11

Y he dicho que creo que Lesbos es la isla mas bonita de Jonia y todavía creo que Metimna es la ciudad más bella de la Hélade. Siempre juré que, si Platea me enviara al exilio, me iría a Metimna y sería ciudadano de ella.

Metimna no es Efeso. Está asentada muy por encima de la mar, aunque la mar esté en sus umbrales. Metimna es donde Aqui les desembarcó y tomó a la primera Briseida como su novia de guerra. La playa es negra y la ciudad se eleva hasta una alta ciudadela sobré la acrópolis, cuyos cimientos son las rocas dejadas allí por antiguos pueblos, o gigantes. La ciudad misma asciende por las colinas y se asienta bajo la fortaleza en la que vive el señor. Esa fortaleza es la única razón por la que los hombres de Metimna no son siervos de Mitilene. Es casi inexpugnable. De hecho, solo Aquiles la ha tomado.

Varamos sobre la grava negra y rozamos la primera tierra firme. La playa estaba llena de barcos: veinte, que se extendían hacia el este; cada buque negro tenía su propia hoguera y doscientos hombres, por lo que la playa misma era como una ciudad.

Fui a una ermita en honor de Afrodita y dije una oración para que Briseida no se hubiese quedado embarazada. Arqui encontró a los clientes que habían pedido sus artículos y comenzó a colocar los objetos en la orilla. A primera hora de la tarde, teníamos vacías las bancadas. Vendimos todas las pieles que habíamos llevado y todos los lingotes de cobre pedidos. Y vi que Arqui había conservado un lingote completo.

Levanté una ceja y lo señalé.

—Tu armadura —dijo—. Puedes pagar a un armero y tener también tu metal.

Le di un fuerte apretón de manos.

—Gracias —dije.

No podía pensar en un cambio de rumbo que mereciera la pena. Después, subimos a la ciudad, por las empinadas calles, algunas con más escalones que un templo, y exploramos, dejando flores en las ermitas. Más tarde, volvimos a la playa a reunirnos con los demás propietarios de buques.

Los hombres que estaban en la playa eran atenienses. Cuando descubrieron que éramos de Efeso, uno de sus pilotos se nos acercó y se quedó con nosotros donde habíamos encendido una hoguera para dar de comer a nuestros remeros. Heráclides era un hombre de baja estatura y poderoso, que tenía el cabello de color rubio arena y una actitud nada estúpida. Miró a nuestro piloto y habló con él, y nuestro hombre lo mandó a Arqui. Se dieron la mano y Arqui me dijo que fuera a buscar una copa de vino. La esclavitud no se aleja inmediatamente de uno.

Cuando regresé, habían intercambiado todas las fórmulas de amistad con el invitado. Los capitanes eran siempre muy cuidadosos a este respecto. Cuando te encuentras a un hombre en una playa, quieres estar seguro de él.

Yo les pasé el vino a los dos y luego, en plan desafiante, me serví el mío. Arqui sonrió.

—Doru, este es Heráclides de Atenas, primer piloto de Arístides de Atenas. Manda tres barcos —dijo Arqui, entusiasmado.

—Arímnestos de Platea —dije—. Hijo de Tecnes.

—¿Tecnes, el capitán de guerra de Platea? —preguntó el hombre mayor. Su apretón de manos se hizo más fuerte—. Sí, tienes su aspecto, chaval. Todos los hombres que defendieron su posición contra los putos eubeos conocen a tu padre.

Lloré. Inmediatamente, sin preámbulos, como si me hubiesen golpeado. Era libre, y en la primera playa en la que desembarqué como hombre libre, me encontré con hombres que conocían mi casa y honraban a mi padre. Heracles estaba conmigo, incluso en el nombre de nuestro nuevo amigo.

—Yo estuve allí —dije, más fríamente quizá de lo explicable—. Lo vi caer, de repente, estaba helado en la playa. Y asustado, como si todo fuese a suceder de nuevo.

Arqui me miró como si no me hubiese visto nunca antes.

—¿Tú estabas allí? —preguntó Heráclides. No era desconfianza exactamente, pero me dirigió una extraña mirada—. Él murió. Hubo un combate sobre su cuerpo. Sí —dijo, observándome—. Yo te recuerdo. Recibiste un golpe, ¿no? Te enviamos a casa en un carro. Mi tío, Milcíades, dijo que ibas a recibir un trato especial. Te enviamos a casa con tu primo. ¿Cimón? ¿Simón?

—¿Simonalkes? —dije, y una terrible sospecha me invadió—. Yo caí en el puente, cuando trataba de quitarle la armadura a pater —dije—. Cuando desperté, era un esclavo en una fosa.

Eso lo desconcertó. Miró a Arqui. Arqui negó con la cabeza.

—Nunca había oído antes esta historia —dijo—. Nosotros lo liberamos anteayer —añadió, y me miró—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Bebí un poco de vino. Yo sabía que pater había muerto, pero hay saberes y saberes.

Heráclides se encogió de hombros.

—Sí, yo también fui esclavo durante un año, cuando los piratas asaltaron mi barco. ¿Qué os voy a contar? Los amos no dan una mierda de rata, ¿no? —dijo, y movió la cabeza, mirándome, en señal de asentimiento—. La cuestión es que ahora eres libre. Milcíades querrá saberlo. Él era… un admirador de tu padre, ¿eh?

—Tengo que ver al noble Milcíades —dije. Pero tuve que sentarme. Tenía débiles las rodillas y me senté en la arena, acobardado.

Obligado es decir que nunca lloré la muerte de pater. En cierto sentido, es una gilipollez. Por frío cabrón que fuera, era mi padre. Y el siguiente pensamiento que me asaltó, sin quererlo —un pensamiento indigno—, fue que las tierras eran mías, y la fragua. Mías y de nadie más.

Tenía que ir a mi puta casa y ver qué pasaba. Porque, si ellos me enviaron a casa con el primo Simonalkes… ¿por qué, entonces…? ¿Y si el hijo de puta me había vendido como esclavo? Ese pensamiento me vino desde una oscura niebla, como si las furias me estuviesen señalando mi deber a través de una nube de plumas de cuervo. ¿Y si él mismo se hubiera adueñado de mis tierras y estuviera comiendo mi cebada?

Me levanté tan rápido que mi cabeza chocó con la barbilla de Arqui cuando él se inclinó para consolarme.

Creo que tendría que haber ido a casa aquella misma noche, en aquel momento mismo, si hubiese podido ir caminando. O —y los dioses estaban allí— si no hubiera habido guerra. Pero la guerra estaba a mi alrededor y Ares era rey y señor de los acontecimientos.

Me encariñé con Heráclides muy rápidamente. La mayoría de los hombres que han sido esclavos nunca lo admiten… Tú misma, cariño, te estremeces cada vez que lo menciono. Él lo había pasado peor que yo: piratas y un montón de malos tratos, pero nunca se dio por vencido, y llegarás a conocerlo a medida que avance el relato. Era unos años mayor que yo, pero joven para ser ya piloto y haberse hecho un nombre como uno de los mejores. En realidad, no era en absoluto pariente de Milcíades, pero el hermano de su padre había muerto al servicio de la familia, y eso los hizo como de la familia… los atenienses son así.

Los atenienses ponían rumbo a Mileto porque Aristágoras los había convencido de que la ciudad estaba dispuesta para la revuelta. Aquella noche, con el cerdo asado por delante, me encontré por primera vez con Aristágoras. Unas semanas antes lo habíamos tildado de traidor de los jonios, al huir a Atenas y alzarse contra el Rey de Reyes, y ahora estaba detrás de él en una playa de arena negra y brindando por el éxito de la guerra.

No era él el dirigente que yo hubiese escogido. Era bastante apuesto y pasaba por ser firme, un conductor de hombres, directo y sincero, pero había algo falso en él. Lo vi aquella noche en la playa… aun en la marea alta del éxito, parecía como un armiño buscando un refugio.

Les prometió la luna. Los griegos se vuelven locos cuando oyen un buen sueño, y la independencia de Jonia era uno de ellos. ¿Por qué necesitaban los jonios la independencia? Estaban duramente «oprimidos» por los medos y los persas. Los impuestos fijados por el Rey de Reyes no eran nada, nada al lado de los impuestos que la Liga de Délos les cobra ahora, cariño.

Más vino.

Uno pensaría que los persas fueron a Metimna y violaron a todas las vírgenes. Los hombres que estaban en la playa estaban dispuestos para la guerra. Tenían sus propios barcos y ya se habían reunido con su tirano y celebrado una asamblea. Metimna solo aportaba la tripulación de tres barcos, pero todos ellos se unían a los atenienses, y lo mismo ocurría con los ocho buques de Mitilene. Y sabes que, en aquella época, si los hombres de Metimna y los de Mitilene estaban en el mismo bando, algo raro pasaba.

Pero lo que realmente entusiasmaba a los atenienses era que Efeso, la poderosa Efeso, había hecho que se retirase el sátrapa.

—Podríamos haber terminado esta guerra en un mes —dijo el jefe ateniense.

Él tampoco era Milcíades. De hecho, a la madura y avanzada edad de diecisiete años, yo miraba a los atenienses, todos ellos hombres buenos, y al resto y pensaba que estábamos formando una poderosa flota, pero no teníamos a un hombre tan bueno como Hiponacte, o Artafernes o Ciro, para el caso, que nos dirigiera.

Aun a los diecisiete años, de vez en cuando se tiene razón.

Nunca llegué a tener la panoplia, y aquel lingote de cobre se quedó en nuestro barco, a modo de lastre —bueno, lo has oído bastante pronto—, hasta que se fue al fondo. Ninguno de los herreros de Metimna era armero. Hacían buenas cosas —sus cuencos siguen teniendo fama—, pero ninguno había dado forma siquiera a las aberturas de los ojos de un casco corintio. No obstante, yo compré un aspis, no grande, sino simplemente decente.

Admitimos una carga de hombres, hombres de Metimna. Embarcamos a los hoplitas que no habían alcanzado la categoría para ir en los tres barcos de la ciudad. Arqui era considerado como noble de la ciudad —era propietario de inmuebles y los miembros de la familia de su madre eran ciudadanos—, por lo que nos trataban como parientes.

Un trirreme puede llevar a unos diez infantes de marina; más si no planeas emplear mucho los remos, menos si planeas estar en la mar durante muchos días. Cuando armas una flota, seleccionas a tus infantes de marina, al menos en Jonia; es diferente en Atenas, como tendré ocasión de explicarte más tarde, si vivo para contar esa parte. Incluso la pequeña Metimna tenía trescientos hoplitas. Sus barcos zarpaban con treinta de ellos. Nosotros llevamos a otros diez y dejamos en la playa a unos cuantos buenos hombres. Después, navegamos hacia el sur, doblamos la punta larga por las aguas termales y varamos en Mitilene. Encontramos allí otros barcos y bebimos vino. Aquello se parecía más a una fiesta que a una guerra.

La noche siguiente estuvimos en Quíos. Yo había remado todo el día y me sentía como un dios. Todos los remeros trabajaban a sueldo, pero uno estaba enfermo con un flujo y a mí no se me caían los anillos. Era libre.

A Heráclides le gustó y me ofreció un sitio en su barco.

—Es duro ser un hombre libre con tu antiguo amo —dijo. Hizo un movimiento que sugería que daba por supuesto que éramos amantes. ¡No, no te lo voy a enseñar!

Me eché a reír.

—Hice un juramento —le dije—. Una cosa que respetan todos los griegos, desde Esparta a Tebas y, por supuesto, en Mileto, es un juramento.

—¿Se nos unirá Milcíades? —pregunté.

Él se acarició la barba.

—¡Eh! —dijo—. Buena pregunta. Milcíades está librando su propia guerra en el Quersoneso. Podríamos decir que está combatiendo contra los persas desde hace cinco años.

—En Efeso, Heráclides, ¡decíamos que era un bandido! —dije.

Heráclides se sonrió maliciosamente.

—Sí. Bueno, un pirata para unos es un luchador por la libertad para otros, ciertamente —dijo, y se echó a reír—. Y deja las formalidades y llámame Herc. Todo el mundo lo hace.

Eso me dio algo en qué pensar. Milcíades era un soldado, un auténtico soldado. Y él no venía. Y la amistad de Herc merecía la pena.

La noche siguiente, estuvimos en otra playa quiana. Los quianos tenían muchos barcos y muchos hombres, eran poderosos y nunca habían sido conquistados. Iban a tener setenta u ochenta cascos en el agua. Los atenienses estaban encantados, y decidieron esperar. El gobernador local, Pelagio, declaró un día de juegos en la playa y ofreció premios. Premios realmente buenos, por lo que incluso Arqui los quería. Había una panoplia completa para el ganador, un conjunto espectacular: una coraza de escamas, la pesadilla del herrero, un trabajo de seis meses; el aspis no estaba mal, nada espectacular, pero con una cara labrada en bronce, y el casco era bueno, aunque no tanto como la coraza y muy inferior a los trabajos de mi padre.

Había una carrera con armadura, de plena moda entonces, así como un combate a espada, lucha y lanzamiento de jabalina.

Yo era un hombre libre, y Arqui me animó, por lo que bajamos a la playa, donde el gobernador Pelagio tenía su barco amarrado por popa. Escribió nuestros nombres en tiestos de cerámica mientras su mayordomo nos miraba, y el mismo gobernador, un hombre mayor, tan mayor como yo soy ahora, pero sano, se levantó.

—Ahora, hay un par de muchachos apuestos; que los dioses se dignen mirar cómo compiten. ¿Corres? —preguntó a Arqui.

Arqui tenía el mejor cuerpo de todos los de nuestra edad. Me había sobrepasado en tamaño por el ancho de un dedo, y sus músculos tenían un extremo afilado que los míos nunca tuvieron.

Ambos nos ruborizamos ante el elogio.

—Participaremos en todas las pruebas —dijo Arqui.

El viejo noble sonrió, pero negó con la cabeza.

—El combate a espada, no, chaval. Eso es para hombres.

Arqui asintió, pero esa era mi mejor prueba, pensé con mi arrogancia juvenil. Resoplé.

—Te las das de espadachín, ¿no? —preguntó el viejo. Me miró con atención—. Bueno, pareces lo bastante mayor como para recibir un tajo. Si queda algún sitio, te pondré. Pero no combatimos después del primer corte y, si mueres o matas a un hombre, tú serás el responsable. Esperamos a hombres cuidadosos, no a muchachos alocados.

Me ruboricé de nuevo y asentí.

—Llevo entrenándome desde que tenía diez años, señor —dije.

Me miró de nuevo.

—¿De verdad? —dijo, y sonrió—. Quizá merezca la pena verlo.

Arqui me puso el codo en mis costillas cuando nos dimos la vuelta.

—¿Entrenándote desde que tenías diez años? Los dioses te maldecirán por embustero, amigo mío. Aunque tú seas el mejor espadachín que conozco.

Arqui era el típico amo. Nunca preguntó de dónde venía ni qué había hecho. Nunca. Yo lo quería como a un segundo hermano mayor, pero él nunca llegó a conocerme bien.

Regresamos andando por la playa y yo estaba encantado de ver que los hombres nos miraban y creo que nos tomaban la medida. Los juegos son buenos. La competición es buena. Así se miden los hombres consigo mismos y con los demás.

No obstante, todavía faltaban unos días para los juegos. Así que caminé por el promontorio para hacer ejercicio yo solo. Tenía mi propia espada, aunque no tenía nada que ver con la que yo quería. Era corta y pesada, una cuchilla de carnicero. Yo quería una hoja penetrante más larga, porque con una así había aprendido, pero Ares no había visto una adecuada para ayudarme.

Una vez cubierto de un sudor sano y habiéndome sumergido en el océano, regresé caminando. Los esclavos cocinaban para nosotros y eso me hacía pensar, cada vez que un muchacho me daba pan, que había tenido suerte… y era libre. Cariño, cuando uno ha sido esclavo, no lo olvida nunca.

El caso es que Heráclides vino y se sentó conmigo.

—¿Cuántos barcos tiene Atenas? —le pregunté a mi nuevo amigo.

—Mmm —dijo—. ¿Un centenar? —respondió, antes de descubrir a una bonita chica quiana que subía de la playa. Le dejé que se fuese.

Atenas tenía cien barcos y Milcíades solo, o con su padre, tenía otros veinte. Después, estaban otras familias nobles atenienses, con diez o quince barcos propios.

Atenas estaba medio comprometida con los jonios. Ni siquiera medio. Enviaron un diezmo de su fuerza. Yo me había pasado bastantes noches escuchando a Artafernes para creerle cuando decía que el peso de Persia destrozaría a los griegos como otros tantos piojos entre sus dedos. Él siempre decía esto con tristeza, nunca con jactancia.

Miré nuestra flota y me pareció muy grande. Llenábamos la playa de Quíos y, cuando llegó la leva y todos los nobles y comerciantes quianos llevaron sus buques de guerra, teníamos cien barcos… Yo mismo los conté.

Aquella noche, mientras los hombres cantaban canciones jonias alrededor de las hogueras y perseguían a chicas quianas por la arena, me senté sobre mi nuevo aspis con Arqui.

—Creo que Atenas nos está utilizando —dije.

Arqui se echó a reír.

—¡Deja de ser un esclavo! —dijo, y eso me sentó mal—. Estos hombres tienen almas grandes. He hablado con un montón de capitanes atenienses y son auténticos caballeros. ¡Uno o dos de ellos son lo bastante ricos para ser efesios!

Negué con la cabeza, molesto por su comentario sobre lo de esclavo y convencido de que estaba equivocado.

—Los atenienses son los cabrones más avariciosos del mundo —dije. Yo había visto la lenta seducción de Platea. Estaba allí cuando Milcíades atrajo a los hombres de Platea a su propio modo de pensar. Podía imaginármelo haciendo lo mismo de isla en isla por el Egeo.

Arqui se reclinó hacia atrás, tomó un largo trago de vino de un pellejo y se echó a reír.

—Vamos a volver a casa como héroes —dijo él.

—¿Se te ha ocurrido que vamos a volver a casa solo unas semanas después de marcharnos? Diomedes todavía no se habrá recuperado de sus heridas. Su padre estará suspirando por vengarse. ¡Los hijos de Niobe no serán nada en comparación con nosotros, Arqui! —dije.

Yo hablaba cada vez más alto y más encolerizado porque su buen humor y su alegría eran como las plumas sobre el lomo de una garza, y mis palabras le resbalaban.

Arqui se echó a reír.

—Entiendo que eres un buen compañero, que me advierte de los peligros que podamos encontrar. Pero yo soy el héroe… No quiero estar preocupado. Tú puedes susurrarme buenos consejos al oído y yo utilizaré mi lanza para abrirme camino hacia la gloria.

Sin duda, parecía el héroe en aquella playa, a la luz de la hoguera. Estuvo mareado los primeros días, pero le encantaba la vida en la mar, acampando en playas y bebiendo vino al calor de la hoguera cada noche.

—Pronto estaremos en casa —dijo, mirando cómo corrían dos chicas quianas, con su pelo aceitado ondeando y sus quitones de lino pegados a sus cuerpos. Una miró hacia atrás por encima del hombro. Arqui me lanzó una mirada. Después, se levantó y se fue tras ella.

Su compañera me miró y se acercó. Era más joven y parecía demasiado tímida para su oficio.

—No me interesa —dije con brusquedad.

Ella se quedó allí de pie. Yo bebí vino y vi con el ojo de la mente la flota persa destrozándonos contra la costa. Debía de ser el único chico de diecisiete años que había en aquella playa que no estaba persiguiendo a chicas.

Yo soy un matador de hombres y, a veces, miento, y mis historias siguen y siguen, pero nunca me han dicho que fuese poco hospitalario. Por eso, cuando habían pasado cien latidos y ella se agachó al lado de nuestra hoguera y empezó a jugar con las ascuas, llené de vino mi copa de bronce y se la pasé. Ella estaba sentada en cuclillas, una postura poco femenina. Nunca la había visto en una esclava.

—Cuidado —dije—. No es agua —añadí, sentándome en mi escudo, con curiosidad por las chicas quianas—. ¿Eres porne?

Ella escupió el vino en la arena, dejó mi copa y dio un salto.

—No —dijo ella—. Y que te jodan.

—Perdona —dije. Me levanté—. Quédate y bebe el vino. Creí que tu hermana y tú erais prostitutas.

—¿Eso es una disculpa? —preguntó—. ¿Qué un extranjero extraño me llame prostituta? —añadió. Pero volvió a agacharse y cogió la copa—. Te abofetearía, pero tu vino es demasiado bueno.

Volví a sentarme.

—Hay pan, aceite de oliva y pescado.

Avivé el fuego. Eramos unos guarros y nuestros cestos estaban tirados sobre tres o cuatro pieles de buey de la playa. Los hombres solo aprenden a ser limpios cuando acampan en las campañas largas, y estábamos tan crudos como un lingote de cobre.

Ella fue mirando de cesto en cesto, escogiendo cosas para cenar. Estaba oscureciendo, pero pude ver que su quitón mostraba los signos de cientos de lavados, con la pátina de la suciedad antigua y el trabajo duro que toma la ropa cuando se lleva repetidamente. Yo recordaba mi propio quitón en casa, en Platea.

Ella no era guapa, no era lo que se dice bonita, pero sus piernas eran largas y musculosas y el ángulo de su cadera se proyectaba sobre su quitón. Su rostro era demasiado puntiagudo y sus ojos estaban demasiado juntos, pero era de ingenio vivo y atrevida, sin ser maleducada, buena cosa en una mujer.

—Si le dijese a mi hermano que creiste que yo era una prostituta, te mata —dijo—. Somos pescadores. Mi padre y mi hermano reman para el gobernador Pelagio —añadió. Bajo su cabello largo, negro y muy aceitado, sonrió—. Él es grande.

Se hizo un bocadillo con algo de nuestro pescado y pan, le puso un poco de aceite y volvió a su extraña postura al lado de la hoguera, comiendo el bocadillo con satisfacción. Cuando terminó, se chupó los dedos.

Pensé que era como un gato, un gatito, en realidad. Lesbos y Quíos están llenas de gatos hambrientos.

—Entonces —dije con curiosidad, pero procurando no ofender—, ¿qué haces merodeando entre los hombres, galé? —le pregunté. Galé significa «gato» o «hurón», y utilicé la palabra de manera afectuosa; ella era como un hurón, un bonito hurón.

—Tú eres occidental, ¿no? Guardas a tus mujeres en casa y te tiras a las otras, ¿verdad? —dijo, y se echó a reír. Tendría unos catorce años. Todo, desde el movimiento de sus caderas hasta su forma de hablar, hacía que Penélope, la esclava, pareciera una señora de calidad. De todos modos, recuerdo su forma de reírse, como si me compadeciese—. Las chicas quianas tenemos nuestra propia vida, al menos hasta que algún hombre nos llena con un bebé —añadió, y se encogió de hombros—. ¡He matado un ciervo! —dijo, cambiando de tema de un modo un tanto infantil.

Me eché a reír y me arrellané.

—Yo también.

Ella me sacó la lengua. Ambos nos echamos a reír y ahí acabó la frialdad.

Una hora después, estaba sentada con su espalda apoyada en mí. Era una noche fría y yo le había puesto mi capa. Le conté historias de caza en el Citerón y sobre mi hermana y pater; hasta lloré un poco. Ella era buena y no dijo nada. Me habló de una vez que navegó en el barco de su padre durante una tormenta y yo le conté la tempestad por la que habíamos pasado hacia Troya; después hablamos de los dioses y cantamos juntos algunos himnos.

La gente pasaba delante de nosotros constantemente; no me imagino estando solos en aquella playa. Mientras cantábamos, se acercó Heráclides a la hoguera con una chica llamada Olimpia, el nombre más grande para la campesina de caderas más anchas de toda la Hélade, pero ella y la muchacha que estaba frente a mí eran de la misma aldea y hablaban en su rápido jonio, que apenas podía seguir.

Herc era mayor que yo, pero era un buen compañero. Bebió un poco de vino y contó chistes, buenos chistes, y después todos nos quedamos en silencio. ¡Oh, cariño!, recuerdo aquella noche como una noche de pura felicidad, la felicidad de la buena camaradería. Me levantó la moral, por lo que no me sentí tan condenado al fracaso. Estaba equivocado, por supuesto. Hubiese sido mejor ser cauteloso y estar asustado, pero, en realidad —y te pido, señor, que estés de acuerdo conmigo—, si estamos preocupados durante toda nuestra vida, ¿cuándo beberemos vino y nos divertiremos?, ¿eh?

Exactamente. Pasaron las horas. Cantamos de nuevo, y entonces me di cuenta de que la muchacha que estaba recostada sobre mí —todavía no sabía su nombre, aunque sabía el de su hermana y el de su padre y cuántos años tenía cuando tuvo su primera regla y a qué diosa se encomendaba— tenía una hermosa voz. Yo había oído el coro en el templo efesio de Artemisa, eso sí, y sabía distinguir una buena voz en cuanto la oía.

Estaba pensando precisamente en cómo una niña de una aldea tenía una voz así cuando un trío de hombres corpulentos se acercó a nuestra hoguera.

—Ésa es mi hermana, chaval —dijo el más grande. Lo dijo con una sonrisa que privaba a sus palabras de malicia. Era condenadamente grande para tener que preocuparse por ningún hombre en aquella playa.

Yo ya había crecido todo lo que tenía que crecer, salvo la anchura de un dedo o así, y no era un hombre bajo de estatura, pero este quiano me sacaba la cabeza y su mano era mucho más ancha.

—¡Estéfano! —dijo mi chica, y dio un salto, llevándose mi clámide y abrazando a su hermano.

Yo también me levanté, en el complejo maremágnum de pensamientos que afecta a un hombre cuando lo aborda el hermano de una chica que no ha corrompido. No quería parecer asustado, pero él era grande. No parecía enfadado, pero he visto a hombres como él lanzar un golpe sin el menor aviso, cruzándole la cara a alguien. Él tenía esa pinta.

—Me llamo Doru —dije—. Tu hermana es mi amiga invitada. Siéntate al fuego y bebe vino, si te apetece.

Bonito, ¿eh? Ya sabes, cariño. A veces hacemos estos discursos más tarde para que suenen mejor a los bardos como tu amigo, pero yo había tomado la cantidad de vino adecuada aquella noche, suficiente para soltarme la lengua y no lo bastante para que se me atascase.

Estéfano sonrió maliciosamente.

—Invitada, ¿eh? —dijo. Se echó a reír—. Debéis de ser un caballero, señor. Ningún pescador quiano tiene nunca una «amiga invitada».

Gruñó cuando probó el vino.

—Buen vino. Perdón, señor. Me parece que sois un caballero y yo me estoy poniendo en ridículo.

Nadie me había llamado «señor» en toda mi vida.

—Estéfano, nací en una familia de labradores en la lejana Beocia y he sido esclavo durante años. Acaban de darme la libertad. No hay señores aquí, a menos que vuelva mi amo Arqui.

Entonces, me dio una palmada en la espalda y se echó a reír… Estuvo riéndose un buen rato, con una risa profunda, gutural, que hizo que todo el mundo quisiera reírse también. ¡Ares, era grande! Y me presentó a sus dos amigos, amigos remeros, los hombres que se sientan debajo de él en su sitio, en el barco de su señor. No recuerdo sus nombres. Sé dónde murieron, y te contaré esa parte cuando lleguemos a ella. Pero eran hombres buenos, y buenos compañeros, y siento haberlos olvidado. Venga un trago de vino en su memoria.

Detesto olvidar nombres, cariño. Los nombres son todo lo que tenemos y todo lo que se puede recordar. Ahora soy un noble y, mientras viva, todos los hijos de puta del Quersoneso me temerán y sabrán mi nombre. Pero, cuando muera, ¿quién me recordará? ¿Quién conocerá el nombre de Arímnestos?

Por los cuervos de Apolo, no me prestes atención. Jodido viejo llorón. Demasiado vino. ¿Qué estaba diciendo? Sí, fue una buena noche. La noche en que conocí a Estéfano.

Terminamos todos enroscados en torno a la hoguera. Arqui no volvió aquella noche, pero estábamos una docena o así de nosotros; una de las chicas de la ciudad se fue y volvió con un haz de paja —había estado vendiéndola durante todo el día, dijo—, nos tumbamos sobre la paja como pollitos en un nido y nos dormimos, nos despertamos y hablamos, y nos dormimos. Se llamaba Melaina. Lo aprendí de oírle a Estéfano censurarla por dormir a mi lado.

—Te despertarás con su polla en tu culo —dijo, y se echó a reír. Así se entendía el sentido del humor en Quíos. Pensaban que todos amábamos a los chicos. O hacían como que lo pensaban.

Me desperté al alba. El cabello de Melaina olía a pescado. Ella me arrimó sus caderas y me susurró que no me estaba permitido moverme. Yo tenía que levantarme y me dio un poco de corte… hum, la proyección que me había crecido, pero ella se echó a reír, sin despertarse del todo, y me dijo que si tenía que hacer pis, lo hiciera también por ella, y así podría seguir durmiendo.

Solo cuando me alejé bastante de nuestra hoguera, orinando en la arena, me di cuenta de que los juegos iban a empezar en cuestión de horas, quizá menos, porque siempre empiezan con el sol, y yo había estado despierto la mayor parte de la noche. Bendije al señor Apolo porque la buena compañía me hubiese evitado beber una locura.

Volví a la hoguera y entré en calor mientras la avivaba. Todos los esclavos estaban dormidos. Después me unté aceite. A Arqui no se le veía por ninguna parte. Yo estaba seguro de que Estéfano había mencionado la lucha, por lo que lo desperté.

—¿Estás inscrito en los juegos? —le pregunté.

—¡Su puta madre! —dijo, o unas palabras parecidas, y se despojó de su capa—. Eres un buen hombre —dijo—. ¿Puedes darme algo de aceite? No puedo ir a casa y regresar a tiempo; lo primero es la carrera pedestre.

Así que le unté aceite y fuimos juntos a la playa. En aquella época, los hombres no competían desnudos, como idiotas. Llevábamos taparrabos y yo tuve que darle el que tenía de repuesto. Después corrimos. Él tenía piernas largas, pero no entrenamiento.

Llegamos hasta la multitud justo a tiempo para la segunda prueba eliminatoria de la carrera de dos estadios. Gané. No fue fácil, pero le había tomado la medida en nuestra carrera hasta la playa y los demás competidores eran muchachos de la localidad que no lo igualaban en absoluto.

Tú corriste en la carrera pedestre, cariño… ¿y tú, señor? Bien. Es más fácil contar estas cosas a las personas que saben cómo son los juegos. Pero en aquellos días, todo era informal. El gobernador había puesto mojones y empezábamos en uno y girábamos al siguiente y los codos volaban en las curvas. Si quería batir a un hombre tan grande como Estéfano, tenía que mantenerme bien alejado de él en las curvas, ¿eh? Si no, hubiese besado la arena.

Después, estuvimos como espectadores de la otra prueba, en la que, ahora, la mayoría de los participantes eran caballeros —hoplitas, sobre todo atenienses—. Todos eran hombres entrenados, y ni siquiera se preocupaban de empujarse unos a otros. Era como mirar un deporte diferente. Y la mayoría de ellos corrían desnudos, cosa que me pareció… impresionante. Y rara.

La prueba eliminatoria final de gente de la localidad la ganó un joven grande, aplastando a la mayoría de sus competidores. Estéfano estaba a mi espalda, mirando. Como primero y segundo de nuestra prueba eliminatoria, íbamos a correr en la final. Él señaló al ganador.

—Clístenes —dijo—. Es un perfecto cabrón.

—Seguro —le dije yo.

Llegó entonces Kylix, y también Arqui. Arqui sacudió la cabeza.

—Yo tengo la condenada culpa —dijo—. Es difícil ser un héroe por la noche y también por la mañana —citó a Heráclito, que tenía montones de sentencias de estas para los jóvenes.

—Arquílogos, este es mi nuevo amigo Estéfano —dije, con formalidad efesia. Ellos se miraron uno a otro como potenciales rivales y me molestó que no pudiesen ser amigos, pero ninguno vio en el otro lo que yo vi en ambos, y ellos se apartaron.

Envié a Kylix a por mi armadura. Miré a Arqui, pero negó con la cabeza.

—Tú tienes que ser el héroe hoy, Doru —dijo—. Los únicos músculos que tengo duros están en mi cabeza y en mi polla.

Eso provocó las carcajadas de todos los hombres. Arqui no estaba solo y la mitad de los hombres —más de la mitad— mostraban indicios de una buena noche festiva. Más tarde oí que el hombre al que llamaban Kalós, el Bello, el mejor de los atletas atenienses, tuvo resaca desde el principio hasta el final.

Nos alineamos, pues, en la arena para la final de dos estadios. Yo estaba aliado del señorito quiano grandote, con Estéfano al otro lado. Cosas del sorteo.

Había estado observando al señorito en su primera carrera y sabía que me daría con el codo en las costillas una vez dada la salida. Por eso, cuando el gobernador Pelagio bajó el brazo, salí disparado, partiendo de una postura agachada, como me habían enseñado los entrenadores en Efeso, benditos sean. Después, corté en diagonal atravesando el campo.

El alto y bello ateniense, Kalós, iba por el lado interior y le dejé que fuese delante de mí. Desde el principio, estuvimos solos. Detrás de mí se oía un rugido, y algunos gritaban, pero yo seguí pateando la playa, y el desnudo ateniense iba una zancada por delante.

Era rápido, el condenado. Y yo diría que estaba mejor entrenado. Con resaca o sin ella, era el mejor. Y no estaba corriendo al límite de su capacidad. Estaba dando lo justo de sí, midiéndome.

Decidí mi táctica antes del giro. Cuando nos cerramos sobre el mojón, apreté al máximo, todo lo que pude, y lo pasé de sopetón, antes de que descubriera mi táctica. En el mojón, iba por delante de él, sacándole una zancada, y sesgué bruscamente mi marcha, atravesándome, de manera que tuviese que perder una zancada o arriesgarse a chocar con el mojón… No era, desde luego, la maniobra más discreta. En los juegos olímpicos era ilegal. Pero así es la juventud. Y después, clavé los pies en la arena; hecha mi jugarreta, lo único que quedaba era correr el estadio de vuelta.

Hay un punto en la carrera en el que ya no hay músculo ni entrenamiento. Todo está en tu cabeza, ¿eh? Yo iba delante. Él pondría todo de su parte para alcanzarme, pero mi arranque de velocidad debió de dejarlo asombrado. Y yo pensé: «¡jódete!, si puedo arrancarme así, puedo correr así hasta la meta, si tengo huevos».

Lo hice.

Cuando crucé la meta, podía sacarle el espesor de un aspis. Pero ¡por Ares!, lo vencí y después él vomitó en la arena, se acercó y me envolvió con sus brazos.

—Buena carrera —me dijo.

Yo sonreí maliciosamente. Sabía que él era mejor. Y me gustó por su buen humor.

En aquella época, todos los juegos contaban y no había descanso. Así, mientras todavía estaba respirando con fuerza, Kylix me trajo mi armadura para la carrera siguiente, el hoplitódromo.

Era de risa. Mi armadura era una vieja spolas que le compré en la playa a un mercenario, recortada por un peletero para ajustármela. Tenía un anticuado escudo beocio que había comprado Hiponacte y un par de grebas. Sin ellas no me habrían permitido competir en la carrera. En Quíos, llevaban un aspis y grebas: eso era todo. En Platea, corríamos con la panoplia completa. Yo me puse las grebas, que se ajustaban bastante bien, y me alineé.

El gobernador Pelagio no tenía favoritos, aunque, cuando ya me había puesto mi armadura, supe que el señorito grandote era su nieto. Podría haberme hecho correr en la primera prueba eliminatoria, pero no lo hizo, y el reparto se hizo por extracción, sacando los nombres de una olla, justamente. Era, en efecto, un buen gobernador y un juez justo, un ave más rara de lo que podáis pensar, amigos.

Clístenes y Estéfano no habían acabado la final de dos estadios, pues terminaron peleándose en la arena. Estéfano decía que el aristócrata grandote le había puesto la zancadilla, y el señorito decía lo mismo. Pero aún estaban en el concurso. Corrieron en la tercera prueba eliminatoria —creo que los jueces tenían la sensación de que no habían desperdiciado la energía que Kalós y yo habíamos consumido en la carrera—. Corrimos juntos en la cuarta prueba eliminatoria, con otro par de atenienses y uno de los hoplitas lesbios de nuestro propio barco. También él corría bien. Él, Kalós y yo lideramos nuestro grupo, y Kalós fue muy por delante hasta el mojón y después se quedó atrás: el vino le estaba robando su oportunidad de gloria, mientras que el lesbio me arrebató la victoria. Se llamaba Epafrodito, y no podía creerse que hubiese ganado. Me esforcé para ser tan simpático como el muchacho ateniense lo había sido conmigo. No fue fácil. Detesto perder.

Pero aún estaba en las finales. Tuvieron lugar inmediatamente y yo estaba cansado. Había muchos empujones en la línea de salida y pensé: «¡Ares, todavía quedan cuatro pruebas y he llegado a la final! No necesito ganar. Solo tengo que terminar».

El señorito estaba en la carrera, pero no a mi lado, gracias a los dioses. Para empezar, corrí tranquilamente, sin tratar de lograr gran velocidad. Fui el último hombre en la salida, excepto otro quiano al que Clístenes había puesto la zancadilla. Ese chico era un salvaje.

Corrí a grandes zancadas hasta el mojón e hice el giro, todavía el último, pero tocando el pelotón. Todo el mundo estaba cansado. Eran mis primeros juegos y no tenía ni idea de cómo acumula su fuerza un auténtico atleta. Conocía mi cuerpo, pero no sabía nada de cómo interpretar a los demás.

Estábamos a mitad de camino de la meta —el hoplitódromo tiene un recorrido de dos estadios y los hombres bien preparados lo corren al sprint— cuando me di cuenta de que estaba en plenitud de fuerza en mis piernas y acababa de pasar a uno de los atenienses. Así que sonreí con malicia, bajé la cabeza con el casco bien puesto y corrí. No me molesté en mirar a los lados ni atrás, hasta que sentí un golpe en mi escudo y me percaté de que estaba corriendo al lado de Clístenes, íbamos corriendo escudo con escudo y el lesbio iba una zancada por delante, con la crin de su casco a mi alcance. Clístenes golpeó de nuevo mi escudo y sonrió maliciosamente. Era un miserable hijo de puta.

Yo también.

Le metí el borde de mi escudo en sus caderas y él gritó y cayó; íbamos solo el lesbio y yo y nos quedaban cincuenta zancadas. Nos dejamos los hígados corriendo. Él fue más rápido.

De todos modos, lo abracé de nuevo. Tenía un gran corazón aquel hombre. No había muchos hombres que pudieran decir que me habían vencido, pero Epafrodito estaba tan feliz que yo no pude enfadarme.

—¡Éste es el mejor día de mi vida! —dijo.

Después, Clístenes se acercó e intentó estamparme su escudo en la cabeza.

No hubo ningún aviso, pero un año de esquivar a los matones de Diomedes había tenido por fin su efecto; Estéfano gritó y yo lo esquivé. El escudo no me tocó. Los hombres se acercaron corriendo para apartarnos.

—Cuando luchemos, te dislocaré el hombro —gritó—. Y te romperé la pelvis… ¡por error!

Todos los hombres de la playa lo oyeron.

Esa clase de personas siempre han despertado el daimon que llevo dentro. Yo no dije nada, pero le dejé que me mirara a los ojos, y no le gustó lo que vio.

Después, llegó el gobernador. Abofeteó a su nieto y le ordenó que se disculpara ante mí. Clístenes se negó.

Ahora que centraba la atención de toda la playa, me incliné hacia Clístenes.

—He sido esclavo durante media vida —dije, de manera que me oyesen todos los hombres—, y mis modales son mejores que los tuyos. ¿Qué consigues con eso? —añadí. Hablaba el daimon. Si hubiese sido yo, habrían sido las bravatas de un joven, pero, cuando el daimon me dominaba, era tan tranquilo como la mar en verano. Mis palabras cayeron como unas notas de arpa en un salón silencioso, y él enrojeció.

La prueba siguiente era la lucha, aunque, como la practicaban los quianos, se parecía más al pancracio, dado que todo era legal: golpes, zancadillas, puñetazos, todo salvo arrancar los ojos y agarrar los testículos.

Saqué el nombre de un primer oponente, pero, por la voluntad de los dioses, me tocó un chico ateniense imberbe que estaba en su primer certamen, como yo mismo. Nos sonreímos uno a otro y forcejeamos; yo le había tomado la medida, por lo que pude derribarlo. En realidad, lo arrastré, porque yo estaba descansando. E hice que pareciera bueno. Su padre estaba allí y me dio una palmada en la espalda al final y me dijo que había sido benévolo.

El chico me sonrió.

Después fui a mi segundo combate, contra un remero de Lesbos que tenía un buen culo. Era alto y no estaba entrenado y yo era más bajo y estaba bien entrenado. Cariño, hay por ahí gente que te dirá que el tamaño no importa en el combate y que los de gran tamaño huelen muy mal, ¿eh? Los hombres grandes tienen todas las ventajas. Yo no soy grande, pero puedes ver que tengo brazos largos —como un mono, me dijo un egipcio—, y estos brazos me han salvado la vida cien veces.

He hecho morder el polvo a un centenar de hombres grandes, pero siempre me han herido y siempre doy gracias a los dioses cuando salgo por mi pie de un combate con uno de ellos.

Con éste, me salvó que me tenía miedo. Lo vi: yo era un hombre que había ganado el stadion y que llegó el segundo en la carrera con armadura y mis músculos brillaban al sol, y él se acobardó. Todavía tenía que sacarlo fuera y eso agotó mi energía. Los tobillos me dolían donde mis grebas de segunda mano los habían machacado durante la carrera, y esas pequeñas cosas se van sumando hasta cuando es mediodía en una tórrida playa, en la tercera competición de la jornada.

Yo jugué con él y él me tiró una vez, y su moral mejoró, pero entonces ya lo había cansado y la siguiente vez que se me acercó, le rompí la nariz con el puño; después ya me hice con él.

Le di un pañuelo para la nariz y al volver me encontré con Melaina, que le estaba sirviendo agua a su hermano. Me dio un beso.

—Ahora, vete y gana —dijo—. Después podré decirles a todas las chicas que he dormido con un gran atleta —añadió con una risita nerviosa.

Estéfano frunció el ceño.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Me ha tocado ese cabrón de Clístenes —dijo Estéfano. Su hermana no le preocupaba, te lo aseguro.

—Puedes vencerlo —le dije.

Melaina escupió en la arena.

—Su padre es nuestro gobernador —dijo ella. Esa frase encerraba gran cantidad de información.

Me acerqué a Estéfano.

—¿Sabes cómo romper un dedo? —le pregunté.

Por supuesto, no lo sabía. Solo los entrenadores y los profesionales conocen trucos como ése. Yo sonreí pensando que podía haber sido el mejor luchador de Quíos. Así que me incliné, acercándome más, y le dije a Estéfano cómo romperle un dedo a un hombre en el forcejeo.

Me miró, y creo que estaba sorprendido.

Yo me encogí de hombros.

—¡Eres un hijo de puta! —dijo.

—El te va a dar un rodillazo en los huevos —le dije—. Me juego un darico de oro.

—Sí —dijo Estéfano.

—Agárrale las manos en el primer encontronazo, bárrele la pierna y cae con él. Rómpele el dedo en el embrollo y pídele mil perdones después de que te hayan declarado vencedor. Y es absolutamente legal —añadí, y me encogí de hombros.

Estéfano asintió.

—Puedo ganarlo.

—No resollando tras una patada en la ingle —le dije.

Y después me llamaron para mi tercer combate. Era otro hombre grande, más grande que el anterior. En realidad, lo recuerdo como un hombre más grande que Heracles, pero eso quizá no sea cierto. Mi buena suerte estuvo en que había sufrido una contractura muscular en la ingle en su último combate y yo lo agarré. Lo agarré tan rápido que después le pedí excusas. Le dije que creía que probablemente él fuese el mejor; a él le gustó y nos estrechamos las manos.

Estéfano le rompió la mano a Clístenes. Si toda la suerte hubiese estado de nuestra parte, le habría roto la mano derecha. Pero le rompió la izquierda al cabrón, y él le pidió perdón, y el mismo gobernador Pelagio dijo que había sido un accidente.

Así que quedamos Estéfano y yo para la final. Ya estábamos respirando fuerte y Arqui me pasó el estrigilo[6] —como si él fuese mi esclavo, dijo, y le agradecí que lo dijera— y me untó con aceite nuevo. Melaina proclamó que este era el mejor combate porque le gustaban ambos contendientes y estaba segura de que le encantaría y el gobernador Pelagio la miró con cariño y después dijo al círculo de hombres y mujeres que guardasen silencio. Es extraño: en Olimpia y en Delfos está prohibido que las mujeres casadas vean competir a los hombres, pero sí se lo permiten a las solteras. En Jonia, las mujeres tenían sus propias carreras pedestres y eran espectadoras de todas.

Estéfano se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja, y el cabrón trató de romperme la mano izquierda en nuestro primer encontronazo.

Yo no contraataqué de la misma manera. La sangre no me hervía y sabía que él tenía que empuñar un remo. No siempre soy un mal hombre. Por eso, le pegué un puñetazo, aunque estuvimos forcejeando y le retuve los hombros abajo hasta que terminó la cuenta y lo vencí.

A la segunda caída, vino hacia mí, rugiendo como un toro, para derribarme. Yo me aparté, evitando sus manos, y apenas evité que me clavara contra la muchedumbre. Pero, ante mi tercera retirada, la muchedumbre empezó a pitarme por mi aparente cobardía, sobre todo cuando me levanté de una caída, y como un niño atontado dejé que el ruido de la masa me dominara. Vi mi apertura. Pasé al ataque y me encontré de boca en la arena.

Entonces me cabreé, me enfadé conmigo mismo, y traté de mantenerme cara a cara con él. Le pasé una pierna por detrás, fui a derribarlo, fallé —a veces, todos fallamos, cariño— y él me atrapó; después, me encontré forcejeando con un hombre más grande. Él me venció, aunque tuvimos un largo forcejeo y un buen combate y ambos acabamos cubiertos de arena y de sudor y, cuando nos levantamos, Estéfano me miró con cierta prevención.

Dos derribos contra uno: yo era un combatiente formal. Estaba agotado, pero aún no estaba herido.

Estéfano cometió un error, o tuvo mala suerte. Cuando llevábamos unos segundos del cuarto asalto, lo rodeé y él cruzó las piernas; incluso los quianos tienen que entrenarse específicamente para evitar esta tontería. En un abrir y cerrar de ojos, yo estaba encima de él y él debajo y, aunque era fuerte, yo puse las piernas alrededor de sus caderas y logré el control con un brazo. Sabía que lo tenía y, después de largos minutos de forcejeo y algunos gruñidos, él también lo supo.

Tras ese asalto, nos aplaudieron como a héroes. Teníamos buen aspecto y le había ganado. Él había desperdiciado energía tratando de superar mi presa con fuerza bruta y ahora estaba derrotado.

Así que entré de nuevo para acabar con él, lo agarré y acabé cayéndome por los dolores que sentía.

Nunca te creas esas estúpidas historias pueblerinas, que el quiano jugó conmigo como con el chico de ciudad en el que me había convertido. Él me hizo creer que estaba exhausto. Me lo hizo creer con todo, desde la postura hasta su cautelosa sonrisa de «me has derrotado» cuando estiramos los brazos y empezamos el último asalto. No creo que nunca haya vuelto a cometer ese error.

Llegué con cincuenta hombres a mi alrededor y Estéfano casi llorando en mi pecho. Me tiró mal, pero, gracias a los dioses, no me partió el cuello, aunque me dolía como fuego, una línea de frío que era peor que el dolor abrasador que me recorría la columna vertebral.

Heráclides también estaba allí. Tenía fama de curandero y me puso las manos sobre la columna vertebral.

—¿Puedes moverte, chaval? —me preguntó.

—Sí —dije, y juré. ¡Ares, me dolía! Me dolían las puntas de los dedos. Pero estaba de pie, bamboleándome, pero de píe.

Me dieron muchos aplausos y algunas palmadas en la espalda, y alguien, uno de los atenienses, probablemente, me metió mano. Todo eso por el heroísmo.

—Lo siento, chico —dijo Estéfano.

Yo me eché a reír y nos estrechamos las manos.

—Es la última vez que te enseño algo —dije.

Él sonrió con malicia.

—Me gusta luchar —dijo.

Después tuvimos un descanso antes de la prueba siguiente —hasta que el sol hubo pasado cierto punto del cielo; en la playa de Quíos no había relojes de agua—. Me dormí y, cuando me desperté, Estéfano se acercó y él mismo me masajeó.

—No sé lanzar la jabalina y nunca he tocado una espada —dijo—. Así que tú eres mi hombre para ganar. ¡Adelante! Ya sabes.

Yacía como un cadáver bajo sus manos. Él sabía cómo hundir profundamente los pulgares en el músculo. Me dijo que le había enseñado su padre. Melaina también tenía esa habilidad; vino y me lo hizo en la parte inferior de las piernas y en los pies, bendita sea.

Cuando acabaron, me sentí liberado de una vez por todas.

Y sentí el sexo. De repente, Melaina me atraía, el tacto de sus manos… es difícil de explicar.

No obstante, me levanté y cogí las jabalinas de Arqui. Yo ni siquiera tenía las mías: habían quedado en Efeso. Arqui me dio unas palmadas en la espalda.

—¡Estás en primer lugar, perro! —dijo—. Eso me enseñará a no beber demasiado.

No solo era que las uvas estuviesen amargas. Arqui y yo quedábamos siempre en tablas, excepto como espadachines. De ser yo el ganador, él siempre habría estado a mi lado; además, la suerte había estado de mi parte en todos los encuentros. Para ganar, hace falta suerte. Yo he visto al mejor hombre tropezar en una piedra o perder el equilibrio en un encuentro. Lee la carrera de carros en la Ilíada, cariño; así es. No siempre gana el mejor.

O quizá sea la voluntad de los dioses, como dicen algunos. O el logos buscando el cambio, para que un hombre no domine a otros, o para llevar a cabo algún otro cambio.

Yo nunca he sido un campeón con la jabalina. He matado mi cuota de hombres con lanzas, las he lanzado y me he abierto paso con ellas, como dicen, pero eso es porque el daimon que está en mí no pierde sus destrezas en la prensa del bronce. En un concurso, no lanzo tan bien como otros hombres, y eso es así.

Pero ese día tiré las mejores lanzas de mi vida. En mi primer lanzamiento acerté —qué dios o qué diosa estaba en mi hombro, no lo sé, pero me llegó el olor del jazmín y de la menta y juraría que fue Atenea quien puso su mano bajo la mía y levantó mi lanza—. Otros hombres igualaron mi lanzamiento, y Clístenes lo superó, el cabrón. Lancé otras dos veces y nunca me acerqué a mi primer lanzamiento.

Quedé el séptimo. Ganó Clístenes. Pero me coloqué entre los ocho primeros y, según las reglas quianas, yo había ganado o me había clasificado en todas las pruebas y ningún otro hombre lo había logrado. Clístenes dijo que él sí lo había hecho, pero su abuelo lo contradijo, diciéndole que no había conseguido acabar la carrera de los dos estadios.

Había ganado yo. No podía creerlo.

Creo que mi esclavitud acabó realmente allí, en aquella playa, inmediatamente antes de que el sol comenzara a descender hacia el brillante mar azul. Ya no solo era libre. Yo era un hombre que podía ganar una competición con centenares de hombres también libres.

A los griegos nos encanta una competición y amamos al ganador. A mí me acosaron y me besaron un poco más de lo que me hubiese gustado y me dieron palmadas de más, pero no me preocupaba en absoluto. Me pusieron en la cabeza una corona de hojas de olivo.

Y después, el gobernador Pelagio me llevó aparte.

—Escucha, chaval —dijo—. Tú eres el vencedor, el claro vencedor. Ningún juez justo necesita siquiera contar.

—Tenía a una diosa a mi espalda, señor —dije.

Él asintió.

—¡Una frase muy adecuada, ciertamente! ¿Quién era tu padre?

—Tecnes de la verde Platea, señor —respondí, con una reverencia.

—¿Oí que fuiste esclavo?

—Me prendieron —dije—. La familia que me tenía me dio la libertad.

Él asintió de nuevo.

—Una buena historia. Condenadamente buena. Es como deben actuar las buenas personas.

Era un viejo aristócrata y tenía las mejores ideas de cómo debía comportarse su clase social. Pocos lo hacen.

El resto son violadores y fríen a impuestos a los demás, con bonitos nombres y mejores armaduras.

De todos modos, él me pasó su brazo alrededor de los hombros.

—Escucha, chaval. Pediste combatir a espada. Eres bien recibido para hacerlo. Todos podemos ver que eres un hombre entrenado. Pero, después de ganar hoy, nadie, y digo nadie, pensará que eres un miedica si quieres apartarte.

Pero, haciendo caso omiso de la arrogancia que aquello suponía y del sonido del batir de alas que podría haber escuchado, negué con la cabeza.

—Quiero luchar, señor.

Él sonrió.

—Bien —dijo—. Aún no puedo darte tu premio. Así que ve y ponte tu armadura.

Se refería a que los premios se entregarían al ponerse el sol.

Me puse, por tanto, mi vieja spolas de cuero, que no era ni la décima parte de gloriosa, ni protectora, que la cota de escamas que pronto iba a ser mía. Me eché el aspis al brazo y me puse en la cabeza mi basto, barato y alegre casco, cogí mi espada-cuchillo de carnicero y bajé a la arena.

En aquellos fechas, cogíamos varas, de sauce o de tilo normalmente, y las plantábamos en las cuatro esquinas de la arena y después combatíamos hasta el primer tajo. De vez en cuando, morían hombres, pero la mayoría eran cuidadosos y pocos combatían fuera de la arena.

Calcas me había hablado de esos combates, de vuelta al Citerón por el santuario del héroe, y yo había pensado que recordaba la guerra de Troya. Y allí estaba yo, cinco años después, al lado de una fila de buques negros en una playa, con una espada en la mano y el peso de mi casco de bronce presionando mi nariz. Mientras escuchaba a los jueces que nos advertían contra el empleo de toda nuestra fuerza, mi corazón cantaba en mi interior —la libertad y la victoria en los juegos son una combinación embriagadora, como el vino y el zumo de amapolas—. Las estrellas estaban allí, aunque el sol todavía no se había puesto. Solo estábamos ocho de nosotros para luchar; si lo hubiese pensado, podría haberme llevado a preguntarme por nuestro ejército.

Pero te cuento esto de mala manera. Yo quería hablar al pasado. Quería contarle al chico del olivar y al muchacho esclavo metido en el pozo lo que había al final del camino: que algún día yo estaría en la arena, todo un héroe.

¿Quién sabe? Heráclito dice que el tiempo es un río y que solo metes una vez el dedo en el mismo río. Pero quizá puedas saltarte una piedra también. Yo solo sé que el niño del olivar y el muchacho que estaba en el pozo de esclavos se las arreglaron para vencer en la playa.

No lo comprendes. Da lo mismo. Y da lo mismo que el vencedor de la playa no supiese tampoco lo que iba a pasar.

No se puede ponderar la felicidad de un hombre hasta que está muerto.

Nos emparejamos y me tocó contra un quiano. Nos dijimos nuestros nombres, pero yo he olvidado el suyo. Tenía poca experiencia para estar asustado, y estaba demasiado ansioso por demostrar mi destreza.

Dimos vueltas en torno a un círculo durante un rato. Ningún hombre con un acero en la mano se mete en un combate sin sentir a su oponente. Es como el juego erótico con una mujer hermosa. Bueno, más bien no. Pero tienen algunas cosas en común, y me gusta hacer que tu amiga se ruborice. Joven dama, si tu color cambia cada vez que menciono el sexo, seremos buenos amigos. ¿Cómo te llamas? ¿Ligeia? ¡Qué adecuado!

En todo caso, trazamos un círculo y después comenzamos a dar golpes uno en el escudo del otro. Es difícil dar a un hombre que tiene un aspis cuando lo único que tienes es una espada corta. Los únicos objetivos posibles son sus muslos, sus tobillos y el brazo en el que lleva la espada. En una competición, su cabeza no está en cuestión. Mala acción. Es curioso, porque, en un combate real, la cabeza es lo primero que tratas de alcanzar.

Acabé aburriéndome de tanto círculo y de tanto tocar escudos. Avancé arrastrando los pies, primero con el pie del escudo, y asesté un tajo sobre su escudo, di un paso fuerte con el pie retrasado y corté desde abajo hacia atrás —el «golpe de Harmodius», como lo llaman en Atenas— cogiéndolo justo por encima de la greba. Un corte limpio y sin hacerle verdadero daño.

Creo que hice feliz al hombre: estaba fuera de concurso con honor.

Los hombres son tontos. El combate no es por el honor. Todavía no había aprendido esa lección, aunque casi la conocía, y estaba enfadado con él, que me había hecho perder tiempo y energía.

Yo fui el primero que terminó y estuve mirando cómo luchaban los demás. Clístenes tenía la mano rota dentro del aspis y estaba machacando a su oponente, un ateniense mayor, que estaba cabreado y asustado por el acoso de Clístenes, sus ataques a base de golpeteo que estaban fuera del espíritu del concurso. Clístenes estaba intentando pegarle con la mayor fuerza posible, machacando el escudo de su oponente con su pesada espada, una kopis o falcata curvada, dependiendo de la denominación del lugar de origen de cada uno; un arma consistente en una especie de hacha con una hoja de espada añadida.

Otro ateniense despachó sin esfuerzo a su hombre después de un largo recorrido en círculo arrastrando los pies. Vi cómo lo hacía. Fingió un tajo a la cabeza del hombre y le cogió el muslo por debajo del borde de su escudo —perfecta coordinación, perfecto control—. Era uno de sus nobles. El hombre era rápido y elegante y tenía mejor armadura que todos los demás, incluyendo el bronce que le cubría los muslos y la parte superior de los brazos.

Me vino bien verlo combatir, porque era mi siguiente oponente. La luz estaba empezando a desvanecerse, y combatimos entre dos hogueras. Él me sonrió; tenía un casco ático, con protecciones de las mejillas con resorte, y, en cuanto lo vi, supe que lo había hecho mi padre. Levanté la mano hacia él.

—Eso lo hizo mi padre, señor —dije, señalando el casco.

Él se lo quitó.

—¿Eres hijo de Tecnes, el herrero de Platea, que cayó en Eubea? —preguntó.

—Lo soy, señor —dije, haciendo una venia.

Me devolvió la venia, aunque él era hijo de los dioses, el hijo de la familia más grande de Atenas.

—Soy Arístides —dijo—, de los Antíocos.

Asentí.

—Yo soy Arímnestos, de los Corvaxos —dije—, de la verde Platea, donde Leitos tiene su santuario.

Sonrió. Le gustaba que yo pudiera participar en el juego. Después volvió a ponerse el casco y yo me puse el mío, y nos enfrentamos.

Los quianos nos vitoreaban porque ambos éramos extranjeros. Probablemente Arístides fuese el hombre más conocido de la flota, mientras que yo acababa de vencer en las pruebas atléticas, y eso lo convertía en un encuentro bienintencionado. Podía oír la clara voz de soprano de Melaina y la de bajo de su hermano.

Después se fueron todos y me quedé solo en la arena con un mortífero oponente. Él se movía como una mujer que bailara, y lo admiré mientras seguía sus movimientos.

Por lo que a mí atañía, él era hermoso, pero ponía demasiada energía en ello. Es decir, parecía maravilloso, y era bueno, muy bueno, un auténtico matador. Pero también actuaba para la galería.

Por otra parte, él no había corrido varios estadios ni había luchado.

En un primer momento, él se me acercó con su golpe mortal. Todos los espadachines tienen uno, una combinación sencilla que dominan, que puede terminar el combate en un abrir y cerrar de ojos… Escucha, si vives después del golpe mortal de un hombre, el combate es completamente diferente. Pero la mayoría de los hombres se hunden, en el deporte o el juego o en una cubierta salpicada de sangre. Calcas me lo enseñó, y todos los espadachines de Efeso decían lo mismo.

No entré a la finta hacia mi cabeza y mi escudo paró su golpe contra mi muslo; después di un tajo hacia su brazo y mi espada tocó en su guardabrazo.

Cuando nos separamos, asintió en reconocimiento de que le había dado. Después fuimos describiendo circunferencias durante largo rato, hasta que la muchedumbre quedó en silencio. Yo no iba a por él. Era mejor que yo. Y él no tenía prisa. Y, francamente, yo sabía que era el mejor al que me había enfrentado, mejor que Ciro o Farnakes incluso.

Por dos veces, entramos. La primera vez, él avanzó con elegancia y me engañó con el ardid de acercárseme en un balanceo, hasta que lanzó su golpe a la derecha y su espada cayó en un tajo a mi cadera derecha, el más improbable de todos los objetivos.

Paré el golpe con mi espada y golpeé su aspis con el mío. Retiré mi arma y traté de llegarle bajo su escudo, pero no me dejó, y estuvimos arrodillados en la arena, empujando escudo contra escudo. La muchedumbre lanzó una ovación, pero los jueces nos separaron.

La segunda vez, vi que dio un traspié. Ya estaba oscuro; las hogueras daban una luz vacilante y los cascos no ayudaban. Pero antes de que mi ataque se hubiese desplegado por completo siquiera, él ya estaba de pie. Lanzó un tajo por abajo y luego por lo alto, y nuestras espadas chocaron y ambos pegamos con nuestros escudos, inclinando los hombros para empujar; nuestras espadas resbalaron y los dos rodamos a la izquierda y nos separamos. El frío océano de su hoja había pasado sobre mi brazo de la espada y mi hoja había tocado su armadura del muslo.

Levanté la espada pidiendo detener el combate.

—Me ha tocado —dije. Podía ser un hombre honorable.

Pero su espada me había tocado plana y Atenea estaba a mi favor y, cuando los jueces miraron, no había sangre.

Estéfano me dio un trago de vino mientras los jueces examinaban a mi oponente. Arqui lo señaló.

—Las corvas, hermano —dijo. Nunca me había llamado «hermano», y fue el elogio más cariñoso del día.

—Clístenes hirió a su último hombre —dijo Estéfano—. Se enfrentará al que gane aquí, pero su abuelo está furioso. El hombre al que le ha dado el corte está mal.

Clístenes vino y empezó a silbar. Era un puto grosero y, mientras los demás hombres ovacionaban, él abucheaba. Empezaba a hervirme la sangre.

Decidí ir a por la rodilla del ateniense. Arqui estaba en el extremo derecho —en el fragor del combate, no siempre ves—. El ateniense era un hombre alto y su corva era el mejor objetivo no blindado de su cuerpo.

De nuevo, quiso asestar su golpe mortífero. Pensé que creía que no lo había ejecutado perfectamente la primera vez. Pero, cuando lo inició, yo ya sabía la combinación. Me arrodillé, ignorando la finta de la cabeza, y lancé la muñeca en un largo tajo contra su corva izquierda, mientras su espada chocaba contra mi escudo y saltaba hasta mí casco —me había arrodillado demasiado bajo—. El golpe fue duro, no tan bien marcado como el primero, y caí de lado con un chichón en el cuero cabelludo, donde mi casco había desviado el golpe, aunque no todo.

Me dio la mano y se disculpó.

Yo le señalé con mi pesada espada la línea negra de sangre que le corría por detrás de sus grebas.

—¡Por Atenea! —dijo—. ¡Buen tajo, plateo!

Los hombres ovacionaron, pero Clístenes volvió a abuchearnos, llamándonos «mariquitas». Después insistió en combatir allí mismo.

—Yo quiero a este —dijo—. A menos que tengas miedo —añadió y, acercándose más, dijo—: Voy a destrozarte.

Su abuelo trató de detenerlo. Pero los demás jueces dijeron que había suficiente luz, y yo era tonto del culo y simplemente insistí en que combatiría.

—Tú eres un puto esclavo —dijo, y sonrió maliciosamente—. Ya eres mío. Los esclavos teméis siempre a los hombres como yo, hombres de verdad. ¿Sientes el miedo, chico?

Lo que más detestaba era que, por supuesto, yo sentía el miedo. Tenía miedo de los hombres como él, hombres grandes, brutales, que querían causar dolor. Y mi miedo me hizo odiarlo, y el daimon llegó.

De repente, estaba tan frío como si me hubiese bañado en la mar.

Cuando nos acercamos, yo ya sabía cómo combatiría y lo que haría. El daimon estaba en mí, y no le daría cuartel. Y, ciertamente, he hecho cosas vergonzosas, pero esta no fue una de ellas. Era un malvado bastardo y se ganó a pulso su camino al Tártaro.

Aunque, en parte, lo lamento.

En cuanto su abuelo dio la voz, se me acercó, con la espada en alto, y asestó un golpe en mi escudo.

El tajo fue arriba. Su táctica era simple: cortaría la banda de bronce que sostenía el borde en cinco o diez estocadas y después empezaría a machacar el escudo hasta romperme el brazo o cortarme el brazo del escudo. Era una técnica brutal y él era un hombre brutal.

Me agaché y lo esquivé. Quería que me siguiera desdeñoso y que se precipitara.

Fue fácil.

Él se echó a reír y escupió y me persiguió, propinando un golpe o dos en la cara del escudo. Finalmente paró.

—¡Puto cobarde, estáte quieto y lucha! —chilló.

Yo me eché a reír.

—¡Ven y atrápame, idiota hijo de puta!

Algunos hombres me oyeron, otros no. Él me oyó, y debería haberse parado a pensar que, si tenía agallas para insultarlo, no le tenía miedo. Pero era un imbécil.

Su abuelo le había oído y tiró el bastón.

—¡Alto! —rugió.

Recogió su bastón y pinchó a su nieto en el estómago.

—Los niños hablan así —dijo—. Los hombres respetan a sus oponentes. Una burla más y te descalificaré.

Clístenes ni siquiera simulaba obedecer. No temía a los dioses y lo conocían por lo que era.

Antes de que el gobernador Pelagio diera la voz, se lanzó de nuevo a por mí, y casi me coge, porque, en realidad, hizo trampa. Su espada golpeó mi escudo y quedamos escudo contra escudo. La espada volvió y me dio un corte en la cabeza. Su golpe cortó el borde de mi escudo y después mi casco, y me hirió.

—Voy a matarte —me hostigó.

Podría decirte que el dolor de su golpe me hizo hacer lo que hice, pero prometí no mentir mucho cuando contara estas historias. Lo sabía desde el momento en que cruzamos las espadas. Yo siempre pensé en matarlo. Cariño, soy un matador de hombres. Un poco más de vino. Tu amiga se está ruborizando.

Retrocedí y él vino detrás, seguro de que me tenía. Y yo le dejé venir. Venía para machacar mi escudo y yo le corté la mano, separándosela del brazo con la misma facilidad con la que hago que se ruborice tu amiga.

Veamos, él iba extendiendo cada vez más el brazo con cada tajo, tratando de dar con la parte más grande de su espada en el borde de mi escudo. Yo, simplemente, lo fui llevando por la nariz hasta que tuve su brazo donde yo lo quería. Y podía haberle dado simplemente un corte, como recuerdo.

Él cayó de rodillas. No podía sacar su escudo del brazo correspondiente y no pudo llevarse una mano a la muñeca para cortar la sangre, que salía a borbotones, casi como de un cuello cortado.

Si hubiese tenido algún amigo en aquel círculo, quizá hubiese entrado y cortado la sangría. O quizá no. ¿Qué vale un hombre sin mano derecha, como un criminal?

Su abuelo se adelantó y después se detuvo.

Ésa fue la parte más espantosa. Su propio abuelo dejó que sangrase, como los demás hombres del círculo; una conspiración de doscientos.

Se fue rápidamente, pero sus ojos se cruzaron con los míos cerca del final y, de repente, no era un mal hombre, un violador, un cobrador de impuestos, un acosador. Era un ciervo bajo mi lanza, y él no entendió la oscuridad que se cernía sobre él ni por qué tenía que llegarle. Y en sus ojos vi el reflejo de ese dios que viene a cada hombre y a cada mujer, y también me vi a mí mismo: el matador de hombres.

No volví la vista atrás. Le sostuve la vista hasta que cayó hacia delante y todo se acabó.

Pero, cuando su alma dejó su cuerpo, creo que algo de mí se fue con él.

Lo maté porque no me gustaba.

Y cuando mis ojos se encontraron con los de Arístides, pude ver que otros hombres lo sabían también cuando lo hice.

No seguiré con esto, amigas mías, pero antes de matar a Clístenes, yo era un hombre. Brevemente, yo era un vencedor, un hombre al que los demás admiraban. Ésa, aunque breve, podría haber sido mi vida.

El destino, los dioses y mi propio daimon decidieron otra cosa. Y cuando Clístenes cayó boca abajo en la arena ennegrecida por su propia sangre, yo era otro hombre. Algunos me admiraban.

Pero, aparte de unos pocos, el resto me temía.