Nunca fui un gran carrista. Llevé las riendas en algunas carreras en el picadero y nunca gané. La verdad era que Hiponacte me había dado seguridad. En cuanto me dieron buena comida, crecí tan deprisa que era demasiado pesado incluso para una cuadriga en una carrera. Como carrista militar, hubiese sido como un dios, pero los carros prácticamente ya no se usaban en combate.
Escilo fue mi maestro. Era un anciano de Mitilene, en Lesbos, y había sido carrista durante toda su vida. Yo no estaba seguro de si era un criado de la familia o un esclavo; parecía que formaba parte del picadero, como los viejos sementales y las yeguas jóvenes.
Te decepcionaría otra vez si te dijera que mi esclavitud fue tan blanda que lo pasé bien, y mi puerta nunca estuvo cerrada. ¡Ni siquiera la primera noche! Podría haber recogido mi muleta y haber salido cojeando en cualquier momento y, una semana más tarde, cuando ya estaba casi completamente curado y empecé a crecer, podría haber escapado.
¿Pero escapar adónde, cariño? ¿De vuelta a Platea, cruzando el mar? Yo estaba en la poderosa Efeso, en Asia, como esclavo de un hombre rico. Nadie parecía saber nada de mi casa, ni siquiera de la guerra en la que había estado. Yo pregunté, pregunté a Escilo desde el primer día. Él se encogió de hombros y me dijo que a nadie en el mundo real le preocupaba nada lo que hicieran los bárbaros de Atenas y Esparta. Los llamaba «paletos», «zopencos».
Y, para ser sincero, cariño, en realidad yo no estaba tan ansioso por regresar a la verde Platea.
Parece chocante, ¿no? Yo era un esclavo y no quería volver a mi patria y ser libre. Pero libertad es una palabra que utilizamos con demasiada facilidad. Ahora, más viejo y más sabio, pienso que puedo decir que yo era libre por primera vez. Era libre de mi padre, que, en muchos sentidos, era un cabrón frío, insensible, que rara vez tuvo un momento para mí. Allí, ya lo he dicho. Nunca lo lloré, no realmente. Yo estaba orgulloso de él. Pero no podía lamentar demasiado que hubiese muerto. ¿Y mater? Nunca habría atravesado Efeso, no habría bajado la escalinata del templo para verla. Por eso —sorpréndete, si quieres— puedo recordar la primera noche, sentado en el fresco suelo de mármol del alojamiento de los esclavos —el alojamiento de los esclavos tenía el suelo de mármol— y pensar que debía de ser un mal hijo porque no quería volver a casa. Lloré un poco. Empecé a preguntarme si iba a ser un cabrón frío e insensible como mi padre.
Y te diré de nuevo que, en Efeso, nadie había oído hablar de Platea. Entre las mil sorpresas que recibí aquel otoño, esta iba a ser la mayor: para los griegos de Asia, la poderosa Atenas y la Esparta militar eran terrones sin importancia. También es interesante que esto fuese a cambiar pronto. Y que yo desempeñaría un papel en la realización del cambio. Te aseguro que, ahora, todos los hombres de Efeso saben dónde está Platea.
¡Qué tontería, claro que puedo beber vino a esta hora! El vino siempre es bueno para un hombre. ¡Llénalo, anda!
Ahora… ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! La vida de esclavo. No fue una mala vida. Todos me llamaban Doru, por lo que, durante cierto tiempo, simplemente olvidé mi nombre. En cuanto sanó mi muslo, tuve un plan de entrenamiento y me masajeaban y ejercitaban profesionales. Aprendí a montar, a darles de comer a los caballos y a mantenerlos contentos.
Nunca me han gustado los caballos. He conocido algunos que eran algo más listos que una piedra, pero no muchos. Eran tercos y estúpidos y no muy diferentes de los gatos, salvo que los gatos no se hacen daño a sí mismos cuando te das media vuelta. En todo caso, pasadas dos semanas, Escilo dijo que nunca sería un carrista, y tenía razón, pero seguimos intentándolo.
Me encantaba conducir. Empezamos con un carrito tirado por un poni, y me caí unas cuantas veces tratando de dar curvas cerradas, pero ya me había curado por aquellas fechas. Y hacíamos ejercicios, unos ejercicios maravillosos, como balancearnos sobre una tabla colocada sobre el hueco de un escudo, de manera que su cara estuviese contra el suelo y uno pudiese inclinarse y caer con facilidad; trabajábamos así para practicar el equilibrio. Y el carro del poni: yo montaba en las varas o en el animal, hasta que me encontré cómodo tanto en el carro como fuera de él. Ésa era la forma de hacer de Escilo. Después probamos una biga con auténticos caballos, y me rompí el brazo el primer día. Pasaron unos meses hasta que me curé, y empleé ese tiempo haciendo ejercicios y trabajando como un esclavo normal en las cocinas. Escilo dirigía una finca exigente y conocía el oficio. Si no estaba aprendiendo mi nuevo cometido, al menos, podía mover la rueda que subía agua del pozo.
Mientras se curaba mi brazo, descubrí lo que los sementales y las yeguas saben desde que nacen…, ya me entiendes. Una de las chicas de la cocina me preguntó si mi lanza era fuerte; todas las chicas se echaron a reír, aun las mayores. Y aquella noche, ella me tuvo. No hubo muchos juegos preliminares y ella se rio de lo rápido que fui, y eso tratándose de una chica de mi misma edad. Las chicas pueden ser crueles.
Pero jugamos bastante y también jugué con otras chicas. A las esclavas les gusta quedarse embarazadas: tienen que trabajar menos. Y supone un beneficio para el propietario, a menos que sea tonto. Nosotros teníamos un amo rico y nadie sentía la amenaza de que lo o la vendiesen, por lo que las chicas jugaban. A su modo, era una forma de educación, como el entrenamiento atlético.
La verdad, cariño, es que fue una época feliz.
Pasábamos nuestros apuros y yo era consciente de que no era libre. Pero era joven y tenía comida, sexo, retos; a fin de cuentas, la vida era sencilla y fácil. Trabajábamos muchas horas, Cuando construimos una estructura sobre el retrete, trabajamos seis días completos, desde el alba hasta el anochecer, pero, cuando acabamos, habíamos hecho algo. Otros esclavos araban, sembraban y cosechaban, y yo hice algún trabajo de ese tipo cuando me curé. También teníamos la mayoría de las fiestas religiosas. En realidad, en cierto sentido, trabajaba menos de lo que trabajé más tarde, como hombre libre.
En una hacienda en la que todo el mundo es esclavo, la esclavitud no parece tan mala.
Teníamos algunos problemas. Había un chico al que odiaba. Lloriqueaba, era débil, se comportaba así para evitar el trabajo y se negaba a cambiar. El también se chivaba a los supervisores: quién se acostaba con quién, quién había comido demasiado, quién se bebía el vino del amo. Se llamaba Grigas y era frigio.
Y había un chico tracio que me gustaba, aunque a los esclavos les resulta difícil ser amigos, amigos de verdad, porque te han quitado muchas posibilidades de serlo. Pero Sílices era un joven apuesto y un gran luchador. Le habían hecho prisionero en una guerra e insistía en que algún día se escaparía. Fue el primer hombre al que le oí decir que se escaparía, como si se pudiese hacer.
Una tarde, estábamos tumbados en el establo. Habíamos almohazado todos los caballos de caza, todos los de carga y los caballos de tiro y los ponis, y yacíamos en la paja que estaba amontonada donde Grigas no había conseguido hacer unos almiares decentes.
—Sí te escapas —pregunté—, ¿adónde irás?
—A casa —dijo Silkes.
—¿Cómo? —pregunté.
Él negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo—. Aunque tenga que andar sobre el agua, me iré a casa —añadió, y me miró—. Quizá cace peces con mi lanza, y encienda una hoguera sobre las hierbas flotantes.
—Ahora estás diciendo tonterías —dije yo—. Si te cogen, no te devolverán aquí para aprender a ser carrista. Acabarás picando piedra, cortando sal o remando. Algo malo.
—¿Y qué? —preguntó Silkes—. Todo eso es esclavitud. Yo no soy un esclavo. Soy un hombre libre —añadió, y se dio la vuelta hacia mí—. Tú eres griego. Para ti, la esclavitud es natural.
Le rompí la nariz antes de que me sujetara y me golpeara la cabeza contra la pared del establo. Y sin embargo, no estábamos realmente enfadados. Pero ninguno de los dos fuimos a trabajar porque nos habíamos hecho daño y porque, a causa de ello, Grigas informó sobre nosotros y nos llevaron ante el supervisor jefe, Amyntas. Amyntas era macedonio y todos pensábamos que era un hombre duro, pero justo.
Nos miró de arriba abajo.
—¿Por qué os habéis peleado? —preguntó.
Yo estaba preparado.
—Por una chica —dije. Miré con resentimiento a Silkes, que miraba hacia atrás.
—¿Qué chica? —preguntó Amyntas.
—Sandra, de la cocina —respondí.
Ella y yo congeniábamos. Yo sabía que no diría nada.
Asintió.
—He oído que vosotros dos hablabais de escapar —dijo, y me miró. Yo era griego. No me acobardé.
Pero Silkes enrojeció. Amyntas se encogió de hombros.
—Eres un estúpido, tracio. ¿Por qué te peleaste con él?
Silkes me miró.
—Él me pegó —dijo—. Y la chica.
Era el peor embustero que he conocido. No era raro que llamaran «bárbaros» a los tracios.
Amyntas asintió de nuevo. Tenía una mesa en la casa de la hacienda que utilizaba como escritorio y estaba llena de manuscritos. Me señaló.
—Cinco golpes con la fusta —dijo y, señalando a Silkes, añadió—: Diez golpes: cinco por dañar la propiedad de tu amo y cinco por tratar de incitar a escapar. Seréis castigados esta noche. Id a trabajar.
Lo peor fue la espera… y la humillación. Todo el mundo vino a verlo, y Grigas delante, regodeándose abiertamente.
Recibí los cinco golpes bastante bien. Probablemente gritara, pero no chillé ni lloré. Silkes recibió sus diez golpes en silencio total.
Fuimos azotados desnudos. Después de recibir mis cinco golpes, Sandra me dio mi quitón.
Grigas se echó a reír.
—Supongo que sabemos quién tiene aquí el poder —dijo.
Era demasiado petulante. Me di media vuelta, como para hablar con Sandra, y le pegué con toda la fuerza de mi puño.
Le hice daño también.
Recibí diez golpes más con la fusta.
Como Grigas seguía inconsciente, sentí que había vencido.
La mañana siguiente, estuve ante Amyntas, solo. Él estaba detrás de la mesa. Yo estaba delante de ella. Tenía en la mano un estilo de bronce y dos juegos de tablillas de cera abiertas.
—Has herido al esclavo Grigas —dijo.
—Bueno —dije yo.
Él asintió.
—Empiezo a tener la sensación de que eres un rebelde. Escúchame, joven. No vayas por ese camino. El amo y la señora tienen planes para ti, planes que te ayudarán toda tu vida. Si optas por ser rebelde, tendré que informarles. Te venderán. ¿Es eso lo que quieres?
Mantuve baja la vista.
—No —dije.
—Quieres rebelarte. Por favor, no lo hagas. No te gusta Grigas. Me resulta útil y lo protegeré. Lo tratarás con respeto y eso es todo. ¿He sido claro? —dijo Amyntas, y se levantó.
—Sí —dije.
—Bien. Vuelve al trabajo —dijo.
Eso fue todo. Grigas se regodeó y yo me conformé. Silkes estaba indignado y dejó de ser mi amigo. Un mes más tarde, se escapó. Nunca supe lo que le ocurrió. Bueno, eso no es exacto, pero ahorrémonos ese detalle, ¿te parece?
Grigas siguió allí, regodeándose. Estaba empezando a tener barriga —un esclavo de quince años con barriga—. Y empezó a forzar a las chicas.
Yo estaba curado y había vuelto a montar y a conducir. Podía aparentar que ya no participaba en el ritmo diario de la cocina. ¿Qué era para mí? Pero eso me hacía daño, cada vez que tenía que apartar la vista de aquel pequeño gusano. Cada vez que lo veía sobar a una chica, cada vez que hacía pasar por el aro a un esclavo mejor.
Pero yo sabía que no iba a ser carrista, y eso me dejaba en mala posición, como esclavo. Si yo fracasaba como carrista —y, como digo, Escilo sabía desde la segunda semana que yo no tenía amor por los caballos—, podrían revenderme para otro trabajo.
Llegaron más esclavos: un nuevo cocinero, un par de domadores de caballos y algunos esclavos para el campo. Vi que Grigas iba a dominarlos, que ellos aceptaban su depravada autoridad. Y vi su efecto en el lugar. Cuando llegué, la mayoría de la gente era feliz. Ya nadie era feliz.
Pensé bastante en ello. Escilo se percató. Un día, al final de la primavera, casi un año después de convertirme en esclavo, me observó un rato y después movió la cabeza.
—Piensas demasiado —dijo.
Yo asentí, reconociendo que tenía razón.
—¿Cuál es el problema? ¿Una chica, un chico?
Escilo era buena gente. O no era esclavo o no formaba parte de la jerarquía del lugar. Amyntas nunca estuvo a la greña con él.
—Grigas es malo —dije.
Escilo asintió y apartó la mirada.
—¿Y qué?
—Y… —dije—. Y nada.
Había aprendido a no comentar cosas importantes, ya ves.
Escilo estaba mirando una potra. No le quitaba los ojos de encima.
—Bueno y malo son palabras que usan los filósofos y los sacerdotes —dijo—. ¿Qué quieres hacer?
Moví la cabeza en una negación muda. No iba a decírselo.
—¿Puedo decirte algo, chaval? —dijo, y su voz era bondadosa—. No serás un buen carrista.
—Lo sé —dije, aunque oírlo de sus labios tenía la fuerza de un hachazo.
Él asintió.
—No seas tonto —dijo.
—Pero él hace que las cosas sean peores para todos —dije—. No solo para mí. Para todos.
Escilo se rascó la barbilla y siguió observando la potra.
—Interesante. Apenas lo conozco.
—Es un informador. Fuerza a las chicas. Humilla a los hombres solo para divertirse. La otra noche hizo que un peón, Lykón, el grandote, le cediera a la chica que le gustaba. Después la tomó. Cosas así. Esa clase de cosas no solían ocurrir.
Escilo asintió.
—Con uno solo basta —dijo. Después, me miró a los ojos—. ¿Planeando golpearlo hasta dejarlo inconsciente? —preguntó. Se sentó en silencio y miró sobre su cabeza—. Porque, si haces eso, informará sobre ti. Probablemente sea demasiado estúpido para entender que tú naciste libre y podrías aceptar el castigo para hacerle daño. A los nacidos esclavos siempre les desconciertan las acciones de los hombres libres.
De alguna manera, sus palabras me conmovieron profundamente, quizá porque Escilo me identificó como un hombre libre.
—Si no hago nada, es que soy verdaderamente un esclavo —dije.
Escilo movió los labios con nerviosismo.
—Tú eres un esclavo —dijo—, pero… —añadió, mirando a su alrededor—. Escucha, chaval. Utiliza la cabeza. Eso es todo lo que puedo decirte.
Asentí.
Y pensé en ello algo más.
Al final, la acción fue absurdamente fácil. Hice planes hasta la saciedad y entonces los dioses me pusieron en bandeja a mi enemigo. Toda una lección.
Decidí matar a Grigas. Simple y llanamente, un asesinato. No una pelea justa. Él tenía que desaparecer y decidí que no hacía falta que me cogiesen para demostrarme a mí mismo que yo era un hombre libre.
Decidí ahogarlo en los baños. Hice algunos preparativos y cambié mi rutina para que coincidiésemos. Yo era más grande y más fuerte. Imaginaba que lo aguantaría bajo el agua. Sin gritos.
No era un mal plan.
Nos bañamos juntos dos veces. La segunda vez, se pasó todo el baño diciéndome cosas que me revolvían el estómago. Había decidido que yo le gustaba.
Estaba loco.
Robé un pequeño mazo de madera de la carpintería de manera que pudiese dejarlo inconsciente y ocultarlo entre las toallas y trapos en la gran bañera de madera.
Aquella tarde, vino el amo. Llegó en un carro de cuatro caballos. Por entonces, yo era capaz de conducir los cuatro caballos y me impresionó su destreza, teniendo en cuenta que era un aristócrata.
Llamó a Escilo y los dos tuvieron una larga conversación. Estuvieron mirándome. Me entristecía —en realidad, yo era un esclavo— pensar que fueran a venderme. Me gustaba la hacienda, aparte de Grigas. Y podía tolerarlo, ahora que tenía su vida en mis manos.
El amo estuvo charlando un buen rato con Escilo y después vinieron los dos adonde yo estaba limpiando arreos. El amo tenía algunos ronzales muy hermosos, labrados en bronce y plata, un buen trabajo lidio.
—Doru —me llamó y me acerqué a ellos.
Él me hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Escilo me dice que nunca serás un carrista —dijo—. Dice que puedes conducir y manejar caballos. Que eres seguro y normal y corriente. Y que no te gustan los caballos.
Miré al suelo. Todo era cierto.
El amo me levantó el mentón.
—La señora y yo tenemos otro plan para ti. Mi hijo necesita un compañero. Me parece que es un poco más joven que tú, pero tú serás un buen brazo derecho para él. Así que, ¿te gustaría venir a la ciudad conmigo y tratar de trabajar para mi hijo?
Yo había aprendido mucho acerca de ser esclavo en la hacienda. Así que, en vez de un silencio hosco, hice como que estaba encantado.
—Sí, amo —dije, y di unas palmadas.
Me miró un buen rato y me pregunté si estaba de broma.
—Déjame ver tu muslo —dijo.
Levanté el quitón y él miró la herida. Tenía un aspecto muy parecido al actual, como un anzuelo rojo.
Tras unos momentos, frunció el ceño.
—¿Te duele? —preguntó.
—Inmediatamente antes de cambiar el tiempo —dije—. Por lo demás, no.
Él asintió.
—Mañana iremos a la ciudad. Despídete y termina tus tareas.
—Sí, amo —dije.
Pensé que nunca más volvería a ver a Grigas y ese pensamiento me hizo sentir que había fracasado, pero los dioses tenían otras ideas.
A veces, el destino, Tique, es mejor que cualquier plan de los hombres. El jefe de cocina me había ordenado que fuera corriendo al mercado de la aldea a por algo de ruda. Por aquella época, yo tenía buenas piernas —creo que era unos treinta centímetros más alto de lo que había sido en las batallas— y podía correr. Así que salí a media tarde con unos pocos óbolos firmemente agarrados en el puño.
Conseguí la ruda de una campesina en un puesto cubierto. Después, di la vuelta y corrí hasta la hacienda: mis piernas se comían los estadios.
Dudo que fuese sin aliento cuando pasé por el establo. Y entonces oí el sonido de una mujer que lloraba.
Corrí al establo. Iba muy deprisa. Tique se sentó en mi hombro y a mi espalda llevaba toda la furia.
Grigas estaba en la buhardilla con una niña. Estaba haciendo que la más pequeña puta de la cocina le soplara su flauta. La tenía cogida por el pelo… En todo caso, no es algo que tenga que contarte, cariño. Corrí hasta la escalera y subí, y sospecho que nadie me oyó. Ella estaba haciendo lo que le obligaba a hacer y estaba llorando.
La aparté, a él le rompí la nariz y lo tiré de la buhardilla. Su cabeza hizo el sonido que hace un mazo de madera al golpear la cabeza de la vaca cuando el carnicero está matándola… Cayó sobre el suelo de piedra del establo, pero estaba muerto antes de que lo soltasen mis manos.
Yo estaba cenando cuando encontraron su cuerpo. Me eché a reír.
—¡Adiós y buen viaje! —dije, y Amyntas me miró. Yo le sostuve la mirada.
El día siguiente, conduje el carro del amo desde la hacienda, por la montaña, hacia Efeso, orgulloso como un rey. El asesinato me enseñó tres lecciones, lecciones que he llevado conmigo toda mi vida. Primera, que las personas mayores son sabias y debes escucharlas. Segunda, que los hombres muertos no cuentan chismes. Y tercera, que matar es fácil.