8

El hijo de Hiponacte era Arquílogos. Ya veo tu sonrisa, cariño. Es cierto. Él era mi amo y yo era su esclavo. Los caminos de los dioses son misteriosos.

Arquílogos era un niño de doce años cuando yo tenía catorce. Era apuesto, al modo jonio, con el pelo oscuro rizado y de complexión delgada. Podía saltar cualquier cosa y había recibido lecciones de muchas cosas: esgrima, conducción de carros y escritura, entre otras.

Era el griego más medificado[1] que he visto nunca. Adoraba a los persas. Admiraba su arte, sus vestidos, sus caballos y sus armas. Practicaba el tiro con arco continuamente y tenía una veneración religiosa por la verdad, porque el amigo de su padre, el sátrapa, le había dicho que los dos únicos requisitos para ser un persa era que un chico debía tirar recto y decir la verdad.

Tendría que hablar del sátrapa. En la sexagésima séptima olimpiada, cuando yo era joven, Persia había conquistado toda Lidia, aunque había ocupado efectivamente el lugar muchos años antes, casi cincuenta. Así que Efeso, como Sardes, formaba parte de su imperio. Gobernaban a sus griegos con mano suave, a pesar de todo lo que oigas hoy día acerca de la «esclavitud» y la «opresión».

Su sátrapa era Artafernes. Forma parte de esta historia hasta el punto de que rivaliza con Arquílogos con respecto al número de veces que lo menciono. Era un hombre apuesto, alto y de pelo negro, con una barba perfectamente recortada y piel broncínea. Su carruaje era maravilloso: era el hombre más majestuoso que yo haya visto nunca, e incluso los hombres que lo odiaban lo escuchaban con respeto cuando hablaba. Era el oído del Rey de Reyes, el gran Darío. Hasta donde yo sé, no mentía nunca. Amaba a los griegos y nosotros lo amábamos a él.

También era un enemigo temible. ¡Oh, cariño, lo sé!

Era buen amigo de Hiponacte. Siempre que iba a Efeso, al menos una vez al año, se quedaba con nosotros. Y él era un auténtico persa, sin mezcla de sangre, un noble de la más alta alcurnia.

Mi nuevo amo quería hacerse mayor para ser un hombre así.

Artafernes estaba en la casa cuando me llevaron desde la hacienda. Yo había conducido el carro y estaba ruborizado por los elogios del amo: dijo que seguro que Escilo estaba equivocado, y apenas había sentido una sacudida al pasar por la montaña. Bueno, esto era hasta cierto punto una tontería, pero, para un esclavo, los halagos eran como el agua para un hombre que se está ahogando. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste un elogio a un esclavo, cariño?

Exactamente.

El persa estaba en el patio cuando yo entré. Iba vestido con una falda corta de lana, como un carrista. Llevaba pantalón y una chaqueta de lana bordada y estaba leyendo un manuscrito. El amo estaba detrás de mí, dando instrucciones a otro esclavo, y yo estaba solo, por lo que hice una reverencia y permanecí en silencio. Nunca había visto antes a un persa.

El persa me devolvió la reverencia. Y mi silencio. Tras una pausa, en la que se cruzaron nuestras miradas, volvió a la lectura de su manuscrito.

El amo llegó y los dos se abrazaron.

—Siento haber estado ausente a tu llegada, mi señor —dijo sonriendo Hiponacte—. ¡Estás leyendo mi última obra!

—¿Por qué te haces tan poca justicia? —preguntó el persa. Tenía muy poco acento, lo suficiente para añadir un toque exótico a su voz—. Eres el más grande poeta vivo, en griego o en persa. ¿Por qué buscas el elogio de este modo?

Hiponacte se encogió de hombros.

—Nunca estoy seguro —dijo.

El persa negó con la cabeza.

—Esa inseguridad es lo que os hace tan diferentes a los griegos. Y quizá haga tan fuerte tu poesía —dijo, y me señaló con la cabeza—. Este joven caballero tiene unos modales perfectos.

Hiponacte me dirigió una sonrisa.

—Va a ser el compañero de mi hijo. Tu alabanza me complace. Es un esclavo.

El persa me miró.

—Todos somos esclavos ante el rey. Pero este tiene dignidad. Será bueno para tu hijo —dijo, y se encogió de hombros—. No sabía que fuese un esclavo.

Por lo que a mí me tocaba, Artafernes no podía equivocarse.

Entonces, el amo me introdujo en la casa y me llevó hasta su hijo. Arquílogos estaba en el jardín trasero, disparando flechas a una diana. Tenía un arco persa, y el césped estaba adornado con flechas.

—Tendrás que hacerlo mejor si quieres ser un persa —dijo su padre. Pensé que no le hacía especialmente feliz encontrar a su hijo disparando flechas.

Arquílogos tiró el arco al suelo, enfadado. Después me miró.

—¿Para qué ha venido? —preguntó el niño. Para mí, era un niño. En cuanto a mí, yo era un hombre hecho y derecho.

—Tu madre y yo lo hemos escogido para que sea tu compañero —dijo el amo, asintiendo—. Yo te lo doy. Le llamamos Doru, pero puedes preguntarle cómo se llama. Es griego. Sabe leer y escribir.

Arquílogos me miró durante largo rato. Finalmente, se encogió de hombros.

—Yo sé leer y escribir —dijo—. ¿Sabes tirar con arco?

—Sí —dije.

Ignorando a ambos, cogí su arco. Era más pesado que cualquiera con el que hubiese tirado, pero mis músculos estaban como nuevos. Elevé el arco, apunté y disparé, todo en un movimiento, como me había enseñado Calcas, y mi flecha voló segura y dio en la diana, no en el centro, pero bastante cerca.

Arquílogos se acercó y abrazó a su padre, que me guiñó un ojo.

Creía que era la familia más feliz que hubiese visto nunca. Su felicidad contribuyó a que me quedase como esclavo cuando podría haber huido. Ellos parecían tan felices que la mayoría de sus esclavos también eran felices. Era una buena casa, hasta que llegó el desastre y el destino ordenó que cayeran. Yo los amaba.

Aquella primera noche, observamos el tiro del persa. Él tenía su propio arco, lacado en rojo y encordado de un modo muy bello, y disparaba flecha tras flecha a la diana sin esfuerzo aparente. Yo nunca había visto a un arquero tan certero.

La señora yacía en un diván en el extremo del jardín, observando. Compartía el diván con el amo, y nosotros oíamos su conversación y sus comentarios mientras disparábamos. El persa los miraba de vez en cuando y pude ver que, con independencia de su amistad con Hiponacte, ella le gustaba mucho más.

Yo disparé suficientemente bien. Artafernes aconsejaba a mi nuevo amo y él tiraba bastante bien; después, el persa ordenó a uno de sus soldados, de la caballería persa de su escolta, que fuera y disparara. El hombre había estado en la ciudad baja, probablemente en nada bueno, pero tiró con ganas y lo hizo bien, aunque no tan bien como su señor. Después, el soldado nos hizo algunas sugerencias. Habló conmigo largo y tendido sobre el peso del arco. Comprendí, por eso, que mi nuevo amo necesitaba un arco más ligero.

Y ahí está la diferencia entre un esclavo y un compañero. Los esclavos evitan trabajar. Para ser un buen compañero, hay que trabajar mucho. Tienes que prever las necesidades de tu amo y satisfacerlas. Nadie tuvo que decírmelo. Lo vi en la forma de comportarse de ellos.

La verdad es que le gusté desde el momento en el que nos encontramos. Y por eso quería agradarle. Aquella noche, mientras el señor persa flirteaba con la señora, me acerqué al amo y le pedí dinero para comprar un arco más ligero para el chico. Él asintió.

—Ven conmigo —dijo, y me presentó a Darkar, el mayordomo, otro lidio.

—Darkar es el hombre que controla esta casa —dijo el amo—. Tengo la suerte de que me permite vivir aquí. Darkar, este joven va a ser el compañero de mi hijo.

Hice una reverencia al mayordomo. Él asintió. Era un esclavo.

—Necesitará dinero —dijo el amo.

Darkar asintió, entró en una despensa y salió con una bolsa. Me la entregó.

—Cincuenta daricos de oro y algo de calderilla —dijo—. Solo te lo diré una vez. Si robas, serás vendido. Sí no robas, recibirás una prima para que ahorres de cara a tu libertad. ¿Entendido?

Asentí. Cincuenta daricos era el precio de cíen esclavos, o de un barco. Y había dicho elefzerta, libertad, como si fuese algo seguro.

—Amo, ¿por qué necesito tanto dinero? —pregunté al mayordomo.

—Nunca me llames «amo», muchacho. Éste es el dinero de tu compañero. Pero tú lo llevas para él, lo vigilas y lo cuentas… Trátalo cuidadosamente, porque ellos nunca lo harán. Dame cuenta puntual y yo hablaré bien de ti. Mi palabra contará mucho cuando llegue la hora de la libertad.

¡Libertad!

Por supuesto, en mi pensamiento, yo no era realmente un esclavo, por lo que miré la bolsa y pensé huir en un barco.

Jonios. Demasiado dinero.

De todos modos, en el momento en que tuve la bolsa en mis manos, fui corriendo al mercado y compré un buen arco, ligero de peso. Pagué bien, casi medio darico, y guardé el cambio. ¿Qué te crees? Yo sabía que no podrían atraparme. Puse el cambio en un tarro, en el jardín. Cuando Arquílogos se despertó por la mañana, tenía el arco encima de su cama y quedaban cuarenta y nueve daricos de oro para anotarlos en mis cuentas.

Durante todo el tiempo que Artafernes estuvo con nosotros, disparamos hasta sangrarnos los dedos. Esa expresión se oye a veces por ahí pero, en nuestro caso, era literalmente cierta. Primero, tiras hasta que te sudan las puntas de los dedos y, pasado un rato, te duelen como si te picaran hormigas y se ponen de color rojo brillante. Pero, siendo un par de chicos, ávidos ambos de elogios y temiendo los abucheos del otro, seguimos adelante. Los dedos toman un color más oscuro y la abrasión de la cuerda del arco rompe la carne inflamada y acaban sangrando. Y después, si vuelves a tirar antes de que se hagan los callos, las postillas se rompen y los dedos vuelven a sangrar. La cuerda de nuestro arco tenía una mancha marrón en el punto en el que se tensaba, debida a nuestra sangre.

Arquílogos no se cansaba nunca y nunca abandonaba. Se cuerpo delgado era a prueba de fatiga y corría y disparaba, le daban clase y tiraba, iba al teatro y disparaba. Todo para impresionar a su héroe. Había aprendido unas líneas de poesía persa y las declamaba, esperando que el persa las oyera por casualidad.

El persa tenía bastantes problemas con la adoración del chico. En primer lugar, teniendo en cuenta la política sexual de la hacienda, me resultaba evidente que el persa estaba profundamente enamorado de la señora y que ella jugaba con él. Pero aun eso tenía poca importancia al lado de las grandes cuestiones que nos rodeaban.

Eran los años de la septuagésima olimpiada. En Grecia, había caído el último de los grandes tiranos y la paz comenzaba a surgir de su nido. Pero en Jonia, los tiranos todavía seguían dominando. No eran legisladores, hombres que hacen buenas leyes y después renuncian al control. Me refiero a los caudillos y aristócratas fuertes que imitaban las formas persas y gobernaban Jonia en su propio beneficio, y no en el de sus ciudades.

Hipias, el tirano de Atenas, había sido derrocado en mi infancia. Se había retirado a Sigeum, en Asia, una ciudad que su familia, los pisistrátidas, gobernaba de forma muy parecida a como Milcíades gobernaba el Quersoneso. Hipias estaba en Efeso con su propio séquito de soldados y cortesanos, haciendo ruido y gastando dinero en la ciudad baja.

En mi segunda noche en la casa, oí al sátrapa en la cena. Se estaba quejando a Hiponacte de los señores griegos que había en sus islas y de que su mal gobierno no era buen reflejo del Gran Rey y de que, si no se controlaba, conduciría a revueltas.

—¡Y los hombres me culpan a mí! —se quejaba—. ¡Yo no tengo suficientes soldados para castigar a Mitilene! ¡Ni a Mileto! ¿Y qué conseguiría tomándolas? ¡Solo castigaría a los mismos hombres de la ciudad que han sido tratados de forma tan despiadada por los tiranos de los que quisiera deshacerme! —añadió y, mirando a su anfitrión, preguntó—: ¿Por qué los griegos sois tan rapaces?

Hiponacte se echó a reír.

—Sospecho que los tiranos solo hacen lo que creen que haría un persa, señor.

El sátrapa frunció el ceño.

—Supongo que esto será una humorada, amigo mío. Ningún señor persa se comportaría de ese modo. Eso es debilidad. Son gobernantes que no confían en sí mismos ni dicen la verdad a su pueblo ni a su rey.

Hiponacte se encogió de hombros y miró a su esposa.

—¿De verdad es tan malo? —preguntó.

El sátrapa levantó una copa de vino.

—Lo es. E Hipias, este antiguo tirano, ha venido a mí una y otra vez para que le entregue de nuevo Atenas. ¿Qué quiere el Gran Rey con estos paletos?

Su mirada se cruzó con la mía. Yo bajé la vista, como hacen los esclavos, pero no pude evitar que me molestase el término «paleto» pronunciado por un bárbaro, aunque fuese tan apuesto como un dios.

Hiponacte me señaló con la cabeza.

—Este joven ha sido guerrero en el oeste, ¿no es así, chico? Ahí tiene una herida de lanza en el muslo. Adelante, puedes hablar.

Yo estaba detrás del diván de Arquílogos y me cogieron con una jarra de agua en la mano; no era precisamente una postura muy guerrera.

—Sí, amo —dije.

Artafernes me sonrió.

—¿Combatías por Atenas? —preguntó.

—Soy plateo —respondí—. Eramos aliados de Atenas.

Hiponacte se echó a reír. Creo que no quería hacerme daño, pero su risa me lo hizo.

—¿Ves cómo son los occidentales? Ésa es una población más pequeña que nuestro complejo del templo y dice ser «aliada» de Atenas…, una población tan pequeña que cabrían cinco dentro de Efeso.

Artafernes me despidió con un chasquido de dedos.

—Nunca había oído hablar de tu Platea —dijo.

No creo que lo dijese con mala intención, pero los dioses estaban escuchando. Deseaba poder decir, replicar con algo ingenioso, o fuerte. ¡Ja! En cambio, me mantuve de pie, como una estatua, cuando continuó:

—Con independencia de lo provinciana que sea Atenas, los hombres de aquí que están en las islas y en la costa miran a los tiranos y hablan de rebelión. No han visto nunca la ira del Gran Rey, ni como disciplina la rebelión. Son como niños —añadió, y bebió—. Conoces a Aristágoras tan bien como yo. Ha enviado una embajada a Esparta y a Atenas pidiendo flotas y soldados para levantarse contra nosotros. Y, más lejos, los hombres como Milcíades de Atenas promueven la guerra.

A la mención de mi héroe, me incliné hacia delante. No había oído su nombre en un año. Era como si hubiese estado dormido.

—¡Ese caudillo! ¿Por qué nos vamos a preocupar por él? No es más que un pequeño bandido —dijo la señora, divertida—. Un bandido apuesto, concedámoslo. Un hombre mucho mejor que Aristágoras, el Charlatán.

—Milcíades tiene en sus manos la mayor parte del Quersoneso —dijo el persa.

—¿El Quersoneso lidio? —preguntó, alarmada, la señora.

El amo se echó a reír con su ocurrencia, no burlándose, sino con una risa sincera.

—No hay nada por lo que preocuparse, cariño. Milcíades tiene su guarida en el Quersoneso del Bosforo, por Bizancio, al norte de Troya.

—Cada año, tiene más hombres y más barcos —continuó el sátrapa, asintiendo—. Y se aprovecha de nosotros. Pronto tendré que montar una expedición para expulsarlo del Quersoneso. Tengo muchas quejas. Pero, cuando voy contra él, lo contrarresta empujando a Samos o a alguna otra isla a la revuelta. Gasta plata como agua. ¡Y estos tiranos estúpidos juegan en sus manos! —añadió, bebiendo de nuevo—. Y, bueno, ¿por qué os aburro con estas cuestiones de gobierno?

Todo aquello me sonó a mi Milcíades. Un pulgar en cada cuenco de vino, y montones de plata.

La señora sonrió.

—Porque somos tus amigos. Y porque los amigos se ayudan mutuamente a soportar sus cargas. Seguro, señor, que puedes comprar a Milcíades. Adora el dinero, o así me lo parece.

El sátrapa negó con la cabeza y se dio la vuelta en su diván. Pensé que su pantalón parecía ridícíalo. Los hombres griegos, incluso los jonios, exhiben sus piernas para mostrar hasta qué punto hacen ejercicio. Un hombre con pantalón me parecía una especie de payaso afeminado, aunque, por lo demás, pensaba que presentaba la mejor imagen de un guerrero que había visto nunca. Comprendía por qué Arquílogos estaba tan deseoso de impresionarlo.

Él extendió la mano para pedir más vino. Le corté el paso a otro esclavo de la casa y le rellené la copa; él me dirigió una sonrisa.

—No es Milcíades quien me preocupa realmente —admitió—. Es tu charlatán, Aristágoras de Mileto. Mis espías me dicen que va a dirigirse a la asamblea de Atenas.

Hiponacte bostezó.

—Efeso puede derrotar a Atenas sin la ayuda de ninguna de las otras ciudades, si vamos a eso —dijo.

Artafernes negó con la cabeza.

—No estés tan seguro —dijo—. Su fuerza está aumentando. Su confianza en sí misma está aumentando. No quiero que se metan los occidentales, si va a haber problemas en las islas.

Siguieron con más de lo mismo… De hecho, siendo como es la memoria de un viejo, no estoy seguro ni siquiera de que haya dicho lo que hablaron en el orden correcto. Pero Hiponacte y Eutalia sí intervinieron en el sentido que he dicho. Eran partidarios, leales súbditos, del Gran Rey.

Como compañero de Arquílogos, estaba exento de gran cantidad de tareas de la casa, pero era lo bastante listo como para saber que me ganaría la benevolencia de los otros esclavos y del mayordomo con mi disposición a trabajar y no con arrogancia. Así que dejé a mí amo en la cama y volví al andrón para ayudar a limpiarlo. No era un trabajo malo: el vino corría entre los esclavos y, en la medida en que no estalláramos la cerámica o abolláramos las piezas de metal, el amo no se preocupaba mucho por lo que pudiéramos hacer. Yo bajé a la cocina bandeja tras bandeja y después ayudé a las chicas a lavar las copas en agua caliente, que era lo que quería ver el cocinero.

Mi joven amo tenía una hermana, a la que todavía no conocía, que se llamaba Briseida, por la compañera de Aquiles. La gente escoge los nombres más raros para sus hijos, ¿no te parece, cariño? Grecia está llena de Casandras… ¿qué clase de nombre es ese para una niña? De todos modos, su compañera era Penélope, igual que mi hermana, y la conocería aquella noche. Penélope era de mi edad, tenía el cabello rojo, como Milcíades, y tenía la misma forma de pensar que yo: hacer algún trabajo extra y que la considerasen como una persona que ayudaba a las demás.

Así que lavamos copas y bebimos vino juntos, y hablamos de nuestras vidas. Ella tampoco había nacido esclava. Su padre la vendió cuando su familia perdió sus tierras. Sin embargo, él todavía iba a verla.

Además de hablar, también escuché. Era una experiencia nueva para mí y ella lo comentó. Envalentonado, traté de besarla y puse una mano sobre su pecho, pero ella me dio una bofetada en la oreja lo bastante fuerte para hacerme ver las estrellas. Después, me dirigió una sonrisa.

—No —dijo ella. Y se escabulló.

Me gustaba. Incluso me gustó el bofetón, y daré un salto en mi narración para decir que empecé a poner excusas para ir a verla. La casa era grande, pero no lo era tanto: mientras la señora iba y venía entre la zona de las mujeres y el resto de la casa cuando quería, nosotros, los hombres, no podíamos estar allí.

Me iba tarde a la cama y con muchas cosas que pensar en la cabeza.

Y por la mañana, fuimos a recibir nuestras lecciones al gran templo de Artemisa. Fue la primera vez que entré en el recinto. Subí la escalinata con cierto sobrecogimiento, porque los escalones eran muy altos y gran parte del recinto era de piedra. En Beocia, poníamos un par de hileras de piedra para elevar el edificio y librarlo de la humedad y después construíamos el resto con ladrillos de barro. Pero el templo efesio era todo de piedra, con escalones, frontispicios y dinteles de mármol, y estatuas pintadas de Artemisa y Némesis… y Heracles. Creo que manifesté en voz alta mi asombro al ver a mi antepasado tan noblemente dispuesto en una tierra extranjera, llevando un casco como una cabeza de león y sosteniendo un garrote. Toqué la estatua, para que me diese suerte.

Cuando llegamos arriba, pasé bajo el magnífico pórtico, accediendo a la cegadora luz solar del patio, pavimentado en piedra dorada pálida. Las estatuas de oro y bronce recogían la luz reflejada por los mármoles de brillantes colores.

Arquílogos ni siquiera le echó una ojeada.

—No te quedes embobado como un campesino —dijo—. ¡Vamos!

Me hizo subir los escalones del gran templo. Allí y en el espacio fresco bajo las columnas, había docenas de jóvenes. La mayoría estaban sentados alrededor de los tutores, pero el grupo más grande estaba reunido en torno a un hombre de pelo blanco, tan flaco que sus huesos amenazaban con salírsele a través de la piel. Llevaba una clámide sin quitón, como los jóvenes, pero tenía un cuerpo huesudo, feo, excepto sus músculos, que eran como los de un labrador beocio. Me pareció muy viejo.

Él nos vio llegar, aunque a su alrededor había una docena de chicos en la escalinata.

—Llegas tarde —le dijo a mi nuevo amo.

Arquílogos sonrió.

—Perdón, maestro —dijo—. No debería haber esperado tanto a meter en el agua mi dedo del pie…

Este comentario suscitó la risita tonta de los demás chicos. No tenía ni idea de por qué.

El maestro lo fulminó con la mirada.

—Si entendiste lo que dije —comentó—, sabrías lo tonta que parece tu salida. ¿Por qué enseño a los jóvenes?

—¿Pagamos bien? —dijo otro bromista.

Los chicos empezaron a reírse, pero el viejo tenía un bastón y le dio con él en las espinillas al más gracioso antes de que pudiera moverse.

—Yo ni acepto pagos ni los pido —dijo el maestro—. ¿Quién eres tú, muchacho?

Esa última pregunta iba dirigida a mí. Yo no era el único compañero presente.

—Pertenezco a Arquílogos —dije dócilmente.

Él gruñó.

—No en mi clase, muchacho. Aquí tú eres tú mismo. Tu propia mente. Para moldearte yo como vea que mejor conviene —dijo, tosiendo en su mano—. ¿Qué sabes? ¿Algo?

—No —dije—. Nada.

Él sonrió.

—Tienes una simpática combinación de humildad y arrogancia, joven. Siéntate aquí. Estamos hablando del logos. ¿Sabes qué es el logos, joven?

—No, maestro —respondí.

Y así conocí a Heráclito, mi auténtico maestro, el maestro de mí alma. Pero, para él, yo no sería sino una vasija vacía llena de furia y sangre.

Me encantó encontrar entonces a otro pensador como el sacerdote de Hefesto de Tebas. Éste era aun más profundo, pensé, y me senté a la sombra, con la espalda apoyada en un cálido pilar de mármol, y dejé que me llenara de sabiduría.

En realidad, gran parte de lo que decía parecía un galimatías, y correspondía a cada chico sacar lo que pudiera del pozo, o eso es lo que nos decía Heráclito. En aquel primer día, no obstante, se volvió hacia mí, entre todos aquellos chicos.

—Así que no sabes nada. ¿Eres una vasija hueca? ¿Puedo llenarte?

Recuerdo que asentí y me ruboricé, porque a los demás chicos les entró la risita tonta y me di cuenta demasiado tarde del doble sentido.

—¡Bah! —dijo Heráclito, y su bastón golpeó una espinilla. El propietario chilló—. El sexo es para los animales, muchacho. Hablar sobre el sexo es para los miserables efebos —añadió, dándome con la contera de bronce de su bastón—. Entonces, ¿preparado para aprender?

—Sí, maestro —dije yo.

Él asintió.

—Aquí está toda la sabiduría que tengo, muchacho. Hay una fórmula, un vínculo y una liberación, un pensamiento único; coherente, que hace que el universo sea como es, y que nosotros, que nos sentamos en estos escalones, lo llamamos el «logos» —dijo y me volvió a dar con el bastón—. ¿Comprendes?

Yo le miré. Sus ojos eran oscuros y traviesos, como los de un chico.

—No —admití.

—¡Brillante! —dijo. Heráclito se echó a reír—. Aún puedes ser un sabio, muchacho —añadió, mirando a su alrededor y después a mí—. ¿Has oído la expresión «sentido común»? —preguntó.

—Sí —respondí.

—¿Es, en realidad, común?

Yo me eché a reír.

—No —dije.

—¡Soberbio! —dijo el viejo—. ¡Por todos los dioses, eres el alumno soñado! —añadió, inclinándose hacia mí y dándome de nuevo con su bastón—. ¿Qué es lo que tiene la comprensión más auténtica, chaval, tus oídos y tu nariz o tu alma?

Yo miré alrededor, pero todos los chicos estaban mirándome.

—¿Qué es un alma? —pregunté. Había oído la palabra, pero casi nunca como algo que pudiera sentir.

Él dejó de golpearme. Se volvió a Arquílogos.

—Joven Logos —dijo y, de repente, supe de dónde venía el nombre de mi joven amo—, ¿cuánto pagó tu padre por este esclavo?

Arquílogos levantó las manos.

—Ni idea, maestro. Pero no mucho.

Heráclito se echó a reír.

—Ahora sé que la sabiduría puede, en efecto, comprarse —dijo; se volvió hacia mí y el bastón me empujó las costillas—. Escucha, muchacho, el alma es la forma más auténtica de ti. Se puede sentir el logos del mismo modo que puede sentirse cuándo miente otro hombre, si se lo permites.

Pensé en ello.

—¿Qué se siente? Si mis ojos sienten la luz y mis oídos sienten el ruido, ¿qué siente mi alma?

Heráclito se echó hacia atrás.

—Excelente cuestión —dijo. Se alejó unos pasos y volvió—. Trabaja en ello y serás un filósofo. Ahora examinaremos algo de matemáticas. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Soy Doru —dije.

—La lanza que corta hasta la verdad, ya veo. Muy bien. En la fiesta de Artemisa, he preparado una oración sobre lo que siente el alma y cómo. Tú puedes presentársela a los demás chicos —añadió, y se dio la vuelta—. Ahora. Esto es un triángulo.

Ése fue nuestro primer encuentro.

El mismo siempre era un reto. Si no decías nada, te golpeaba. Si hablabas, a veces te elogiaba y a veces te ridiculizaba y siempre te obligaba a componer un discurso para defender tus puntos de vista. Descubrí que la mayoría de las clases empezaban con uno u otro pobre chico levantándose como un político en la asamblea para pronunciar, tembloroso, un discurso en defensa de alguna cuestión indefendible.

Me gustaban las matemáticas. Venía de una familia de artesanos y ya sabía hacer un triángulo con un compás, dividirlo exactamente en dos partes y otros cien trucos que cualquier delineante tiene que saber para copiar figuras o aun solo para hacer una circunferencia en una copa.

Me faltaba el lenguaje para estar cómodo —había jonios y hablaban un dialecto diferente—, pero, desde el primer momento, Heráclito me lo puso fácil. Cuando me sentaba en las escaleras del templo de Artemisa, era igual a los demás chicos. Eso me hacía amar las lecciones más que cualquier otra cosa.

Pero pronto aprendí el lenguaje y me bebía las ideas y las palabras de retórica y de filosofía como un hombre sediento bebe agua. Aprendí a adoptar una postura adecuada y a hablar desde la parte baja del pecho, para que pudieran oírme otros hombres. Aprendí algunos trucos con las palabras: expresiones que dibujarían una sonrisa y otras expresiones que eran serias. Aprendí que la repetición de un verso de Homero haría que los hombres se tomaran más en serio un razonamiento.

Aprendimos a cantar con otro maestro y a tocar la lira. Calcas tocaba bien el instrumento y estaba decidido a emularlo. Puedes juzgar por ti misma los resultados cuando toque luego algo de Safo.

Era un juego, pero un gran juego. Un juego complejo, como era el elaborar un razonamiento.

Heráclito era riguroso con respecto a la diferencia entre la disputación y la aserción. ¿Lo sabes, joven? Enseñan eso en Halicarnaso, ¿no? Mmm. Cariño, es como esto. Cuando digo que la luna está hecha de queso, eso es una aserción. Si lo digo más alto, ¿es más verdadero? Si cito a Homero diciendo que la luna está hecha de queso, ¿eso lo hace más verdadero? Y si te amenazo con pegarte si no lo aceptas, ¿lo hace más verdadero?

No. Es una mera aserción. ¿Sí?

Sin embargo, si te traigo un trozo de queso… mejor, si te llevo a la luna y te demuestro que es de queso, entonces habré dado una prueba. Si no puedo probarlo, quizá pueda presentar teorías acerca de por qué tiene que ser queso, ofreciendo testimonios de otros hombres que hayan estado en la luna, o pruebas científicas basadas en experimentos, ¿comprendes? Y tú puedes presentarme el mismo tipo de evidencia para demostrar que, en realidad, la luna no está en absoluto hecha de queso.

Si te ríes tan fuerte, echas a perder tu aspecto. ¡Ja! ¡Eso era una aserción! No hay prueba alguna de que la risa dañe tu aspecto.

¿Dónde estaba? Debía de estar hablando de Heráclito. Sí. Él nos hizo aprender la diferencia, y si te levantabas para hablar y no le gustaba, ese bastón con la contera de bronce silbaría por el aire y te daría en el costado o se estrellaría en tus costillas. Muy conducente al aprendizaje de los jóvenes.

Pasaban las semanas. Fue una época gloriosa. Yo estaba aprendiendo cosas todos los días, me ejercitaba como un joven animal sano, estaba algo así como enamorado por primera vez de Penélope y Arquílogos era un estupendo compañero en todos los sentidos. Leíamos juntos, corríamos juntos, hacíamos esgrima con bastones, luchábamos, boxeábamos y disputábamos.

Artafernes estuvo con nosotros todo aquel verano y el otoño, mientras mantenía su vigilancia sobre sus tiranos y sus señores. Estaba construyendo media docena de trirremes en el puerto, siguiendo el diseño más moderno, y teníamos que hacer corriendo todo el camino hasta allí para ver los buques y regresar corriendo después: veinte estadios, más o menos.

No he mencionado que la casa de Hiponacte funcionaba gracias a sus barcos, no a su poesía. En realidad, todo el mundo lo llamaba el Poeta y en esta casa cantábamos sus canciones, pero era capitán de barco e inversor, transportaba continuamente cargas a Fenicia y a África cuando estaba de humor y compraba y vendía también las cargas de otros hombres. Arquílogos y yo hacíamos viajes cortos —una vez por el mar a Mitilene, una bonita ciudad en Lesbos, y otra a Troya para subir al montículo y al campamento en el que habían acampado los griegos—, viajes perfectos al principio del otoño, cuando el mar es amigo de todos los hombres y los delfines bailan por la proa de tu barco. Resultaba extraño mirar a través del mar el Quersoneso, donde Milcíades ejercía su dominio. Si yo hubiera nadado al Helesponto, habría podido volver a casa. Después, hicimos viajes más largos, a Siracusa y a la colonia espartana de Taras, al sur de Italia. Pero fuimos más al sur, siguiendo la costa de África, no la costa griega, donde habría estado cerca de casa.

No quería volver a casa. En casa estaban mater, la pobreza y la muerte. Yo estaba en Efeso con personas encantadoras, un amigo, un maestro y una mujer. ¡Qué sordo debí de haber estado al batir de alas de las furias!

Más tarde, hicimos muchas veces el viaje a Lesbos. Hiponacte tenía propiedades en Ereso, de donde procedía Safo; varábamos nuestro barco allí, bajo la gran roca, o en el interior del dique que los antiguos habían construido antes del asedio de Troya, e Hiponacte subía a la ciudadela y presentaba sus respetos a la hija de Safo, que era muy anciana, pero todavía conservaba su escuela. Briseida había ido a aquella escuela durante tres años y sabía de memoria los nueve libros de Safo.

En Metimna, otra ciudad de Lesbos, rival de Ereso y de Mitilene, tenían también un almacén. Lesbos es la más rica de las islas, cariño. Tenemos una casa en Ereso, aunque tú no has estado nunca allí.

Me enamoré de la mar. Arquílogos también. Él sabía que algún día sería capitán, en la guerra o en la paz, y se quedaba con el piloto, aprendiendo los cabos, y lo mismo hacía yo. Hicimos estos viajes en el primer año, y después hubo otros. Formaban parte de nuestros estudios, y nunca fueron la peor parte. Pero volveré a la mar. Mientras los caballos me irritaban, la mar me encantaba, me aterrorizaba, me enardecía, como la primera visión que un hombre tiene de una mujer que se quita sus vestidos para él. Nunca perdí esa excitación. Todavía la tengo.

¡Ay!, he hecho que te ruborices.

Por las noches, cuando estábamos en casa, en Efeso, yo acababa mi trabajo, dejaba a Arqui en la cama —era Arqui para sus amigos y para su compañero—, tomaba un rápido opson[2] en las cocinas y salía al aire de la noche a explorar. Yo tenía aventuras… esas aventuras, chicas. ¡Oh!, me hace sonreír. Una noche, un par de mercenarios se sentaron conmigo y me contaron historias, porque me conocían de la ermita de Platea, y me prometieron llevar noticia de mi situación a casa. Aquella noche soñé con cuervos, y después, empecé realmente a pensar en marcharme y en casa. Hasta que vinieron… Bueno, no era real.

Otra vez estuve a punto de que me secuestrasen y me vendiesen, pero le di con mi bastón en la ingle al cabrón y huyó corriendo como alma que lleva el diablo.

La mayoría de las noches, no obstante, salía fuera de la casa del amo y bajaba por nuestra adoquinada calle hasta la fuente de Polio, donde me reunía con mi Penélope. La llamo «mía», pero ella nunca fue completamente mía, aunque llegásemos tan cerca del borde de la copa del amor como para besarnos.

Recuerdo la noche en la que Hipias vino a nuestra casa, porque nos habían enviado juntos a Penélope y a mí al mercado durante el día, a ella para comprar hilo de colores para bordar y a mí para que cuidase de que no la molestasen. Mí nombre, Doru, había empezado a tener cierto significado en la zona de los esclavos. Yo podía hacer que la mayoría de los hombres se comiesen mi puño si hacía falta, pero no era un tirano sangriento. En todo caso, Penélope y yo pasamos una buena tarde. Pude demostrarle mi conocimiento del ágora y ella me mostró su dominio del regateo. Después, acordamos encontrarnos por la noche. Algo en el tacto de sus dedos… ¡Oh!, yo no podía esperar.

Hipias, el antiguo tirano de Atenas, venía a cenar con Artafernes. Era un acuerdo extraño, porque el amo y la señora no asistían; de hecho, estaban en el templo, haciendo las ofrendas. Creo que salieron a propósito, con el fin de evitar a Hipias. Arquílogos acabó haciendo de anfitrión, a pesar de su juventud, y atendió a los invitados. Esto debió de ser hacia el final del verano, porque ahora Darkar y yo éramos aliados. Yo cumplía sus órdenes sin titubear y él no cuestionaba mis gastos. Darkar sabía que Artafernes me gustaba, por lo que hizo que sirviera vino como si fuera Ganímedes. Ríete si quieres, zugater. Yo era un buen esclavo.

Hipias trató de sobarme desde él primer momento en que mí cadera estuvo lo bastante cerca para poder tocarla. Era raro, porque yo me había criado pasada la época en que a los espartanos les gustaban sus chicos, suaves y tersos. Yo tenía pelo y músculos. En todo caso, Hipias no dejaba de tocarme, por lo que le servía cada vez desde más lejos, y bendije a los otros esclavos, que me siguieron la corriente. En una casa bien dirigida, los esclavos se protegen unos a otros… hasta cierto punto.

Si sus manos me deseaban, su voz no dejaba traslucir nada. Él arengó sin cesar al pobre Artafernes, desde la primera libación hasta la última brocheta de carne de ciervo, acerca de cómo tenía que asaltar Atenas para sajar el forúnculo que, si no, se enconaría.

Déjame decirte que, en realidad, Hipias tenía razón. Que no te ciegue su enemistad, muchacha. Era un hombre sabio.

—Atenas debe cambiar de gobierno —decía.

Artafernes negó con la cabeza.

—Atenas está tan al oeste que nunca podría formar parte de mi provincia —dijo—. Algún otro hombre será el sátrapa del oeste. Y además, Atenas forma parte de otro mundo, otro continente. ¿Acaso tengo yo que ser el conquistador del mundo para restaurarte, Hipias?

Hipias bebió vino. Su mirada había pasado de mí a Kylix, un chico más pequeño que llevaba agua y que ahora estaba sirviéndole. Kylix se zafó de las puntas de sus dedos con elegante maestría, y yo pasé entre ellos, ayudando a Kylix como él me había ayudado a mí.

—Joven Arquílogos, ¡todos tus esclavos son hermosos! —dijo, y levantó su copa.

Arquílogos trató de ser educado.

—Gracias —dijo en su copa.

De todos modos, Hipias lo ignoró.

—Artafernes, si te niegas a ayudarme, me veré obligado a acudir al Gran Rey. Esto no es una amenaza lejana. Tengo amigos en Atenas. Aristágoras hablará ante la asamblea y ellos le darán barcos. Esta guerra se acerca. Atenas la dirigirá si tú no lo haces. ¡No cumplirás con tu deber para con el rey si no lanzas un ataque preventivo contra Atenas!

«Aserción», pensé. No me gustaba Hipias porque era un hombre rechoncho, feo, con unos dedos grasientos que querían sobarme. ¡Ah! Pero tenía razón, por supuesto. Artafernes era un hombre honorable que no quería una guerra. Pero, en este caso, estaba equivocado.

—La guerra dañará el comercio y todos los hombres de esta ciudad lo pagarán; ¡ay!, y en tu ciudad, y en Mileto. Y el coste de una guerra con Atenas, de una verdadera guerra, no de una batida, podría obligar a implantar unos impuestos que harían que los hombres se rebelasen, sobre todo si unos hombres como Aristágoras y Milcíades influyen en sus corazones —dijo. Artafernes tomó un pedazo de carne de la mesa que estaba al lado de su diván y comió cuidadosa, meticulosamente, como un gato—. No queremos una guerra como ésa. ¿Por qué no te ocupas de ello por mí, amigo mío? Si tienes tantos amigos en Atenas, ¿por qué no tomas unos cuantos barcos y te restauras a ti mismo? Puedo prestarte el dinero del tesoro público. ¿Mil daricos de oro financiarían tu restauración?

Hipias enrojeció.

.—No necesito mil daricos —farfulló—. Necesito un ejército/y la fuerza de tu nombre. Y tú lo sabes. ¡Te estás riendo de mí!

—Tú eres amigo del Gran Rey. Yo nunca me río del rey ni de sus amigos. Si crees que debo acudir al gran Darío y hablar de este modo, sé mi invitado. Pero no tengo los barcos ni los soldados para atacar Atenas para ti. Tampoco es mi deber.

Artafernes se arrellanó en su diván.

Hipias se marchó poco después, cuando se dio cuenta de que ninguno de sus intentos, políticos o sexuales, lo llevaban a ninguna parte.

Cuando se fue, Arquílogos se tumbó en su diván y estuvo charlando con su héroe. Yo les serví a ambos.

Arqui no aguantaba mucho vino y yo ya estaba sirviéndole pura agua en su copa.

—¿Por qué recibes siquiera a un hombre como ése? —preguntó al sátrapa.

Artafernes se encogió de hombros.

—Es un hombre poderoso. Si acude a Darío, yo no quedaría en buen lugar.

Arqui negó con la cabeza.

—Es un principillo de una potencia extranjera. ¿Acaso no es posible ignorarlo?

—Me facilita una información excelente —dijo Artafernes—. Y, a su modo, es sabio —añadió; bebió y dijo después—: aunque juega a dos bandas, como un griego traidor.

Esa última apreciación suya no fue precisamente la más feliz.

—¿Está con los otros? —preguntó Arqui—. ¿No puedes hacer que lo detengan?

Artafernes se echó a reír.

—Eres joven e idealista. Controlar a un griego es como montar un caballo salvaje. Como poner orden en una jaula de grillos. En esos pagos, cada pequeño señor es su propio amo y tiene su propio bando. Yo tengo muchas funciones: soy el amo opresor extranjero. Soy el aliado de conveniencia. Soy la fuente del oro y del patrocinio. Soy el señor que sirve al Gran Rey. Cambió de máscara como uno de tus actores… no encuentro una imagen más adecuada, Arquílogos. Porque tengo que ser muchos hombres para mantener la fidelidad de todos tus griegos a mi amo.

Nos miró. Creo que estaba hablando para sí mismo. De repente, sonrió y movió la cabeza.

—Soy una compañía aburrida —dijo.

—¡No! —protestó Arqui. Aquello era un sueño: tener a su héroe solo para sí.

—¿Conspira Hipias contra vos? —pregunté. Era una osadía, procediendo de un esclavo, pero solo estábamos nosotros tres y él me había hablado antes.

Me miró y asintió con aprobación.

—Arquílogos, tu esclavo tiene la cabeza sobre los hombros y, cuando eres un oficial del Gran Rey, eso lo convierte en un buen mayordomo —dijo, y asintió, mirándome—. Solo conspira contra mí para ganarme para su causa. No es una forma de comportarse típicamente persa. De hecho, todavía me confunde —añadió, y sonrió a Arqui—. Por eso hago tantas preguntas a tu madre y a tu padre, joven. Porque ellos pueden explicarme este comportamiento. Hipias soborna a los tiranos de las islas para que se rebelen, de manera que haya guerra. Entonces, él estará de mi parte durante la guerra, con la esperanza de que Atenas apoye a los tiranos. Después, me utilizará para reconquistar Atenas. ¿Te parece posible?

Yo sonreí.

—¡Oh, sí! ¡Es genial!

Aplaudí. Hipias pudo haber sido un gordo lascivo, pero podía pensar como Heracles, si ese fuese su plan.

Artafernes movió la cabeza.

—Tengo que regresar a Persépolis, donde los hombres se matan por las mujeres y por palabras mal escogidas, pero nunca jamás mienten —dijo, y frunció el ceño, mirándome—. Entonces, ¿tú entiendes esa forma de planificar las cosas?

Sonreí con cierto aire burlón.

—Sí, señor.

—¿Mujeres? —preguntó Arqui, interrumpiendo—. ¿Los persas se matan entre ellos por las mujeres?

—El adulterio es nuestro deporte nacional —dijo Artafernes, con una voz grave y cierta emoción adulta que ni Arqui ni yo podíamos interpretar, y nos miramos uno a otro. Él había bebido demasiado vino—. Todos los caballeros persas codician a las esposas de sus amigos. Es como una enfermedad, o una maldición de los dioses —añadió. Miró su copa y yo me acerqué para rellenarla, pero él la tapó—. Me he puesto sentimental. Olvidemos esta última conversación, jóvenes amigos. Nadie habla mal de su patria cuando está entre extranjeros.

—¡Nosotros no somos extranjeros, espero! —dijo Arqui.

—He bebido demasiado, ¿sabes? Ofendo a mi anfitrión. Me voy a la cama.

El medo se puso en pie sin su elegancia habitual y se encaminó bajo el pórtico. Yo fui y lo ayudé a acostarse. Él murmuró cosas que yo ignoraba, porque, cuando eres un esclavo, la gente dice las cosas más asombrosas. Después fui a encargarme de Arqui, que no sabía beber y estaba vomitando en un lavabo.

Al final, cuando Arqui se fue a la cama con una manta encima, fui a buscar a Penélope.

Era raro que tuviéramos citas concertadas, y yo estaba ardiendo. Apenas cumplí con mis obligaciones de limpiar el andrón de los restos de una cena festiva y solo tomé una cucharada de estofado de la cocina, sin beber vino. No me hacía falta que me metiesen prisa.

La fuente de Polio era antigua en aquella época. Ahora la han restaurado, pero entonces era el lugar de encuentro de aristócratas venidos a menos y de esclavos. El tejado de la fuente se había caído y lo habían reemplazado por madera, y el carpintero había hecho un mal trabajo. Sin duda, era un esclavo. Los efesios empleaban a esclavos para todo y había pocos artesanos libres. Había asientos —bancos, en realidad— rodeando la edificación, pero estaban desvencijados y solo los más fuertes tenían un sitio seguro para sentarse. Sin embargo, hacía fresco y era agradable sentarse por la noche, y la vista era espectacular, sobre el río y, abajo, sobre la bahía que seguía hasta el mar. El humo de diez mil cocinas se elevaba con el incienso de los templos, y los puntitos de diez mil luces de casas coloreaban el paisaje a nuestros pies como el bordado dorado de la capa púrpura de un hombre rico. Yo podía quedarme a mirar Efeso por la noche durante horas.

También lo hice, porque Penélope se retrasó. Yo sabía que quizá no podría venir. A fin de cuentas, éramos esclavos. Probablemente, haya olvidado todos los días verdaderamente aburridos y pesados, cariño, pero no olvido cómo contar esta historia de que éramos cosas, como una olla o una sandalia, y nuestro amo y nuestra ama podían, sin la menor mala voluntad, arruinar nuestros planes, nuestras esperanzas e incluso nuestros sueños. Yo sabía que Penélope podría estar trabajando o podrían haberla enviado a dormir a la cama de su señora.

Hacía rato que había anochecido por completo cuando llegó, y me sorprendió, acercándose por detrás de mí, adonde yo dormitaba, y tapándome los ojos con sus manos. Por supuesto, cogí sus manos y, por supuesto, ella gritó, y una cosa llevaba placenteramente a otra, y, por los preciosos tobillos de Afrodita, no imagines que estábamos solos. Probablemente hubiese en aquel oscuro recinto unas veinte parejas, y más afuera, apoyadas en la pared; además había hombres que jugaban a polis, nuestro juego griego de las ciudades, que se jugaba con fichas negras y blancas, y mujeres que utilizaban la fuente. Una auténtica muchedumbre. Cuando eres esclavo, querida, no hay privacidad. Y no hay secretos.

En todo caso, conseguí un buen asiento y pronto tuve a Penélope sentada en mi regazo y una mano bien colocada bajo su quitón, mientras ella recorría el interior de mi boca con su lengua —no debería contarte estas cosas, cariño, pero, te las cuente o no, pronto conocerás suficientemente bien a Afrodita por ti misma— y besarla era como la guerra, como la caza. Mi corazón latía con fuerza y mi cabeza estaba llena de ella… Y después, ella se fue de mi regazo y atravesó el recinto.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —dijo, con más ira que miedo en su voz.

No tenía ni idea de lo que había visto, pero yo ya estaba de pie, preparado para atacar o defender. La fuente no era lo que se dice un lugar seguro. En las sombras, acechaban algunos hombres malos.

Vi desvanecerse una delgada figura aun cuando Penélope la llamó: un chico envuelto en una clámide.

—Correré tras él —dije. Instantáneamente, me entraron celos.

—¡No! —protestó mi infiel amante, pero yo ya había salido corriendo.

La clámide era una vestidura cara, a rayas púrpura, y su portador tenía piernas largas.

Alcancé al rico muchacho en veinte zancadas, lo atrapé y caí encima de él, con todo mi peso sobre sus caderas. Después, le saqué la clámide por la cabeza. Mi corazón latía al máximo y estaba dispuesto a matarlo. Incluso entonces, cariño, yo era un matador de hombres. Ya lo había hecho en suficientes ocasiones para que la acción de matar fuese como besar una antigua llama. Conocía la danza y mis dedos iban con celeridad a llegar al fin: los ojos.

Éste no era rival y mis dedos asesinos se contuvieron.

Era una niña rica. Llevaba perlas en el pelo, y su cara, aun dolorida, estaba impecable, una palabra que los poetas utilizan demasiado a menudo. Probablemente tuviese catorce años, su pelo era negro y sus labios, rojos, y a la luz de los faroles de las casas, su piel era tan suave como el mármol. Tenía músculos de atleta y altas cejas.

La dejé con la misma rapidez que la había agarrado.

Penélope apareció y se interpuso entre nosotros.

—Estáis loco, o loca —dijo entre dientes, y yo no sabía a quién de nosotros se estaba dirigiendo.

—¡Tenía que ver adonde ibas todas las noches, Pen! —dijo la niña—. ¡Ares, me has roto la cadera, bestia! —me dijo, y miró a Penélope—. ¡Tienes un amante!

Penélope me miró un momento. Yo le había soltado un lado de su quitón para llegar mejor a sus pechos y le resultaba difícil negar lo que estábamos haciendo. Se encogió de hombros.

—¿Y eso qué te importa, niña rica? —pregunté.

Ella me miró y sus ojos centellearon. Me duele decirlo, pero a su lado, Penélope parecía una niña esclava. Como una mortal al lado de una diosa. Unos miles de daricos, unos centenares de medimnos[3] de cereales y una docena de esclavos bajo tu mando dan porte, confianza, una piel perfecta y un cabello lustroso con los que no puede compararse ninguna esclava. Mírate, niña. Ahora mira a Rubita, la tracia. Es apuesta. Pero es invisible a tu lado. ¿Ves?

Exactamente. Por eso, cuando los ojos de la niña rica centellearon al mirarme, reaccioné. Y ella sonrió.

—Yo soy su ama —dijo la niña rica. Se encogió de hombros—. Sospecho que eres el famoso Chico-Lanza, Doru, del bárbaro oeste, ¿no? —Se echó a reír—. El compañero de mi hermano haciendo el amor con mi compañera. ¡Oh, qué divertido va a ser! —añadió, aplaudiendo.

Y así es como conocí a Briseida. Sí, conoces el nombre. Ella forma parte de esta historia igual que Milcíades o Artafernes.

Le hice una reverencia.

—Os pido perdón por haberos hecho daño, señora.

Ella elevó una ceja.

—¿Qué harás por mí si no hablo de ti, nene?

Me había llamado pais, como si fuese un niño pequeño que fuera a hacer los recados. Quería herirme, y lo consiguió.

—Nada, core —contesté. Una core era una niña pequeña de buena familia.

—Doru… —me advirtió Penélope.

—Nada. Habladle de nosotros a Darkar. Mejor aun, a vuestros padres —dije, y sonreí—. Me castigarán por haberos hecho daño —añadí, encogiéndome de hombros.

Pero sabía algunas cosas, no era un esclavo nuevo. Sabía que dejar que alguien me chantajeara era fatal. A los amos les encantaba jugar a este juego: poner a otro esclavo en tu contra y utilizarlo como espía. ¡Oh, sí! Darkar estaba en la cumbre de esas trampas: era mayordomo, y señor de los espías también. Sabía cómo poner el aceite en el pan, te lo digo yo.

Ella me miró durante un buen rato.

—¿En serio? —dijo—. Muy bien.

—No os olvidéis de explicar qué estabais haciendo fuera de la casa después de anochecer, desnuda bajo una clámide —dije. Ése era el hombre libre que estaba en mí, incapaz de mantener la boca cerrada. De alguna manera, ella era como mi hermana. Y yo sabía lo que le diría a mi hermana si trataba de chantajearme, cosa que, pensándolo bien, había hecho cientos de veces.

Ella se dio rápidamente la vuelta.

—¡No te atreverás! —me espetó.

Yo me encogí de hombros.

Despoma, yo soy un esclavo y es bien sabido que los esclavos se protegen a sí mismos. Y vos estabais desnuda bajo esa clámide.

Ella enrojeció, se ruborizó tanto que se podía apreciar a la modesta luz de una lámpara casera.

Cerró la boca y se levantó, agarrando firmemente su capa de chico alrededor de su figura, y entró corriendo en la casa de su padre por la puerta de los esclavos.

Penélope solo se detuvo el tiempo suficiente para poner dos dedos, de forma más bien dolorosa, en el punto en que acababan los músculos de mi cadera.

—¡Idiota! —dijo entre dientes—. Ella solo quería darte un susto. Por diversión. ¿Por qué has tenido que desafiarla?

Creía que me había comportado como un héroe. Por otra parte, también me di cuenta de que me había olvidado de la existencia de Penélope durante tres minutos.

Entré, sacudiendo la cabeza. No perdí el sueño preocupándome por Briseida, la mañana me planteaba nuevos problemas.

Me mandaron recado para que me presentara ante Hiponacte con Arqui en cuanto él hubiese desayunado.

Briseida estaba de pie detrás de su padre, vestida con un quitón jónico de lino, bordado, y unas chanclas doradas.

—Mi hija dice que, la pasada noche, fue visto tu compañero besando a su compañera —dijo Hiponacte. Tenía la vista puesta en su hijo, no en mí.

Arqui se encogió de hombros, como hacen los hombres jóvenes, una reacción que siempre enfurece a un padre, te lo aseguro.

—¿Besó a Penélope? —preguntó Arqui, mirándome—. ¿Por qué? —añadió, y sonrió maliciosamente después—. O, mejor, ¿por qué no?

Hiponacte tenía una jabalina sobre la mesa, una lanza ligera con astil de madera de cornejo. Dio con ella un golpe sobre la mesa; hizo un ruido como el del latigazo de un arriero. Yo salté. Arqui palideció.

Briseida sonreía.

Solo entonces me miró Hiponacte.

—¿Sí? —me preguntó.

—Sí, señor —dije—. La besé.

Hiponacte miró a su hija y después a mí.

—No fomento los devaneos amorosos entre mi gente, joven. Pero lo que me ha enfadado es el uso ocasional de mi andrón como lugar para corromper a la compañera de mi hija.

Lancé una rápida mirada a aquella pequeña zorra mentirosa, Briseida. Así que yo había besado a su compañera en el andrón, ¿no?

Pero, cuando mi mirada se cruzó con la suya, saltó una curiosa chispa.

La mirada puede transmitir muchos mensajes. Y los rostros delatan muchas cosas, cariño. Sobre todo los rostros jóvenes.

Aun mientras estaba hablando su padre, creo que ella se dio cuenta de que su travesura iba a pasarme factura. Y que su desafío —me estaba desafiando al decirle a su padre dónde había ocurrido el incidente— era una tontería. Ningún esclavo aceptaría el castigo en tales circunstancias. Y quién sabe lo que había pasado por aquella cabecita de diosa. ¿Qué yo la protegería porque era un chico atontado?

Todo esto ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: un ruego de no traicionarla, ahora que había mentido y me había puesto en peligro.

—Estoy decepcionado contigo, muchacho. Aquí tienes una buena vida. Esta clase de conducta es típica de la arrogancia. Debo castigarla con dureza, lo comprenderás. ¿Tienes algo que decir en tu favor?

Conté hasta diez. Estaba tranquilo y ya sabía lo que haría. Así que le dirigí a ella una rápida mirada… y ella se estremeció.

Habló Arqui:

—Si él estaba la mitad de borracho que yo, padre, apenas fue culpa suya. Se había pasado la noche evitando el nada sutil manoseo de Hipias de Atenas.

Bendito Arqui; dio la cara por mí como un hombre.

Hiponacte miró a su hijo y después, a mí.

—¿Es eso cierto? —preguntó.

—Sí, señor —dije yo—. Lo hice. No fue arrogancia, señor. No rompí nada y solo una cadera mía tocó un diván. Estaba bebido y aceptaré mi castigo.

Hiponacte elevó una ceja y, por un momento, hubo en su expresión una chispa de humor.

—Bien dicho, muchacho. Diez latigazos, en vez de veinte. Dejémoslo así, antes de que tu señora se levante. ¡Darkar! —llamó, y el mayordomo avanzó con un par de mozos.

Me llevaron al patio. Ellos ya sabían lo que había pasado y lo que había ocurrido realmente. Darkar me ató fuerte las muñecas al poste de los azotes y me empujó al lado.

—Eres tonto, y mereces los veinte golpes —dijo—. Estás jugando a un juego peligroso, esclavo. Ella lo hará de nuevo, ahora que sabe que tiene el poder.

Recibí los diez golpes con los dientes apretados. No fueron besos, precisamente. Todo el peso del mango de la jabalina sobre mis nalgas, diez veces. A la décima, tuve que echar mano de todas mis fuerzas para no gritar. Duele mucho.

De todos modos, mejor en el culo que en los pies.

Grité un poco después, pero en la bodega de las ánforas, donde nadie pudiera oírme. Darkar me llevó allí. No era un mal hombre. Me dejó hasta que dejé de sollozar y me dio después una palangana de agua fría y mi quitón.

—Eres tonto —me dijo.

Y sí, era tonto.

Aquellos diez golpes tuvieron un profundo efecto, porque me recordaron que yo era un esclavo. Una cosa es ofrecerme a aceptar el castigo para proteger a una mujer hermosa —y esa era mi intención, muy heroica— y otra muy distinta, recibir los golpes. Fuera humillantes y dolorosos, y la humillación solo acababa de empezar, porque fue dos semanas antes de que se curasen y porque Arqui le contó con pelos y señales a todos sus amigos y a Heráclito lo que yo había hecho y cómo había sido castigado. Empezó indignado por lo que me había pasado y acabó encantado de tener aquella historia adulta que contar sobre su esclavo, y eso produjo un efecto en nuestra relación. Yo era un esclavo.

Penélope me evitaba. Una noche la encontré en los aljibes y nos besamos. Pensé que todo iba bien, pero ella nunca volvió a la fuente. No me podía imaginar que me rehuyese, besándome como una hetera y haciendo luego como que no me conocía cuando pasaba a mi lado en el mercado.

Y ni el amo ni la señora volvieron a permitir que saliésemos juntos.

Había otras chicas. Había una chica tracia pelirroja a la que le encantaba jugar en la fuente y nunca supe siquiera de qué casa venía. A veces, venía envuelta en un peplo, como una matrona, pero sin nada debajo, y eso también era fascinante. Pero, cuando jugué con ella, pensé en Briseida. La cara de Briseida hacía feas a las demás mujeres. Sus colores quitaban el brillo a las demás mujeres. Su figura…

Ésta es una enfermedad que todavía padezco, cariño. ¡Ah!, el pequeño arquero clavó profundamente su flecha en mí. Dudo que haya querido nunca que me quitaran la flecha. ¡Hasta ese punto llega mi mal!

Pero el tiempo pasó y surgieron otras actividades y situaciones. Arqui empezó a practicar en el gimnasio. Era rápido y fuerte para su edad, y entrenábamos constantemente, a diario, creo. Teníamos espadas de roble que hacían daño como quemaduras cuando las blandíamos con excesiva fuerza, y teníamos escudos —un aspis redondo para él y un gran escudo beocio para mí, como la forma de un huevo con dos recortes redondos—. Era una broma del amo: sabía que yo era de Beocia y el escudo era la única cosa beocia de la que había tenido noticia.

Tirábamos con lanza, disparábamos con arco y nos cortábamos uno a otro con espadas de madera. En el gimnasio, él se emparejaba con otros chicos de su edad y yo miraba. No se admitía de buena gana a los esclavos para que compitiesen en el gimnasio. Otro recordatorio.

Sin embargo, en el templo de Artemisa, los esclavos sí éramos bienvenidos para competir. Había pasado un año cuando empecé a comprender la teoría del logos de Heráclito y a compartir su sospecha de que la mayoría de los hombres eran tontos. Nunca pude entender por qué los otros chicos eran tan lentos para comprender sus principios, tan lentos para aprender las reglas del argumento racional y tan completa y dolorosamente lentos para aprender los fundamentos de la geometría.

Mmm. ¡Qué placer debió de ser para él tenerme cerca!

Diomedes era uno de los jóvenes de Efeso. Era un año mayor que Arqui, por lo que era más o menos de mi edad, y un día Heráclito le había llamado «imbécil» unas cuantas veces. Después de la clase, cuando íbamos bajando las escaleras, me empujó.

Yo me acerqué más a él.

Él se echó a reír.

—¿Qué vas a hacer, esclavo? ¿Vas a pegarme? —Él me dio un bofetón con la mano abierta—. Esclavo, vete a lamerle el culo a Arqui. He ahí un buen esclavo. ¿Su boca es buena para ti, querido Arqui? ¿Por eso Heráclito ama tanto al chico?

Me revolví con rabia.

Arqui se echó a reír.

—Eres mal perdedor, Diomedes. Y, si tuvieses menos espinillas, imagino que podría arreglarlo para que chupases unos cuantos culos por ti mismo, en vez de hablar de ello.

Arqui tenía la habilidad, como su hermana, de pegar más fuerte de lo que le hubiesen dado.

Diomedes arremetió contra Arqui y yo le puse la zancadilla. Cayó por la escalinata, en una maraña de clámide y miembros, y se hizo daño. Gritó con dolor y su esclavo, un chico silencioso llamado Areté, tuvo que llevarlo a casa.

Arqui se echó a reír y fuimos a casa. Pero dos días después, un hombre grande con barba preguntó por mí en la fuente. Uno de los esclavos mayores me lo mandó adonde yo estaba siendo el centro de atención de los esclavos más jóvenes. En aquella época, yo era con diferencia el macho joven entre los pequeños. Ningún hombre puede ser esclavo constantemente.

El hombrón salió de las sombras con un compañero de su tamaño y me di cuenta de que tenía un problema.

—¿Doru, el esclavo de Arquílogos? —preguntó el hombrón.

—¿Quién pregunta por él? —inquirí.

Venía a por mí. Tenía cierto entrenamiento y estaba a una distancia de un palmo de mí, y su compañero ya estaba barriendo de su camino a los chicos más pequeños para venir a por mí.

—¡Llama a Darkar! —le grité a Kylix.

Él corrió hacia la casa y yo me llevé un puñetazo. Esquivé la mayoría, pero el que me dio me dejó tambaleando y el segundo golpe me alcanzó en la frente.

Me agaché y corrí hacia la casa de la fuente, pero los tenía encima y los esclavos que estaban dentro eran un impedimento, tanto para mí como para los dos matones. Uno tenía una correa de cuero y se dedicó a pegarme con ella. Escocía, pero aquella era un arma para aterrorizar a un esclavo rastrero, no para lesionar a un guerrero.

Agarré la correa y me la pasé por los riñones, y puse la mano sobre uno de los tablones estropeados de los asientos y lo rompí.

Ahora bien, un combate a muerte es una experiencia interesante, cariño. No creo que hubiese planeado arrancar el tablón. Corrí al interior de la casa de la fuente por instinto y por terror. Y solo el terror consiguió arrancar el tablón de sus soportes. Es asombroso lo que uno puede hacer cuando el terror ayuda a los músculos. Pero, una vez que lo tuve en mis manos, mi daimon entró en mí y pasé del terror al ataque en un abrir y cerrar de ojos.

Lo arranqué limpiamente y golpeé a uno de los matones directamente en un lado de la cabeza y cayó. Su cabeza también hizo un sonido desagradable al dar en el suelo de piedra. Fue música para mis oídos; el matador de hombres estaba suelto.

El otro hombre resopló y me golpeó, dándome de refilón en los músculos del brazo, pero quizá fuese el vigésimo golpe que encajaba. Me estaba haciendo caer.

Hice una finta y blandí mi inútil garrote, pero él estaba debajo de él y me dio un codazo en la barriga. Le di un fuerte pisotón en su empeine y los dos caímos en la mierda que había sobre las piedras. Al caer, me di tan malamente en el codo que el brazo izquierdo se me quedó entumecido; después, él aferró mi cabeza bajo su brazo y me golpeó dos o tres veces, con suficiente fuerza pira romperme la nariz —otra vez—, y el siguiente golpe casi me puso fuera de combate.

Pero yo era un matador de hombres, no una víctima. Le agarré los huevos y traté de arrancárselos y él dio un alarido. Creía que me tenía cogido al bloquearme la cabeza. Le agarré los huevos y le clavé el pulgar mientras se los arrancaba, y él chilló como una mujer en el parto.

Él yacía retorciéndose en el suelo y yo me puse de rodillas sobre su espalda, puse la mano debajo de su cabeza y le rompí el cuello.

Después, me fui para el otro, al que había golpeado en la cabeza, y también le partí el cuello.

Juré que te diría la verdad, cariño. Soy un matador de hombres. Cuando el daimon entra en mí, Hiato. Y recuerda la lección: los hombres muertos no cuentan cuentos.

Después, llegó Darkar.

—¡Deméter, muchacho! —dijo el mayordomo. Me retuvo a la distancia de un brazo, porque traté de hacerle daño. Soy como cuando el espíritu de Heracles viene sobre mí—. ¡Ares, chico! ¡Has matado a éste!

Estaba perdiendo el daimon del combate, moví la cabeza y me dolió la nariz.

—Me estaba haciendo daño —dije.

Kylix me echó agua sobre la cabeza.

—Mataste a los dos —dijo, y su voz manifestaba su sobrecogimiento.

Darkar miró el caos que allí había. Se quedó mirando algún tiempo y después movió la cabeza.

—Lo siento, muchacho —dijo—. Tengo que contárselo al amo. Esto es más de lo que yo puedo encubrir.

No sé cuánto tiempo pasó después de mi encuentro con Briseida en la oscuridad, pero debieron de ser unos seis meses. Acabábamos de hacer un viaje a Lesbos y, como esclavo, me apreciaban. Hiponacte no me consideraba problemático. Pero esta vez, estaba oscuro, yo estaba cubierto de sangre y el amo estaba vigilándome en su propio patio.

—Los hombres lo atacaron —dijo Darkar—. Mandó a Kylix que viniera a por mí.

Hiponacte me estaba mirando, amenazador, y con sus manos frescas, que olían a cera de abejas, me tocó la mejilla.

—¡Dioses…! ¡Llevadlo a un médico!

Darkar estaba en silencio.

—¿Qué ha pasado, Darkar?

—Él los mató —dijo Darkar—. A ambos. Hombres libres, creo. Sus cuerpos están en la casa de la fuente.

Hiponacte se arrodilló a mi lado.

—¿Te atacaron, muchacho?

Yo asentí. Apenas podía respirar. Tenía la nariz rota y, al menos, dos costillas también.

Hiponacte se levantó.

—‘Llevadlo al templo de Asclepio. Y deshazte de los hombres muertos. Paga a los demás esclavos por su silencio. ¿Se trata de hombres que no pertenecen a nadie?

Darkar escupió.

—Escoria, señor. Matones.

Arqui vino corriendo. Me miró y me cogió la mano.

—¡Artemisa! ¡Doru!… ¿Qué ha pasado?

Yo permanecí en silencio, pero Arqui se lo imaginó.

—¡Diomedes! —dijo.

Hiponacte ignoró a su hijo y se volvió al mayordomo.

—A partir de ahora, la fuente está prohibida para nuestra gente. Deshazte de los cuerpos. Puedes utilizar un carro y una mula.

—Gracias, señor —dije.

Hiponacte me ignoró. A su hijo, le dijo:

—Diomedes será pronto hijo de esta casa. ¿Lo acusas de atacar a tu esclavo?

Arqui se encogió de hombros, que, como ya he dicho, no es la forma de aplacar a un padre. Toma nota de eso, zugater. La cabeza me daba vueltas. ¿Hijo de esta casa? Eso significaba que Diomedes iba a casarse con Briseida.

Vomité sobre el enlosado.

Después de eso, estaba en deuda con todos los esclavos de la casa. Hizo falta la conjura de todo el vecindario para mantenerme a salvo. Sí, los esclavos nunca son amigos. Los esclavos felices, prósperos, en una buena casa tienen el tiempo y la seguridad para ser amigos —amigos egoístas, murmuradores, pero amigos, a pesar de todo—. Pero odian a los amos a su modo. Alguien podría haber descubierto el pastel, si alguno hubiese buscado una recompensa, pero aquellos dos hombres —esclavos o libres— eran escoria. Nadie iba a buscarlos.

Empecé a vivir con miedo. En realidad, empecé a pensar como un esclavo, realmente como un esclavo. Empecé a ser muy cuidadoso con lo que decía. Empecé a tragarme insultos. Aquellas dos muertes me enseñaron otra lección y había tenido suerte de que me costasen tan poco: una semana en el templo y un año de acarrear agua, vaciar orinales, traer hilos… y medir mis palabras. Y una punzada en el pecho cuando llega la lluvia, siempre; aquellas costillas rotas siguen conmigo, cariño.

Un mes más tarde, había vuelto a mis lecciones. Diomedes me paró en las escaleras.

—Tu nariz no tiene buena pinta —dijo—. ¿Cómo ha podido ocurrir?

Ni siquiera le miré a los ojos. Me consolé pensando que había asesinado a los dos matones. Me dije que ya tendría mi desquite.

Pero me arrastré como un esclavo y no lo miré a los ojos.

Y eso duele más que los golpes.

Heráclito comprendió algo de lo que había pasado. Comenzó a ser más cuidadoso en cuanto a sus elogios para conmigo y, al mismo tiempo, más acerbo en sus relaciones con Diomedes. Yo mantuve baja la cabeza hasta que un día, cuando nos levantamos para dejar la escalinata, me encontré con la contera de bronce de su bastón en mi esternón.

—¡Quédate! —dijo. Asintió mirando a Arqui—. Tú también.

Cuando los otros chicos se fueron, miró a su alrededor.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

Ambos nos quedamos callados, como hacen los jóvenes cuando están ante la autoridad.

Su bastón apuntó a mi nariz.

—¿Quién te hizo eso?

Yo me encogí de hombros.

Heráclito asintió.

—Los conflictos hacen los cambios y el cambio es la forma del logos —dijo. Una frase que había oído cien veces, en realidad, excepto allí y entonces. Creo que comprendí.

—El cambio no siempre es bueno —dije, frotándome la nariz.

—El cambio simplemente es —dijo el filósofo—. ¿Por qué eres tan bueno en geometría, muchacho?

Incliné la cabeza ante su elogio.

—Mi padre era herrero —dije—. Utilizamos un compás, una regla y un trazador para hacer nuestro trabajo. Antes de venir aquí, sabía hacer un triángulo rectángulo —añadí, y me encogí de hombros—. Un alfarero o un peletero también sabría hacerlo, supongo.

Él negó con la cabeza.

—Por alguna razón, lo dudo. Entonces, ¿sabes trabajar el bronce?

Asentí.

—No soy un maestro —dije—, pero podría hacer una copa.

Él se encogió de hombros.

Mmm —dijo—. Me interesan más las propiedades del fuego que una copa.

Tengo que decir que, en algún momento, descubrí que, lejos de ser el pobre mendigo que parecía, a Heráclito le habían ofrecido la tiranía de la ciudad y su padre y su hermano habían sido señores. Era un hombre muy rico.

Continuó:

—El fuego endurece y ablanda, ¿no es cierto, herrero?

Asentí.

—El fuego y el agua para templar ablandan el bronce —dije—, pero endurecen el hierro.

Él asintió.

—Así que todo es lucha y todo es cambio —dijo él—. La lucha es el fuego, el mismo corazón del logos. Unos hombres son hechos libres y otros hombres son hechos esclavos.

—Yo soy un esclavo —dije amargamente.

Arqui se volvió y me miró.

—Yo nunca te trato como a un esclavo —dijo.

¿Qué podía decir yo? Él me trataba a diario como un objeto, pero yo sabía que me trataba mejor que a otros esclavos y cien veces mejor que hombres como Hipias trataban a sus esclavos.

Pero Heráclito estaba mirando al mar, al corazón del logos o a ninguna parte.

—La mayoría de los hombres son esclavos —dijo—. Esclavos del temor, esclavos de la gula, esclavos de los muros de sus ciudades o de la posesión de una amante. La mayoría de los hombres tratan de ignorar la verdad, y la verdad es que todas las cosas están en movimiento y no hay nada constante salvo el cambio —añadió, y me miró—. ¿No es paradójico que tú comprendas mis palabras y seas libre en el interior de tu cabeza, mientras que estás aquí como un bien mueble, propiedad de este otro muchacho que no puede descifrar lo que estamos hablando?

Arquílogos frunció el ceño.

—Yo no soy tan estúpido como afirmáis —dijo con vehemencia.

Heráclito frunció el ceño.

—¿Qué es el logos? —preguntó, y Arqui negó con la cabeza.

—¿El cambio? —preguntó. Me miró.

Heráclito le pegó un manotazo.

—Lo mejor es que os vayáis a casa.

Pensé que había entendido su mensaje.

—Cree que no debo abandonar la esperanza —dije.

Ahora el maestro parecía perplejo.

—¿Qué tengo yo que ver con la esperanza? —preguntó, pero vi un centelleo en su mirada.

Pasó otro invierno. Podía calcular de cabeza, sin utilizar los dedos, y podía dibujar un hombre con carboncillo. Podía colocar mi lanza en una diana a una distancia de diez cuerpos de caballo, no más que la anchura de un dedo desde la caña del instructor que apuntara adonde quería ver el tiro. E iba avanzando para llegar a ser el espadachín que quería ser. Era fuerte. Después de todo, estaba haciendo el ejercicio de un hombre rico, y por nada. Cada día podía levantar una piedra de mayor peso. Podía levantarla por detrás de la cabeza y sobre mi pecho; podía levantar mi cuerpo del suelo del templo con mis manos únicamente. Era alto, y más alto cada día, y mi pecho empezaba a crecer a lo ancho. Era fuerte.

Arqui también crecía. Crecía tan rápido como yo, o quizá más. De repente, era tan alto y tan ancho como yo y, cuando luchábamos, podíamos hacernos daño uno a otro, y ya no nos atrevíamos a utilizar las espadas de roble para combatir, porque podíamos rompernos huesos. En cambio, combatíamos como lo hacen los efebos, a la distancia de una lanza, como bailando, de manera que cada golpe fuese rechazado sin que la espada y el escudo se encontrasen nunca.

A Arquílogos le encantaba la competición y nunca le gustaba perder, por lo que empezó a aplicarse en sus estudios, y pronto pudo hacer la geometría como yo la hacía y resolver sumas de cabeza, también.

Yo odiaba ser esclavo, pero, de todas formas, fue una buena época. Los adolescentes se desenvuelven bien en medio de estas clasificaciones y, de hecho, Heráclito estaba lleno de esos pares de opuestos. Así, en Efeso, yo era un esclavo, pero, en muchos sentidos, yo era más libre de lo que nunca lo había sido. Yo era pobre y no tenía nada salvo mis monedas del tarro del jardín, aunque estaban empezando a acumularse. Y, sin embargo, precisamente tal como lo describía Heráclito, yo era más rico de lo imaginable, con un cuerpo joven y fuerte, una mente ágil y la compañía de otros como yo. ¿Qué joven, hombre o mujer, quiere más?

Sí. Así era. Y así pasó otro año, y trabajamos y jugamos. Pensaba cada vez menos en Briseida, aunque, cada vez que la veía —y eso era raro—, mi corazón latía como si estuviese en una pelea. Diomedes vino a nuestra casa a cortejarla. Hiponacte se cuidaba de que yo estuviese haciendo recados cuando ocurría esto, no porque supiese o hubiese tolerado mi oculta pasión, sino porque sospechaba que él había enviado a los matones.

Aunque todavía andaba detrás de Penélope, comprendí que hubiera puesto un espacio entre nosotros. Yo tenía otras amantes, chicas que eran más fáciles, más libres y nunca tan divertidas.

Y después llegaron los acontecimientos que rompieron la baraja que nos sostenía, y destrozaron los futuros que habíamos imaginado en nuestra ignorancia. Llegó el conflicto y, con él, el cambio.