Briseida.
No puedo recordar cuánto tiempo había estado en la casa antes de verla de nuevo. Yo estaba en la habitación de su padre, con su permiso —conmigo era formal y educado, aunque un poco frío—, leyendo sus manuscritos. Tenía las palabras de Pitágoras y algunas de Heráclito y de Anaxágoras también. Y yo las estaba leyendo. Y también estaba ayudándolos a él y a Darkar a hacer sumas. Llegado a este punto, habría llevado agua al aljibe: tan aburrido estaba y tan infrautilizado me sentía. Arqui no me quería cuando iba a la conferencia diaria, por lo que me parecía que no tenía ningún cometido, excepto medirme con él en el gimnasio, en la palestra y en la pista.
Estaba leyendo, como digo, cuando entró Briseida. Me sonrió —una sonrisa muy feliz— y cogió un manuscrito de mi cesto.
—¿Has leído a Tales? —preguntó—. Porque todo eso suena como a adivinos; él parece el más sabio del grupo. O quizá solo deteste menos a las mujeres.
—Heráclito no detesta a las mujeres —respondí con vehemencia.
—¡Oh! —dijo ella, y sus ojos destellaron—. ¡Maravilloso! Le pediré que me acepte como estudiante ahora mismo.
Tuve que sonreír. Levanté la mano como lo hace un espadachín en la práctica, cuando reconoce que le han tocado.
—¡Tocado! —dije.
—Fui feliz en la escuela de Safo —dijo ella—. Me gustaría poder volver, pero soy demasiado vieja.
Vieja a los dieciséis años.
Su padre nos miró.
—Estoy trabajando —gruñó.
—¿Podemos leer en el jardín? —preguntó Briseida con dulzura, y él besó su mano, distraídamente, con la mirada en su trabajo.
Cogimos los cestos de manuscritos y fuimos juntos al jardín.
—¿Por qué no me lees? —dijo ella. En realidad, no era una pregunta…
Y así fue. Leía para ella a diario. Leimos el libro de Tales sobre la naturaleza, una recopilación de sus palabras, en realidad. Nos las arreglamos para leer a Pitágoras, y nos reímos con lo que no entendíamos, y Briseida hacía preguntas y yo le enseñaba lo que sabía de geometría, que no era poco, y llevaba sus preguntas a Heráclito y las respondía. Él desdeñaba a las mujeres como sexo, pero era amable con ellas como personas, con respecto a lo cual Briseida decía que era una inmensa mejora a la inversa.
Si yo creía que la amaba cuando era un esclavo, era solo el deseo de lo inalcanzable. Todos los chicos aman a alguien inalcanzable y, para su confusión, no pocos alcanzan lo que quieren, de todos modos. Pero, cuando nos sentábamos juntos, día tras día, la veía de otra manera.
Yo soy un hombre inteligente. Toda mi vida, mis agudezas han cortado a otros hombres como mi espada.
Ella era mi mejor alumna. Yo lo veía con la geometría. En tres semanas, había aprendido todo lo que yo le podía enseñar. ¡Por los dioses, si pudiera haberle enseñado a trabajar metales, habría hecho un casco corintio en tres semanas! Una vez que su mente captaba una cosa, nunca la dejaba pasar, como un jabalí con sus colmillos en la presa.
¿Has visto alguna vez un águila matando cerca de ti? Ella se vuelve y tú recoges su aliento, y ella golpea su presa y, si estás próximo, puedes ver la sangre —una breve nube roja, una bruma— y tu corazón se detiene con la belleza de ello, aunque pienses que es un animal que mata otro animal. ¿Por qué es tan hermoso?
Y lo mismo con el pensamiento de Briseida.
Después de dos semanas, ella se inclinaba muy cerca de mí mientras yo le enseñaba una píxide de bronce que había hecho para ella —teníamos una pequeña fragua—; se acercó aun más y me pasó un dedo por la mandíbula.
—Ven a mi habitación esta noche —me dijo.
Yo me incliné hacia atrás; su tacto fue como una quemazón en mi mandíbula.
—Si me cogen… —dije y, como un cobarde, mis ojos revolotearon alrededor por los esclavos.
Ella se encogió de hombros.
—A mí no me han cogido. ¿O soy más valiente que tú, héroe mío?
No dijo nada más, nada. No me dirigió una mirada, ni me tocó siquiera.
Fui a su habitación preguntándome a cada emocionante paso si había creado yo todo en mi cabeza. ¿Me lo había pedido realmente? ¿De verdad?
Me detuve en el vestíbulo delante de su habitación, aunque allí no había donde ocultarse. Inspiré, sentí la debilidad de mis rodillas y me estremecí. No había hecho ninguna de estas cosas desde antes de matar a Clístenes. Todos los hombres son valientes para unas cosas y cobardes para otras. Estuve allí mucho tiempo, y te diré, con sinceridad, que podía sentir la mierda en la base de mis intestinos, tan asustado estaba.
Afrodita, no Ares, es la más mortífera del Olimpo.
Después, me obligué a atravesar su cortina.
Ella se echó a reír cuando su piel estuvo junto a la mía.
—No estabas tan frío en el baño —me dijo.
—¡Creí que eras Penélope! —dije con tonta sinceridad.
Hay mujeres que se ofenderían por esa clase de revelaciones. Briseida me mordió la oreja, se levantó de la cama y encendió una lámpara de su tarro de fuego.
—¡Afrodita! —dije. Probablemente gritase.
Ella se puso encima de mí.
—Quiero que me veas —dijo—. Así, la próxima vez, no me confundirás con mi esclava.
Cuando acabamos de hacerlo —y en el momento en que lo hubimos hecho, ella se echó a reír y se puso de pie de un salto—, le pregunté:
—¿Por qué? —le dije, extendiendo el brazo y tocándole el costado—. ¿Por qué viniste a mí, en el baño?
Se echó a reír, y sus ojos destellaron a la luz de la lámpara.
—Decidí que tú hicieses lo que Diomedes rechazó —dijo—. Prométeme que, si tienes la oportunidad, lo matarás por mí.
Yo me encogí de hombros. Más tarde, lo juré.
Soy un hombre, no un dios.
Me dio por pasar mis días en el pequeño cobertizo de la fragua del patio de trabajo. Era un pequeño taller con un pequeño banco de trabajo, e Hiponacte solo la tenía allí para poder arreglar sus cacharros sin tener que llevarlos al mercado, pero Darkar me dijo en una ocasión que habían tenido un esclavo que tenía cierta destreza con el hierro.
Al principio, hice algunos instrumentos: un compás para Briseida y después una regla graduada en daktyloi. También hice un elegante compás para Heráclito. Eran trabajos sencillos, pero buenos. A Briseida le gustaron mucho sus herramientas geométricas, como las llamaba ella, y Heráclito estaba encantado y me abrazó. Creo que, para él, carecían de utilidad estas cosas, pues una vez me dijo que él podía ver el logos y todas sus formas en la cabeza. Pero los largos compases de bronce resultaban cómodos en la mano y excelentes para mostrarlos a un estudiante, y sus puntas eran afiladas y utilizadas probablemente para pinchar a una generación de zopencos, lo que me da cierta satisfacción.
Cuando recordé lo que sabía hacer, compré algo de bronce desechado e hice yo mismo un plato, vertiéndolo directamente sobre una pieza de pizarra. Después forjé el vertido en una hoja, lo que me hizo sentir mejor. Hacer una chapa es un trabajo largo y mañoso. Hice un trabajo adecuado, aunque mi corazón me decía que había dejado de aplanar demasiado pronto.
¡Oh, muchacha, tú nunca serás la hija de un herrero! Aplanar: dar pequeños golpes sin fin para pulir el trabajo de forja. Cuando cambias la forma de algo, utilizas la superficie curvada de los grandes martillos, tirando del metal o empujándolo, de esta forma y de ésa. Pero eso deja marcas grandes, desiguales. ¿Ves este caldero? Mira estas marcas. ¿Ves? Un buen herrero, un maestro, nunca deja salir de su taller un objeto con estas irregularidades. Utiliza martillos caza vez más pequeños, trabajando la superficie con un golpe tras otro, hasta dejar una superficie continua, como mi casco. ¿Ves?
Para hacer una chapa, hay que conseguir que el trozo de metal tenga el mismo espesor y una forma plana, dos cosas que parecen enemigas cuando eres nuevo en el oficio. Más de lo que querías saber, ¿eh? Pero algo había cambiado desde que maté a Clístenes, y creo que quería volver atrás, regresar a un mundo en el que pudiera hacer un buen trabajo.
Había empezado a tener sueños sobre mi casa. Tuve el primero en la cama de Briseida, la primera noche que estuve con ella. Soñé que venían los cuervos y me despojaban de mi armadura, y me llevaban a su nido.
Soñé con cuervos y su verde nido de sauces noche tras noche, hasta que me di cuenta de que los cuervos eran de Apolo y el nido verde era Platea, el hogar. Y después, por primera vez en años, tuve morriña. Empecé a tener sueños más completos, sobre las tierras de la colina, sobre la tumba del héroe en la ladera del Citerón y sobre ir de caza con Calcas.
Lo sueños eran convincentes, pero nunca pudieron competir con la realidad de Briseida. Ni con la guerra inminente. Me dije a mí mismo que ya era hora de volver a casa, pronto.
De todos modos, te cuento esta historia fallida. Yo jugaba en los muelles y hacía el amor con Briseida; escuchaba a Heráclito y leía filosofía en el jardín; trabajaba y jugaba en la palestra y en el gimnasio con Arqui. Da la sensación de que era una buena vida. En realidad, fue una mala época, pero no podría decirte por qué, excepto que podía sentir la fatalidad sobre mí.
Cuando hube forjado mi chapa de bronce, corté algunos pedacitos del borde y empecé a trabajarlos, tratando de hacer figuras en ellos a modo de práctica. Hice aceitunas y círculos, hojas y laureles, y después traté de hacer un ciervo, pero mi ciervo pronto se convirtió en un cuervo en el proceso. Hice seis o siete cuervos, hasta que tuve uno bien hecho.
Recuerdo ese cuervo porque, mientras admiraba mi obra, Darkar entró y me pidió que le sirviera a Arqui en la cena. Ésa fue la tercera vez que Hiponacte recibía a Aristágoras en su casa. En esta ocasión, Briseida fue la anfitriona, con la mayoría de los grandes hombres del ejército como invitados. La casa estaba ajetreada y, en aquellos días, era perfectamente aceptable que un hombre libre sirviera a su señor, y yo lo hice de bastante buen grado.
Debería haber rehusado.
En primer lugar, Arístides se quedó perplejo al encontrarme en este espacio. Me sonrió. Yo tuve que mirarlo durante largo rato para ver al frío espadachín, mi oponente más duro de la playa.
—Entonces —me dijo, con una ligera sonrisa—, ¿has venido a ocupar tu lugar entre los capitanes?
Yo sonreí y salí a servir vino para Arqui, y entonces vi la mirada del ateniense, que era de enojo. Ninguno de los hombres que estaban en la fiesta sabía cómo dirigirse a mí —¿qué era yo, un copero o un campeón?—. Eso les hizo sentirse incómodos, lo que, a su vez, me incomodó a mí.
Después, estaba Briseida. Ella se movía entre ellos, vestida con un quitón dórico de puro lino nuevo, de color blanco brillante y transparente, y ellos la miraban como los perros miran al esclavo con la comida.
Tuve que observar la interacción entre los capitanes, y no me gustó. Arístides no era el jefe de los atenienses; era Melancio, un hombre mayor y un astuto político, pero creo que no tenía mucho de combatiente. Melancio compartía diván con Arístágoras y bebían juntos como amigos, pero pude ver que Arístides no tenía buena opinión de ninguno de los dos. Aristágoras era beligerante y adulador, según el momento; una visión deprimente. El padre de Diomedes, Agasides, estaba allí y Briseida lo trataba como si fuese estiércol, y él hacía lo mismo con ella. Y sin embargo, Hiponacte lo apoyaba como jefe de guerra de los efesios.
Había un capitán llamado Eualcidas, de Eretria, en Eubea, un famoso atleta a quien había elogiado Simónides el poeta, y otro eretrio, Diceo, que dejó claro que aborrecía a todos los atenienses más de lo que detestaba a los persas. Yo los miré, porque todos ellos debían de haber participado en el combate por el puente en el que murió mí padre y yo fui hecho esclavo.
Los eretrios habían venido con cinco barcos a causa de su antigua alianza con los hombres de Mileto, a los que, una vez más, gobernaba Aristágoras, aunque, ahora que había vuelto a ellos, desdeñaba el título de tirano y decía que iba a liberar a todos los griegos de Asia y a darles democracias.
Los milesios y los eretrios habían navegado juntos subiendo por el río, con cincuenta barcos o más, y desembarcado a sus hombres en la zona de Coresos. Aristágoras era ahora el comandante de guerra aceptado por todos, y la finalidad de la guerra había cambiado por completo, porque todas las ciudades griegas la habían declarado. Ahora era la guerra de Troya. Ahora, todos los griegos iban a hacer la guerra contra Persia. Planeaban sitiar Sardes, expulsar al sátrapa Artafernes y quizá después marchar contra Persépolis. Y aquella noche fue la primera vez que oí alguna de estas cosas.
Ninguno de ellos se percató de mi presencia, pero discutieron mucho entre ellos, zugater. Si hubiese sido la mitad de veterano de lo que me creía, habría olfateado el problema como lo hizo Arístides.
Arístides los observaba con desprecio y Arqui estaba preocupado e inquieto. Hiponacte veía cómo miraban a su hija y Briseida capeaba la ola de su deseo como un diestro piloto.
No fue una fiesta agradable y yo no debía haber estado allí. Ellos bebían y se peleaban y cada uno de ellos se creía Agamenón o Aquiles. Al sexto cuenco de vino, Diceo el eretrio levantó la copa.
—Tu hija se mueve como una bailarina. ¿Pueden hacer sus labios la flauta que hacen las chicas? —preguntó.
Los hombres lanzaron una carcajada… y después se produjo un silencio sepulcral. Hiponacte se levanto de su klinia y parecía dispuesto a matar.
—Sal de mi casa —dijo.
Diceo se echó a reír.
—¿La vistes como a una puta, la traes a una fiesta y luego te ofendes cuando digo lo que piensan todos los hombres? Vosotros los orientales sois blandos y vuestras mujeres son putas —dijo, y se bebió el vino.
La copa sonó como un gong contra el suelo, y su cabeza dio en el suelo un momento después. Sonó hueca, como una calabaza. Estaba sin sentido.
Yo lo había puesto fuera de combate, y ahora lo levanté —entonces era fuerte— y lo llevé al patio; después lo tiré en la calle, en el estiércol. ¡Oh, qué fácil es crearse enemigos!
Darkar evitó que volviese a entrar en la fiesta. Así que me fui a la cama y, más tarde, fui a ver a Briseida, y ella me abrazó con un vigor que me asustó.
—Me encantó cómo lo dejaste sin sentido —dijo—. ¿Qué flauta hacen las chicas?
Le expliqué, con algún rubor, lo que hacían. Ella se echó a reír.
—Eso no es bastante para mí —dijo—. ¿Qué placer sacan las chicas? —añadió, y nos reímos juntos.
La mañana siguiente, corrí seis estadios con Arqui y él nos ganó a todos. Lanzamos jabalinas y combatimos con lanzas. Después de entrechocar escudos y magullarnos mutuamente durante una hora, vino Agasides y nos ordenó bajar a la playa. Los mensajeros estaban gritando en el agora y en las escalinatas de todos los templos, y todo el ejército se estaba reuniendo por primera vez.
La playa era una visión del caos. Estábamos reunidos una muchedumbre de unos siete mil hombres, y Aristágoras colocó sus contingentes en la falange. Puso a los atenienses a la derecha de la línea, en el lugar de honor. Los efesios estaban en el centro, hacia la izquierda.
Cuando Agasides tuvo su lugar en la columna de batalla, escogió a los hombres para la primera línea. Escogió a Hiponacte, pero no a mí ni a Arqui. Pocos hombres de Efeso me conocían y, a pesar de mi excelente armadura y mi victoria en los juegos, los efesios no me consideraban como un ciudadano; no lo era. Agasides, por supuesto, me conocía como uno de los hombres que habían herido a su hijo y como antiguo esclavo.
A Arquílogos y a mí nos pusieron juntos, en la quinta fila. Sin la menor duda, éramos los dos mejores atletas de la ciudad y, probablemente, los mejores hombres de armas, pero Efeso había conocido tres generaciones de paz y Agasides situó a los hombres de acuerdo con sus filias y sus fobias y sin considerar la falange como una máquina de combate, Hiponacte había luchado varias veces contra los piratas y, a pesar de su fama de poeta blando, era una buena elección. Pero todos los demás ocupantes de la primera fila eran compañeros de bebida, compañeros de negocios y aliados políticos de Agasides.
Fuimos uno de los últimos contingentes que formó y presentábamos un aspecto malo. Otros comandantes de contingentes vinieron y nos miraron mientras nosotros rezongábamos y cambiábamos de lugar sin parar. Un hombre reclamó ocupar un puesto de primera línea —formulándolo siempre en términos políticos— y Agasides se mostró indeciso, sopesando unos intereses frente a otros.
Cuando, al final, ocupamos nuestros puestos, vino Aristágoras y se dirigió a nosotros; a pesar de todos sus defectos, tenía unos pulmones de metal. Nos dijo que el ejército marcharía hacia el interior del país, a Sardes, por los pasos de las montañas y que todos los hoplitas y sus esclavos tenían que concentrarse en dos días, después de la fiesta de Heracles —es la fiesta que celebran en Efeso, nada parecida a nuestras fiestas beocias—. Dos días, y partiríamos.
Fue la primera vez que la mayoría de los hombres oyeron que atravesaríamos el país y se oían muchas quejas.
Hablé con los hombres que tenía a mi alrededor y me di cuenta de que ninguno de ellos había estado en un muro de escudos ni combatido con bronce o hierro. Eran como un pelotón de vírgenes que fuesen a hacer el trabajo de chicas flautistas. Yo solo tenía diecisiete años, pero había visto tres batallas campales y había matado.
Después de la llamada a asamblea, Arqui me llevó aparte.
—Tienes que dejar de hablar tanto —dijo—. ¡Vas a desmoralizarnos! A veces, lamento que seas libre. No puedes dirigirte a los prohombres de la ciudad como si fuesen bobos.
Me encogí de hombros.
—Arqui, son estúpidos, y los hombres van a morir. Yo he combatido en una falange. Ninguno de estos hombres lo ha hecho. Yo debería estar en primera línea.
Arístides tenía su casco sobre la frente. Estaba apoyado en sus lanzas, escuchándonos, y después se acercó. Miró a Agasides y escupió.
—¿Estabas allí cuando tu padre detuvo a los espartanos? —preguntó.
Yo asentí.
—Yo estaba allí —dije. No mencioné que era un psilos que tiraba piedras.
Él asintió.
—Entonces, deberías estar al mando. Estos chicos —dijo, y señaló a Arqui con la cabeza— morirán como chivos expiatorios si nos enfrentamos a los medos.
Arqui se ruborizó.
—Yo mantendré mi posición —dijo.
Arístides se encogió de hombros.
—Entonces, morirás solo —dijo.
Volví a la casa y dediqué unas horas a poner un par de cuervos sobre la protección nasal de mi casco. Suavicé el metal trabajado templándolo, y después tuve que dar golpes más cortos para trabajar desde el interior de la campana del casco, pero el trabajo quedó bastante bien. Sentado en un taburete pequeño frente al yunque, dale que te pego en mi trabajo, solo en el cobertizo, estaba a salvo de la cólera que había despertado en la asamblea.
Había empezado a poner una banda de hojas de olivo en la frente cuando algo tapó la luz que venía de la puerta.
—¡Estoy trabajando! —dije sin volver la cabeza.
—Ya veo —dijo Heráclito. Entró y yo me levanté rápidamente.
—Quédate donde estás. Pensé que te encontraría aquí —dijo, y miró alrededor, examinando mis piezas de práctica—. Pareces encaprichado con los cuervos —dijo con una sonrisa.
—Mi familia somos los Corvaxos —dije—. Los cuervos.
—¡Ah! ¿Y por qué? —preguntó.
Le conté la historia de los cuervos y la Daidala, y después le hablé del pelo negro de mi hermana y de cómo mi padre colocaba el cuervo sobre sus obras.
El filósofo que era quería ver cómo se trabajaba el metal, por lo que arranqué una hoja de olivo del interior del casco y refiné y pulí la obra, trabajándola desde fuera. Le mostré cómo el bronce quedaba endurecido gracias al trabajo.
Vio cómo templaba la parte trasera de la corona y me recordó al viejo Empédocles, el sacerdote de Hefesto, cuando se refirió al tubo de bronce que utilizaba para elevar el calor del fuego de la fragua.
—Ya había visto antes el fuego y el metal juntos —dijo—. Supongo que ya sabías que el fuego ablanda y el trabajo endurece —añadió, y sonrió. Después frunció el ceño—. Con el hierro, el fuego se endurece.
Negué con la cabeza.
—¡Eres el hombre más sabio que conozco, pero no eres herrero! El fuego ablanda el hierro. Para endurecerlo, se apaga en vinagre cuando está caliente.
—El agente es el fuego —dijo—. El agente del cambio siempre es el fuego.
No podía discutírselo.
Miró las hojas nuevas alrededor de la frente del casco.
—¿Ganaste la corona de olivo en los juegos de Quíos? —me preguntó.
Sonreí con orgullo.
—Sí —respondí—. Ahora las llevaré para siempre.
Dio una vuelta en torno a mi obra y yo le expliqué cómo aplanar el metal para suavizarlo y endurecerlo. Después le enseñé cómo fundía el bronce y lo vertía sobre pizarra. Él jugó con el tubo de bronce, como lo había hecho Empédocles, y sopló a su través, haciendo que el fuego se avivase, y rio gozoso.
—Todas las cosas son un intercambio igual con el fuego, y el fuego para todas las cosas —dijo—. Mira cómo usas el carbón para hacer fuego, y el fuego funde el bronce. Tú te limitas a intercambiar el carbón por el fuego, igual que los hombres de los muelles cambian oro por una carga.
Yo asentí porque eso tenía sentido para mí.
—Así ocurre con la cólera y con la guerra —dijo—. La cólera es para los hombres lo que el fuego es para tu fragua. Y, si erradicamos esa cólera, podrían suceder muchas cosas.
Yo me encogí de hombros. Él me cogió por el hombro.
—Tú estás lleno de cólera —dijo—. La cólera da fuerza, pero al precio del alma. ¿Sabes lo que estoy diciendo?
Dije que sí, como un chico. En realidad, le había oído, pero no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, es decir, qué significaban sus palabras para mí. Él había bajado del templo para decirme precisamente aquello, pero yo era joven y estúpido.
Lo abracé y él me dejó; después acabé mi obra.
Aquella noche, me fui a dormir pronto, pensando en levantarme e ir con Briseida, pero estaba cansado y dormí durante toda la noche. Después, al día siguiente, teníamos una asamblea de armas e hicimos ejercicios elevando y bajando nuestros escudos y formando a la izquierda, de manera que bajamos a la playa y formamos un frente sobre los atenienses, desde una columna en una línea profunda.
Arístides decía que era horrible. Yo no tenía ni idea. Este tipo de ejercicio era ajeno a mi limitada experiencia de la guerra.
Por la tarde, leí Tales a Briseida. Ella me sonrió.
—Estuve sola la noche pasada —dijo, y yo di un respingo, porque lo dijo delante de Penélope.
Por eso, aquella noche atravesé la cortina de cuentas, entrando en su habitación. Hicimos el amor y estuvo muy bien. Después comenzamos a hablar de mi marcha a través del país.
Yo quería que me dijera que me amaba y que me echaría de menos. Pero ella solo estuvo juguetona y, cuando buscaba una expresión de cariño, ella agarró mi miembro y me besó hasta que yací con ella de nuevo.
Estoy haciendo que os ruboricéis. Pero el tiempo del rubor se ha terminado y ha llegado la parte más dura.
Estábamos acostados juntos en su klinia después de la segunda vez. Ella estaba tumbada encima de mí, y su peso —concedo que no era mucho— caía sobre mis caderas. Ella estaba lamiendo ociosamente el cardenal de mi hombro cuando oí unas pisadas fuertes en el vestíbulo. Tuve tiempo de quitármela de encima.
Las cuentas se abrieron e Hiponacte irrumpió en la habitación.
Tenía una espada.
Detrás de él estaba Darkar, y detrás de ellos, Arqui con Penélope a la zaga, con sus ojos aterrorizados.
Hiponacte levantó la espada. Dudó, creo que sin saber a quién de los dos matar primero.
Yo le quité la espada con la misma facilidad con que le quitas una cuchara a un niño. Después me interpuse entre él y su hija.
¡Oh, las furias debían de estar riéndose!
Lo que más daño me hizo fue la mirada de dolor en el rostro de Arqui.
Hiponacte estaba llorando. Me pegó con el puño, sin pensar que yo tenía una espada… tan encolerizado estaba.
Yo tiré la espada, en vez de matarlo con ella. Y él me pegó de nuevo. Yo caí al suelo.
Cuando me volví hacia Briseida, ella tenía la espada. Me miró… con desprecio.
—¡Parad esto! —dijo Briseida. Tenía dieciséis años y, sin embargo, su voz paró en seco la guerra que dominaba la habitación.
—¡Puta! —gritó su hermano. Sonó como si sufriera un dolor físico.
—¿Cómo has podido…? —comenzó a decir su padre. Sollozaba—. ¿Qué maldición pesa sobre las mujeres de esta casa?
Briseida estaba allí de pie, desnuda, con la espada en la mano. La sostenía con pulso firme y, cuando su padre fue a acercarse a ella, ella le pinchó en el pecho con la punta.
—No te acerques más —dijo—. Mi virginidad nunca ha sido tuya para que la canjeases.
—¿Qué? —preguntó Hiponacte—. ¡Tira la espada!
Ella negó con la cabeza.
—Vete a la cama. Ya hablaremos de esto por la mañana.
Hiponacte inspiró, estremeciéndose, y explotó.
—¡Tú, perra infiel! —bramó—. ¡Y yo permití que tu hermano y esta basura atacaran a Diomedes! ¡Él tenía razón! Te venderé en la calle… Te venderé a un burdel. Te sacrificaré…
Ella le pinchó con la punta.
—No —dijo ella, y miró a Arqui—. Lleva a pater a la cama —añadió.
Arqui estaba temblando. Me lanzó una mirada.
—Él debe morir —dijo Arqui.
Se acabó la amistad.
Ella me miró.
—¿Por qué? —preguntó—. Él no es nadie y nunca lo contará.
Sus palabras me cortaron como si la espada que sostenía me hubiese atravesado la carne.
Se acabó el amor.
Ella se echó a reír.
—Sois todos unos imbéciles. Este cuerpo es mío. Lo utilizaré como yo quiera. Si quiero tener placer con un hombre o un perro, así será. Lo aprendí de mater, y de Diomedes, y vosotros dos, idiotas, tenéis que aprenderla lección. Los hombres no van a ser mis amos. Por Artemisa, la virgen, y por Afrodita, yo seré el ama y no la esclava.
Ellos retrocedieron.
—Morirás siendo una perra solitaria —le dijo su padre.
Briseida se echó a reír.
—Pater, eres muy querido para mí, pero eres tonto. Yo moriré siendo la reina de Lidia. Aristágoras ha aceptado casarse conmigo —dijo, y volvió a reírse.
Algo murió en mí.
—¿Qué? —escupí. Fue muy bueno que no tuviese un arma en la mano en ese momento.
Briseida me sonrió, con una sonrisa como la que las mujeres casadas dirigen a los niños en el ágora.
—¿Crees que iba a casarme contigo porque tengas una buena armadura? —dijo, y apuntó la espada hacia su padre y su hermano—. En cuanto caiga Sardes, me casaré con él.
Se volvió hacia mí y me sonrió.
—Me has servido en su momento, Doru. Coge tu armadura y vete de esta casa. No creo que debas volver. Pater podría herirte.
—Y tú lo quieres —dijo al final, como si eso me convirtiese en el mayor estúpido del mundo.
Pero la obedecí, y mi mundo se llenó de oscuridad. Fui a mi cama con Darkar pisándome los talones. Habló, pero no tengo idea de lo que dijo. Recogí el saco de lana con mi armadura, así como mi espada y las grebas. Metí mi pesada capa y mi colchoneta de dormir dentro de mi aspis.
Darkar me estaba hablando aún cuando salí por la puerta.
Arqui estaba allí.
—¿Cómo has podido? —preguntó.
—La amo —dije. Él tenía una espada desenvainada en la mano y yo desenfundé la mía—. La amé —escupí.
—No vuelvas nunca —dijo. Nos encaramos con las espadas en las manos.
Por la mañana, encontré a Arístides en la playa.
—¿Me tomas como hoplita tuyo? —le pregunté directamente.
Él miró a su alrededor.
—Dime por qué. Lo último que oí fue que servías con Arquílogos de esta ciudad.
—Ya no le sirvo —dije.
Arístides asintió.
—Más idiota es él —sonrió—. ¿Estarás en la séptima fila?
Era el lugar inferior. Cerraban las columnas los de la octava fila, una especie de oficiales. Pero uno de la séptima fila era un hombre demasiado joven o demasiado pequeño para combatir.
—Soy mejor que eso —dije, con toda la cólera acumulada en las últimas horas.
Arístides solo era un par de años mayor que yo, pero llevaba un largo camino recorrido, y me dirigió una de sus famosas medias sonrisas.
—Sé que puedes matar —dijo—. De ti, no sé más. Séptima fila o quédate en la playa.
Por eso, cuando marchamos sobre Sardes, lo hice con los atenienses, con las alas de la traición rondándome la cabeza, las furias a mi espalda y toda Persia ante mí.
En la séptima fila.