6

Es dificil adivinar como fue mi despertar.

Tenía fiebre. Mi herida supuraba. Aún no lo sabía, mi cabeza no estaba en condiciones. Y nunca había ido en barco. No tenía ni idea de por qué estaba mojado, por qué se balanceaba el mundo, por qué tenía tanto frío.

No tardé mucho en saber, saber, cariño, que yo estaba muerto y en el Tártaro por algún pecado olvidado. No creía estar muerto. Lo sabía. Sacudía y tragaba mi propia mugre. Estaba encadenado bajo una bancada de remeros de la hilera inferior. Nadie esperaba que remase —en aquella época, solo remaban hombres libres—, pero yo estaba tirado y encadenado con otros ocho esclavos, destinado al mercado. No comprendía aquello. No sabía nada.

Otra vez caí desmayado.

Desperté por segunda vez cuando un hombre alto me echó agua encima mientras otro se tapaba la nariz. Miraban el pus; es cuando me vi la pierna, roja, irritada e inflamada… y me estremecí. El hombre alto, con la barba en punta, me pinchó en la pierna y me volví a desmayar.

Recuperé la conciencia por tercera vez en una cárcel y descubrí que estaba en algún lugar de Asia. No estaba encadenado, pero el muslo seguía supurando como las espinillas de un chiquillo. Tenía una fiebre como la de un niño. Y los demás esclavos —había cientos— me evitaban como si tuviese la peste. Por lo que sabían, la tenía. Los esclavos no se ayudan mutuamente, cariño. Esa lección te lastima de inmediato cuando pasas de la hermandad de la falange a la esclavitud.

Nunca llegué a despertar completamente de nuevo. Yo deliraba, y nadie me compraba. No era un óbolo digno. La herida del muslo lloraba pus, como dicen, y, por eso, nadie me jodía, ni siquiera los cabrones enfermos que viven en el fondo de la mierda del tráfico de esclavos. Nadie me hizo tocarle la flauta ni ninguna de las otras cosas que hacen a los niños y niñas esclavos. ¿Te has preguntado por qué se estremece Harmonía cada vez que mueves la mano, cariño? No quieres saberlo.

¿Has visto el tipo de esclavos que se sientan en los rincones divagando, diciendo tonterías, y nunca levantan la vista? No, no lo has visto. No los compres, ni siquiera para el trabajo duro. Las personas pueden romperse, como los juguetes.

No me rompí por lo repugnante que era. Bendito sea el Señor del Arco de Plata y sus mortales flechas. Sus cuervos se ubican en mi escudo hasta hoy por mor de aquel hermoso y fétido pus. Yo lo vi: golpearon a un chico hasta que dejó de quejarse justo a la distancia de una lanza de donde yo yacía. Era tracio; se levantó en silencio del lugar de su maltrato y él mismo se quitó la vida, rajándose los intestinos con un palo, pero pocos son tan decididos. Cariño, no tienes ni idea de lo que puede aguantar una persona, qué profundidad de cobardía descubrimos cuando, gracias a pequeñas rendiciones, podemos seguir vivos, ¿eh?

¡Oh, sí! Yo también. Estoy seguro de que también habría sucumbido. Yo solo era un chico y, a diferencia del valiente tracio, estaba completamente desorientado. No me podía imaginar cómo había llegado a ser un esclavo, no podía, por así decir, tenerme de pie y estaba herido.

Los mismos esclavos se aprovechan del débil. ¡Oh, sí! Entre los esclavos, no hay honor que valga. Yo no tenía comida, nunca. No había ningún chico honesto que viniera y me trajese pan. Se comían mis gachas y mi sopa, y un día me desperté con dos chicos mayores delante de mí, comentando mi mugre y decidiendo que no valía «un mal polvo». Perdóname, cariño, pero eso es lo que dijeron. Después, se levantaron sus andrajos y se mearon encima de mí.

Para ti, esto es más duro que la muerte de pater, ¿no es así? Es duro representarte al noble aristócrata como una víctima, a tu propio padre con unos chicos que le echan encima su orina amarilla en señal de desprecio. Es duro imaginarme como un esclavo sin valor alguno. El deshonor. La vergüenza, ¿eh?

Escucha, cariño, ¿sabes lo que dice Aquiles? «Mejor ser el esclavo de un mal amo que el Rey de los Muertos». ¿No? Yo estaba vivo.

Te dije que te contaría la verdad, al menos tal como yo la recuerdo. ¿Quién es este tipo que has traído para escucharme? Pareces un jonio, joven. Bueno, come bien. Eres mi invitado, y la amistad con los invitados todavía sirve de algo, ¿no?

Por raro que parezca, siempre he pensado que la orina me salvó, que se mearan encima de mí. Me irritó y creo que me lavó la herida. Los persas y los egipcios utilizan la orina de ese modo. A lo mejor no. Quizá el Arquero Mortal se limitara a mirar para otro lado y yo sané.

Pero ¡por la Señora!, yo estaba débil. Estaba tan débil que no podía tenerme en pie. No había comido en dos semanas al menos. Ni siquiera sabía dónde estaba, pero sabía que estaba furioso y no iba a morirme para que pudieran cagarse encima de mi cadáver. Decidí que tenía que comer. Y, para comer, tenía que librarme de todos los que aparecieran por allí. La cuestión era que yo no podía luchar. Difícilmente podía arrastrarme hasta el lugar en el que echaban la comida. Los chicos que comían la mayor parte eran más grandes, más duros y ninguno de ellos estaba herido.

Me hubiera gustado decir que pensaba en algo noble, como los píateos en Oinoe. Ellos no vencieron por combatir mejor. Ellos solamente se negaron a descansar. Es justo. Pero, en realidad, yo no tenía en la cabeza ningún pensamiento. Yo era un animal. Decidí que, si podía soportar el dolor, podría comer. Me di cuenta de que otros esclavos trataban de llevarse la comida a un rincón y comérsela, como animales en una cacería, arrancando un trozo y corriendo. Pero se me ocurrió, en mi enfebrecida desesperación, que, simplemente, podía comer mientras me pegaban. Les arrancaría la comida de las manos y me la llevaría a la boca. Había visto hacer lo mismo a un gato hambriento, en un muelle, en Egipto.

Ése era mi plan, y funcionó bastante bien.

Unicamente funcionó porque temían a los guardias.

Teníamos guardias escitas. Ahora, que conozco mejor el Sakje, sospecho que pocos eran verdaderamente sakjios, si es que lo era alguno. Probablemente fuesen una chusma de bastardos persas, medio medos, medio sakjios y bactrianos. Escoria. Pero escoria armada, soldados con arcos.

No hacían gran cosa, excepto impedir la evasión y castigarnos si nos hacíamos demasiado daño. Después de todo, valíamos dinero. Pero ellos nos vigilaban con el desprecio perezoso y divertido del hombre mejor al peor. Todas las personas libres saben que son mejores que los esclavos. Los esclavos no tienen honor, belleza ni dignidad, nada que haga que merezca la pena conocerlos. ¿Para qué? Con su libertad, se les quita todo, por eso. Los que puedan haber tenido dignidad se quitan la vida.

Nos observaban para entretenerse. Les gustaba que nos peleáramos y apostaban dinero por sus favoritos.

Un tipo apostó dinero a que yo sobreviviría. Lo averigüé al oírlo discutir: tenía la sensación de que yo ya había batido todas las marcas. Así, el primer día que decidí comer, agarré el pan del comedero y me lo metí en la boca, y cuando un hombre más grande me pegó un puñetazo, yo seguí comiendo.

Me dio un golpe en la cabeza, me rompió la nariz y la sangre saltó a mi alrededor.

Yo seguí comiendo.

Después, se abrió la jaula y el viejo sakjio entró balanceándose y le pegó una patada en la cabeza a mi torturador.

Yo me comí su comida. Mientras yacía inconsciente, me la comí toda.

La mañana siguiente, él estaba grogui. De nuevo, me comí su comida. Su compañero, uno de los chicos que se había meado encima de mí, me pegó en la cara, donde tenía rota la nariz, y vomité de dolor. Después, agarré mi pan y me lo comí. ¿Asqueada ya?

Por la noche, me sentí mejor, a pesar de la inflamación de toda la cara. Fui al comedero y esperé.

Cuando las barras de pan empezaron a caer en el comedero, esperé a que comenzara el tumulto de la comida y le pegué un puñetazo en la oreja al chico más grande. Se cayó. Cuando estuvo en el suelo, le pegué una patada en la cabeza y le cogí su pan. Mientras comía, le pegué otra patada y me hice daño en el pie.

La mañana siguiente, los otros esclavos me hicieron sitio en el comedero. Mi guardia se echó a reír cuando me vio. Más tarde, oí que reclamaba el pago, pero el otro soldado le dijo que yo estaría muerto antes de acabar el día. Le dijo esto en griego jonio, una variante de nuestra lengua… bueno, ya sabes, cariño. Y este tipo que trajiste contigo creció con ello, por lo que no te aburriré diciéndote lo extraño que aún me suena ahora.

No tardé mucho en percatarme de que mis dos torturadores estaban planeando matarme. El asesinato no era infrecuente en las cárceles de los esclavos. Los observaba bajo mi pelo, mi lacio y mugriento pelo, lleno de piojos, y vi que estaban juntos. Yo los había unido. O quizá fueran aliados antes de mi llegada, aunque, como digo, esas alianzas son raras entre esclavos.

Evidentemente, estaban esperando que mi escita acabara su turno.

Yo los observaba; esperé y, tracé un plan. Pero todavía estaba herido y aún débil, y ellos eran más grandes y duros, y eran dos.

Estaba empezando a pensar en atacarlos, aunque solo fuese para terminar mientras mi escita estaba de servicio, cuando se abrió la jaula y entró un sacerdote. Estaba gordo y limpio, y su mirada era más afilada que Mataciervos.

Seis arqueros entraron tras él. Comenzó a gesticular con su bastón y sacaron a los hombres y a los chicos a los que señalaba.

Yo fui el último al que escogió.

Alguien estaba comprando un lote de esclavos, diez o doce. A mí me estaban utilizando para hacer bulto, lo que suponía que iban a estafar a alguien. Era tan probable morir como vivir.

Traficantes de esclavos. La forma de vida más baja, ¿eh?

Nos encadenaron juntos por el cuello y las muñecas y salimos a la carretera. Yo no tenía ni idea de dónde estaba ni adonde iba, y no me preocupaba en absoluto. Ya me había rendido. Aún no estaba destrozado, pero estaba al límite de mis fuerzas, porque no tenía a nadie con quien hablar y nadie de quien preocuparme. Caminaba con paso lento detrás de otro hombre, tan cerca como si fuésemos compañeros de columna en la falange, y no sabía su nombre.

Por otra parte, ninguno de los chicos que habían querido matarme estaba en el lote. Si era capaz de llegar a dondequiera que nos llevasen, viviría.

Había pensado que la marcha hacia Parnés era lo más difícil que haría nunca, cargando con el peso de la armadura de mi hermano, pero esto fue mucho más duro, aunque el ritmo fuera bastante suave. Solo me dieron una vez con el látigo por caerme y, por lo demás, nos trataron de un modo bastante justo.

Anduvimos algunos estadios. Es posible que todavía tuviese fiebre, pero casi no recuerdo un momento en que la sintiese. Sabía que íbamos al lado del mar, o quizá de un gran río. Di por supuesto que estábamos en Eubea.

Por primera vez, me pregunté cómo había llegado a ser esclavo, cuando ninguno de los demás hombres eran píateos ni atenienses. Y, en la medida en que podía recordar, cuando caí, estábamos ganando la batalla. No tenía sentido.

Cuanto más caminaba por el valle de un largo río a la brillante luz del sol de mediodía, menos probable era que me encontrase en Eubea. Salvo por el viejo puente, Eubea era una isla. No tenía grandes montañas ni un río enorme. Yo iba andando al lado de un gran río, suficientemente profundo para que pudiera pasar un buque de guerra con tres hileras de remos. Surgía de un par de grandes montañas que se veían en la rojiza lejanía, o así me pareció cuando levanté la cabeza y miré a mi alrededor.

Cuando nos detuvimos en un pozo y los guardias pagaron plata por el agua, la gente era de baja estatura y de piel morena. No mucho más morena de lo que yo estaba, pero del moreno con la piel tersa que caracteriza a los lidios y a los frigios —eso no lo sabía entonces—. Y, por supuesto, nuestros guardias eran escitas. Yo había visto a escitas en grabados; pater había combatido contra algunos y Milcíades había luchado contra miles y huido de otros; era una historia que le gustaba contar.

Mientras caminábamos y mi muslo latía con fuerza, vi que había árboles que no conocía, y las cabras eran diferentes.

Seguí andando. ¿Qué podía hacer?

Caminamos por aquel valle durante todo un día. Yo he recorrido a caballo la distancia en una hora —los guardias debían de tener la orden de ser poco severos con nosotros—, pero nunca esperé seguir con vida.

Tomamos una comida de gachas y pan en una aldea situada en la ladera de una montaña, aún por encima del hermoso río. Yo me agaché al lado del hombre que parecía más seguro.

—¿Estamos en Asia? —pregunté.

Cuando hablé, me miró sobresaltado. Mascaba pan y sus ojos se movieron rápidamente mientras consideraba su respuesta. Finalmente, asintió:

—Sí —dijo. Señaló el valle, donde algo parpadeaba como fuego—. Efeso —dijo.

Yo era tan paleto que nunca había oído hablar de Efeso.

—¿Qué es Efeso? —pregunté.

—Tú eres bobo —dijo. Y me volvió la espalda.

Caminamos con el fresco del atardecer y, antes de que cayese la noche, estábamos en las calles de una ciudad más hermosa que las que había visto en Beocia y en Ática. Las calles estaban pavimentadas con piedra gris. Había un templo que se elevaba en la cumbre de la acrópolis, sobre la ciudad, y estaba hecho de mármol. Parecía una casa de los dioses y el tejado era dorado —ese era el «fuego» que había visto a diez estadios de distancia—. Las casas eran de ladrillo y piedra, todas más grandes que cualquiera de las de mi tierra. El agua brotaba de los manantiales a través de las fuentes.

Era como una marcha mortal al Olimpo. Nunca había visto nada igual, y me quedé boquiabierto como el bárbaro que era.

La gente era alta y apuesta, y se parecían a los griegos: pelo oscuro, nariz recta, las mujeres con pechos bien formados y los hombres fuertes, con cierta proporción de piel más blanca y cabello rojo y rubio. Eran más altos y más apuestos que los beocios, pero no de una raza diferente.

Me sentí aun más sucio.

Los guardias nos trasladaban con todo cuidado de plaza en plaza, para no ofender a los ciudadanos que paseaban al aire fresco de la tarde. Pero varios hombres y, al menos, una mujer se pararon a mirarnos.

En Beocia, las mujeres raramente salen de sus tierras. Yo no estaba acostumbrado a ver a una mujer a medio vestir en la flor de la vida mirando embobada a los esclavos y riéndose de los guardias. La miré.

Ella se volvió y miró hacia atrás; entonces, su mano se movió y trató de pegarme. Yo moví la cabeza.

El hombre que iba con ella se detuvo. Estaba examinando al hombre mayor que me había llamado «bobo». Ahora, se volvió y me miró. Era aun más alto que los otros hombres altos, con los músculos de un atleta y el quitón de un hombre muy rico.

Me miró un momento y después me tiró algo.

Era una nuez. Él había estado comiendo nueces y la tiró con fuerza.

Yo la cogí.

Él asintió, le susurró algo a la bella mujer que iba a su lado y se volvió. Después, los guardias nos hicieron andar, hacia la acrópolis y a un barracón de esclavos al fondo del distrito del templo.

Por la mañana, me habían vendido al hombre que me había tirado la nuez. Vino personalmente a recogerme. Yo no tenía ni idea de lo que había visto en mí; nadie más que yo sabía por qué era yo un esclavo, pero, evidentemente, el hombre vio algo que le gustó y lo compró o, más bien, lo hizo su bella esposa. Más tarde, llegué a saber que, simplemente, era así, y su vida de adquisiciones caprichosas probablemente me hubiese salvado la vida y el espíritu, porque los esclavos que iban al templo, a veces, se convertían en sacerdotes, pero los que no, morían a causa de los trabajos. El resto del lote con el que había llegado estuvo transportando ladrillos de barro para el nuevo alojamiento de los sacerdotes durante dos años, un trabajo que destrozaba las espaldas, al sol.

Un sacerdote me dijo que el nombre de mi nuevo propietario era Hiponacte, y que debía llamarlo «amo» y desviar la mirada. Hiponacte puso su sello de color cornalina en una tableta de arcilla, me agarró por el cuello y me sacó a empujones del barracón de los esclavos. En el pórtico del gran templo, se detuvo y me miró de arriba abajo. Después hizo una mueca.

—Bueno —dijo—, eres barato —se echó a reír—. Por las tetas de Afrodita, chico, apestas. Vamos a que te vea un médico.

Bajamos de la acrópolis, pasada la magnífica escalinata que conducía al templo de Artemisa, hasta el recinto inferior del templo, desde donde me llevó al de Asclepio. En Beocia no tenemos a Asclepio. Es un dios sanador.

Estuve allí tres días. Me limpiaron la pierna, vertieron vino sobre ella dos veces al día y me la envolvieron en vendajes. Me bañaron y me alimentaron bien: comida ordinaria, pero había pan de cebada, cerdo y montones de cebollas, y comí a lo bestia.

Permíteme que, en una oración, te muestre la diferencia entre Efeso y Platea. En el templo de Asclepio, estuve alojado en el recinto de los esclavos. Creí que estaba viviendo entre aristócratas. Mi cama tenía sábanas de lino y una manta de lana blanca, y me dieron un quitón de lino. ¡Solo me faltaba mi mejor lanza! Hasta que sané, me estuvieron sirviendo hombres y mujeres libres. ¡Imagínate!

La mayoría de los demás hombres de mi sala eran víctimas de la edad avanzada, y casi todos eran tracios. En realidad, la inmensa mayoría de los esclavos de Efeso eran tracios, hombres y mujeres rubios, con cuerpos robustos y cabezas grandes. Y no crucé palabra con ellos.

Al tercer día, mi nuevo amo vino y me llevó. Estaba limpio. Me habían cortado el pelo y afeitado la cabeza. Pensé que era una condición de servidumbre, pero resultó que lo hicieron para quitarme los piojos. Me afeitaron también el vello púbico. Eso me inquietó. Los orientales eran famosos por sus licencias sexuales.

Cuando seguí a mi amo a la calle, llevaba mi quitón de lino. El sol, reflejado por el mármol y la piedra gris claro, me cegó. Llevaba una muleta y lo seguí, cojeando, lo mejor que pude.

Bajamos justo un nivel de la ciudad. La acrópolis estaba en la parte más alta; después, los templos y a continuación, los ricos.

Me llevó a la entrada principal de su casa, y era tan magnífica que me detuve tras él y miré.

En el camino de entrada, bajo la cancela que daba paso de la calle al patio, había un fresco de los dioses sentados en todo su esplendor, pintados en color sobre el yeso. A ambos lados, esculpidos como del natural, había una ménade a mi derecha y un sátiro a mi izquierda. Cuando di dos pasos más bajo el pórtico y entré en el patio, vi que cada columna era una estatua de un hombre o una mujer, en postura de esclavos esperando servir, sosteniendo el techo, y, bajo los arcos, había más escenas pintadas, de la Ilíada y de los dioses. Zeus violaba a una Europa muy bien dispuesta, y la única cosa que recordaba a una vaca eran sus ojos. Aquiles sostenía los brazos en alto en triunfante venganza, y Héctor yacía a sus pies.

—¡Bienvenido! —dijo mi amo. Sonrió—. Vamos a echarte un vistazo.

Me quitó el quitón. Su hermosa mujer salió al patio, seguida por dos esclavas. Las tres iban perfumadas y las tres llevaban prendas mejores que los vestidos de boda más finos de Platea. La señora llevaba pendientes de oro y un collar tan ancho como la faja de un soldado que parecía estar cerrado con el nudo de Heracles en oro, aunque no creía que eso fuese posible. Supe su nombre por mi amo: ella era Eutalia, y el nombre le cuadraba perfectamente, porque era hermosa y estaba bien formada, y la crianza de hijos no la había afectado, excepto para darle la fuerza del rostro que muestran la mayoría de las matronas cuando han tenido que criar a un hijo.

Interpreté el nudo de Heracles como un signo. Heracles era el patrono de la familia y su signo estaba en la casa de mi amo. Heracles había sido esclavo. Lo tomé como un signo y aún creo que lo era.

Ellas pasaron sus manos sobre mí y jugaron a distintos juegos. Las esclavas trajeron un balón y me lo lanzaron. Yo lo cogí. El hombre asintió. Después blandió un bastón como para pegarme, lentamente, pero con cierta fuerza. Me moví. Lo esquivé. Esquivé un golpe y atrapé un balón sin tirar mi muleta.

Finalmente, el hombre asintió.

—¿Qué sabes de caballos? —preguntó.

—Nada —dije.

Tanto el amo como la señora parecían defraudados.

—¿Nada? Di la verdad, muchacho.

Negué con la cabeza.

—He tocado un caballo —dije.

Eso hizo sonreír a la señora.

—Se le podría enseñar —dijo.

—Pronto será demasiado alto —dijo el amo—. Pero merece que hagamos la prueba —añadió. Me puso un dedo debajo de la barbilla y me levantó la cara, como hace un hombre con una niña tímida—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Arímnestos —dije—, de Platea.

—Eres griego —dijo.

—Sí, amo —respondí.

Él movió la cabeza.

—Bien, me alegro mucho de tener un esclavo griego, pero el hombre que te vendió es un imbécil. Eras un hombre libre, ¿no es así? Y estás entrenado para ser un atleta —añadió, y miró hacia atrás; casi me trataba como a una persona, y no como un objeto de la casa—. Yo soy Hiponacte. ¿Has oído hablar de mí?

—No, amo.

Bajé la cabeza. El hombre esperaba que hubiese oído hablar de él. También había esperado que supiese de caballos.

Nunca había pensado en el entrenamiento de Calcas como en un entrenamiento deportivo.

—Me entrenaron para cazar y para luchar, amo —dije.

Él frunció los labios y miró a la señora.

Ella le sonrió. Era bueno verlos juntos; eran como una sola mente.

—No te ofendas porque un esclavo no conozca tu poesía, querido. A fin de cuentas, no sabe leer.

Me pregunté si sería una tontería alardear de mis destrezas, pero no quería volver adonde los sacerdotes. Y ellos parecían buenas personas.

—Sé leer y escribir —dije.

—¿Sabes leer y escribir dórico? —preguntó el amo—. ¿O jónico, o ambos?

—Puedo leer la Ilíada, la Odisea y a Alceo y a Teognis —dije.

La señora dibujó una amplia sonrisa.

—Creo que me debes un vestido nuevo de mi elección, querido. ¡Oh!, ese Daxes estará muy enfadado —dijo, y dio unas palmadas. Después se me acercó, me pasó la mano por el costado y yo me estremecí; ella se echó a reír—. Sabes luchar, atrapar un balón y leer. Grandes logros para un joven. Pero tu nombre es bárbaro. Pienso llamarte Doru. Una lanza, doria. Una intromisión en nuestra familia —afirmó, me sonrió y se volvió al amo—. Voy a probar y me pasaré unas horas haciendo una cosa en el telar.

El amo le besó el hombro. Fue una sorpresa; todo era una sorpresa, pero su afecto despreocupado y patente no era algo que hubiese visto que hiciesen las personas griegas.

—Voy a pensar en otro papel que darle, si puede cazar y luchar —dijo— y leer.

—También yo. Pero vamos a llevarlo primero al picadero y le ponemos las riendas en la mano —dijo ella—. Y, si no aguanta una carrera, siempre puede conducir para Arquílogos.

—Claro que puede, querida. Como de costumbre, ¡menudo ojo tienes para los buenos músculos! —dijo el amo, y se volvió hacia mí—. Arímnestos, vamos a enviarte a aprender a conducir carros. ¿Crees que te gustará?

Yo podía haber dicho muchas cosas, pero me encogí de hombros. En realidad, estaba a diez mil estadios de casa y mi mundo estaba muerto. ¿Qué iba a hacer, escapar? Nunca se me pasó por la mente. Era mejor que aguantar que me measen encima o que transportar ladrillos de barro para los sacerdotes.

Así que fui al picadero con un viejo esclavo y dormí bastante bien. Por la mañana, comencé a aprender a conducir carros.