Todos los días traes a mi salón a mas apuestos muchachos de éstos, zugater. ¿Tan bueno es el relato? O al contrario, ¿tan aburrido es que necesitas seguidores que te ayuden a aguantarlo? No eres la primera joven que he conocido, cariño. No dejes que el poder de tu sexo se te suba a la cabeza, o serás una de esas viejas brujas ambiciosas que aparecen en nuestras tragedias.
No des tu amor al primero que llegue, o serás sacerdotisa de Afrodita, pero no esposa. ¡Ah!, soy un viejo grosero. Haz como desees, zugater de mi ancianidad. Es la paradoja de la vida que crezcas para parecerte a Briseida. ¿Qué furia, qué fatalidad, puso esas miradas en el vientre de tu madre? ¿Tendremos juegos para tranquilizar a tus pretendientes? Quizá pueda batirme con ellos en combate singular, uno a uno, hasta que alguno me supere. Aun a mi edad, creo que serías una doncella durante algún tiempo.
Te ruborizas. ¡Ah, cariño!, cuando te ruborizas, es cuando más te pareces a mi Briseida. Pero cuando ella se ruborizaba, era peligrosa.
Quizá pensaras otra cosa, pero mi estatus en la casa no cambió en absoluto aquel día. Por la mañana, el amo me llamó. Me abrazó y me dio las gracias. Nunca me preguntó qué estaba haciendo en el ala de las mujeres.
Eso fue todo, hasta que cayó el siguiente golpe.
En todos los demás sentidos, nuestras vidas cambiaron. Porque el amo cerró la casa al sátrapa y la conferencia de paz de Artafernes se desmoronó en una noche, porque todas las casas de la ciudad se cerraron contra él.
Tus ojos relucen, cariño. ¿Comprendes, en realidad? Déjame que te explique. Artafernes era un invitado, un invitado amigo. Los persas y los griegos no son tan diferentes, y, cuando un hombre, o una mujer, se convierte en visitante frecuente, él y la casa que visita hacen juramentos a los dioses en apoyo de la oikía.
El adulterio es la última traición contra el juramento del invitado. ¡Bah!, ocurre continuamente. No creas que no lo he visto. Los hombres son hombres y las mujeres son mujeres. Pero Artafernes fue un estúpido al arriesgarse a una guerra por mojar la polla… ¡Ah!, soy un viejo grosero. Sírveme algo de vino.
Hiponacte hizo una cosa rara. Contó a la ciudad lo ocurrido. Fue el único castigo que infligió a su esposa: proclamó su deslealtad en la asamblea. Desde entonces, Artafernes fue un transgresor del juramento del invitado. Ningún ciudadano lo recibiría.
Durante dos días, trató de subsanar lo ocurrido y ofreció diversas reparaciones. Hiponacte ignoró a su mensajero y finalmente me envió con un bastón de mensajero a decirle a Artafernes que se daría muerte al siguiente mensajero. En realidad, había hombres armados en todas las plazas de la ciudad. A Arqui le estaban haciendo a medida su panoplia —la armadura hoplita completa— incluso mientras yo iba a cumplir mi encargo.
Aquéllos fueron días malos en la casa. La señora no salía de sus habitaciones. Penélope no me dirigía la palabra. Admito que la llamé «puta». Quizá no fue la mejor manera de proceder. Y, en cuanto a Arqui, no podía averiguar si sabía o no que me había ofendido.
A esa edad —la edad que tú tienes ahora, cariño— es bastante difícil saber de qué lado sopla el viento, ¿eh? Y, cuando te hierve la sangre, se magnifica cualquier traición, se multiplica por diez. Sí, tú ya sabes a qué me refiero.
Por eso, cuando llegué al campamento persa, la cabeza me daba vueltas. Temía que Darío me escupiera al verme —yo había osado batirme con él a espada—. Me preocupaba que el mismo duro mensaje que llevaba se tradujera en mi propia ejecución. Estaba furioso porque mi valiente acción —y, cariño, fue ciertamente valiente hacer frente a cuatro hombres del Gran Rey en un corredor oscuro— no hubiese merecido otra recompensa que un seco agradecimiento, porque yo quería a mi amo y buscaba su aprobación con toda la pasión del joven que quiere ser amado. Estaba desolado porque Penélope fuese de Arqui, aunque yo supiera en mi interior que ella nunca había sido realmente mía.
Corrí al campamento persa, llevando solo la clámide verde de mensajero y unas botas beocias. Eran magníficas. Me hacían sentirme más alto. Pensaba que, si iba a morir, debía presentar buen aspecto.
Los guardias de puerta me enviaron directamente a la tienda del sátrapa con una escolta. La escolta se detuvo delante de la tienda-palacio y, mientras su oficial iba a buscar a los guardias de palacio, uno de los soldados me susurró:
—Ciro quiere verte.
—Estoy a su disposición en cuanto haya visto al sátrapa —dije—, si estoy vivo —añadí. Un fino sentido dramático es esencial en un joven.
Artafernes estaba escribiendo. Entonces no sabía leer persa. Esperé mientras su estilo arañaba la cera. Había un ejército de escribas con él, algunos persas y la mayoría, esclavos griegos.
Finalmente, levantó la vista. Sonrió forzadamente cuando me vio.
—Estaba esperando que te enviara Hiponacte —dijo.
Yo me erguí aun más.
—Me salvaste la vida —dijo. Encantadoras palabras en boca del sátrapa de Lidia.
—Lo hice, señor. Es cierto —respondí, sonriendo aliviado.
Se inclinó hacia delante.
—Indica tu recompensa.
—Liberadme —dije—. Liberadme, y tendré una carta de libertad en toda regla.
Abruptamente, se sentó y negó con la cabeza.
—Durante tres días, he tratado de comprarte, y ahora Hiponacte te envía a mi campamento. ¿Qué tengo que pensar, que eres un invitado, un regalo?
¡El sátrapa había tratado de comprarme! Eso explicaba gran parte de lo que había pasado en los tres últimos días. Pero yo era un joven fundamentalmente sincero.
—Lo pone a prueba, señor.
Artafernes asintió.
—Sí. Debo de estar empezando a conocer a los griegos. Yo también lo veo como una prueba. Tengo que enviarte de vuelta o quebrantaría la ley de mi señor y contribuiría a provocar la guerra que he venido a prevenir. Indica alguna otra cosa.
Me encogí de hombros. Lo único que yo quería era mi libertad. Yo tenía ricas vestimentas y dinero. Pero algún dios me susurraba. Quizá, como a Heracles, mi antepasado, Atenea vino y me susurró al oído.
—Entonces, señor, me debéis una vida —dije.
Artafernes se sentó en su taburete, jugando con su anillo personal grabado. Me miró cuidadosamente, como si, en realidad, fuese a comprarme.
—Si algún día eres libre, serás el joven perfecto —dijo. Sacó su anillo del dedo—. Aquí lo tienes: una vida por una vida. Si algún día eres libre, ven y devuélveme esto, y yo te haré grande o, al menos, te iniciaré en ese camino.
¿Lo ves? Todavía lo llevo. Es un hermoso anillo, el mejor de su clase, tallado por los antiguos en cornalina y engastado en ese oro rojo, rojo de las tierras altas. ¿Ves la imagen de Heracles? La más antigua que haya visto nunca.
Caí de rodillas y acepté su anillo.
—Tengo un mensaje —dije.
—Habla, mensajero —ordenó. Éste era un asunto oficial, y ahora yo era un mensajero ante un rey.
—La asamblea de Efeso decreta que vuestro próximo mensajero será ejecutado en el ágora —recité, sosteniendo mi bastón de bronce sobre mi cabeza, en la postura oficial de un mensajero.
Esperé.
Una ráfaga de dolor atravesó sus facciones. Parecía más viejo. Parecía un hombre que hubiese recibido una herida.
—Muy bien —dijo—. Ve con los dioses, Doru.
—Gracias, señor —dije, y salí de su tienda. Los esclavos no otorgan bendiciones a los amos.
Me esperaban los cuatro persas: Ciro, Darío, Farnakes y, en silencio, el severo Arynam, que me parece que siempre estaba un poco bebido.
Yo dudaba si debía acercarme o no a ellos, pero Farnakes se adelantó y me abrazó, a mí, un esclavo extranjero. E incluso Arynam, que nunca había sido amigo mío como Darío o Ciro, vino y me dio la mano como si yo fuese un compañero.
—Ciro tenía razón con respecto a ti —dijo—. Salvaste la vida de nuestro señor. Eres un hombre.
Bueno, estaba bien oír eso.
Todos me abrazaron y me colmaron de regalos.
—Ven con nosotros —dijo Ciro—. Serás libre en cuanto crucemos el río. Puedes montar a caballo. Yo me ocuparé de que los lidios te acepten como soldado.
Estuve tentado de aceptar. Cariño, me hubiese gustado decir que yo era griego y ellos, medos, y que yo no iba a ir a ninguna parte con su ejército, pero, cuando eres esclavo, la libertad es el precio con el que negocias cualquier cosa. ¿Ser libre, y soldado?
Pero yo sabía que Artafernes no lo permitiría. Él quería una brizna de crédito con Hiponacte y enviarme de vuelta le daba la esperanza de la reconciliación o, al menos, así lo pensaba.
De manera que me vi de nuevo corriendo por la carretera hacia Efeso. No tenía otro mensaje que mi regreso, lo que, a mi modo de ver, destacaba muy bien la sutileza del sátrapa. Llevaba una bolsa de cuero llena de regalos de los persas.
Llegué a casa, una casa silenciosa. Me detuve en el patio, asombrado por el silencio, y mi primer pensamiento fue que Hiponacte había asesinado a su familia. Los hombres hacen esas cosas cuando descubren a sus esposas cometiendo adulterio.
Pero, simplemente, se habían ido todos, esclavos y libres, al templo de Artemisa. La sacerdotisa había pedido que se reuniese toda la gente. Subí la escalinata con un montón de personas que también llegaban tarde y me encontré con toda la gente apiñada como hormigas dentro del recinto del templo. Grupos de sacerdotes y sacerdotisas pasaban por en medio de la muchedumbre, con humo y agua purificadores, limpiándonos.
Nadie dijo directamente que Eutalia nos había hecho impuros a todos al tener a un persa entre sus piernas. Pero ella estaba allí, de pie, con Hiponacte, con un manto oscuro, y rodeada por el humo de un montón de braseros. Cuando terminó la ceremonia, sonrió.
Todavía me asombra aquella sonrisa. ¿Qué indicaba con ella? ¿Encerraba algún significado especial?
En todo caso, vi a Heráclito y me hizo señas. Era raro verlo en público, sin mi joven amo al lado, pero me acerqué, todavía con mi capa de mensajero.
—¿Te recibió el sátrapa? —preguntó.
—Sí, maestro —dije.
Asintió.
—Creo que tú has visto la guerra, ¿no?
Incliné la cabeza.
—Serví como hoplita —dije.
Heráclito miró alrededor.
—Tu amo va a ir a una escuela diferente de la mía, chaval. Una escuela más dura, en la que el castigo por el fracaso es la muerte. ¿Harás el juramento de protegerlo?
Heráclito no tenía ni idea de lo que mi joven amo me había hecho; ni idea, supongo, de lo que había sucedido aquella noche; sabría, sí, que la señora había estado con el persa. O quizá lo supiese todo. Los jóvenes le contaban todos sus secretos. En todo caso, él no me ordenó que jurara.
—¡Quiero ser libre! —dije. De repente, estaba amargado. Había hecho grandes cosas por aquellas personas y todavía era un esclavo. Quizá yo sea un aprendiz lento, pero, por primera vez, empecé a considerar que cuanto mayores fueren mis servicios, más valioso me hacía a mí mismo.
Heráclito miró el humo de la purificación.
—¿Crees que puedo leer el logos? —me preguntó.
Yo asentí. Hubiera asentido si me hubiese preguntado si creía que él era Zeus venido a la tierra.
Él sonrió.
—Doru, si haces este juramento y lo cumples, serás libre.
Yo fruncí el ceño.
—La muerte es una forma de libertad —dije yo.
—Sí… —dijo él—. Escucha, chaval. La guerra no es lo único a lo que os enfrentáis Arqui y tú. Éste será un tiempo de prueba. Estate ahí y ayúdalo a pasar la prueba. También te ayudará a ti. ¿Harás el juramento?
Suspiré. Había estado acariciando la idea de correr a los muelles. Quizá lo hubiese manifestado de alguna manera. Pensé que a lo mejor podría trabajar de remero hasta llegar a Atenas o encontrar a Milcíades en Tracia. Pero era un sueño y, además… además, precisamente en ese momento, vi a Briseida. Un remolino de humo me la mostró, hablando con su prometido, mi enemigo Diomedes.
—Sí —dije—. Juraré.
—Buen hombre.
Juramos juntos. Él era sacerdote de Artemisa, cumpliendo una de sus funciones hereditarias. Me llevó al interior del santuario, me enseñó las estatuas y me dio una rama del árbol sagrado, un par de hojas, pero un signo para mostrar a mi amo dónde había estado.
Después, fui a casa.
La casa no estaba como de costumbre. Habían pasado los días y los ritmos habían cambiado. La señora nunca dejaba su habitación. El amo bebía. Arqui no hacía ejercicio y esa noche se me acercó y rompió a llorar.
—¿Por qué nos ha hecho esto mater? —me preguntó con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Nadie me habla!
Era cierto. Yo lo había visto. Arqui estaba, efectivamente, en el exilio en su propia ciudad. Ninguno de sus condiscípulos cruzaba la vista con él y nadie lo invitaba a una reunión, a una excursión, ni siquiera a colarnos en los baños.
—Esto pasará —dije. Pensé en Heráclito—. Escuchad, amo. Nuestro maestro me hizo hacer el juramento de ayudarte. Éstos van a ser tiempos duros. Aquí me tienes.
Arqui estaba agarrado a mí y de repente sollozó.
—¡Te traicioné igual que mater traicionó a padre! —dijo—. Yo sabía que ella era tuya. Yo la deseaba. ¡Oh, Doru, perdóname!
Me senté en su cama y lo agarré. Yo no quería perdonarlo. En realidad, ahora que había confesado que sabía lo que estaba haciendo, hubiese querido cortarle la cabeza. Pero la cara de Penélope no era la de una esclava que hubieran poseído contra su voluntad. Por aquella época, yo ya tenía cierta experiencia con las mujeres. Las mujeres pueden simular muchas cosas, pero pocas simulan cuando creen que nadie puede verlas. Todo esto me pasó por la mente.
—Penélope es una esclava, pero ella es dueña de sí misma como mujer. Ella te quiso a ti, no a mí. ¿Por qué no? —dije amargamente—. Yo no soy más que un esclavo.
Lamentándonos de nosotros mismos, lloramos. ¡Niños estúpidos!, íbamos a aprender para qué eran realmente las lágrimas. Pero, cuando nuestros ojos se secaron, fuimos mejores amigos. Y al día siguiente, Arqui llamó a Penélope mientras yo estaba en su habitación. Lo hizo sin advertirme. Y, cuando ella vino, se encogió de hombros y salió de la habitación.
Ella parecía un animal atrapado, como una cierva derribada por los perros en la falda del Citerón. Sus ojos siguieron a Arqui mientras salía de la habitación y eso la delató. A ella le gustaba realmente. Quizá lo amara o solo lo viera como una oportunidad para conseguir la libertad.
—Siento haberte puesto en peligro de muerte —dije. Yo estaba serio y en plan formal—. Entiendo que prefieras a mi amo. No volveré a molestaros de nuevo.
Ella giró la cabeza, apartando la vista. Después se volvió a mirarme.
—Tú no eres realmente un esclavo —dijo—. Eres como un hombre que juega a ser esclavo. Morirás por ello y yo lloraré por ti, pero no seré tu amante. Arqui es bueno, y creo que me dará la libertad cuando esté embarazada.
Nada de eso tenía mucho sentido para mí, aunque ahora lo tenga. Yo le dije que era inteligente. Ella veía cosas que yo no veía, a pesar de todas mis lecturas y mi entrenamiento. Por eso, me encogí de hombros, y ella inclinó la cabeza y salió de la habitación sin decir palabra. Deberíamos habernos abrazado, pero éramos demasiado jóvenes para perdonar y olvidar.
Aún estaba allí de pie cuando oí un grito en el patio. Salí corriendo. Pensé que nos estaban atacando. Recuerdo que, aparte de mi vida como esclavo doméstico y compañero, yo ya era un hombre de violencia, y que Diomedes parecía tener un capital inagotable a la hora de enviar hombres a por mí.
Cuando llegué al patio, Hiponacte estaba de pie con una expresión pétrea, mirando a un hombre vestido con una clámide verde igual a la que yo había llevado unos días antes. Briseida estaba gritando, con la cara crispada; toda su hermosura había desaparecido. Penélope estaba tratando de llevársela.
El mensajero salió por la puerta.
Penélope miraba aterrorizada. El rostro de Briseida era el rostro de la furia; unas líneas profundas surcaban su frente suave mientras gemía entre gritos de dolor. Su padre la miró y se dio la vuelta. Pobre hombre. No tenía nada que ofrecerle. Quieran los dioses que nunca me encuentre en esa situación.
Arqui trató de sostenerla y ella empezó a pelearse con él; le asestó un golpe, un puñetazo en toda regla. Era una buena luchadora aquella chica. Él cayó al suelo y después ella escupió como un gato salvaje y, con las uñas, arañó el pecho de Penélope —pensé que eran sus uñas— y corrió la sangre.
Ella volvió a gritar.
Pensé que estaba teniendo un ataque. La tumbé. Yo no era su hermano y tanto como creía estar enamorado de ella, ella era un peligro para todos los que estaban en el patio. Arrastré sus pies, sostuve sus brazos y la tumbé en el suelo, suficientemente duro para dejarla sin aliento. Tenía la fuerza de una diosa, pero carecía de las técnicas de la palestra y, mientras la dejaba en el suelo, la hice rodar al extremo de su peplo para sujetarle los brazos. Ella logró soltar su brazo izquierdo y sus uñas me hicieron sangre en la mejilla y en el cuello.
Pero cuando soltó la cabeza y la echó hacia atrás con una fuerza sobrehumana, una mano salió disparada y le cruzó la cara, una vez y después otra.
—¡Silencio, niña! —dijo su madre.
Hacía días que no veía a Eutalia. Estaba perfectamente vestida con colores oscuros, y su aspecto no era el de una persona cuya vida se hubiese acabado.
Briseida se recostó sobre sus caderas y el daimon la dejó. Yo vi que abandonaba sus ojos. Para conocerlo, hay que vivirlo. Pero entonces explotó la amargura.
—¡Tú tienes la culpa, tú, perra infiel! —le dijo a su madre—. ¡Me llamó puta! ¡Diomedes me llamó puta! ¡En público! Ahora moriré estéril. Él ha roto el contrato de matrimonio —gritó. No lloraba. Llorar hubiese sido mejor que su imperiosa autocompasión—. Si no hubieses estado tan ocupada cabalgando en la polla del persa, yo podría ser una dama.
La mano de Eutalia volvió a salir disparada y volvió a estamparse en la cabeza de su hija.
—Compórtate o atente a las consecuencias —dijo.
—¡Yo no puedo culparlo! —gritó Briseida y, por primera vez, su voz se quebró y empezó a sollozar, en vez de chillar—. ¡Mi madre es una puta! ¡Yo también seré una puta! ¡Debería quitarme la vida!
Penélope estaba encogida de miedo. Tenía una fea herida que le cruzaba el pecho y su quitón dórico estaba lleno de sangre. Estaba llorando, sentada en un escalón. Ahora vi que Briseida tenía un alfiler en la mano. Me di cuenta de que con él había herido a Penélope y a mí también.
Eutalia buscó en su pecho y su mano derecha sacó un cuchillo.
—Aquí lo tienes —dijo—. Hazlo.
Ésta era la familia que tanto había envidiado cuando entré en la casa.
Briseida cogió el cuchillo y pasó por él su pulgar, como un hombre preparado para el sacrificio. Después avanzó hacia su madre y comprendí que sus intenciones eran claras.
Avancé hacía ella y levanté la mano como me había enseñado Ciro. Ella seguía con la vista la mano con el cuchillo y no el cuerpo, y yo le cogí la muñeca y la desarmé. Ella me dio con el alfiler en el pecho, pero el oro se dobló y solo alcanzó la anchura de un dedo. Noté frío en el pecho y el dolor me hizo querer matarla.
Por un momento, el dolor y el impulso de matarla se equilibraron con la conciencia de que esta era Briseida. Ella vio que el daimon entraba en mis ojos y el suyo se ensanchaba. Como he dicho, para conocerlo, hay que vivirlo. Pero aquellos ojos la salvaron, y logré controlar mi cuerpo con mi mano izquierda cerrada alrededor de su garganta.
Su madre estaba conmocionada. De cerca, pude ver que no tenía arreglado el pelo y no era ella misma. Pero no cedería.
—Toma el cuchillo y acaba —se burló—. ¿Crees que tu vida está arruinada, princesita? Quizá ya sea hora de que entre en tu vida una dosis de realidad. Menospreciaste a Diomedes cuando lo tenías. Estás actuando. Hay un mundo más grande que el que tienes dentro de tu cabeza. Despierta.
Arqui se interpuso entre ellas. Yo todavía tenía a Briseida y ella había tirado su alfiler de oro por su propia voluntad.
—Llévala a su habitación —dijo él. Me hizo una señal de asentimiento. De repente, éramos aliados. Obedecí, levantando a Briseida y llevándola a su cuarto. Penélope venía detrás de nosotros. Se puso a su lado. Nos adelantó y me indicó el camino, e hizo bien, porque no tenía ni idea de dónde estaba la habitación de Briseida.
Briseida me pasó los brazos alrededor del cuello y me dejó que la llevara sin oponerse. Olía a jazmín y menta. Era difícil imaginar, mientras la llevaba, que acababa de intentar matar a su madre con un cuchillo.
Atravesamos una cortina de cuentas de cristal para entrar en una habitación pintada con escenas de dioses y diosas, un fino trabajo. La habitación de Arqui era blanca, con una cenefa de ojos de Hera pintada en la parte superior de las paredes, alrededor de la estancia. La habitación de Briseida tenía todos los dioses como estampas. Hera estaba en pie con el poderoso Zeus, una encantadora pareja pintada como su madre y su padre. Su hermano era Apolo con una lira, y ella era Artemisa con un arco. Penélope era Afrodita, y Darkar era un poderoso Plutón. Diomedes estaba pintado como un joven y un tanto ambiguo Ares, y entonces vi que yo también estaba en el panteón, como Heracles, con un garrote a la espalda y una piel de león cubriéndome. No conocía al resto de los personajes, pero era un buen trabajo. Excelente trabajo. El personaje de Afrodita-Penélope estaba inacabado, y las pinturas cubrían una pared. La habitación olía a polvo de mármol y sangre de toro.
A pesar de todo —adulterio, traición, drama—, me paré a mirar las pinturas de la pared. Me fijé en los botes de pintura y en el olor.
—¿Lo has hecho tú? —le pregunté a Penélope, asombrado.
—Ella —me dijo Penélope—. Necesito ponerme una venda —dijo, y salió.
Dejé a Briseida en su cama. Estaba llorando. Conocía aquel sonido. Era la desesperación. El sonido que hacen los nuevos esclavos cuando son capturados. El sonido que haces cuando te quitan la vida.
En realidad, me daba pena. Por eso, le puse una mano en la espalda.
—Te pondrás mejor —le dije.
Ella se dio la vuelta, y sus ojos mostraban ira, no dolor.
—¡Mátalo por mí! —dijo ella—. ¡Mata a Diomedes!
No te haces idea de lo que es quedarse a solas con Briseida. No le di una bofetada ni salí de la habitación.
Pero tampoco acepté lo que me pedía.
—No puedo matarlo por vos, despoina —dije. Recuerdo haber sonreído—. Pero puedo hacerle daño.
Ella se iluminó de inmediato.
—¿Podrías? —preguntó—. ¿Hacerle verdadero daño?
Extendió la mano y tomó la mía, y una llama me recorrió desde la palma de la mano a la ingle y hasta mi cabeza.
—Si le hago daño, ¿detendréis esta locura de odiar a vuestra madre? —pregunté—. Diomedes es una mierda de caballo. No perdéis nada. Vuestra madre os hizo un favor.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Nunca lo había pensado —dijo. Su mano todavía estaba acariciando la mía—. Sé que Arqui lo odia. Y trató de hacerte daño, ¿no? Presumía de eso ante mí. Y Penélope dijo que eras demasiado duro para que te hiciera daño un matón —añadió, y me sonrió.
¡Oh, la adulación de una mujer hermosa! Contemplemos esto como adultos, Zugater. Ella nunca quiso a Diomedes, pero era bastante obediente; desde luego, quería ser adulta y le gustaba llamar la atención. Pero que la dejaran plantada iba a ser para mejor. Más drama.
¿Quién va a querer jugar a la obediente esposa cuando puedes ser Medea?
Y yo jugué en sus manos… todo razonable, cómplice y varón. Zeus Sóter, cariño, ella me tocó como una cítara.
Saqué mi mano de entre las suyas y salí de la habitación. Después, fui a buscar a Arqui.
Estaba haciendo el amor con Penélope.
Encontré a Darkar.
—Ocúpate de Briseida —le dije. Y entonces lo comprendí—. ¡Tú sabías que Arqui estaba viéndose con Penélope! —dije.
Él asintió y se encogió de hombros.
Yo también me encogí de hombros.
—Gracias por tratar de ocultármelo, de todos modos —dije—. Supongo. Pero lo sé.
Darkar me miró por un momento.
—Ven a mi despacho —dijo. Y, cuando entré, cerró la puerta. Su despacho era una salita bajo la escalera de la bodega donde llevaba las cuentas de la casa.
—Parece que lo sabes todo —dijo, e hizo una pausa—. Escucha, muchacho. Tienes la cabeza encima de los hombros. Si no andamos con cuidado, esta casa se irá al garete. Y si lo hace, si el amo mata a la señora, si Briseida se mata a sí misma, todos seremos vendidos. ¿Me entiendes? No se trata solo de que sea nuestro deber tenerlos separados hasta que las cosas vayan mejor, sino de nuestro pellejo también.
—¡Ares! —dije—. ¿Tan mal está la cosa?
—Drogué el vino del amo aquella noche, la noche en que ocurrió. Y desde entonces, todas las noches —dijo. Darkar tenía los ojos hundidos—. Él va a matarla.
—Tenemos que darle otra cosa en qué pensar —dije—, como la guerra con Persia.
Darkar negó con la cabeza.
—Pensé que sería así, pero es peor, no mejor.
Me encogí de hombros. Yo tenía diecisiete años y no quería ser responsable de la felicidad de una familia.
—Tengo una tarea que hacer —dije.
Darkar asintió.
—¿Puedo contar contigo? —preguntó.
—He jurado ante Artemisa que los ayudaré —dije.
Él sonrió.
—Buen hombre. Vete a hacer tu recado. ¿Qué te ha dicho ella que hagas?
—Me ha dicho que mate a Diomedes —dije.
Él se acarició la barba.
—Tú no puedes matarlo —dijo él.
—Pero puedo hacerle daño —dije.
—Su padre te mataría —dijo.
—No, si Arqui viene conmigo —dije—. Estoy esperando que acabe de consolar a Penélope.
Darkar era un hombre duro. Sus ojos brillaban a la luz de la lámpara.
—Eso ayudaría a la familia —dijo—. La gente sabrá que aún estamos en pie. Lo apruebo —añadió, y me miró—. No obstante, podrías acabar muerto.
Me eché a reír. Aun entonces, ya había comenzado a sentir el poder. Yo no iba a morir en una pelea nocturna en Efeso.
Una hora más tarde, Arqui lo había hecho con Penélope y entré con un quitón limpio para ella y ropa para él.
Puede que haya sido el momento más valeroso de mi vida. Era difícil cruzar nuestras miradas; ella estaba desnuda, unido su pecho con el de él y ambos ronroneando. Ella había llorado y él la había confortado. Y olían a sexo.
—Amo, ahora te necesito —dije, y le entregué a Penélope la ropa y una toalla—. Siento haberos interrumpido —añadí. Levanté la mano, algo que un esclavo no hace nunca, y callé a mi amo—. He consultado con Darkar. Tenemos que zurrar a Diomedes. Tenemos que demostrar a la ciudad que nuestra casa no está muerta. Él insultó a tu hermana. Podría haber roto de forma digna, pero la llamó puta. Castiguémosle.
La mirada de Arqui se cruzó con la mía y sonrió. Bendito sea. Comprendió de inmediato.
—¿Esto es por mi hermana? —dijo.
—Por todos nosotros —dije—. Por tu madre también.
Penélope nos miraba.
—¡Tú eres un esclavo! —dijo ella—. ¡No puedes castigar a un hombre libre!
La ignoré.
Arqui asintió.
—Vamos a por él. ¿Cómo propones que lo hagamos?
—Él estará en el ágora o en el gimnasio, alardeando, insultándola y excusándose. Ya lo conoces, sabes que lo hará. Una y otra vez, con todo el que se encuentre. Llevemos a Kylix como espía. Él vigilará al cabrón. Lo seguiremos cuando se vaya para ir a cenar, lo atrapamos en una calle y le arreamos una paliza que lo deje hecho mierda.
Perdona mi lenguaje, cariño; así hablan los hombres cuando están preparados para la violencia.
Arqui se puso un quitón por la cabeza y yo se lo prendí. Penélope estaba secándose con la toalla. Yo la miré. Ella se volvió y se ruborizó.
Arqui cogió su espada nueva de una clavija de la pared. Yo negué con la cabeza. En aquella época, daba por supuesto que todos los hombres tenían el mismo daimon que yo.
—No vamos a matarlo, amo —dije.
—El tiene matones —dijo Arqui.
Por supuesto, yo había estado yendo y viniendo durante semanas entre el campamento persa y la casa. Había pasado por alto un cambio. El padre de Diomedes, Agasides, había contratado a un par de tracios como guardaespaldas. En realidad, como la mayoría de los caballeros de la ciudad, estaba contratando a guardaespaldas para aumentar su capacidad de combate si irrumpía Persia, pero Diomedes exhibía por todas partes a su pareja de tracios.
Me acaricié la barbilla.
—¿No podemos limitarnos a asesinar a sus matones? —pregunté—. Tu padre…
Arqui prescindió de otras consideraciones.
—Tienes todo el derecho, Doru. Tenemos que contraatacar. Asesinar a sus matones puede ser suficiente. Pero tenemos que pillarlos por sorpresa, o no dejarán que nos acerquemos a él. ¿Correcto?
La juventud tiene su propia lógica. No es como la lógica de la asamblea, ni siquiera la de la falange. Arqui estaba encolerizado, y Penélope le había dado valentía, y ella estaba allí mismo, reforzando su deseo de ser fuerte. En la lógica joven, teníamos que quitar de en medio a aquellos hombres.
Pobres bastardos. Un par de esclavos tracios con garrotes. Habían pasado tres horas y Diomedes se encaminaba hacia su casa. Había presumido durante tanto tiempo y tan fuerte del insulto que nos había inferido que lo oímos en el ágora, despotricando como un orador. Kylix lo había seguido para informarnos y nosotros lo estábamos esperando cuando giró, saliendo de la gran avenida del Artemision, y cortó subiendo la colina por un callejón que discurría entre los imponentes muros de los patios de los hombres ricos.
Diomedes me vio primero. Yo estaba apoyado en un muro, limpiándome las uñas con un cuchillo que Ciro me había metido en mi bolsa de regalos.
—¡Mira quién está aquí! —dijo—. ¡El chupapollas! ¡A por él, chicos!
A veces, los dioses son bondadosos. Y la hibris[5] es el peor de los pecados. En un solo día, Diomedes había rechazado la amistad de un invitado, roto un solemne compromiso y presumido de ello en las plazas públicas.
Los dos tracios eran hombres corpulentos e iban tatuados como guerreros, aunque los tratantes de esclavos tatuaban a menudo a campesinos para obtener un precio mejor.
Se separaron y vinieron rápidamente hacia mí, uno por cada lado,… No era ningún disparate. Retrocedí hasta la cancela de la casa siguiente y después me giré y ataqué, yendo a por el tracio de la izquierda. El matón de la derecha trató de cogerme por el flanco y Arqui apareció de la sombra de la cancela y lo destripó.
Fue el primer individuo al que mató Arqui y lo sacó del combate. Se quedó allí, de pie, con la sangre goteando de su espada, mientras el hombre se retorcía de dolor y gritaba por la estocada en sus riñones.
El otro hombre blandió su garrote y yo di un paso atrás, como enseñaban tanto en Persia como en Grecia, y después me balanceé y le corté la muñeca con el cuchillo, y él tiró el garrote, pero yo aún me estaba moviendo —del pie derecho al pie izquierdo, corte— y de repente, estaba sentado en la calle con sus intestinos a su alrededor.
No creí que se hubiesen ganado sus tatuajes. Más tarde, combatí contra tracios, tracios auténticos, y eran, y son, unos cabrones que ponen los pelos de punta, que se balancean hacia ti cuando sus pulmones están llenos de sangre.
Diomedes se dio la vuelta corriendo, pero Kylix le puso la zancadilla. Antes de que pudiera levantarse, yo estaba encima.
Arqui se iba recuperando, aunque estaba blanco como el cuero ateniense.
—¡Lo maté! —dijo—. ¡Lo maté!
—¡Si te atreves a tocarme, mi padre hará que te rajen los perros! —dijo Diomedes—. ¡No me toques! ¡Podría contaminarme una familia de prostitutas!
Era un imbécil. En realidad, deberíamos haberlo matado.
Le agarré la nariz entre el pulgar y el índice y se la rompí con un retorcimiento despiadado. Había visto hacérselo a un esclavo a otro en las canteras.
—Trae a tus perros —le dije.
Arqui le pegó una patada en la ingle mientras él se retorcía en el estiércol, con la nariz echando sangre. Lo pateó unas cuantas veces. De hecho, fue entonces cuando descubrí que mi amo no era más amable que yo.
Le pegamos una buena paliza. Te ahorraré los detalles. Excepto que, cuando acabamos, cogimos un tarro de pintura de Briseida y a él lo atamos a un pilar del pórtico de Afrodita y, mientras lloraba, le pintamos en la espalda: «Chupo pollas gratis». ¿Por qué en el pórtico de Afrodita? Allí es donde los hombres venden sus cuerpos en Efeso. Los chicos se esfumaron mientras hacíamos nuestro trabajo. En cuanto veían algo así, sabían muy bien que se trataba de un desquite.
Entramos en la casa a escondidas por la entrada de los esclavos. Creo que pensamos que, si nos atrapaban entrando, Hiponacte juraría nuestra inocencia, o alguna tontería adolescente por el estilo.
Toda la casa estaba a oscuras; era tarde. Habían servido la cena, y no nos cabía duda de que nos habrían echado en falta gracias a nuestro plan. Y ambos estábamos cubiertos de barro, sangre y cosas aún peores.
Yo ayudé a Arqui a atravesar la cocina, en la que Darkar estaba hablando en voz baja, e ir hasta su habitación.
—Yo te traeré tu agua —dije.
—La caseta de los baños —dijo él—. Necesito lavar mi alma —añadió. Pero después sonrió. No era la sonrisa de un niño ni una sonrisa amable. Pero era una sonrisa de hermano, no de amo—. Tienes que estar limpio. Si te cogen, te matarán. ¿Yo? Yo puedo asumir el peso.
Francamente, estaba de acuerdo.
—Yo me bañaré primero, entonces —dije.
Me deslicé por la puerta y bajé al vestíbulo, hasta la cocina. La cocinera estaba apoyada en el mostrador, hablando con Darkar.
Darkar comprendió todo en cuanto me vio.
—Quémala —dijo, señalando mi clámide. La tiré al fogón de la cocina y la cocinera echó leña encima, echando en abundancia virutas y cortezas preparadas para prender el fuego para hacer que ardiera la tela empapada en sangre. Mi trabajo extra, mi amabilidad y mi popularidad habían conducido a esto, a que Darkar y la cocinera conspiraran para mantenerme con vida.
—Necesito un baño y Arqui necesita otro, después —dije.
Darkar entornó los ojos cuando utilicé el nombre de mi joven amo.
—Él dice que, si me cogen, estoy muerto, pero que, para él, solo será un fastidio. Por eso me baño primero.
Me saqué el quitón por la cabeza, un quitón de trabajo, de lana basta, con el que no se perdía nada. Kylix estaba entonces en la cocina y se lo entregué a él.
—Ve y dale esto al trapero —dije—. Mejor aun, échalo a su montón.
Darkar asintió.
—El baño está caliente —dijo la cocinera—. ¿Cogisteis al hijo de puta? —añadió. Éste es el signo definitivo de una buena casa: los esclavos son leales al desquite del amo. Como en la Odisea.
Les dije dónde estaba.
—No lo encontrarán hasta mañana —dije—. ¡Quizá algún visitante espartano venga y se lo folle! —añadí, y eso suscitó unas risas nerviosas.
La cocina estaba llenándose de esclavos. No le había dicho a Kylix que no lo divulgara entre sus amigos… él ya estaba contando toda la historia. También se lo contó a los esclavos en la fuente cuando llevó la capa al montón del trapero. Así es el mundo de los esclavos. Las palabras vuelan.
No habíamos caído en ello.
Darkar los calló y me sacó a la puerta.
—¿Tú qué? —preguntó mientras me empujaba hacia la caseta de los baños—. ¿Tú qué?
—Te lo conté —dije.
Darkar estaba a solas conmigo en total oscuridad. El baño era así, sin ventanas. Me pegó, con fuerza, en la cabeza.
—Creí que habías hecho que el amo lo zurrase. No tú, chico.
—¡Uf!
¡Yo, poderoso guerrero! El mayordomo me hizo más daño que los tracios.
—Te matarán. ¿Tengo que recordarte que eres un esclavo? Tú reconoces el terreno para él, tú encajas un golpe por él, ¡pero no atacas a un hombre libre! —dijo. Darkar me dio de nuevo, pero esta vez al azar, porque no veía más que yo. Después, tras una pausa en la oscuridad, dijo—: Piensa que tendrás que huir o morir.
Con eso, me dejó en el baño.
Era una gran bañera de roble, del tipo en el que los hombres pisan las uvas en la época de la cosecha, cuando no tienen piletas de piedra. Tardaba en llenarse, pero contenía agua suficiente para que dos se bañasen a la vez. Arqui y yo lo habíamos compartido muchas veces, pero, cubierto de sangre, un hombre no quiere tocar nada. Es diferente el baño en un día de fiesta.
Había piedra pómez y aceite, y me esmeré mucho. Sabía que tenía sangre bajo las uñas y en el pelo. Aun entonces, como esclavo, tenía el pelo largo.
Me estaba lavando el pelo cuando se abrió la puerta. El baño estaba en un cobertizo bajo y esa puerta dejaba pasar un poco de luz de las ventanas de la cocina, por lo que vi que el vestido de Penélope caía al suelo. Después, ella entró en el baño conmigo y el agua rebosó por los lados, cayendo al suelo.
Si imaginas que yo iba a aprovechar este momento para protestar por su infidelidad mientras su piel desnuda estaba bajo mi mano, no sabes lo que es ser joven. Puse mi boca sobre la suya antes de que pudiera hablar y ella se echó a reír en mi boca… Nunca lo había hecho antes. Quizá debería haberme preocupado por su infidelidad a mí amo —y entonces, creo, mi amigo—, Arqui.
En cambio, me puse medio de pie, medio sentado, con ella a horcajadas sobre mí, y nos besamos una y otra vez, sus pechos contra mi pecho y el agua caliente hasta el pelo. Sus besos eran torpes al principio, y después más cálidos y profundos. Mis manos la recorrieron y después ella se puso sobre mí… porque ella quiso, y quizá yo tuviese cierto reparo, o la sospecha de que eso no estaba bien, porque recuerdo que nunca había entrado en ella.
Esto me hace sonreír, sin embargo. ¡Ah! Con frecuencia, los dioses son bondadosos y Afrodita quiso enviarme al Tártaro con una visión del cielo. Cuando acabamos, nos besamos, y nos besamos, y nos besamos.
Darkar dijo mi nombre desde la puerta trasera. Penélope salió del baño, cogió su vestido y desapareció, un truco que no es difícil de hacer en la oscuridad. Yo estaba irritado y feliz y, de repente, con la cabeza despejada, y tenía en mi boca un sabor de clavo. Salí por un lado de la bañera y pensé que, en una noche normal, habría tenido problemas con la cocinera por el desorden en que había dejado la caseta de los baños. Después, cogí el aceite de oliva, me lo dosifiqué yo mismo y me froté la piel lo más rápido que pude.
Atravesé la cocina tan limpio como un recién nacido, Darkar trató de frenarme, pero lo adelanté y salí al vestíbulo.
Penélope estaba llorando en los brazos de Arqui. Arqui todavía estaba cubierto de sangre y mierda, y lo mismo Penélope.
Y su pelo no estaba húmedo.
Un escalofrío me atravesó como un viento lluvioso en invierno que soplara a través de mi alma. En mi nariz descubrí el aroma de la menta y el jazmín. Empezó a erizárseme el pelo de la nuca.
Arqui dejó marchar a Penélope.
—Tienes peor aspecto, no mejor.
Penélope me miró.
—Os matarán a los dos —dijo.
¡Oh, Afrodita! ¡Oh, Señora de los Animales! ¿Quién acababa de estar conmigo en el baño?
—Estoy asustado —le admití a Arqui. No le dije por qué—. Debes ir y bañarte.
—Quédate donde estás —dijo Hiponacte desde detrás de mí.
Supongo que Darkar se lo contó. Éramos jóvenes y estúpidos. No habíamos pensado en las consecuencias. Y el juego de la venganza no tiene reglas.
Hiponacte miró a su hijo. Arquílogos cruzó su mirada con la mía. Entonces estaban a la misma altura.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó.
Arqui se encogió de hombros; ya he mencionado lo que pienso de este gesto de un hijo a su padre, ¿no?
—¿Qué habéis hecho? —gritó.
Arqui sonrió.
—Lo que había que hacer —dijo—. Diomedes llamó «puta» a mi hermana y le hemos devuelto el favor.
Bueno, no precisamente, pero por ahí iban los tiros.
Y entonces Hiponacte me sorprendió. Debería haberlo sabido: siempre fue un buen hombre y un poeta. Comprendía la rabia y la lujuria y lo humano y lo divino. Se apartó de la puerta para que Darkar pudiera entrar.
—Tienes que irte —dijo—. Esta noche. Ahora. Tengo un barco con su tripulación.
A continuación se produjo un frenético ir y venir de hacer equipajes y llantos. Arqui cogió su panoplia y su petate y yo cogí el mío. Él fue a bañarse e Hiponacte me llevó aparte.
—Heráclito me ha dicho que has jurado proteger a mi hijo —dijo.
Yo asentí. Levanté la vista hasta cruzarme con la suya.
—Aquí está tu libertad. Espero que cumplas ese juramento. Como lo espera Heráclito. Hasta el final de la guerra. Tú no lo abandones. Pero como hombre libre, por lo menos, Diomedes tendrá que denunciarte. Redacté tu manumisión con fecha de ayer. Un amigo lo testificará por la mañana, como si se hubiera hecho ayer —dijo, e hizo un movimiento de negación con la cabeza—. Debería haberte liberado por lo que hiciste con el persa —añadió—. ¿Toda mi familia está maldita?
Yo me quedé allí, en silencio, asombrado por su generosidad y consciente de lo que acababa de hacer en el baño. Las furias reían. Y afilaban sus garras.
Pero yo era libre.
Peor fue cuando Arqui se acercó a despedirse de su hermana. Peor porque ella lloró, lágrimas auténticas, sin ira. Creo que ella amaba a su hermano más que el resto de nosotros.
Y peor, porque su pelo estaba húmedo.
Ella me miró varias veces y su mirada era de triunfo tranquilo. Estaba bellísima.
Zugater, nunca he dudado de la presencia de los dioses. En aquel momento, en aquella mirada de la chica de pelo mojado, el largo, oscuro astil y la punta de flecha que llega del arco de Afrodita me atravesó, y el dolor nunca fue tan dulce. Aunque Hiponacte anunciara a toda la oikía que yo había sido manumitido, aunque todos los esclavos se arremolinaran a mi alrededor y Penélope cogiera mi mano y le diera un indeciso apretón, lo único que pude ver fueron sus ojos, aquella mirada. Y aún la veo.
Soy un viejo tonto. Olvídame. Imagínate lo que supuso para la pobre Penélope, cariño. Su amante libre la estaba dejando. Su oportunidad de llegar a la libertad se estaba desvaneciendo. Y Arqui no dijo nada. Creo que Hiponacte la habría liberado si Arqui se lo hubiese pedido. Pero no lo hizo. Él, mi amo, no era malo. Solo un egocéntrico efebo que pensaba que se había hecho a sí mismo un héroe.
La estrella polar estaba en lo alto, y a los remeros, malhumorados y borrachos, los habían sacado de sus burdeles para ponerse a los remos, pero, por suerte, se suponía, en todo caso, que el trirreme mercante Zetis tenía que abandonar la playa norte y hacerse a la mar con el sol, rumbo a Lesbos, con una carga de cobre chipriota y algunas armaduras terminadas para los caballeros de Metimna. Atravesamos la ciudad con las primeras luces y embarcamos; Kylix llevaba nuestros bártulos. Por lo que sabíamos, Diomedes todavía seguía atado al pilar. Me preguntaba si, por haberlo puesto allí, había hecho yo un sacrificio a Afrodita, de manera que ella me guardara a Briseida.
Mientras la brisa marina acariciaba mis cabellos, me puse a pensar en que había besado a Briseida en el baño y… ¿qué palabra sirve? ¿La «poseí»? Nunca. Si alguien fue el propietario, era ella. ¿La «tomé»? No. Te darás cuenta de que, a menudo, las palabras que los hombres emplean para el sexo son estúpidas, cariño. Briseida era más como una diosa que una mujer.
Y entonces, mientras el buen viento salino me acariciaba y los aguaceros danzaban al norte, hacia donde Milcíades estaría levantándose de su cama, de repente, caí en la cuenta.
Era libre.
Arqui estaba a mi lado en la barandilla de proa, sobre la tarima que ocupan los infantes de marina en un combate. Aquel día estaba llena de pieles de toro para escudos. Todos los objetos que estaban entre nuestras bancadas tenían relación con la guerra. El mundo se encaminaba a la contienda y yo era líbre.
—¡Soy libre! —dije.
Arqui me dio un puñetazo en la espalda.
—Lo eres —dijo él—. ¿Me dejarás en Metimna?
Es raro, cuando echo la vista atrás, ver a aquel muchacho… ¡Oh, sí!, le habría dado un puñetazo en la cara a un hombre por llamarme «muchacho», pero lo era, y mis acciones lo proclamaban. Pero, en aquel momento, sabía que era libre… y no tenía ni idea de quién era ni de qué quería.
No, no es eso. Lo que yo quería era a Briseida. ¡Ah! Más vino. Eso es lo que yo quería y lo que podía conservar ante mis ojos. Y estaba la pequeña cuestión de mi juramento ante Artemisa. Defender a Hiponacte y a Arquílogos. Por todo eso, la casa —Platea— había empezado a parecerme más agradable; el repentino, embriagador y puro vino de la libertad lavaba de nuevo aquel sueño.
Negué con la cabeza. No podía decide a Arqui que amaba a su hermana.
—No —dije—. Prometí a tu padre que cuidaría de ti durante algún tiempo.
Arqui sonrió.
—Bueno, supongo que eso no es tan malo —dijo él, aunque su sonrisa decía que era malo, muy malo.
Me incliné y empecé a mirar las armaduras que transportábamos. Los petos eran de bronce y no estaban acabados, pero tenían una decoración elaborada; la cintura y el cierre habían quedado sin terminar, de manera que el ajuste final pudiera hacerlo el herrero local. Negué con la cabeza.
—Un trabajo mediocre —dije—. Lo quiero mejor. Quiero una panoplia. ¡Doy por supuesto que vamos a luchar contra los persas!
Arqui sonrió maliciosamente. Nos abrazamos.
Parecía divertido. Eramos jóvenes.