5

Marchamos al este, a través de Ática, y los tebanos se retiraron ante nosotros, confundidos por este giro de los acontecimientos. Yo sudaba con la armadura de mi hermano; pater la había ajustado en una fragua ática, con herramientas prestadas, para cambiar la cintura de la coraza de campana de mi hermano y la presión de sus grebas. Su casco me encajaba perfectamente.

Pater lloraba mientras trabajaba.

Al tercer día, creimos que los tebanos se habían esfumado, pero después nos llegaron informaciones que decían que había otro ejército que avanzaba hacia nosotros desde Eubea. Los eubeos odiaban a Atenas. La verdad sea dicha: Atenas es arrogante y la mayoría de las ciudades la odian.

Entonces, el padre de Milcíades demostró por qué era un estratego al que había que tener en cuenta. Nos despertó cuatro horas antes del amanecer; dejamos las hogueras encendidas y a los esclavos y a los muchachos vigilándolas, y nosotros marchamos al este y después, al norte. Los hombres que viajaban con frecuencia decían que estábamos en algún lugar próximo a Tanagra. Yo solo sabía que el peso de las armas de mi hermano muerto, su pañoplia, era igual al peso de una niña de cinco años y yo lo llevaba encima, caminando por una montaña.

Milcíades el Viejo tenía un buen plan: marchar alrededor de los tebanos y cogerlos durante la siesta, obligándolos a luchar, sin que entrasen en contacto con los eubeos. Pero los tebanos no eran tontos. Tenían espías y exploradores, y, probablemente, sus esclavos intercambiaran comida con los nuestros. Sabían que íbamos hacia ellos y también marcharon en la oscuridad, dispuestos a tendernos una emboscada en las laderas del macizo de Parnés. Y, como en la mayoría de las batallas, ningún plan guardaba el menor parecido con el desastre que vino a continuación.

Los píateos eran el ala izquierda del ejército, y esto significaba que éramos la retaguardia, los últimos hombres en marcha. Al cruzar la ladera del macizo de Parnés por caminos de cabras, marchábamos en doble fila. Llevaba horas avanzar unos pocos estadios y, como caminaba con dificultad, me daba la sensación de que estábamos más tiempo parados que andando.

Por el sorteo de tribus y campos, yo iba al lado de Simón. Nadie había mencionado el hecho de que hubiera huido de los espartanos. Yo ni siquiera sabía que había huido —solo habían desertado dos o tres hombres y, aunque yo estaba casi seguro de que él había sido uno de ellos, llevaba un antiguo casco sin penacho y, en la cara de cuero de su escudo, no llevaba ningún blasón, como la mayoría de los hombres—. Ahora marchaba a mi lado y no hablamos.

Él era mucho más alto y ancho que yo. En realidad, yo tenía trece años y era demasiado joven para aguantar la tormenta de bronce, pero creo que pater sentía que teníamos que cubrir los huecos de nuestra falange. ¿Quién sabe lo que pasaba por su mente? Nunca discutió esa cuestión conmigo. En todo caso, Simón me llevaba la cabeza, era mucho más pesado y tenía músculo. Y en la oscuridad, en las laderas de Parnés, descubrí lo que era realmente.

El regatón de su lanza brilló a la luz de la luna y lo esquivé. Después, con la cadera, casi me sacó del camino… y de la montaña.

Calcas, el difunto Calcas, me salvó la vida. Para pelear con un hombre más grande y más fuerte, me había enseñado muchos trucos. Me balanceé, con armadura y todo, y planté firmemente los pies. Simón iba andando por la derecha, y el hombre que iba detrás de mí en la fila lanzó una maldición.

Aquélla fue la primera de las tres veces que trató de hacerme tropezar, y una vez creo que quiso atravesarme el ojo con el regatón de su lanza. Pero yo estaba alerta y, tras la tercera vez, alguien de la fila —todos éramos vecinos, y Dionisio, el de Mirón, iba inmediatamente antes que yo— le dijo algo a nuestro filarca, el viejo Epicteto, y este se retrasó y le preguntó a Simón qué estaba haciendo.

Simón me sonrió.

—Soy un poco torpe —dijo—. Y, en realidad, este chico no puede con el peso de su panoplia.

Epicteto me miró. Yo llevaba puesto mi casco y sudaba como un ciervo con hemorragia. Traté de sonreír.

—¿Es demasiado pesado para ti? —preguntó.

—No —dije—. Simón es un hijo de puta.

Epicteto le lanzó una mirada feroz.

—Sí —dijo. La mayor parte de los de nuestra fila se echaron a reír—. Ten cuidado, Simón, te estoy vigilando.

Creo que ese fue el momento en el que Simón decidió matarnos. Allí mismo, en la montaña. Hasta entonces, creo que solo nos odiaba en silencio. Pero yo le llamé «hijo de puta», el viejo Epicteto lo admitió tranquilamente, todos se rieron y la suerte quedó echada.

Éramos los últimos. Milcíades y su tribu eran los primeros. Y los tebanos estaban esperando emboscados. Habría sido un desastre.

No hay mejor posición para una falange que coger a tu oponente mientras pasa por un camino de cabras, dominándolo desde la altura.

Pero los tebanos se movieron tarde y llegaron tarde y desordenadamente a su posición emboscada. Normalmente, los hoplitas no se tienden emboscadas. Quizá sientan que es de poca hombría. ¿Quién sabe lo que piensa un tebano? En todo caso, ellos la cagaron.

El resultado fue que sus hombres se encontraron con Milcíades en la oscuridad. En vez de una emboscada, tuvimos un combate multitudinario a la primera luz del día.

La primera noticia que tuve fue que las filas comenzaron a moverse más deprisa; después, se pararon; más tarde, pudimos oírlo: el combate. Una batalla hizo de mí un experto. Pero esto no sonaba como el combate con los espartanos. Sonaba como si el Caos viniera a la tierra, y así fue.

Ninguno de los bandos presentaba una falange formada. Eso es lo que todo el mundo recuerda de la batalla de Parnés. Nuestras filas y las suyas se mezclaban en el terreno lleno de maleza, quebrado, en la cara norte de la montaña, y el empuje de los hombres que iban detrás fue añadiendo combatientes. Estaba tan oscuro que, con el rostro dentro del casco, no podías estar seguro del hombre que tenías a tu izquierda o a tu derecha salvo que tocaras su escudo con el tuyo. Por dos veces, Epicteto nos detuvo sin órdenes y formó nuestras filas, cerrándolas más. Hacía lo que sabía hacer: formar el bloque que nos diera más seguridad. Pero, en las dos ocasiones, el camino se estrechaba de repente hasta quedar en nada y teníamos que volver a romper filas.

Una hora después de oír por primera vez el combate, agotados por el temor de la espera y la fatiga de la marcha, doblamos una curva y lo vimos. El sol era una bola roja en el horizonte, al este, y acertamos a vislumbrar el mar al norte, donde el sendero subía y bajaba; el combate estaba allí mismo, a un tiro de lanza.

Yo podía ver el doble penacho de pater. Estaba quieto, con el escudo contra las rodillas y los brazos cruzados.

El valle estaba lleno de hombres enzarzados en el combate, que era una espiral de muerte. Como los ejércitos no habían formado, ningún hombre tenía un frente ni una retaguardia, y no había seguridad alguna ni muro de escudos.

Los atenienses nos pedían que acudiéramos: ¡ADELANTE! Y pater seguía mirando el valle. Yo, personalmente, no tenía ninguna prisa por meterme en aquella vorágine.

Y entonces, pater tomó su decisión. Pude verla en el juego de sus hombros y en el movimiento de su espalda. Tomó su decisión y nos movimos, no abajo, a la batalla, sino por la ladera, hacia el norte, Pater empezó a correr y las columnas corrieron tras él.

Podría parecer algo sencillo dirigir a mil hombres, rodeando una batalla que ocupaba solo una anchura de unos dos estadios. Un hombre puede correr el estadio en el tiempo en que otro hombre canta una canción, pero mil hombres tardan cien veces más, o así parece cuando la suerte de tu ciudad depende del resultado. Y nosotros, cariño, estábamos muertos de miedo. Nos habían prometido una estratagema y un combate fácil, y esto solo era caos y muerte.

Pater corrió hacia el norte y las filas lo siguieron. Justo por la cima de la colina en la que lo primero que ves es la polis de Tanagra en la lejanía, giró al oeste, mandó parar y ordenó que formaran las filas. Aquello era fácil. Escogió un terreno llano y cada fila subió, dirigida por su filarca y la lanza de pater, y se detenía a la izquierda de la fila anterior, de manera que en el tiempo que tardó el sol en elevarse la altura de un dedo, la falange estaba formada, menos los cobardes y los hombres que no podían correr.

Yo lo hice.

Simón no. Me preguntaba qué podría haber hecho para que fuera al frente, pero la carrera lo dejó atrás. Unos sesenta hombres quedaban en la retaguardia. Esto ocurre siempre. Por eso, los filarcas dicen unas palabras a los hombres que van al combate y luego cierran filas.

De repente, me encontré en la cuarta fila. Tenía la mano fría y húmeda sobre Mataciervos. Tenía una pesada jabalina con la que ir y eso era todo. No tenía espada. Por otra parte, contaba con una armadura como los mejores hombres.

Epicteto me puso en la cuarta fila porque, en su opinión, yo era más apto para el combate que los ocho hombres que estaban detrás de mí. Tenía razón. Pero, en aquel momento, pensé que era un monstruo por ponerme tan cerca del frente.

Yo estaba a una columna del extremo derecho. Bion era mi jefe de columna y pater estaba a una distancia aproximada de una lanza cuando cerramos nuestras filas y columnas en el sinapismo.

Después, cantamos el peán. Normalmente, los hombres lo entonaban antes de cargar, aunque no siempre. No sé qué pasó con el peán en Oinoe, si lo he olvidado o si no lo cantamos. Pero yo estaba en la falange en Parnés y recuerdo haberlo cantado, rugiendo mi miedo dentro del casco de bronce que llevaba mi hermano cuando murió.

En las filas cerradas, estás a un metro de los hombres que tienes a ambos lados, de manera que el borde de tu escudo toca los otros si te mueves para darles un golpecito, algo que hacen constantemente los hombres mientras esperan. Empiezas a unos centímetros de los hombres que tienes delante y detrás, pero, a medida que se desarrolla la lucha, todo se cierra. Bueno, eso es lo que ocurre por regla general. Acabas dentro de una muchedumbre empaquetada que empuja junta y solo ve con los ojos de la primera línea. En aquel combate, no tuve ni idea de lo que estaba ocurriendo frente a nosotros desde el momento en que nuestras filas se cerraron. Yo veía la espalda cubierta de cuero de Dionisio, y podía ver los penachos de pater y el borde de mi propio aspis.

Avanzamos.

Marchamos juntos al son del peán. Teníamos una suave colina detrás de nosotros, bajamos por ella y nuestra primera línea entró en combate. ¿Amigos? ¿Enemigos? El frente de una falange no tiene aliados. Entramos en combate y el único indicio de que pater se estaba enfrentando a la muerte fue una mayor presión en mi escudo.

Pero ellos desaparecían frente a nosotros. Pasé, esquivándolo, sobre un hombre que había caído. Lo miré, cosa bastante difícil con casco, y vi sus ojos que miraban por encima del borde de su escudo, y la sangre negra en sus piernas. Lo dejé vivo, y lo mismo hicieron los demás.

Empezamos a sumirnos en la vorágine. El polvo ascendía con el sol y la batalla no acababa. Dimos a la vez un paso adelante y yo sentía un calor enorme y me encontraba agotado; tenía la lanza apuntando hacia arriba para no enredarme con los hombres que iban delante de mí. A veces, el hombre que iba detrás de mí, un agricultor de mediana edad de dos fincas más allá de la nuestra, un hombre amargado llamado Zotikós, empujaba demasiado, dejándome emparedado entre el frente curvado de su aspis y la parte de atrás del mío, también curvada. Yo era demasiado pequeño para esto y me hizo daño.

Zotikós se disculpaba siempre cada vez que me daba.

—¡Lo siento, chico! —gruñía—. No soy bueno en esta mierda.

Estaba pálido de miedo, pero empujaba.

Ahora sé lo que ocurrió en la primera línea, pero entonces no sabía nada, excepto que pater estaba vivo, porque podía ver sus penachos y oír su voz. Y tendríamos que haber logrado una victoria fácil: éramos la única tropa formada en el campo, y los tebanos eran inferiores en número.

Quizá fueran beocios testarudos, como nosotros.

Quizá la falange no sea tan importante como creen los hombres. Para ser sincero, he visto varias veces cómo unas muchedumbres informes detenían una falange. Solo Ares lo sabe. Avanzamos y nuestra gente de primera línea hería con sus lanzas; los atenienses se concentraban a nuestra derecha y los tebanos se esfumaban, y después, de repente, nos paramos.

Calcas tenía razón: los matadores eran los peligrosos. El resto de la guerra es como un deporte, como hacer fuerza empujando o tirando y la esgrima con lanza. Pero, cuando los matadores entran en escena, nada es como un deporte.

No sé quiénes eran, ¿una hermandad, algunos hombres que se habían entrenado juntos de chicos o, más probablemente, una banda de aristócratas? Tenían una buena armadura y conocían su oficio. Quizá fueran mercenarios. En todo caso, atacaron nuestra falange cuando estábamos cansados, flojos y confiados en que nada se nos opondría. Epicteto cayó y, cuando levanté la cabeza para mirar, Dionisio recibió un golpe en el casco y se derrumbó.

Y justo así me encontré en primera línea, enfrentándome a un matador. Tuve todo el tiempo que le llevó derribar a Dionisio para ver que estaba cubierto de bronce de la cabeza a los pies, con protecciones en los muslos, los brazos y los nudillos, como un profesional, y llevaba un escudo de bronce, una pesada espada y un doble penacho rojo.

«Tienes que trabar tu escudo con el de tu vecino, mete la cabeza y no corras riesgos». Eso es lo que decía Calcas.

Cuando te encuentres con un matador en la tormenta de bronce, estarás tentado de hacer dos cosas. Una es correr. Supone la muerte instantánea. Cuando tengas al hombre de bronce en la punta de tu lanza, el momento de correr ha pasado hace ya tiempo. La otra tentación es atacar. Es la otra cara de la moneda: el miedo. Atacas para demostrarte a ti mismo que no tienes miedo y porque no tienes ninguna esperanza real. O para terminar de una vez. He visto a hombres más pequeños matar a otros más grandes, pero no ocurre con frecuencia, por lo que la segunda opción es tan desesperada como la primera, aunque la historia que contar a tu madre sea mejor… porque estarás muerto.

La forma de actuar de Calcas es la que pone cuidado, y requiere tiempo y disciplina. Pero, cuando cayó Dionisio, su aspis enganchó la lanza del matador y me dio un respiro para pensar.

Di un paso atrás y puse en alto mi aspis, pegado al del hombre que tenía a mi lado. Era Eutikós, un joven de una buena familia. Más tarde, nos hicimos amigos y amé a su hermana. Por supuesto, me había encontrado con ella en fiestas y era muy guapa… pero, a los trece años, uno no mira a las chicas tanto como debería. ¡Ah!

Por tanto, trabé mi escudo con el de Eutikós y la doru del matador se estrelló contra mi aspis, levantado. Iba a por mi casco, pero yo había escondido la cabeza, de modo que solo la parte superior del casco sobresalía del borde de mi aspis. Él intentó alcanzarme de nuevo y su doru rebotó en mi casco, pero yo no tenía ningún penacho en el que engancharse, perdió el equilibrio y chocó contra mí, pecho contra pecho.

El viejo Zotikós aguantó. Me empujó con su hombro por la espalda y me sostuvo contra el empellón del matador, ¡bendito sea! Y lo hizo aun mejor. Mientras el matador descargaba una lluvia de golpes de su lanza sobre mi cabeza y mi aspis, Zotikós clavó su lanza en el escudo del matador, con todas sus fuerzas.

Conseguí respirar.

Eutikós también le atizó.

A mi izquierda, Stratón, el hijo mayor de Mirón, trabó su aspis con el mío.

Solo entonces me di cuenta de que la voz que gritaba «¡Cerrad!» era la mía.

Ahora, el matador se enfrentaba a tres hombres… en realidad, seis, porque ninguno de los que nos seguían retrocedió, y las puntas de las lanzas iban a por él.

Trabados y seguros, empezamos a matarlo. No tengo ni idea de quién lo mató. Más tarde, la punta de mi lanza estaba manchada de sangre y esta resbalaba por el astil y sobre mi mano. Pero Zotikós también tenía sangre en la suya, igual que Stratón. Quizá acabamos con él entre todos. No importa. Ningún hombre, ningún hombre nacido de mujer, puede hacer frente a seis hoplitas bien dispuestos, aunque estén tan asustados que la mierda corra por sus piernas.

Para mí, esa lucha fue toda la batalla. Estoy seguro de que otros hombres hicieron grandes hazañas, y estoy seguro de que el premio de honor fue para Milcíades el Joven, que se abrió un rojo camino a través de los tebanos y destrozó su centro. Su espada era como un rayo, decían los hombres.

Yo no lo vi. ¡Por Ares, ni siquiera vi a pater, y podría haberlo tocado con la punta de mi lanza!

Pero vi al matador de hombres y no cedí un palmo.

Cariño, todavía me hace sonreír.

Y después, los tebanos escaparon y los agotamos.

Maté a algún pobre cabrón exhausto, que me rogó que lo perdonara. Pero no tiró su espada y yo estaba demasiado cansado para arriesgarme. Es difícil decir lo que pasaba por mi cabeza. El día siguiente, pedí perdón a su alma. Creo que, si hubiese tirado la espada o hubiera dejado de blandiría, lo habría dejado con vida. Cuando empieza la persecución, el muro de escudos cae, ganador o perdedor, y cada hombre lucha por su cuenta. Eutikós no me abandonó, pero a ninguno de mis otros compañeros de fila pude verlos, e hicimos prisioneros y entablamos nuestro último combate en medio de mil agricultores áticos que gritaban. Algún aristócrata de brillante armadura me golpeó de lleno y otro gritó:

—¿No ves que el paleto es un plateo? —Y salió corriendo hacia otra parte.

No tuvimos muertos. Dionisio estaba profundamente inconsciente; estuvo arrastrando las palabras durante diez días y no pudo participar en la tercera batalla, pero vivió para agradecerme que cubriera su cuerpo. Eso es lo que su padre creyó que hice, y eso me salvó la vida más adelante.

Recogimos a nuestros heridos y los tratamos lo mejor que pudimos. A los atenienses les había ido mucho peor. Tuvieron centenares de muertos.

Los tebanos tuvieron más. El extremo norte del valle estaba tapizado de muertos tebanos. Los despojamos con entusiasmo. Su mensajero vino y presentaron su sumisión; Mirón salió cojeando pater ni siquiera podía andar, estaba agotado y en aquel mismo momento, en la orilla sur del Asopo, entre los arcontes, los mensajeros y una delegación de los corintios —hombres neutrales y honestos— se establecieron las fronteras de la Platea libre, zanjando la cuestión y garantizando su cumplimiento.

Mirón no era tonto: estableciendo las fronteras, sin hacer demandas excesivas, se aseguraba de que el tratado tuviera una duración larga y de salir elegido arconte. Y, al conseguir el arbitraje de los corintios, ganaba para nosotros otro aliado.

Como te he dicho, despojamos a sus muertos. Nuestros muchachos y nuestros esclavos removieron el campamento y nosotros cargamos los carros con el mobiliario del campamento y las armaduras tebanas. Pater consiguió bastante botín: era estratego.

Un tribunal procesó a Simón y debatió sobre él. No era el único hombre que había evitado la lucha, pero él no era amigo de nadie y su cobardía era una desgracia pública. Incluso otros hombres que habían desertado de la batalla —demasiado agotados para quedarse, dijeron— se quejaron de él.

Simón habló bastante bien en su defensa. Y él sabía, como lo sabíamos todos, que aún teníamos que luchar contra los eubeos. Por eso pidió que le permitieran combatir en primera línea.

Los filarcas discutieron el asunto y rechazaron la petición, pero lo pusieron en la segunda fila, detrás de Bion. Dos hombres delante de mí. Para ganarme el respeto de los demás hombres.

Después del juicio, pater me dijo que había pedido que yo ocupara ese sitio. Y así nos hablaron los dioses, zugater. Si me hubiera opuesto… bueno, sería herrero en Beocia y tú nunca hubieses nacido.

Yo estaba cansado tras el combate y me dormí antes de que anocheciera, pero al día siguiente estaba lleno de energía. Eso es lo que les pasa a los jóvenes, cariño. Te recuperas rápidamente. A pater, a Epicteto y a Mirón les costó mucho más tiempo.

Enviamos el botín a casa por el Citerón y marchamos al este, hacia el sol naciente, para luchar contra los eubeos. Era una locura: tres batallas en una semana. ¡Ah!, te animas; has oído hablar de la «semana de las tres batallas», ¿no?

Yo estuve allí, cariño. Y, después de las dos primeras, los plateas creían que eran dioses. Y los atenienses, igual. Yo decía que el ejército tiene corazón, alma, ojos y oídos. Después de los tebanos, el ejército era como un solo hombre. Seguíamos siendo áticos y beocios, atenienses y píateos, pero compartíamos el agua, el vino y las bromas.

Ninguno de nosotros dudaba que derrotaríamos a los eubeos.

Ellos eran blandos. Sus días de grandeza habían pasado y esperaban subirse a un carro de guerra conducido por Tebas y Esparta. Ahora, sus poderosos aliados habían desaparecido y su ejército marchaba para alejarse de Beocia, por el puente de Calcis, y se detuvieron para esperarnos.

Justo a los siete días desde que los espartanos enviaran a su mensajero a pater, marchamos sobre el puente alrededor de mediodía. Lo hicimos bien —habíamos estado juntos durante dos semanas y, según las normas griegas, nos habíamos convertido en veteranos—. Yo estaba en mi segundo combate como hoplita y todavía tenía herida la espinilla a causa de la pedrada de una semana antes. Y pude ver a Simón, dos posiciones delante de mí, cuando cerramos filas a la derecha.

Los eubeos formaban muy cerrados y permanecían con sus escudos solapados, a la espera de nuestra carga. No avanzaban y, a mis trece años, no me parecieron en absoluto blandos.

Marchamos en orden abierto, fácil, hasta que estuvimos a un tiro de piedra de ellos. Sí tenían algunos psiloi, no salieron. Tampoco los nuestros.

Después cerramos filas doblando nuestras columnas desde retaguardia, de manera que los hombres de la séptima fila pasaron a primera línea: jefes de medias columnas. Éste era el orden más cerrado. Yo permanecí en la cuarta fila y Zotikós estaba ahora en la primera. Cuando cerramos, maldijo, se quejó y refunfuñó, pero Bion le dijo que, por los dioses, dejara de rezongar; Zotikós dijo algo por lo bajo y los más viejos se echaron a reír.

Ahora estábamos a un tiro de lanza de ellos, trabados en el mismo orden cerrado. Nos encontrábamos a la izquierda y, una vez más, nos enfrentábamos a la flor y nata de sus guerreros, los hombres con mejores armaduras, la derecha de su línea.

Pater se mantuvo fuera de nuestra línea. Fue la única vez que le oí hablar antes de un combate, al menos durante mucho tiempo.

—Vamos a avanzar al paso del peán, como hicimos en Parnés. Cuando topemos con su muro de escudos, empujaremos directamente. Emplead los hombros. Su línea es delgada y ya están muertos de miedo. Nos hemos enfrentado a Esparta. No tenemos nada que temer aquí.

Los hombres golpearon con las lanzas sus escudos, Milcíades llegó pasando revista a la primera línea del ejército. Cuando estuvo frente a los atenienses que estaban más a la izquierda, levantó su lanza.

—¡Cantad! —ordenó, aunque un eubeo inquieto le tirara una lanza.

Nos insultaron. Los ignoramos, aunque estaban tan cerca que podíamos ver las caras, los dispositivos de protección, los dientes malos y los dientes buenos. Pater empezó la canción y todas las voces lo siguieron. Cantamos el primer verso a pie quieto y después todo el ejército —atenienses y píateos— avanzó.

Quizá nuestra línea no fuese perfecta, pero yo la recuerdo perfecta. Y cuando estuvimos a la distancia de una lanza de los eubeos, supe que venceríamos. Como veterano de trece años, sabía con tanta seguridad como que Atenea se sentaba en un hombro y Ares en el otro que los hombres de Eubea huirían cuando nuestros escudos chocaran con los suyos.

Debíamos de tener alguna curva en nuestra línea, porque pater y Bion chocaron con ellos un instante antes que el resto, o quizá la línea eubea tuviera alguna curvatura. Chocamos y el frente se abrió como una puerta. El casco de pater relampagueó a la brillante luz del sol de mediodía, y sus penachos destacaban como las alas de alguna ave enviada por dios, y dimos un gran grito cuando chocaron los aspis y su línea se rompió como se rompe una olla de barro cuando se tira sobre una baldosa desde cierta altura.

Aunque la línea de los eubeos se rompiera, vi caer a pater. Vi cómo daba la vuelta su cabeza, vi que caía hacia delante como si lo empujasen, y ahora sé cuándo vi que Simón lo había apuñalado por la espalda, bajo el espaldar de su armadura. Pero no pude verlo, y la batalla priva a un hombre de gran parte de su agudeza. En aquel momento, solo pensé que pater había caído, aunque la batalla ya estuviese ganada. Pater había caído. De algún modo, mis piernas quedaron a cada lado de su pecho y allí me quedé, porque los eubeos estaban vencidos. Sus líneas del frente habían sucumbido, pero después se reforzaron, como las nuestras debieron de haber hecho contra los espartanos, y volvieron hacia nosotros como hombres. Vi a Simón con una espada corta en la mano, chorreando sangre. Estaba verde, tenía los labios blancos de miedo y su mirada se cruzó con la mía.

No lo vi… ¡oh!, te lo diré en su lugar. Pero eso fue cuando los eubeos contraatacaron, y yo ya no estaba en la cuarta fila, porque no abandonaría el cuerpo de pater. No tenía ni idea de si estaba vivo o muerto, pero me quedé allí como un loco y después, en aquel momento, descubrí por qué los ancianos y los poetas lo llaman la tormenta de bronce. Levanté el aspis de mi hermano muerto y los golpes me derribaron sobre pater… Yo era demasiado pequeño para aguantar la presión de diez o quince armas golpeando mi escudo.

Pero otros píateos llegaron en masa y me rodearon. Vieron quién estaba en el suelo y ellos eran hombres también: presionaron y mataron. Pude oler la sangre seca, el pesado hedor de los excrementos que los hombres sueltan cuando caen, el cardamomo y las cebollas que habían comido. Logré apoyarme en una rodilla y empujé mi lanza bajo la presión y sentí la resistencia suave, blanda, de la carne cuando corté los nervios de algún pobre bastardo.

Después, recibí mi primera herida de guerra. Es ésta, ¿ves?

Y salvé la vida, como podrás oír. Me atravesó el muslo desde arriba, cariño; algún hijo de puta se puso sobre mí y presionó su lanza sobre mi aspis. No consiguió cortarme el músculo, loado sea Ares, pero caí, con la sangre brotando entre mis dedos, y Mataciervos olvidada en la hierba eubea, Caí encima de pater.

Cometí el error de caer hacia delante sobre mi escudo, y algún cabrón eubeo me golpeó en la cabeza.

Cuando desperté, estaba revoleándome en mi propia mugre y en mi vómito, llevando los grilletes de un esclavo.