Era primavera lo recuerdo muy bien, por que el fin del mundo empezó un día de rosas y jazmines, y sol y belleza.
Según mis cálculos, tenía diecisiete años y, cuando pasaba por el ágora, las mujeres me miraban. No te rías, zugater. Yo era, entonces, uno de ésos.
Y los hombres también me miraban. ¿De qué me iba a preocupar? Si hubiese sido libre, los hombres habrían puesto mi nombre en vasijas. Aun como esclavo, yo era kalós kagazós[4]. Era hermoso, inteligente y fuerte.
¡Oh, la arrogancia de la juventud!
Arqui y yo estábamos boxeando en el jardín; Eutalia nos miraba desde su diván e Hiponacte estaba tumbado junto a ella, acariciándola mientras ella nos veía combatir.
Debíamos de haber estado allí durante bastante tiempo porque el reloj de agua se había vaciado y hubo que rellenarlo. Estábamos cubiertos de sudor y eufóricos con el daimon del boxeo. Después vino Briseida.
Ella rara vez entraba en el centro de la casa. Como virgen no desposada, permanecía mucho tiempo en la zona de las mujeres. Pero esa era la semana en la que Hiponacte había puesto su sello en su contrato de matrimonio con Diomedes, y ella estaba reuniendo su ajuar y actuando como una adulta. Por eso se le permitía salir.
Parecía una diosa. Lo digo demasiado a menudo, pero era perfecta. Ahora sé que debió de hacerlo a propósito, pero se exhibía vestida de lino y lana, y valía las tierras de mi padre y la fragua también. Exhalaba un aroma de menta y jazmín, tan ligero como una pluma en el aire.
Yo captaba todo esto con la misma mirada que me mostró Penélope a sus pies y me costó un golpe en la parte superior de mi pecho. A Arqui no le distraía su hermana, ni por soñación. A él lo aburría. Sus golpes llegaban fuertes y rápidos.
Pero él no había tenido a Calcas. Y nunca había matado. Más tarde se convirtió en un gran guerrero, con un nombre que se conocía en toda la Hélade, pero, cuando yo tenía diecisiete años, no se podía comparar conmigo.
Así que encajé unos pocos golpes y después mi derecha salió disparada, frenando una ráfaga de ataques, directa, atravesando su guardia hasta su barbilla, y se tambaleó.
Briseida aplaudió en plan de burla.
—¡Oh, Arqui, repite eso de nuevo! —dijo.
Él levantó la mano hacia mí y yo me incliné en una reverencia. Después, cogió una jarra de agua fría, bebió la mitad y el resto se lo echó encima a su hermana y a sus mejores galas.
Ella gritó y su puño derecho salió disparado, tan rápido como el mío, alcanzándolo con su golpe en la cabeza.
Sin embargo, a pesar de todo, ellos se querían y, de repente, los dos estaban riéndose, él desnudo, y ella con el tinte púrpura goteando de una prenda que había costado más de lo que yo imaginaba que ganaría mi padre en su mejor año, ahora arruinada.
¡Qué ricos eran!
Ella se quitó las dos prendas por la cabeza —los jonios no le dan la importancia que le dan los occidentales a la desnudez de las mujeres— y cogió un sencillo vestido de lino de Penélope, que se ruborizó al quitárselo para dárselo a su ama y salió corriendo a buscar algo que ponerse encima.
No había nadie mirándome en el jardín, por lo que me embriagué con la belleza del cuerpo de Briseida: sus pechos firmes y apuntados y la exuberante mata de pelo negro entre sus piernas. Aparté la mirada y eché un vistazo alrededor. Hiponacte estaba espurreando vino ante el comportamiento de su hija y Arqui estaba mirando a Penélope con el mismo deseo con el que yo miraba a su hermana.
Y Eutalia estaba mirándome, haciendo una fría evaluación que se expresaba en su rostro. Me estremecí y bajé la vista. Corrían rumores en los alojamientos de los esclavos de que Eutalia era todo menos una mujer leal y de que Hiponacte se preocupaba poco de esa cuestión. Pero nadie había sugerido que sus juegos se extendieran a los esclavos. Yo era demasiado joven, sin embargo, para saber lo que significaba una fría evaluación de una mujer mayor. La cocinera me miraba del mismo modo, ya fuese para darme en la mano por robar pan o para llevarme a su cama.
Mi teoría es que las mujeres que han parido a un hijo o a una hija aprenden la misma lección que los hombres cuando se enfrentan al enemigo en el campo de batalla y que, después, te miran con la misma mirada. Ésa es mi teoría.
¿Qué aprenden?, preguntarás.
Yo soy viejo y mi copa está vacía. No interpretes eso, cariño… simplemente, sírveme un poco de vino. Aprende la lección por ti misma.
Penélope regresó, decentemente cubierta, y Briseida se quedó, disfrutando con el jaleo que había provocado.
—¿Cuándo viene Diomedes? —preguntó por cuarta vez. Habiéndose firmado su compromiso matrimonial, pronto celebrarían una ceremonia en la casa de ella y después, una fiesta. Ella era una mujer mayor de quince años y quería progresar en la vida.
Hiponacte hizo una mueca.
—¡Niña, ya tenemos bastantes problemas entre manos sin que vayas obsesionada por tu vientre a tu fiesta de esponsales!
Eutalia le dio una ligera palmada a su esposo.
—Tenemos un pequeño problema, Briseida —dijo—. Artafernes ha querido honrarnos con su visita. De hecho, ha convocado a muchos de los dirigentes de Jonia, grandes hombres y nombres famosos, para que se reúnan aquí, en nuestra ciudad, y celebren una conferencia.
No mencionó que el padre de Diomedes era miembro de la otra facción, la de la independencia. No le encantaría, precisamente, encontrar a Artafernes en la fiesta de esponsales de su hijo. Solo sus relaciones mercantiles los mantenían como amigos. Los esponsales se planearon desde el nacimiento de Briseida.
Todo esto ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Briseida se encogió de hombros.
—Mis esponsales son más importantes que las peleas de los viejos —dijo, con un brusco movimiento de cabeza.
Su madre negó con la cabeza.
—No, querida. Tus esponsales pueden celebrarse cuando nosotros lo ordenemos. Estos hombres se reúnen para prevenir una guerra. Tú no tienes ni idea de lo que es una guerra. Ninguno de vosotros lo sabéis.
Pocas veces hablaba ella en serio, pero, cuando lo hacía, la escuchábamos. Pero, para mí, pensé: «Yo sí he visto la guerra».
—Yo soy de Lesbos y, durante mi juventud, los hombres de Mitilene hicieron la guerra contra mi ciudad. Incendiaron las fincas agrícolas, violaron a las mujeres y vendieron como esclavas a familias enteras, buenas familias. Si Atenas ataca esta ciudad, Briseida, te venderán en el mercado a un soldado. ¿Comprendes?
Briseida no habría quedado más conmocionada si su madre le hubiese pegado una bofetada.
—Atenas es una ciudad de bárbaros —escupió—. ¡Padre y tú lo decís!
—Bárbaros con una flota y un ejército —dijo Hiponacte—. Escucha, querida. Celebremos la conferencia y después celebraremos la fiesta. Solo tendrás que esperar un mes.
Briseida echó un rápido vistazo alrededor y dio conmigo, y se ruborizó. Después, se sentó en la silla que Dorcus, uno de los esclavos de la casa, había traído para ella, y se inclinó sobre la mesa para coger la copa de vino de su padre, exponiendo su costado desnudo y provocando que todo mi cuerpo se estremeciera. Todo completamente intencionado.
—Muy bien, padre —dijo tranquilamente. Esa reacción se alejaba tanto de la que esperaba su padre que este se quedó literalmente con la boca abierta de asombro—. El bien de Jonia es más importante que mi boda —dijo con dulzura.
Si hubiésemos estado en escena, el público habría visto como se reunían todas las furias.
Artafernes vino con todo un regimiento de caballería, con los lidios y los persas en escuadrones separados; los lidios iban armados con lanzas y los persas, con arcos y dardos. En el ágora, los hombres se quejaban de que habían traído a todos los soldados para intimidarlos, y los soldados eran arrogantes, sacaban pecho, empujaban a los hombres y flirteaban con las mujeres en todas las plazas de la ciudad.
Yo los observaba con curiosidad. Eran muy diferentes de los hoplitas de Beocia. Por una parte, eran los cazamujeres más agresivos que yo había visto nunca, sobre todo los persas, y si había entre ellos algún amante de chicos, no lo vi nunca. En segundo lugar, eran perezosos, no en su trabajo de soldados —cuando visité sus campamentos, vi que se ejercitaban con la espada y con arcos de gran calibre—, pero, si no estaban haciendo ejercicio o tirando, solo se dedicaban a maldecir, pelearse y follar —perdona, querida.
En mi época, en el oeste, no había soldados profesionales, salvo los nobles espartanos, e incluso los espartanos se ocupaban sin descanso en ejercicios de atletismo y en cazar. Nunca había visto a soldados de oficio que se sentaran en las tabernas a beber, escupir y agarrar a las chicas.
Eran rudos. También eran ricos. El soldado persa de caballería normal tenía un mozo de cuadra para su caballo y un esclavo para sus efectos personales. Tenía su propia tienda de campaña y quizá otro alojamiento de fieltro para sus esclavos y sus bártulos. Cada uno de ellos tenía copas de bronce y de plata, jarras de agua, platos… Nunca había visto a un soldado con tanta parafernalia.
Y en sus campamentos tenían mujeres. Algunas eran esposas y otras eran prostitutas, y muchas parecían encajar en un misterioso (solo para mí) espacio entre esos dos roles definidos. Trabajaban mucho, demasiado… mucho más que los hombres, lavando, cocinando, cosiendo y cuidando de los niños.
Un regimiento persa de caballería era como una ciudad ambulante en la que todos los ciudadanos fuesen señores. Yo les caía muy bien. Ellos también me caían bien. La mayoría de ellos no habían visto nunca a un griego occidental. Despreciaban a los jonios, por malos guerreros, pero habían oído que los beocios eran luchadores y, a los cuatro hombres que mejor me caían —dos hermanos y sus dos amigos, todos de la misma ciudad próxima a Persépolis—, les conté mis historias de guerra. Eran señores, o ellos mismos se decían nobles, y te preguntarás por qué hablaban con esclavos griegos.
Yo fui al campamento con un recado de Artafernes, llevando el bastón de mensajero de mi amo. Artafernes tenía una tienda en el campamento y una lujosa estancia; unas veces se quedaba allí y otras, en nuestra casa, por razones que yo desconocía. Cuando estaba en el campamento, yo era el mensajero, en gran medida porque me caía bien y yo podía alcanzarlo más rápido que otros mensajeros.
Estaba aprendiendo algo de persa: en un campamento persa, es difícil que alguien hable griego. Pero yo estaba allí a diario o cada dos días, y la entrega de un mensaje a un sátrapa de Persia nunca es una tarea sencilla ni rápida, sobre todo si hay respuesta. Una vez, recuerdo que estuve todo el día esperándolo con impaciencia, para descubrir al final que el sátrapa ya estaba en nuestra casa.
En todo caso, un día estaban de servicio mis cuatro amigos persas en el exterior de la tienda-palacio del sátrapa y, después de mostrarles mi bastón, los entretuve utilizándolo como una espada y haciendo mis ejercicios, ya que estaba faltando a las clases por estar haciendo recados. Y Darío —en aquellos días, parecía que todos los persas se llamaban Darío— me llamó y me preguntó mi nombre.
—Soy Doru —dije—, compañero de Arquílogos, hijo de Hiponacte —añadí, y me encogí de hombros.
—Tienes la muñeca de un auténtico espadachín —dijo Darío. Cogió mi bastón de mensajero, un par de barras de bronce macizo y lo levantó—. Sería difícil ponerme a dar mis tajos con esto. Ciro, prueba a mover este juguete con el brazo de la espada —dijo, y le pasó mi bastón a su hermano, que lo cogió.
Estaban como estatuas en el pórtico de un templo: la piel del color de la madera vieja, el pelo de color negro azabache y ojos marrón claro, apuestos como dioses.
Ciro blandió mi bastón haciendo algunos ejercicios; no eran mis ejercicios, por lo que los observaba fascinado. Él me lo entregó.
—¡Veamos lo que haces, muchacho! —dijo.
Lo hice. Copié sus movimientos, interesado por las diferencias, y los cuatro persas aplaudieron; desde entonces, nos hicimos amigos. Eran hombres de trato fácil y a veces practicábamos esgrima. Nunca utilizaban escudos, lo que los hacía muy diferentes a la hora de enfrentarte a ellos. Ciro me enseñó también un truco que me ha salvado la vida cincuenta veces: cómo matar a un hombre con su propio escudo. ¿Has visto?
Ven aquí, tú, escribiente. Coge ese escudo de la pared —no voy a comerte— y póntelo en el brazo. Veo que sabes cómo sostener un escudo; mejor para ti. Mi opinión sobre ti acaba de ganar unos cuantos puntos. Ahora hazme frente —¡condenada cadera!—. Haz como si tuvieses una espada. Ahora mira, cariño.
Justo así: le he roto el brazo y lo he matado. Lo siento, muchacha. Ya puedes levantarte. Un truco útil, ¿no? Lo único que hago es agarrar el borde del escudo y darle la vuelta. No hay hombre, por fuerte que sea, que pueda sostener el centro de una rueda mientras yo hago girar el borde, ¿no? Esto se basa en un principio matemático que podría explicarte si me dieses vino suficiente, pero, por el momento, basta con decirte que es cierto. Y observa cómo el brazo de nuestro chupatintas está en el porpax, esa tira de bronce que atraviesa la parte superior de su antebrazo. Así que, una vez que empiezo a girar el borde, no puede soltar su escudo, y le rompo el brazo.
Si fuese un matador de hombres, podría destriparme con su arma mientras yo le rompo el brazo. Si no lo es —y pocos hombres son matadores, gracias a los dioses—, empujo su brazo ahora inútil y el borde del escudo contra su cara, le aplasto la nariz y está muerto. ¿Ves? Ciro me lo enseñó, bendito sea.
Eran hombres que transmitían libertad, muy bebedores, y, en dos semanas, llegué a quererlos más. Parecían más vivos que otros hombres, más reales. Continuamente se batían en duelos, hiriendo a otros persas por ofensas falsas o reales, por una mala palabra o un desaire. Eran perros peligrosos y golpeaban fuerte.
Por supuesto, mi categoría de esclavo no significaba nada para ellos; para ellos, todos los griegos eran sus esclavos. Eso me dolía, pero estaban tan por encima de mí que no podía ofenderme su actitud hacia los jonios, una actitud que yo compartía.
En todo caso, transcurrió el verano entre lecciones y refriegas. Yo estaba viendo a una chica etíope de una casa tan elegante como la nuestra, los Lejzante, sacerdotes y sacerdotisas herederos de Artemisa, una de las familias más nobles y ricas de la ciudad. Salue era alta y delgada y oscura como la noche y, aunque nunca hicimos el amor, tenía una mente aguda y una lengua depravada y nos entreteníamos mutuamente, dentro y fuera de la cama. Me encantaba salir al campamento persa. Me encantaba trabajar con los problemas de geometría, cada vez más complejos, que me planteaba Heráclito. Me sentaba en la casa de la fuente —después de que el amo levantara la prohibición— y cantaba con mi lira, y Salue cantaba conmigo, con su voz capaz de una curiosa armonía con la que decía que su pueblo cantaba siempre en África. Fue un buen verano.
Los tiranos de Jonia se reunieron en las casas de la ciudad alta, por lo que de nuevo tuvimos que cenar con Hipias y con Anaxímenes de Mileto, que había sustituido al traidor Aristágoras como tirano de la ciudad. Se sabía que Aristágoras se había dirigido aquel verano a la asamblea de Atenas, como predijera Hipias, y que le habían garantizado una flota de barcos atenienses, así como hacer la guerra contra el Gran Rey en nombre de la «revuelta».
No había tal revuelta. Todos los dirigentes de Jonia estaban dentro y fuera de nuestra casa, y las grandes ciudades —Mileto, Efeso, Mitilene—, si no eran incondicionalmente leales al Gran Rey, no estaban en absoluto interesadas por la revuelta. Algunos hombres querían la guerra, pero la mayoría eran exilados que no tenían un céntimo.
Era raro, pero, como esclavo, probablemente supiese más sobre lo que estaba ocurriendo que el sátrapa. Yo sabía que, en los muelles, donde se reunía la gente joven cuando llegaban los barcos de toda Jonia, los hombres hablaban de Aristágoras como de un héroe y de Atenas como su libertadora. Caballeros y remeros, marinos, pequeños mercaderes, todos estaban enardecidos por la idea de la independencia. Pero los nobles y los ricos de la ciudad alta estaban aislados de esas conversaciones, igual que estaban aislados de los cotilleos de sus esclavos.
Cuando aumentó el número de incidentes entre los soldados persas y la gente de la ciudad y los marinos, Artafernes se vio obligado a afrontar la realidad de que en Efeso había gente, mucha gente, que consideraba a los persas enemigos. Y sus soldados no ayudaban a suavizar la situación. Darío y Ciro pensaban que no había nada más cómico que separar a una bonita chica griega de su novio jonio, mediante una combinación de fuerza y de persuasión que, para ser sincero, les gustaba a las mujeres jóvenes, a algunas jóvenes. En todo caso, multiplicando sus faenas por cien, no habría en la ciudad baja una virgen griega para casarse con su hombre ya cornudo, y esa era la vía más rápida hacia la violencia.
Los persas eran pedantes. No violaban ni tomaban esclavos como lo hacían los soldados griegos. Por eso, a los esclavos no les preocupaban. Pero los griegos, los pequeños propietarios de la ciudad baja, mataron a unos cuantos en emboscadas; después, las espadas hicieron su aparición por toda la ciudad, y los problemas de Artafernes comenzaron en serio.
Eso lo agotaba. Yo lo veía a diario y le llevaba mensajes de la señora para él, ofreciéndole un remedio para el dolor de cabeza o, a veces, llevándole solo un verso o una flor. Me gustaba hacer recados para mi señora, porque era bondadosa conmigo, me daba dinero y era una excusa para estar en el ala de las mujeres. Ella me favorecía y debió de decir algo porque, de repente, después de un año de obligada separación, Penélope volvió a demostrarme simpatía y nos permitieron ir juntos a hacer recados al ágora y estar juntos en privado.
A eso me refiero, cariño, cuando digo que los amos producen en sus esclavos efectos que ellos no pretenden. No creo que Hiponacte pretendiera que volviese a ver nunca a Penélope ni creo que la señora comprendiese hasta dónde podríamos llegar Penélope y yo, o quizá supiera exactamente lo que pasaba. En realidad, aunque yo cuente esto, me pregunto si ella trataba de poner fin a otra relación, una cuyo descubrimiento me hizo más daño que cualquier otra cosa.
De todos modos, uno de los recados que hicimos juntos contribuyó, sin quererlo, a los problemas de la ciudad. Yo estaba en el ágora con Penélope, con nuestras manos enlazadas, cuando un hombre me dio un golpe en la cabeza y me mandó dando tumbos a la mugre que había bajo los tenderetes de los curtidores. Penélope gritó. Una vez más, eran dos los atacantes, pero, en esta ocasión, yo estaba malherido. Si mis atacantes no hubiesen sido unos estúpidos, yo habría muerto. Uno empezó a darme patadas y el otro agarró a Penélope. En un ágora abarrotada de gente, era imposible moverse con rapidez. Ella tenía un grito muy vivo y pegó uno muy fuerte. A diferencia de las niñas nacidas libres, las esclavas sabían perfectamente cómo hacer frente a un ataque. Pero yo no vi nada de eso, porque mi primer atacante me había puesto el pie sobre el estómago y yo vomité. Él me agarró por el pelo y estaba cubierto de sangre.
Ciro mató a mis dos atacantes. Fue la voluntad de los dioses que Ciro y Farnakes, su amigo particular, estuvieran en el mercado buscando camorra, y yo se la serví en bandeja. Mataron a mis asaltantes con la alegría con la que los hombres hacen esas cosas, pero, como habia un griego que yacia en el suelo y una mujer que gritaba, otras muchas personas que estaban en el Ágora, sacaron conclusiones equivocadas. Cuando empece a volver en mi, se estaba formando un tumulto con mala pinta y Penelope seguia gritando. Ella nunca habia visto antes los intestinos de un hombre, no fue culpa suya.
Me levanté y tuve la feliz idea de ofrecer mi mano a Ciro y él tuvo el buen sentido de tomarla, con barro, sangre y todo. Después, abracé a Penélope y ella me dejó que la sacara de allí.
—Mejor venid conmigo, señor —le dije a Ciro, y él y Farnakes hicieron lo que les sugerí, como buenos soldados. Los conduje hacia la colina y la turba nos siguió por unas pocas calles, pero pronto nos dejaron.
Después de aquello, ponía mucho más cuidado cuando salía de la casa. Diomedes quería verme muerto. Yo lo había olvidado. El mismísimo desquite. Sus esponsales se habían pospuesto durante todo el verano y supongo que creía que lo pagaría conmigo. Se lo dije a Hiponacte antes de que fuera a Bizancio en un crucero corto y él me dijo que se ocuparía de ello.
Ciro me dijo que era yo quien le había salvado la vida, sacándolos fuera del ágora, y no lo contrario; me trataba con cortesía y me dio más lecciones. Cuando pasó el verano, mi persa era mejor y, cuando Hiponacte regresó de su barco, nadie más había tratado de matarme.
La «conferencia» continuó. Los tiranos no estaban dispuestos a levar hombres para Artafernes ni a darle las garantías que quería. Tampoco los intimidaban sus soldados. La mayoría de ellos eran isleños y les costaba mucho imaginar la caballería del Gran Rey desembarcando en sus playas.
Con frecuencia, cuando los guardias me admitían a la presencia del sátrapa, lo encontraba sentado, con la cabeza entre las manos, mirando su mesa de trabajo. Hacia el final del verano, las cosas iban cada vez peor. Seguía comportándose educadamente conmigo y siempre me hacía algún cumplido y me daba una propina. Aun cuando acabó convirtiéndose en enemigo mortal mío, nunca olvidé su bondad fundamental. Artafernes era un hombre. Algunos hombres son nobles por naturaleza. Él era uno de ellos.
Heráclito nos dijo una vez que el valor de un hombre podía medirse por el valor de sus enemigos. Bueno, si eso es cierto, yo lo estaba haciendo bien.
Un día, al final del verano, llevé a Artafernes una invitación de mi señora para que fuese a cenar. Fuimos caminando juntos; normalmente, iba a caballo, pero esta vez dejó su escolta en el campamento y solo lo acompañaron mis cuatro amigos, formando un grupo informal a su alrededor. Dos veces se detuvo a hablar con gente corriente que le pedía cosas. Era de ese tipo de personas.
Yo le serví en la mesa, y Arqui, que había dado un fuerte estirón y era ahora un hombre apuesto, compartió su diván y hablaron como viejos amigos mientras Eutalia les servía alimentos finos y vino en abundancia. Kylix mezclaba el vino, dejándolo tan claro como se atrevía a hacerlo, pero aun así los tres estuvieran bebidos en poco tiempo. Mis cuatro amigos estaban en la cocina con la cocinera y Darkar, esperándolos. Ellos eran señores, pero también simples soldados, y no se ofendieron. Estábamos pasando una velada agradable. Yo iba y venía entre la cocina y el andrón y, a veces, transmitía alguna broma de arriba abajo e incluso al revés.
Avanzada la comida, llegó Hiponacte. Aquella mañana había llevado un barco nuevo al mar para probarlo y había vuelto pronto, y nada contento por lo que acababa de ver.
—Hay un motín en la ciudad baja —dijo.
Para mí, eran viejas noticias, y eso demuestra lo poco que sabían en realidad.
—Han muerto dos de tus hombres y cinco individuos de clase baja, pero ciudadanos, ¡maldita sea! —dijo, negando con la cabeza—. Artafernes, tienes que sacar de aquí a esos soldados antes de que se cree el clima que tratas de evitar.
Artafernes se arrellanó en su diván.
—Nadie me dice lo que tengo que hacer —dijo tranquilamente—, excepto el Gran Rey, cuyo servidor soy.
Hiponacte sonrió.
—Así es, ¿no? Muy bien, sé el sátrapa, señor. Pero esos soldados están haciendo más daño que bien.
Él no estaba bebido, gracias a los dioses, o podríamos haber tenido problemas.
Artafernes se revolvió.
—¡Bah!, estoy borracho —admitió—. Tengo que salir de este pozo negro. Antes de hacer algo que lamente —añadió. Su frustración era patente. Y algo relacionado con la llegada de Hiponacte la desencadenó. Frunció el ceño—. Este hediondo pozo negro.
Hiponacte optó por no ofenderse.
—Nunca había oído describir antes la sagrada Efeso como un pozo negro hediondo —dijo—. Debo decir que no parece una contribución poética.
Su esposa se echó a reír. Con sus propias manos, llevó vino al sátrapa. Desde donde estaba, pude oler su perfume almizclado, embriagador.
—Quizá yo huela menos como un pozo negro, señor —murmuró.
—Tú eres lo único que merece la pena tener en esta ciudad —dijo Artafernes.
La mirada de Hiponacte se cruzó con la mía. Yo hice una reverencia y llamé a dos esclavos para que me ayudaran a acercar una klinia para él y le preparamos una copa de vino y algo de comida. Darkar vino de la cocina y me hizo una seña. Yo me retiré.
—¿Tienes controlado esto? —preguntó.
Yo negué con la cabeza.
—Hay algo aquí que no me gusta —admití—. El sátrapa está enfadado y la está tomando con nuestro amo.
Darkar me miró con algo muy parecido a la lástima.
—Ocuparé tu lugar. Tú vete y sirve solo a tu joven amo, y llévalo a la cama en cuanto puedas convencerlo… o hártalo de vino.
—¿Y qué pasa con Ciro y los demás en la cocina? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—No hay problema. Ahora quedan fuera de tus cometidos.
Así que traté de servirle vino a Arqui. No tenía que haberme molestado. Por entonces, aguantaba bien el vino y probablemente hubiese podido competir copa a copa con su padre, pero de repente me sonrió y negó con la cabeza, apartando su copa.
—Tengo que ir a la cama —dijo.
Darkar me lanzó una mirada, pero no tenía que ver con mi actuación. Escolté a mi amo hasta la cama, pero estaba impaciente conmigo y, tras unos pocos intentos de conversación, me despidió.
Volví a la cocina a ver a mis amigos. Yo estaba franco de servicio, a menos que la cocinera o Darkar, los dos esclavos superiores, decidieran ordenarme algo. En realidad, mientras servía a los persas, charlando con ellos, estábamos todos a gusto. Les serví vino y ellos se rieron, bromearon y flirtearon con Penélope cuando entró. Supuse que estaba haciendo un recado para Briseida, aburrida en el ala de las mujeres y no invitada a la fiesta. Era raro ver a Penélope en la cocina. Ella no se entretuvo.
Pasada una hora, Darkar asomó la cabeza y me lanzó una mirada. Yo bebí el vino que me había servido y lo seguí al vestíbulo. Parecía nervioso y como disculpándose.
—El amo vuelve a su barco —dijo—. Necesito que hagas de mozo.
Bueno, así es la vida de un esclavo. No era ese mi trabajo, pero, en esta ocasión, todos nuestros mozos estaban durmiendo o borrachos. Era un día festivo, creo… Ni siquiera puedo recordar dónde estaban todos. Así que fui al pórtico y cargué los equipajes del amo y lo seguí a través de la ciudad en tinieblas.
Él no dijo una palabra.
La estrella polar estaba alta a la hora a la que hicimos la travesía. Intercambió unas pocas palabras lacónicas con su barquero y caminó a lo largo de la orilla. Después se dio rápidamente media vuelta hacia mí.
—¡Qué me aspen si me van a echar de mi propia casa! —dijo, como si yo hubiese ordenado ese extraño destino.
Di un paso atrás.
—¡Oh!… lo siento, chaval. No tienes la culpa. ¡Vamos! —dijo, y emprendió el regreso, subiendo la colina.
El camino era duro, pero éramos hombres sanos, y lo que yo tenía a mi favor por mi juventud estaba compensado por el peso de su equipaje. En el pórtico, me puso una mano en el hombro.
—Aquí tienes un darico —dijo. Era una fortuna. ¿Un darico de oro? Después, de repente, me di cuenta de que algo iba mal. Los amos no dan a los esclavos un darico por llevarles el equipaje. No deliberadamente, en todo caso—. Vete a alguna parte, Doru. Vete… vete y vigila a Arquílogos.
Fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo, él quería que me fuese.
Hice una reverencia, cogí la moneda y entré en la casa, dirigiéndome al ala de los hombres. Atravesé el vestíbulo que separaba a los sirvientes y esclavos de la familia, y algo —la obediencia automática, supongo— me hizo entrar en la habitación de Arqui, en vez de ir directo a mi cama.
Tenía las luces encendidas y estaba follando con Penélope. Ella me vio de inmediato, por encima de su espalda, con las nalgas de él sujetas por los muslos de ella; la boca de Penélope estaba ligeramente abierta. Y, por decirlo de una forma suave, ella no se estaba resistiendo precisamente.
Él no me vio.
Me quedé apoyado contra la pared, con el corazón latiéndome como si una carrera de caballos estuviera cruzándome el pecho. Déjame decirte que yo nunca había hecho el amor con la chica. Ella había tenido mucho cuidado conmigo y, si mis dedos se extraviaban, rápidamente me llevaba un tortazo en la oreja.
Sin embargo, no se me puso ningún velo rojo. Ya lo he dicho antes: cuando eres esclavo, sabes que no tienes el control de algunas cosas. Como de tu cuerpo. Si Arqui hubiese siquiera pensado en tenerme, yo no habría tenido elección. En cambio, tomó a Penélope. Y no soy hipócrita: yo había estado con una chica o dos en aquel verano. Penélope no me debía nada.
Di la vuelta a la esquina, después me detuve e hice algunas inspiraciones profundas.
No sé cuánto tiempo estuve allí. Más de lo que pensaba, porque, de repente, ella estaba allí, con un chal por encima, deslizándose a lo largo de la pared del pórtico, hacia el ala de las mujeres. Conocía sus movimientos. La seguí y la llamé por su nombre. Ella miró hacia atrás y corrió.
Yo corrí tras ella. Corrí y entré en el ala de las mujeres.
Después, todo comenzó a suceder a cámara lenta. Yo corría como un loco y, de repente, ella se paró. A la luz de una única lámpara del vestíbulo, vi que había un hombre allí y que Penélope había corrido hacia él a toda velocidad, Él tenía una espada.
Penélope gritó.
Pero lo supe de inmediato. Era el amo. Con una espada. En mi estado, lo vi sin entender nada… De alguna manera, pensé que estaba allí para castigarme por entrar en el ala de las mujeres.
Penélope debió de reconocerlo, porque, tras el primer grito, se calló.
Y después, Artafernes salió de la habitación que estaba detrás de mí, la habitación de la señora… y comprendí.
—Siempre me has dicho que tú nunca mientes —dijo el amo a Artafernes.
Tenía la espada en la mano, sin agarrarla con firmeza. No era un espadachín. Y estaba tranquilo, con una tranquilidad asesina, creo. Ya nos había dejado de lado a Penélope y a mí por superítaos en la escena. Penélope retrocedió, apartándose de él, hasta mis brazos. Yo le puse la mano en la boca.
Artafernes estaba desnudo y no era ningún secreto lo que había estado haciendo.
—Yo no miento —dijo. Estaba asustado, pero lo disimulaba bien.
—¿Por qué has tenido que follarte a mi mujer? —preguntó Hiponacte.
La mirada de Artafernes se cruzó con la de Hiponacte. Éste se encogió de hombros.
—Yo la amo —dijo Artafernes—. Y, si me matas, Jonia arderá.
Hiponacte se echó a reír forzadamente y supe lo que pretendía.
—Déjala que arda, entonces —dijo.
Había aguantado los últimos latidos con la mano puesta sobre la boca de Penélope y ahora la empujé, con fuerza, hacia Hiponacte. Recuerda, yo había ido con él. Sabía que estaba sobrio. Pero corría el riesgo de que él le clavara la espada. Quizá yo la culpara de su pequeña aventura. Parecía estar pasándolo muy bien bajo la polla de Arqui, ¡maldita sea!
En todo caso, la espada del amo no la ensartó. Él levantó la hoja para no hacerle daño y yo me adelanté y se la quité de las manos. Y después, caí al suelo, como si yo también hubiese tropezado.
Los tres nos enredamos.
Artafernes no era estúpido. Salió corriendo.
Todo podría haber ido bien aún —o suficientemente bien—, pero Farnakes llegó al pasillo con sus tres amigos pisándole los talones. Llevaban espadas en sus manos y, en cuanto tuvieron seguro a su sátrapa, cargaron contra nosotros. ¡Quién sabe lo que pensaban!
Yo tenía la espada. Me puse en pie y frené su carrera con una parada, y después, Farnakes y yo intercambiamos una oleada de golpes —cuatro o cinco tajos y paradas—. Eso es mucho en un combate de verdad. Un hombre solo puede aguantar una cosa así y retroceder después. La tensión es demasiado grande. Ambos retrocedimos un paso y Ciro dijo en persa:
—Es el muchacho esclavo. ¡Duro de pelar, hermano!
Aún no tenía el daimon en mí… No estaba herido.
—¡Nuestro señor está a salvo! —dijo Darío—. ¡Salgamos de aquí!
Farnakes negó con la cabeza.
—Deberíamos matar al marido.
—¡Esto no es Persia, estúpido! —dijo Ciro—. ¡Los griegos no importan! Y un asesinato no es lo que nuestro señor necesita ahora mismo.
—Ven y prueba —dije en persa. Sí, soy un majadero.
Farnakes me lanzó una mirada… menuda mirada. Aun a la luz de una linterna, conocía esa mirada. Pero Ciro se echó a reír.
—Buen ladrido para un cachorro —dijo.
Todo eso, en persa.
Después, se fueron.
Farnakes tenía razón, no obstante. Deberían haber matado al marido. Porque esa noche, Efeso cambió de bando y comenzó la revuelta jónica, en un pasillo del ala de las mujeres. La Gran Guerra. Y, como la guerra de Troya, estalló por una mujer.