4

La siembra, la cosecha, los animales morían bajo mi lanza. Leí todo lo de Teognis del libro de mater y llegué a entender que los hombres adultos tuvieran relaciones sexuales con niños y se encelasen cuando se entregaban a otros amores, y que los aristócratas pudieran tener mal carácter y ser avariciosos como los campesinos.

Deberías leer a Teognis, cariño. Aunque solo sea para comprender que ser de alta cuna carece de valor.

Leí también a Hesíodo. Por supuesto, en aquella época, sabía de memoria gran parte de él. En Beocia es nuestro poeta y desdeñamos al poderoso Homero para poder amar mejor a Hesíodo. Además, sus poemas son para nosotros, los agricultores. ¿Aquiles es realmente un héroe? Para mí, es tan hijo de puta como Teognis. El héroe es Héctor. Y aun él no tenía mucho de agricultor… bueno, quizá me equivoque con el poderoso Héctor. Ante un mes de lluvia, Héctor no se rendiría ni se quedaría enfadado en su granero.

Yo era más grande, más fuerte. Podía lanzar una jabalina más lejos y mejor que cualquier chico de mi edad del valle, y Calcas hablaba de los juegos de los chicos en lugares como Olimpia.

Al otro lado del río, la hacienda aumentaba su riqueza. Las vides se emparraban y podaban, los manzanos tenían soportes sobre las ramas y las malas hierbas las arrancaban en primavera lo que a mí me parecía una falange de esclavos.

El dinero de Milcíades se veía por todas partes en nuestra comunidad. Mirón tenía dos arados. El hijo menor de Epicteto, Peneleo, fue a luchar con el gran hombre y su padre compró un segundo terreno para su hijo mayor, de quien se decía que se casaría con Penélope cuando esta cumpliera doce o trece años.

Hermógenes recibió su libertad y se juntó con su padre como trabajador a sueldo. Ahora, toda su familia era libre y Bion se hizo un casco y un gran escudo de bronce y fue bien recibido en el taxis. No todos los libertos eran bien recibidos, pero Bion era un caso especial.

Yo fui con mi hermano y Hermógenes a ver la danza de los hombres en la fiesta de Ares. Todos ellos habían practicado las danzas desde que eran lo bastante mayores para aprenderlas, con doce o trece años, en la mayoría de los casos. Y mi padre había hecho bien con Bion enseñándole, algo que yo sabía que pater solo hacía con los aprendices más inteligentes. Así, Bion no tuvo que humillarse, aunque, como hombre con derecho a voto y liberto reciente, había agricultores que deseaban verlo fracasar.

Así son los hombres, cariño. ¿No lo sabes, acaso? Los campesinos son iguales en Asia, en Egipto y en Beocia. Creen que en el mundo hay mucho mal y poco bien y que la ganancia de un hombre es la pérdida de otro: si Bion era libre, habría un hombre libre que se convertiría en esclavo. Eso murmuraban.

Observé su danza. Lo había visto antes; era magnífico y hacía que la sangre corriera por mis venas: doscientos hombres ataviados con bronce y cuero, oscilando en fila, girando, clavando sus lanzas, defendiéndose con los escudos.

Habiendo pasado dos años y más en la montaña, conocía esos movimientos mejor que los danzantes. Yo observaba con ojo crítico y, cariño, no hay nada más crítico que un niño de once años.

Era también el primer año de mi hermano en la danza. Iba bien equipado, con un fino casco corintio y un gran escudo que lo mantuviera a salvo en la tormenta de bronce. Estuve mirándolo y pensé que lo hacía bastante bien, pero el niño que había en mí no podía evitar la crítica, por lo que aquella noche le pregunté por qué no cambiaba el peso que recaía sobre sus píes cuando pasaba de la defensa al ataque.

Por supuesto, él no tenía ni idea de a qué me refería y solo oía a su hermano menor señalando defectos. Nos peleamos en el granero, quedando en tablas. Yo era más débil, pero sabía mucho más. También ahí hay una lección. Toda mi destreza, que ya era mucha entonces, no bastaba para igualar su mayor alcance y su fuerza de herrero.

Y aun hirviéndome la sangre, no era tan tonto como para meterle un dedo en el ojo.

Pero, al día siguiente, cortó dos palos y me pidió que le enseñara a qué me refería. Así que le mostré lo que Calcas me había enseñado a mí, que el movimiento de las caderas refuerza el empuje de la lanza o la elevación del escudo. Chalkidis no era tonto. En cuanto lo vio, comenzó a hacer preguntas. Y llevó sus preguntas a pater. Pater vino y nos observó.

Frunció el ceño.

—Te mandé a las montañas a aprender a leer y escribir —dijo—. ¿Qué es esto?

Yo estaba orgulloso de mis artes marciales y, por tanto, se las mostré. Le demostré las defensas que me había enseñado Calcas y los ataques con la lanza. Podía golpear a mi hermano a voluntad, aunque, cuando tuve sobre el hombro el peso de un auténtico aspis, casi no podía moverme.

Pater negó con la cabeza.

—¡Qué estupidez! —dijo—. Lo único que tienes que hacer es mantenerte en tu puesto en el muro de escudos. El resto es una locura. En el momento en el que ataques, el enemigo que esté a tu derecha te hundirá la lanza en el muslo. O en el cuello. Todo ataque deja al descubierto el flanco de tu escudo —añadió, negando con la cabeza—. Calcas tiene que dejar de enseñarte estas tonterías.

—¡Es un gran guerrero! —dije con vehemencia.

Pater me miró como si me viese por primera vez realmente.

—No hay grandes guerreros —dijo pater—. Hay grandes artesanos, grandes escultores, grandes poetas. A veces, deben cargar con una lanza. Pero en la guerra no hay nada grande —añadió, dirigiendo la mirada a través del valle, hacia la ermita—. Tu maestro es un hombre destrozado que guarda una ermita que a nadie le importa. Enseña a leer a niños y abriga viejos odios. Creo que ya es hora de que vuelvas a casa.

—¡A muchos hombres les importa la ermita! —dije. Tenía lágrimas en los ojos.

Pater se sacudió las manos.

—Vamos —dijo.

Fuimos andando a la ermita. Yo discutía y pater callaba. Cuando llegamos, pater me ordenó que recogiera mis cosas. Y se adelantó y habló a solas con Calcas.

Aún no sé lo que se dijeron, pero en ningún momento vi un ceño fruncido ni oí una palabra más alta que otra. Yo recogí mis jabalinas, mi lanza Mataciervos, mis manuscritos y mi saco de dormir. Puse todo sobre el burro y fui a darle un beso de despedida a Calcas. Él me abrazó.

—Es hora de que salgas al mundo —dijo—. Tu padre tiene razón y probablemente yo te haya llenado la cabeza de tonterías.

Yo sabía que estaría borracho antes de que llegáramos al pie de la montaña. Pero sonreí y le besé en los labios, cosa que nunca había hecho antes.

Al bajar por el camino, me detuve.

—Sin mí, se morirá —dije. Yo tenía once años para doce y el mundo era mucho menos misterioso para mí de lo que había sido—. ¡Al irme, lo estoy matando!

Pater me abrazó. Creo que es el único abrazo que recuerdo. Me retuvo durante un buen rato. Finalmente, dijo:

—Él se está matando a sí mismo. Tú tienes que vivir tu vida.

Seguimos nuestro camino a casa, pater callado, yo llorando.

Volví a trabajar en la fragua, aunque ahora iba muy rezagado con respecto a mi hermano. Le leía a mi madre, que me acariciaba las manos y bramaba diciendo que pater abusaba de su noble hijo, obligándolo a hacer el trabajo de un aldeano.

Pater la ignoraba.

Aquí pierdo la noción del tiempo. Creo que fue el mismo verano en el que dejé a Calcas, pero pudo haber sido el siguiente. Eran veranos dorados y la riqueza de Platea llegaba con el grano. Vendíamos gran parte de nuestro grano en los mercados de Ática y ahora, que éramos los campesinos más ricos de Beocia, nuestros padres determinaron cómo emplear nuestra riqueza en la mayor Daidala de la historia.

Los hombres venían al patio de la herrería y se apoyaban en los nuevos cobertizos o se sentaban en los taburetes que ahora cubrían el patio, bebían el excelente vino de pater servido por una pareja de bellas esclavas y planeaban la Daidala. Ese verano no había otro tema de discusión, porque la primavera siguiente era el momento en el que veríamos los cuervos en la ladera, escogeríamos nuestro árbol y pondríamos en marcha todas las tradiciones, costumbres, danzas y ritos que nos conducirían a una fiesta espléndida, una fiesta que haría que otros hombres de toda Beocia envidiaran nuestra riqueza y nos maldijeran. Al menos, ese era el plan.

Porque antes de que el verano se hubiese adentrado lo bastante para que la cebada perdiera su color verde, llegó a nuestro valle el rumor de que los hombres de Tebas estaban preparando la Gran Daidala y habían decretado que Platea no fuese más que una comunidad de Tebas y no una ciudad libre. Es más, Tebas había votado imponernos un gran impuesto «en apoyo de la fiesta».

Yo había estado ausente dos años de las conversaciones del patio, pero poco había cambiado. Los oradores llevaban ropa de mejor calidad, pero eran los mismos hombres, hombres formales, que eran un poco más ricos, pero no toleraban las tonterías. Mirón no era el más rico, pero solía hablar por los amigos de pater en la asamblea y se hablaba de hacerlo arconte, en vez del viejo basileus, que era ahora más pobre que pater. El mundo se estaba poniendo patas arriba.

El rumor del impuesto tebano levantó aun más ampollas que el de que no seríamos la sede de la fiesta. Los campesinos odian que otros hombres se queden con su dinero. Conozco ese odio. Róbale el dinero a un esclavo y mírale a los ojos. Ésa es la mirada de un campesino al que le gravan con un impuesto.

Simón se había unido a los hombres que estaban en el patio. Yo no estaba allí cuando volvió a entrar en nuestras vidas. Parece raro, después de todo lo ocurrido, pero los campesinos se pelean tanto como los aristócratas y después resuelven sus diferencias o, simplemente, siguen adelante. Simón volvió y yo seguí odiándolo, pero pater lo trataba con cortesía y todo estaba bien.

Fue Simón quien dijo las palabras que todo el mundo tenía en mente.

—Tenemos que luchar —dijo Simón.

Todos los hombres que estaban en el patio bebieron su vino y asintieron.

—Tenemos que establecer una alianza con los espartanos —dijo Draco.

Epicteto el Joven pasaba más tiempo en el patio del que debería, aunque ya era lo bastante rico para que los esclavos le hicieran todo el trabajo de labranza, y daba vueltas con un esclavo personal como un señor. Hacía que su padre frunciera el ceño, pero sus tierras marchaban suficientemente bien y él se estaba convirtiendo en un hombre hecho y derecho que hablaba bien y lucharía en primera línea. Se levantó.

—Debemos ofrecer la alianza a Atenas —dijo—. Milcíades es amigo de todos los que estamos aquí.

Draco negó con la cabeza.

—Milcíades es amigo nuestro, pero este año es casi un exilado. Se negaron a dejar que sus barcos atracaran el pasado otoño. Los hombres dicen que se erigirá en tirano de Atenas. No nos ayudará. Además —dijo Draco, mirando alrededor como si esperara que unos enemigos saltaran desde detrás de la fragua—, Esparta está preparada para guerrear contra Tebas.

—Cuando lo llevemos a la asamblea, Tebas sabrá lo que vamos a hacer —dijo Mirón.

Pater se adelantó. Lo recuerdo aquella tarde, lo digno que estaba él y lo orgulloso que estaba yo de que fuera mi padre. Dirigió la mirada al círculo de hombres.

—¿Qué os parece si decidimos algo aquí, en este patio —dijo— y después Mirón visita y habla tranquilamente con otros hombres importantes?

Se detuvo y guardó silencio. Nunca fue un hombre de muchas palabras.

Mirón asintió.

—Podríamos referirnos a esto de otra manera. Podemos hablar, por ejemplo, del «impuesto de la sal».

Hubo que dedicar un rato a explicárselo a Draco, que parecía un poco torpe, y a mi hermano, que no tenía ni idea de la duplicidad que podía practicar una asamblea.

Pero eso es lo que hicieron. Llamaron a la alianza con Esparta el «impuesto de la sal» y Mirón fue de oikía en oikía por toda la polis, de manera que, cuando fueron a la asamblea en la que esperaban los tebanos y votaron el «impuesto de la sal», los tebanos sospecharon algo, pero no pudieron probar nada.

Después, los agricultores enviaron a Draco, a Mirón y a Zerón, hijo de Xenón, uno de nuestros hombres más ricos, y vendieron su armadura de cuero hasta en el Peloponeso. Su hijo empezó a llevar calzado espartano y el hijo de Mirón comenzó a sacar pecho y a hablar de comprarse un caballo. Llegó Epicteto y frunció el ceño.

—A Milcíades le debemos algo mejor que esto —dijo—. Deberíamos hacérselo saber.

Pater se encogió de hombros.

—Es un exilado en tierra extranjera —dijo.

Epicteto recorrió el patio con la mirada.

—Su dinero lo ha comprado todo aquí.

—Házselo saber a tu hijo, entonces —dijo pater—. Milcíades tiene un factor en Corinto. Yo tengo una armadura para él. Se lo haré saber. Pero Draco tiene razón. Milcíades es amigo y benefactor nuestro, pero carece de poder en Beocia.

—Uf —resopló Epicteto.

Pater envió a mi hermano con la armadura a Corinto. Regresó con algunas piezas de cerámica fina, un burro nuevo y un pequeño montón de monedas de plata. Estaba orgulloso: había ido lejos de casa, a través de las montañas, y regresado sin incidentes.

Pater asintió y lo mandó a la fragua. Supongo que el hecho de que pater diera siempre por supuesto que saldríamos airosos de todo lo que nos encomendase era una forma de felicitarnos. Pero una auténtica felicitación quedaba todavía muy lejos.

El mensaje, no obstante, tuvo que llegar, porque, inmediatamente después de la fiesta de Deméter, el gran hombre en persona subía por el sendero, montando otro magnífico caballo. Llevaba una diadema de oro en el pelo y aun se parecía más a un dios.

En esta ocasión, lo que más me llamó la atención de él fue que se podía ver que lo habían entrenado del mismo modo que me habían entrenado a mí. Lo veía en su postura y en su forma de andar. Yo todavía hacía los ejercicios que me había enseñado Calcas y en dos ocasiones había ido solo a cazar ciervos, matando uno en una de ellas. Había tomado el vino de Calcas. Él me alborotó el pelo y no dijo mucho. Dejé ofrendas en la ermita cuando él no estaba allí… o quizá estuviera, yaciendo borracho en su camastro, esperando que me fuera.

En todo caso, Milcíades vino y pernoctó, y pater invitó a Epicteto, junto con el hijo de Mirón, Dionisio, y mi hermano. Yo era demasiado joven para el andrón, pero serví el vino.

Hablaron de política, sobre Atenas, Esparta y Tebas.

—Nuestro amigo Draco se equivoca —dijo Milcíades—. Esparta no va a entrar en guerra con Tebas para aislar Atenas.

Pensé que el hombre pelirrojo estaba enfadado, pero lo disimulaba bien.

Dionisio era más valiente, o más insensato, que los hombres mayores.

—¿Por qué os preocupáis, señor? —preguntó—, Atenas lo ha exilado.

Milcíades se recostó en su klinia. Yo le estaba llenando la copa y él me puso la mano en la cadera.

—Sirves bien, muchacho —dijo—. ¿Quién te ha enseñado a moverte como un gimnasta? Haces que los otros chicos parezcan labradores.

Me quedé helado. Conocía esa clase de contacto.

Pater se echó a reír.

—Es tan labrador como el resto —dijo, y Milcíades se echó a reír también con ellos, como aristócrata que era. Después se encogió de hombros.

—Los políticos de la ciudad no pueden ser muy distintos en Platea y en Atenas —dijo—. Yo soy un exilado, pero siempre seré un hombre de la ciudad. Tengo un asentamiento mío, y cada uno de los colonos es ciudadano de algún otro sitio… ¡Por los dioses, tengo a algunos de vuestros propios jóvenes! Y aún somos leales a nuestros hogares. ¿Acaso queréis convencerme de que vuestros hijos son conciudadanos míos, en vez de píateos?

Ellos asintieron. Todos le entendimos.

—Por tanto, yo miro por el bien de Atenas —prosiguió—. Atenas necesita de Platea. Platea necesita de Atenas. Esparta aceptará vuestra alianza y, más tarde, os dará por el culo.

Su crudeza los impactó, Era un orador brillante, capaz de utilizar toda clase de palabras, gruesas y ligeras, rudas y elegantes, y de modificar su texto según su audiencia; un maravilloso talento. Pero, por encima de todo, era un hombre carismático. Más adelante, lo vi en una asamblea de millares de personas y sus palabras arrastraron un ejército. De cerca, su razonamiento era tan certero como lo era en el combate.

Epicteto frunció el ceño.

—¿Qué hacemos, señor? No queríamos disgustaros.

Milcíades negó con la cabeza.

—Mi error ha sido no exponer abiertamente mis deseos. No debía haber dejado que los adivinaseis. Normalmente, no suelo ser tan tímido. Quiero esta alianza. Quiero que Platea quede soldada con Atenas con ligaduras de bronce y hierro —dijo, y dibujó su contagiosa sonrisa—. Bueno, veamos. Vuestra embajada estará de vuelta bastante pronto. Sin duda, los espartanos aceptarán y os darán la patada más adelante, pero quizá yo pueda haceros entrar en razón antes de eso —añadió, y se echó a reír—. Iré y visitaré al viejo soldado de la colina, Calcas. ¿Lo conocéis?

Pater me miró.

—Era el tutor de mi hijo —dijo.

Milcíades me dirigió una mirada evaluadora.

—¿De verdad? ¿El viejo Calcas se hizo cargo de ti? ¿Qué te enseñó?

—A leer —dijo pater rápidamente.

—A cazar —dijo— yo, antes de darme cuenta de lo que estaba diciendo.

Pater frunció el ceño, pero Milcíades sonrió.

—¿Cazas? Llévame por la mañana, chico. Vamos a pasar un rato muy bueno.

—Es mi hijo —dijo mi padre con cuidado.

—Comprendo —respondió Milcíades.

Subimos a la montaña juntos. Fui montado en su caballo, con los brazos en torno a su cintura y un haz de jabalinas en las manos. Le enseñé mi lanza de premio y él la miró cuidadosamente, admitiendo que era muy buena para un chico de mi edad. Me di cuenta de que yo estaba buscando su aprobación a cada paso. Nunca me pregunté por qué se había quedado su esclavo en la finca ni por qué no me había dejado el caballo de su esclavo, aunque, a decir verdad, es probable que yo no hubiera podido montarlo.

Nos llevó menos de una hora cruzar el valle y subir la pendiente hasta la ermita. Llegamos al prado verde y desmontamos. Yo corrí hacia la puerta de la choza, pero Calcas no respondió a mi llamada. El sol estaba saliendo y Milcíades estaba completamente activo; nunca fue un holgazán, ni siquiera estando como una cuba de vino.

Tenía una magnífica cantimplora, cubierta de cuero, e hizo una libación al héroe. Después, amarró su caballo y subimos a la carrera por los senderos que estaban más allá de la tumba. Estaba en una forma magnífica; rara vez he visto a un hombre con mejor dominio de su cuerpo. Y corrimos seis o siete estadios sin parar, hasta que llegamos a la parte de arriba del robledo.

—Creí que alcanzaríamos al viejo hijo de puta —dijo el señor Milcíades. Estaba jadeando ligeramente.

—No hay huellas en el sendero —dije. Yo estaba respirando fuerte.

De nuevo, el señor me miró atentamente.

—¡Buena vista! —dijo—. ¿Puedes encontrarme un ciervo, chaval?

Nos movimos en silencio por la montaña. Me llevó una hora encontrar el rastro de un animal, y otra hora —el sol estaba llegando a su cénit— poner el ciervo entre nosotros. Yo arremetí contra él, gritando fuerte, y él se alejó de mí a toda velocidad, tratando de conservar la vida, yendo directo hacia el ateniense.

Pero no vi el otro ciervo. Era un animal magnífico, tan grande como un caballo pequeño, y en otoño habría llevado una cornamenta suficientemente grande como para venderla. Incluso en pleno verano, habían comenzado a salirle las astas. Surgió de una maraña de maleza, entrechocó los cuartos delanteros con los del ciervo más joven, derribándolo y salvándole la vida, y saltó. Su salto fue tan alto y tan fuerte que Milcíades se quedó con la boca abierta, su jabalina levantada y olvidada en la mano, cuando el ciervo voló sobre su cabeza.

No tocamos ninguno de los dos animales. Milcíades me dio una palmada en la espalda.

—Sabes acechar —dijo—. No has tenido la culpa de que errase mi lanzamiento, muchacho. ¡Y menudo animal! Artemisa detuvo mi mano… Sentí sus fríos dedos en mi muñeca, te lo juro. Esa bestia debe de ser su amor especial.

Bajamos de la montaña juntos. El sol estaba demasiado alto para intentarlo de nuevo. Yo cacé un conejo lo bastante atontado para sentarse en medio del sendero a comer una hoja y Milcíades elogió mi tiro, un dulce elogio que nunca recibía en casa.

Sin embargo, no se limitaba a adularme. Hizo que lanzase para él seis o siete veces y ajustó mi cuerpo en cada ocasión, corrigiendo mi tendencia a avanzar demasiado el pie derecho, sin el apremio del contacto que había sentido con Calcas. Enseñaba bien y, cuando tiró con su lanza, una pesada longche que me pondría en apuros si tratara de lanzarla a través del prado, lo hizo como Zeus lanzaría un rayo desde lo alto.

Mientras volvíamos a la choza de Calcas y a la ermita, yo lo idolatraba.

—Quería verle —dijo Milcíades.

—Iré a buscarlo —dije, descarado—. Señor, puede que esté un poco bebido.

Milcíades se echó a reír.

—Tú sácalo de allí —dijo él—. Yo me encargaré de quitarle la borrachera… o le daré un vino decente, mejor que el pis que bebéis los campesinos.

Era la primera vez que oía a Milcíades hablar mal de nosotros. Podría haber guardado su lengua hasta más tarde.

¡Ah!, escucha, cariño. No era un mal hombre, como los poderosos. Él salvó Grecia. Era bueno conmigo. Pero estaba acostumbrado a los mejores caballos, a las mujeres más hermosas. Nuestra estupidez nos hizo pensar que era feliz bebiendo vino agrio con los campesinos de Beocia.

Trepé por la ventana de asta. Lo había hecho docenas de veces, una para robar el arco. Ya te conté la historia.

En cuanto la abrí —la vara que yo había tallado para abrir la ventana todavía estaba apoyada donde yo la dejé— salieron las moscas, zumbando como cosa mala. En Canaán, los hombres llaman al señor de los muertos el «Señor de las Moscas». Era precisamente como aquello, como si las moscas constituyeran una única criatura y se movieran como una sola.

Salté del alféizar a la habitación y olía a cuero viejo y a comida en malas condiciones. Al principio, pensé que se había marchado, dejando un pernil de venado podrido y una vieja capa marrón sobre el cadáver del animal en medio del suelo.

Pero, evidentemente, estaba allí.

Los detalles me vinieron poco a poco, aunque creo que lo comprendí en cuanto las moscas salieron zumbando por la ventana. Un extraño rayo de luz que caía sobre el cuerpo del venado brillaba en la espada. La espada estaba clavada, la empuñadura primero, en la madera del suelo. No había ningún cuerpo de venado.

Calcas había calzado su espada en el suelo y caído sobre ella. Lo había hecho mucho antes de que la capa marrón no fuese sino su pelo y lo último de su piel sobre los huesos.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que crucé el valle y dejé un sacrificio en la tumba? ¿Cuántas veces había ido yo cuando él ya yacía allí, muerto? Me pregunto si, en cierto sentido, yo ya lo había sabido, porque le había dicho adiós y no lloré. Me acerqué a la puerta, la desatranqué y encontré la pala de bronce que pater había hecho para él con su pico de atleta. Los saqué al patio y fui derecho a la tumba. Milcíades dijo algo, pero no lo escuché. En cambio, me puse a cavar.

No vi a Milcíades acercándose a la choza, pero sé que antes de que el sol se elevara más, él estaba a mi lado, con sus manos de señor, cavando en la tierra conmigo. Hicimos un buen trabajo.

—No hay mucho que quemar —dijo Milcíades cuando empecé a apilar en el patio la provisión de leña para el invierno. Era leña vieja y un poco podrida. No había cortado más ni había quemado mucha el invierno anterior. Ésta era la leña que yo había cortado durante mi entrenamiento.

Hice una pira elevada. Estuve tentado de prender la casita, pero sabía que otro hombre vendría a cuidar la tumba. ¿Por qué iba a destruírsela?

Después, entré y extendí mi capa en el suelo. Levanté su cadáver y lo puse delicadamente sobre la buena lana. Algunos pedazos de él se cayeron. Yo no era aprensivo. Llené mi capa y lo llevé al patio. En las cuencas vacías de su calavera, puse unas monedas de cobre y deposité la bolsa hecha con mi capa y sus huesos encima de la pila de leña; después, Milcíades, con su equipo de hacer fuego, prendió la llama.

—Era un gran guerrero —dijo—. Dos veces me salvó la vida en el fragor de la batalla. Una vez salvó mi barco. Y podía cantar poesía como un bardo. Era un caballero como los héroes antiguos. Que su sombra vaya con las suyas, a la isla de los benditos, porque era la reunión de todas las antiguas virtudes en un solo hombre.

Después lloré. Dije unas pocas palabras vacilantes y las llamas se elevaron y lo consumieron.

Pero él vive en mis palabras, cariño. Hónralo. Él me hizo a mí. En cierto sentido, él te hizo a ti. Porque él puso en mí la destreza de las armas y, gracias a él, no estoy muerto.

Su muerte fue el principio de todos los males.

Milcíades y yo volvimos a casa. Quizá pienses que yo habría podido gritarle a pater, pero no lo hice. Pater lo sabía, es decir, lo sabía cuando nos marchamos, el día en que me apartó de Calcas. Sabía lo que ocurriría y dijo la verdad. Nosotros no lo matamos. Nosotros fuimos como una espada que se deja tirada en una taberna y luego se utiliza en un asesinato. Fuimos los instrumentos de su muerte.

Creo que algo de Calcas atravesó la piel de mis manos y entró en mi corazón. Creo que me hice un hombre cuando saqué su cuerpo, hueso ligero y seco, al patio para incinerarlo en su pira. ¿Es solo la memoria que gasta sus bromas?

Mater no lo conoció nunca; no obstante, lloró por él, algo un tanto raro en cierto modo. No le interesaban las mujeres y, sin embargo, una mujer que no lo había conocido lloró su pérdida. De alguna manera, aquello encajaba.

En nuestra casa, guardamos una vigilia de tres días, como si fuera de la familia, y Milcíades se unió a nosotros —o nos dirigió—, y eso lo vinculó aún más con la familia y a nosotros con él. Se sentó con mater y le leyó, y le dijo que era hermosa. Ella bebió un poco y coqueteó de forma inofensiva.

Después, llegaron Draco y Terón, montados en burros.

Entraron en el patio, con el fracaso escrito en sus cuerpos como palabras sobre papiro. Draco desmontó primero, sin cruzar su mirada con la de Milcíades, pero contó la historia sencilla y rápidamente. Los espartanos se habían reído de ellos tres, llamándolos campesinos y rebeldes, y les dijeron que llevaran sus insignificantes intentos de democracia a Atenas, donde esas cosas eran bienvenidas.

Draco no era un hombre derrotado, pero la experiencia lo había cambiado. Estaba acostumbrado a que lo tomasen en serio, y lo habían tratado como a un bárbaro y un imbécil. Estaba muy quejoso y muy dolido. De hecho, durante el resto de su vida, se quejó del trato recibido en Esparta.

Mirón llegó después. Se quejaba menos, pero su resentimiento era más profundo. Quizá, al ser agricultor y no artesano, y miembro de una antigua familia que se decía descendiente de los dioses, se considerara un aristócrata. Todo es posible. Pero los insultos de los espartanos le hicieron hervir la sangre. La diferencia estaba en que él nunca volvió a hablar de ello. Tampoco lo hizo Terón. Por otras razones, como verás.

Los siguió Epicteto y después el mismo arconte. Él tenía un caballo, aunque parecía un triste animal al lado de las espléndidas monturas que había traído Milcíades.

Mater quería saber quién había llegado y subí a los aposentos de las mujeres para decírselo.

—Tu padre está a punto de descubrir por qué un hombre como Milcíades ha esperado con impaciencia cinco días en nuestra casa —dijo—. ¿Te convertirás en un hombre como él, como Milcíades, o solo en otro buen artesano como tu padre? Pobre hombre. Yo lo conduje a esto. Yo no podía ser solo la esposa de un herrero y ahora vamos a participar en un juego político —añadió, bebiendo a continuación un trago de vino—. Yo debería caer sobre una espada como tu maestro. Él sabía lo que pasaba.

Yo suspiré y la dejé.

Aquella noche, cuando decidieron llevar a Atenas el «impuesto de la sal», serví el vino. Milcíades mandó con ellos a su esclavo y se quedó con nosotros, en la misma frontera de su ciudad natal.

No tuvimos que esperar mucho.

Los acontecimientos de aquel verano fueron como una de las tormentas que retumbaron en los valles de Beocia. Primero ves la tormenta, las nubes negras elevándose como las torres más fuertes, ascendiendo en espiral por la montaña, y después oyes el trueno. Y, cuando llega el trueno, cariño, o corres o te mojas. Al principio, parece que está muy lejos, un murmullo en el horizonte lejano y quizá una plegaria al dios de la tormenta. Después, antes de que te des cuenta, a menos que estés en el granero o en casa, te mojarás en un instante; la lluvia traspasa capas y quitones, mientras el relámpago destella cada pocos latidos y se estrella contra la tierra, a veces a tu lado, y el viento arranca ramas de los árboles y parece que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.

Cuando los hombres de Platea enviaron a Mirón a Atenas, la tormenta todavía era una torre oscura en el horizonte y estábamos cegados por nuestros propios deseos. Pero los deseos de los hombres no son nada cuando los dioses envían una tormenta. Estaban cayendo las primeras gotas de lluvia y solo Milcíades sabía lo grande que era la tormenta. Y no nos lo dijo.

Al cabo de una semana, Atenas nos envió una delegación a caballo, por la ruta comercial. Los delegados traían un decreto por el que se recibía de nuevo a Milcíades y nos presentaron un tratado. Los hombres de Platea firmaron el tratado, prometiendo apoyar a Atenas; Atenas prometía lo mismo. Los hombres de la ciudad fueron al templo de Hera y juraron todos en el sagrado recinto. Pater y mi hermano fueron. Yo era demasiado joven.

Era un verano magnífico. Recuerdo a todos los hombres de nuestro valle, con sus ropas de gala —llevábamos entonces quitones y grandes capas—, volviendo del templo. Formaban una hermosa procesión. Yo pensaba que ese debía de ser el aspecto del rey de Persia.

El sol estaba en lo alto y el cielo lucía ese magnífico color azul que es tan difícil de recordar en un día lluvioso como éste. Todos estábamos orgullosos de que Atenas nos quisiera. Y los hombres de Atenas actuaban como si nosotros fuéramos hombres de valía.

Recuerdo aquel período como una época feliz. Quizá solo sea por el contraste con lo que vino después.

Los hombres de Atenas se fueron a su ciudad y Milcíades marchó con ellos. Pater volvió a trabajar sobre un pedido de puntas de lanza. Draco subió a la montaña con sus dos hijos a cortar madera de roble para llantas. Mirón se fue a su casa a velar por que sus esclavos recogieran la cebada.

Yo empecé a hacer mi primera copa.

No iban mal las cosas cuando el mensajero ateniense recorrió a caballo el valle convocándonos para la guerra.

Dos semanas. Ése es el tiempo que tuvimos antes de que estallara la tormenta.

Nunca dudé de que iría con los hombres. Fui como escudero, por supuesto —un hipaspista—. Era demasiado joven para luchar como un hoplita. En nuestros días, los hombres toman esclavos, pero, en aquella época, estaba mejor visto llevar a adolescentes para que transportaran el equipo.

Hermógenes fue con su padre y yo fui con mi hermano. Mi padre llevó a un esclavo.

Nunca pensamos negarnos a los atenienses. Y, aparte de mi madre, que lloró y clamó contra la fatalidad, hubo pocos que vieran hasta qué punto nos habían engañado los atenienses. No nos estaban salvando. Nosotros marchábamos para protegerlos. Pero eso no lo dijo nadie.

Tardamos menos de una semana en preparar nuestra salida. Podríamos haberlo hecho más deprisa, pero nuestros agricultores tenían que recoger sus cosechas. Ya se sabía en la polis que Tebas trataría de vengarse, que nos consideraban rebeldes. Podrían venir e incendiar nuestras cosechas si no las recogíamos. No era conveniente dejar la uva en las vides y la aceituna en los olivos.

No sabía de ningún hombre que hubiese siquiera sugerido que olvidáramos nuestra alianza con Atenas o, simplemente, que enviáramos un mínimo de hombres. Eramos campesinos orgullosos y enviamos la totalidad de nuestro contingente a través de las montañas. Hombres como Mirón trabajaron como esclavos para recoger la cosecha. Recuerdo estar trabajando con Hermógenes y nuestros esclavos, sintiéndome ya como un hombre en guerra. Por la noche, bebía vino con los hombres y esperaba que me regalaran un aspis y me introdujeran en el taxis. Los agricultores liberaban a esclavos para reclutarlos como soldados, pero a mí no me invitaron.

Atravesamos las montañas después de la fiesta de Deméter. Marchamos por la misma carretera que pasaba por la ermita y todos los soldados tocaron la tumba. Yo pensé en Calcas. Oímos que los espartanos y todos sus aliados del Peloponeso habían marchado rodeando la montaña por el sur y entrado en Ática. Los chicos como yo temíamos que hubiésemos salido demasiado tarde.

La guerra es algo a lo que un hombre debería querer llegar tarde. Cruzamos a Ática y los espartanos estaban situados cruzando el río, desde la torre de Oinoe, una fortificación que habían construido los tiranos de Atenas contra este mismo tipo de guerra. Por supuesto, Esparta había sido enemiga de la tiranía, pero, cuando los espartanos vieron la fuerza que iba a tener la nueva Atenas, también se hicieron enemigos de la democracia. Las ciudades estado siempre estaban en ese plan. No tienen más moralidad que una puta de El Pireo tratando de conseguir un poco de vino. Hacen cualquier cosa para lograr lo que quieren.

¡Ares, cómo temíamos a los espartanos! Cleómenes, su rey, un hombre famoso, solo tenía con él a mil espartiatas, los ciudadanos espartanos, y había seis mil ciudadanos atenienses. Pero con los «aliados», las ciudades del Peloponeso que tenían que ir a la guerra cuando Esparta lo ordenaba, reunía gente suficiente.

¡Y cómo nos vitoreaban los atenienses, aunque solo aportáramos mil hoplitas! Nos concedieron el honor del extremo izquierdo del frente. La posición de máximo honor es el flanco derecho. Si la derecha cae, el ejército está perdido, muerto. El padre de Milcíades, también llamado Milcíades, ocupaba la derecha del frente, con las tribus principales de Atenas. Su aspecto era magnífico, con capas de lana tejidas al modo de los tapices, y toda la línea del frente ostentaba corazas de bronce, como héroes. Todos los hombres llevaban un plumero de crines en sus cascos. Hacían que pareciésemos labradores.

¡Ah! Éramos labradores. La mitad de nuestros hombres tenían gorros de cuero. Solo la línea de vanguardia llevaba casco y la mitad de nuestros hombres llevaba gorros de guerra sin antifaz. Mi padre era uno de la docena de guerreros con panoplia de bronce y no todos los que formaban en primera línea llevaban el cuerpo cubierto de cuero. Un par de hombres llevaban fieltro.

Hermógenes y yo éramos psiloi. Eso significaba que teníamos que acercarnos al enemigo, tirarles piedras e incitarlos a la acción. Algunos psiloi se limitaban a proferir insultos. Todo era, más bien, como algo religioso. Era raro que los psiloi hirieran a nadie.

Yo tenía seis buenas jabalinas, muy pocas para un chico de mi edad, pero ninguno de los demás, esclavo o libre, había pasado dos años en las montañas, cazando ciervos. Le di tres a Hermógenes.

Nuestro jefe era Calicles, el hijo más joven de Mirón. Era un año mayor que yo y muy mandón. Yo estaba acostumbrado a mi hermano, que escuchaba cualquier razonamiento que le hiciese y lo juzgaba por sus méritos. Mi hermano era lento, minucioso y del todo serio y responsable. Calicles carecía de todas estas cualidades. Mis intentos vacilantes de decirle que yo sabía mucho más de estos asuntos que él solo consiguieron que me diese un codazo en la nariz. Me cogió por sorpresa y me tiró al suelo en un instante. Me liberé antes de que pudiera hacerme daño, pero opté por obedecer.

Acampamos durante dos días, vigilando a los espartanos. El despliegue suponía que, si entrábamos en combate, seríamos los que nos enfrentáramos a los espartiatas. Ellos estarían a la derecha de sus líneas y nosotros estaríamos a la izquierda de las nuestras. La gente hablaba, pero ninguno de los hombres nos dedicaba mucho tiempo a los chicos, excepto mi hermano. Me dijo que estaba muy asustado.

—Me siento como si fuese a morir —dijo—. Tengo frío constantemente. ¡Voy a ser un cobarde y lo odio!

Lo abracé.

—¡Eres un valiente! —le dije—. Pero no seas demasiado valiente.

Me sonreí y le di el consejo de Calcas, que, viniendo de un crío imberbe, debió de sonar como una estupidez:

—Quédate en el muro de escudos y no dejes que nadie pase por encima del tuyo —dije.

A pesar de su miedo, se rio conmigo.

—Estoy en la sexta fila —dijo—. ¡Más seguro de lo que estamos en casa durante una tormenta!

Se echó a reír, pero después se puso serio.

—Vamos a formar en profundidad, para retrasar a los espartanos —dijo—. Pater dice que, si formamos de doce en fondo, resistiremos más tiempo.

Me pareció que tenía sentido. Y todavía me lo parece.

Cariño, en aquellos días los hombres no luchaban como lo hacen hoy. Bueno, los espartanos sí. Eran disciplinados y cuidadosos, pero la mayoría de los hombres ni siquiera formaban una auténtica falange, con filas y columnas, algo que ahora hacen todas las ciudades. No, entonces todavía éramos como las bandas guerreras de los señores de la Ilíada. Los hombres se agrupaban en torno a los jefes como los árboles alrededor de un manantial y, si un jefe moría, todos sus hombres huían.

Pero mi padre prestaba atención a las cosas que veía y oía, y él fue quien sugirió que cada hombre de Platea debía ocupar un puesto en una fila y una columna y tenía que practicar en esos puestos, como hacían los espartanos y los mejores de entre los tebanos, sus apobatai, los luchadores de elite, que una vez fueran los carristas. Y ahora pater les había ordenado que lucharan en un orden muy profundo: en aquella época, doce en fondo era el doble de la profundidad habitual en orden de combate.

Pero estoy divagando, como de costumbre. Podría decir que mi hermano estaba asustado. Yo no lo estaba. Pensaba que sería como la caza del ciervo. Me imaginaba que yo correría siguiendo el flanco de su línea y lanzaría mis jabalinas contra esa masa compacta, matando a un espartiata con cada golpe. Calcas me había contado la verdad de la guerra, pero mis oídos habían hecho caso omiso.

Quizá te parezca raro, pero me quedé prendado del joven Calicles. Era arrogante, pero también mayor, y esas cosas son importantes para los campesinos. Y, cuando vio lo lejos que podía lanzar una jabalina —él solo tenía una—, me trató de forma muy diferente. En una tarde de lanzamientos de rocas y jabalinas hacia lo alto, al lado de la torre, me convertí en su segundo hombre, su filarca, y copiamos a nuestros mayores, hablando largo y tendido de nuestra «táctica». Como es habitual entre los chicos, hicimos que los demás actuasen como nosotros, y practicamos carreras, saltos y lanzamientos de jabalinas y piedras. La mayoría de los muchachos solo tenían piedras. Los esclavos se quedaban atrás.

Era justo. Aquélla no era su guerra. Quienes habían sido liberados podían ganarlo todo si luchaban bien, pero quienes todavía eran esclavos no tenían ningún interés por luchar. Se sentaban hasta que les gritábamos; después, los mayores se movían con lentitud y resultaba tan evidente que lo hacían a regañadientes que minaban nuestra confianza en ellos. Estos hombres eran auténticos maestros del escaqueo, y un par de muchachos adolescentes no eran nada para ellos. Estaban acostumbrados a enfrentarse a la cólera de pater o de Epicteto el Mayor.

El tercer día, nos pareció a todos que no iba a haber combates, y los atenienses nos colmaron de elogios. Al ir, dimos un descanso a los peloponesios. Ahora los superábamos en número.

Y parecía que esperaban que los tebanos se les uniesen, pero los tebanos aún no estaban allí. O quizá ni siquiera acudieran.

Cariño, mucho tengo que decir sobre la guerra. Puedo hacerte dormir durante un mes con esas cosas, aburriéndote con mi historia. Y una cosa que te diré mil veces es que cada ejército tiene su propio corazón, su propia alma, sus propios ojos y sus propios oídos. En aquel ejército, el ejército peloponesio, nadie quería estar en Ática. Todos sabían perfectamente que los espartanos solo estaban allí en apoyo de su alianza con Tebas, y los espartanos, como de costumbre, habían demostrado su falta de interés enviando solo una fuerza testimonial bajo el mando del rey menor.

Hicieron lo mismo más tarde, contra los medos. Nunca te fíes de un espartano, cariño.

En todo caso, tuvieron que saber que los sangrientos tebanos estaban de camino. Estaban a cien estadios o menos. Ares debió de echarse a reír.

Finalmente, Cleómenes se comprometió a luchar porque los peloponesios estaban comenzando a abandonarlo. Los aliados tenían más libertad en aquella época. Le dijeron al rey de Esparta lo que pensaban y después se marcharon. No fueron muchos, pero sí los suficientes para hacer que el viejo Cleómenes decidiera luchar antes de quedarse sin ejército.

Nosotros sabíamos que los tebanos se acercaban. Se comentaba en todos los corros. Los atenienses y todos los agricultores de Ática —también había agricultores— ya estaban mirando por encima del hombro y dudando de los nuevos jefes que habían elegido. Pero Milcíades y su padre estaban por todas partes, incluso entre nosotros, poniendo barras de hierro en la columna vertebral de cada hombre. Incluso Milcíades vino a observar a nuestros muchachos mientras practicaban. Elogió mi lanzamiento de jabalina y una hora después vino su esclavo y me dio un par de lanzas con puntas de acero templado —aún ahora, su recuerdo me hace sonreír—. Eran unas armas magníficas. Yo creía que mi lanza Mataciervos era un arma magnífica —tenía la punta de bronce, hecha por pater, con su nombre grabado en el asta—, pero, al lado de éstas, con sus empuñaduras rojas y sus puntas azules oscuras, era rudimentaria.

Me quedé con Mataciervos y los regalos y di el resto de mis jabalinas a otros chicos. Calicles se quedó con la mejor y le dio la suya al más pobre.

Tres jabalinas para los muchachos más ricos. Un saco de cáñamo lleno de piedras para los más pobres. ¡Qué estúpidos fuimos! Y nuestros padres estaban midiéndose con los capas rojas de Esparta.

Amanecía. A diferencia de mi padre, mi hermano y la mayoría de los píateos, yo dormí bastante bien. Los mensajeros se habían intercambiado la noche anterior. Mientras tomábamos nuestras gachas de cebada, Milcíades el Viejo había hecho sus sacrificios. Le parecieron prometedores.

Estoy seguro de que eran prometedores para Atenas.

Yo no había visto nunca una falange formada. Pater era uno de los oficiales jefes de los píateos y andaba arriba y abajo, formando a los hombres y poniéndolos en sus puestos en las filas, con su doble penacho que se movía mientras andaba y una mirada tan noble y fiera como la de un espartiata. Me maravillaba su actuación; él sabía que estaba serio y nervioso, y los colocaba con el mayor tacto posible, evitando toda forma de insulto. Yo estaba orgulloso de que fuese mi padre. Aún lo estoy.

Vi que el primo Simón estaba en la sexta fila. ¿Qué majadero de polemarca iba a ponerlo en primera línea para la última batalla? ¡Habría que ser muy ingenuo! En el medio, estaría seguro y no haría daño a nadie.

Después, vi que estaba a un hombre de distancia de mi hermano. Chalkidis parecía preocupado, pero saludó con la mano. Era el único hombre de la sexta fila que tenía grebas y un buen casco. Eso es lo que tiene ser herrero e hijo de un herrero. Tenía el casco echado hacia atrás sobre la cabeza, al modo en que se muestra la diosa Atenea en sus estatuas. Y me dedicó una sonrisa amplia y firme. Yo atravesé las filas y lo abracé, con coraza de cuero y todo. Me moría de envidia, su aspecto era magnífico y todavía me sacaba la cabeza, y, de repente, lo único que quería era que saliese airoso y fuese un héroe y, cuando nos abrazamos, fui corriendo a la ermita que estaba al borde del camino y vertí un poco del vino con miel de pater sobre la estatua de la Señora y recé para que fuese valiente y tuviese éxito en la batalla.

No tenía la menor duda de que era valiente.

Antes de contar la historia de mi primera batalla, cariño, creo que tengo que hablar del valor. ¿Eres valiente? No lo sabes, pero yo sí. Tú eres valiente. Y, cuando te toque encarar la versión femenina de la tormenta de bronce, cuando un niño salga al mundo de entre tus rodillas, quizá grites, y tengas miedo, pero lo harás. Lo conseguirás. Nadie espera que te guste, pero todas tus amigas, todas las mujeres que han parido a sus propios hijos, se aglomerarán a tu alrededor, enjugándote la frente y diciéndote que empujes.

Lo mismo nos ocurre a los hombres. Ninguno es valiente, En realidad, ninguno quiere, en lo más profundo de sí, ser Aquiles. Todos queremos vivir y ser lo bastante valientes para contar nuestra historia. Y los hombres mayores que lo hayan hecho antes hablarán y les dirán a los más jóvenes que empujen.

Es difícil que alguien sea tan cobarde como para señalarse. Uno está allí, con toda la comunidad a su alrededor. Valor es pedirle a una chica que se case contigo. Valor es plantarse en la asamblea y decirles que son un hatajo de imbéciles. Valor es combatir cuando nadie más verá tu valor. Pero, cuando la falange está formada en orden cerrado, es difícil ser cobarde.

¡Simón de mierda! Él no era cobarde en otros sentidos, pero, cuando formó la falange, perdió el juicio. ¡Dioses, cómo lo odio aún!

Nuestra falange parecía paupérrima al lado de las atenienses. Mostraban sus colores azul y púrpura y rojo brillante y un blanco cegador, y nosotros teníamos los colores sencillos de los campesinos. Pater tenía una buena capa, y lo mismo una docena de hombres, todos amigos de Milcíades. El hijo de la hermana del basileus tenía un aspecto tan bueno como el de los atenienses. El resto, incluso algunos de los mejores hombres, tenían una pinta sosa y parda.

Formamos a nuestros muchachos en una línea delgada frente a nuestros padres. Veíamos a los psiloi atenienses. Ellos eran una pobre exhibición en comparación con nosotros: todos esclavos, y la mitad de ellos ni siquiera tenían piedras. Por eso, bromeábamos diciendo que había algo que hacíamos mejor que los hombres de Atenas.

Todavía estábamos formando cuando los ilotas espartanos atravesaron el terreno hacia nosotros. Llevaban piedras en bolsas y las lanzaban con fuerza. Una me alcanzó en la espinilla y me caí. Ésa era la gloria de la guerra. Justo así: la primera piedra y ya estaba por los suelos.

Cayeron dos o tres de los nuestros, y el resto de los chicos corrían como ciervos en la montaña. Ni siquiera había tenido tiempo de pensar en cómo podría ser un héroe. Ni siquiera había tirado una lanza. Pero mi padre estaba allí mismo, tan cerca que casi podía tocarlo, y no iba a salir corriendo. Además, cuando me levanté, descubrí que no podía. La espinilla me dolía demasiado y tenía sangre.

También los ilotas estaban tan cerca que casi podía tocarlos. De hecho, dos de ellos acababan de empezar a lanzar piedras contra nuestra falange. Me ignoraron.

Maté al que tenía más cerca. Mataciervos le dio de lleno, como había hecho una docena de veces con los animales.

Eso atrajo su atención. Una piedra me pasó tan cerca que me aventó la oreja como el susurro de un dios que me dijera que yo era mortal. Planté los pies, ignorando la espinilla, y una hermosa lanza de punta azulada mató a un segundo ilota. Ellos murieron. Esto no es una presunción infantil. Estábamos tan cerca como tu diván y el mío, cariño, y yo les di muerte.

Escaparon corriendo. Eran esclavos y, como nuestros esclavos, nada ganaban con ser valientes. Ni siquiera se preocupaban de vengar a sus camaradas. Los esclavos no tienen camaradas. Dieron la vuelta y huyeron como habían hecho nuestros muchachos momentos antes.

Entonces descubrí que Calcas había entrado en mi cuerpo cuando incineré su cadáver, porque, cuando huían, maté a otro. Me gustó. Eché atrás el brazo y tiré la lanza hacia la espalda de un esclavo que huía y me gustó.

Después, avancé cojeando y recobré mis jabalinas.

Detrás de mí, los atenienses de la izquierda y los píateos de la derecha estaban haciendo aclamaciones. Me aclamaban a mí. Se me subió a la cabeza como el vino sin aguar.

Los otros chicos volvieron bastante deprisa. No eran cobardes. Simplemente, no habían entendido el juego.

Nosotros todavía seguimos sin entenderlo. Calicles me dio una palmada en la espalda y avanzamos juntos rápidamente. Traté de penetrar en oblicuo el frente espartano porque sabía que sería más seguro por el flanco, pero me frenó la espinilla.

Cuando levanté la vista, los espartanos me aterrorizaron. No es como estar en la falange, en medio de los ejércitos. Y los espartanos parecían todos iguales, con escudos de bronce a juego, como los atenienses más ricos, y con cascos casi idénticos. Parecían muy buenos. Y me asustaron.

Pero en ese/aquel momento no podía flaquear. Aunque me asaltó una reacción curiosa, todavía la recuerdo. Sentí frío cuando avancé cojeando y empecé a temblar, Entonces, los otros chicos empezaron a lanzar. Estábamos demasiado lejos y Calicles comenzó a gritar como un auténtico oficial, empujándonos hacia delante. Dio la espalda a los espartanos y nos gritó para que avanzásemos y avanzásemos, para lanzar desde más cerca.

Yo estaba a su lado cuando vi dar una orden al jefe de fila espartano y cuatro hoplitas salieron del frente del muro de escudos. Llegaron muy rápido; ellos mismos eran como jabalinas. Por supuesto, todos ellos eran atletas muy bien entrenados, no chicos normales. Desde la primera zancada, supe que eran más rápidos que yo cuando no estaba herido. Solo eran cuatro contra treinta de los nuestros.

Calicles murió primero. El espartano más rápido lo seleccionó. Recuerdo que el espartano tenía dibujada una sonrisa en su cara bajo el casco. Yo le grité a Calicles que corriera, pero el loco de él se mantuvo allí y lanzó mi segunda mejor lanza, y el espartano agachó la cabeza y la esquivó. Ni siquiera frenó su marcha, y su larga doru le entró a Calicles por encima de la ingle y lo atravesó, saliendo por la espalda como un perverso tumor; después hubo una explosión de sangre, por delante y por detrás. Yo lo había visto cientos de veces cazando. Calicles era un muchacho muerto.

Cada uno de los cuatro mató a un chico, como los agricultores cortando malas hierbas. El líder mató a un segundo muchacho, al lado de Hermógenes.

Hermógenes cayó al suelo sin que lo tocase y después utilizó su jabalina para hacer tropezar al jefe espartano. Cayó al suelo en un repiqueteo de armadura, pero se levantó en menos que canta un gallo. Sin embargo, había perdido el equilibrio y tuvo que utilizar la mano del escudo para apoyarse y levantarse. Calcas me había enseñado a hacerlo mejor.

Fue mi peor lanzamiento del día. Estaba aterrorizado y eufórico al mismo tiempo, y mi Malaáervos entró en su brazo izquierdo, por debajo de su escudo, clavándole el brazo en la parte de atrás de su escudo. Y él no pudo sacarlo.

Los otros se pararon para ayudarlo, porque bramaba, y entonces, Hermógenes me agarró y me ayudó a correr.

Por todos los dioses, zugater mía, pensé que aquellos eran mis últimos momentos y, cuando estuvimos lejos de los espartanos, juré que nunca volvería a poner mi cuerpo frente a la falange. Lo juré como un borracho jura que no volverá a beber.

Hermógenes y yo evitamos el flanco derecho. No teníamos ni idea de dónde estaban los demás chicos. Entonces, nos tumbamos en la hierba y suspiramos. ¡Ares, estábamos vivos! Espera hasta que tengas un hijo, cariño; sentirás la misma ráfaga de eudaimonía, a menos que Artemisa venga a por ti. ¡Ojalá no sea así!

Pero, cuando levantamos la vista, los espartanos estaban cargando.

Avanzaban al son de gaitas. Y todos los gigantes que iban a la guerra con el padre Zeus no habrían parecido más peligrosos ni nobles.

El resto de los peloponesios dudaban, los atenienses avanzaban con precaución, pero avanzaban, y los píateos no eran cobardes. Avanzaban hacia los espartanos.

Las dos líneas entrechocaron como… bueno, como dos falanges que aunaran esfuerzos. Imagina a cada cocinero de esta ciudad con una tetera de bronce y una cuchara de madera con que la golpeara. Imagina a cada hombre bramando con todas sus fuerzas. Ése es el sonido de la tormenta de bronce, la línea de combate.

Hermógenes y yo observamos desde la seguridad del extremo derecho. Y vimos lo que ocurría cuando los espartanos alcanzaban a nuestros padres.

Los cosechaban como si fuesen trigo…, eso es lo que ocurrió.

Lo que dio fama a Platea no fue que nuestros hombres fuesen grandes luchadores, al menos, no aquel día. Lo que forjó nuestra reputación para siempre fue que nuestros hombres no escaparon corriendo. Pero Hermógenes y yo los vimos morir. Fue horrible… y sobrecogedor. Los dos bloques de lanceros chocaron entre sí a la misma velocidad y ningún hombre se estremeció. Los espartanos me dijeron que recordaban bien aquel día, porque muy pocos enemigos resistieron el impacto, aunque los hombres de Platea combatieron, aspis con aspis. Y entonces comenzó la matanza.

Vimos cómo caían los penachos de los cascos de la primera línea. Al cabo de unos segundos, daba la sensación de que hubiese desaparecido. Después, los píateos cedieron terreno, a regañadientes, pero perdieron diez pasos.

Creo que fue pater quien impidió que aquello acabase en desbandada. Pater cedió terreno, pero Bion dice que mató a un hombre: una lanzada a la garganta de un espartiata jefe de fila. Después, Bion y él se metieron por el hueco y Bion dice que cada uno derribó a un hombre. En el fragor del combate, nadie se para a comprobar si has matado a tu hombre o lo has dejado fuera de combate.

En aquel pequeño torbellino de la vorágine general de la derrota de Platea, los espartanos vacilaron. ¿Con qué frecuencia rompieron los hombres su primera línea? Creo que fue pater. Pude ver el penacho de su casco cuando los demás, como el de Mirón, habían desaparecido. Y después, quienes cerraban las filas por retaguardia se plantaron y empezaron a empujar hacía adelante a los píateos; de repente, los píateos dejaron de retroceder: se mantuvieron firmes.

Pero algunos espartanos habían roto la primera línea del frente, donde los hombres eran competentes y se preveía que combatiesen. Pronto estuvieron machacando las líneas de retaguardia, matando como las máquinas de matar que eran.

Unos pocos hombres se escaparon del fondo de nuestra falange y huyeron… y Simón debía de ser uno de ellos. Pero, en otros lugares, nuestros vecinos cerraron filas y se enfrentaron a los espartanos que rompieron sus líneas, aplastándolos como insectos, apuñalándolos de frente y por la espalda. Hay razones por las que la ruptura de las filas es castigable por ley y hay razones por las que los excombatientes lo llaman estupidez. Los espartanos creyeron que las habíamos roto, pero no lo hicimos y sus jóvenes murieron.

¿Quién sabe hasta cuándo hubiesen resistido los hombres de Platea a los espartanos? Otros cincuenta latidos, quizá. Quizá menos. Los espartanos iban a ganar. El milagro de Ares es que nuestros hombres mantuvieron su posición en todo momento. Resistieron el tiempo que tarda una cabra en parir una cría, el tiempo que tarda un herrero en convertir una chapa en un cuenco con unos pocos golpes diestros.

Pero los peloponesios no sabían nada de esto. Lo que veían era que los atenienses los superaban en número y que un grupo de agricultores de Beocia estaban resistiendo a sus preciosos amos.

Los aliados huyeron como los pájaros cantores ante un águila. Huyeron aun antes de que los atenienses los atacaran. Corrieron antes de que volaran las lanzas y ninguno de ellos aguantó. El rey espartano los maldijo, sin duda, y después echó atrás su falange, paso a paso. Invicto. Virtualmente victorioso. Pero ellos retrocedieron y los píateos apenas habían formado. Desde donde estábamos, Hermógenes y yo supimos que más hombres habían empezado a huir de la retaguardia de nuestro profundo bloque. Pero se quedaron suficientes para resistir.

Apenas.

Platea no fue nunca igual.

Nadie vitoreó.

He estado en cien campos, cariño. He vencido contra todo pronóstico y visto la negra derrota, pero aquella es la única vez en la que he visto a hombres tan destrozados por la victoria que no podían vitorear. Tampoco la reivindicaron. Los hombres de Platea cambiaron de posición y rehicieron sus filas, porque eran buenos hombres, y después permanecieron en sus puestos, en silencio, sobrecogidos por su propio éxito. Después, algunos de los caídos comenzaron a levantarse: Mirón se puso en pie, sangrando por un muslo, saliendo el rojo en pequeños borbotones donde habían cortado algo grande.

Déjame decirte, cariño, cómo se está en la línea. Cuando te caes —y puedes caerte simplemente por perder el equilibrio—, ¿por qué no siempre te levantas en ese combate? Contra hombres honorables, si estás en el suelo y pones el escudo sobre tu cuerpo, nadie te matará solo por deporte. Quizá te quiten la armadura si vencen, pero nadie te matará. Esperas.

En todo caso, Mirón permaneció en pie y empezó a cantar. Cantó los Cuervos de Apolo de la Daidala y todas las voces de Platea lo siguieron, muchachos y hombres. Todos la sabíamos. Era un canto raro para un campo de batalla: el que entonan los hombres mientras esperan que los cuervos escojan un árbol para hacer la estatua de la falsa novia. ¿Quién sabe por qué eligió Mirón ese canto?

Por el campo, los atenienses fueron moderando el paso. Nunca alcanzaron a los peloponesios y ahora, con sus filas intactas, iban deteniéndose y sus cabezas se volvían a mirarnos a nosotros.

Justo a dos estadios de distancia, los espartanos se detuvieron en perfecto orden, cubriendo su campo.

Los píateos siguieron cantando.

Entonces, Cleómenes cometió un error. No se fiaba de los tebanos, y sus aliados peloponesios huían a sus hogares. Y los labradores píateos cantaban como si pudieran detener a los espartanos para siempre, Aquel canto produjo más efecto en la batalla que la postura de pater, cariño. Aquel canto era un desafío de un tipo diferente. Cierto o no, los Cuervos de Apolo le dijeron a Cleómenes que había hombres que le hacían frente y que no se acobardarían si él volvía de nuevo. Y si resistíamos cien latidos del corazón, todos los hoplitas de Ática caerían sobre su flanco.

Cleómenes envió a un mensajero. Pidió una tregua para recoger a sus muertos.

Por nuestra ley de la guerra, esto ponía fin a la batalla y dejaba paso franco a los derrotados para que volvieran a casa. Y significaba que, con independencia de lo que pudieran hacer los tebanos, los espartanos habían terminado.

Lo que cambió nuestro mundo fue que Cleómenes nos envió el mensajero a nosotros, en vez de a los atenienses. Eso era respeto. Sabían que ellos eran los mejores, y los hombres que son los mejores nunca son mezquinos. Ellos respetan los logros y respetaban el hecho de que nosotros lo hubiésemos intentado.

Así, vino su mensajero y se acercó a pater. Pater miró a su alrededor, pero el arconte había muerto y Mirón, que había empezado la canción, había caído de nuevo, sentado en una roca y sostenido por sus hijos. Pater tenía dos heridas en el brazo de su espada; yo tenía su casco bajo mi brazo y estaba vertiendo su cantimplora sobre su cabeza.

—¡Eh! —llamó Bion—. ¡Eh, fíjate bien, Tecnes! El mensajero se acerca.

Pater levantó la vista y allí estaba el espartano, resplandeciente con su capa escarlata, con un pesado bastón de bronce que demostraba su categoría. Hizo una reverencia.

Pater devolvió la reverencia, con la cabeza empapada de agua. Recuerdo cómo se mezclaba el agua de su cantimplora con la sangre de sus manos y brazos.

—Cleómenes, rey de Esparta, solicita tu permiso para recoger y enterrar a sus muertos —recitó el mensajero.

Pater no sonrió. Yo sí; tenía una sonrisa tan grande como la de un lobo. Hermógenes tenía en su brazo el aspis de su padre y estaba sonriendo como un loco. Bion también sonreía. Pero pater se limitó a asentir.

—Nuestro arconte ha muerto y nuestro polemarca está malherido —dijo pater y, volviéndose hacia los píateos, preguntó—: ¿Tengo yo el mando?

De nuevo, no hubo ninguna ovación, sino solo un suave murmullo. Pero todos los hombres de las dos primeras filas asintieron. Así que pater se volvió al mensajero.

—Los píateos garantizan la tregua —dijo, sin hacer mención a sí mismo ni a su nombre. ¡Oh!, me enorgulleció.

Y con aquellas palabras, la batalla de Oinoe tocó a su fin. Los atenienses mataron a unos cien peloponesios, supongo que a los más lentos, porque los aliados no se quedaron a luchar. Pusieron un magnífico trofeo en la acrópolis, un carro y un grupo de esclavos encadenados, para celebrar su victoria sobre los espartanos. Más tarde, los medos lo derribaron y se llevaron el bronce, pero la base sigue allí, con ocho versos. No nos mencionan. Pero, aquel día, nos trataron como a héroes llegados a la tierra. Milcíades vino corriendo, asintiendo con su penacho, y abrazó a pater y después a todos los hombres que encontró. Su inversión había rendido beneficios.

Los hombres empezaron a marcharse. Teníamos que enterrar a nuestros muertos y los ilotas espartanos estaban viniendo a por los suyos.

Tuvimos cuarenta y cinco muertos. Siete de ellos murieron en la semana posterior a la batalla, por lo que, aquella mañana, teníamos treinta y ocho cuerpos. Y uno de ellos era mi hermano. Yacía con la cara mirando al enemigo, con una lanza espartana en su costado derecho, bajo el brazo de su espada. Cayó aferrado a la lanza, y los demás de las filas quinta y sexta derribaron al espartano y lo mataron porque mi hermano sostenía aquella punta de lanza con sus manos agonizantes.

Lloré. Pater lloró. Bion y Hermógenes lloraron, y Mirón y Dionisio lloraron. Todos lloramos.

Los espartanos tuvieron nueve muertos. Otros dos murieron más tarde, por lo que perdimos a cuarenta y cinco por once de ellos. Si quieres entender el corazón de la falange luchando, cariño —y veo que no—, tienes que ver que pater mató a tres de aquellos espartanos y que nuestros mil vivieron o murieron por las acciones de unos pocos valientes. Mirón no cedió un palmo de terreno. Bion siguió a pater al agujero que había hecho. Epicteto y su hijo cedieron terreno, pero después trabaron sus escudos con los hombres de la segunda fila y aguantaron la embestida, y Dionisio mató a un espartano en la quinta fila cuando ellos irrumpieron. Prescinde de cualquiera de esas acciones y el resultado será diferente.

Karpos, nuestro mejor alfarero, murió, como Zerón, hijo de Xenón, que hizo todos los arneses y odres y gran parte de las armaduras que llevaban los hombres. Pater dijo que él fue el primero que murió, con una lanza espartana en el cuello en el primer contacto, y no vivió para ver a Cleómenes viniendo a nosotros para pedir tregua, después de rechazar nuestra embajada.

Enterramos a los muertos; los chicos y los esclavos hicieron el trabajo. Los hombres se sentaron y bebieron. Habían aguantado la tormenta de bronce durante el tiempo que tarda un hombre en correr el estadio y estaban agotados.

Aquella noche llovió. Nos mojamos y teníamos frío, pero pater vino y envolvió sus armas y me echó encima su pesada capa tracia. Todavía estaba llorando, pero me agarró fuerte y, un momento después, yo estaba dormido.

Dejó de llover y yo me dediqué a cocer huevos; había comprado un gorro de huevos beocios a una tímida niña que entró en nuestro campamento al alba. Utilicé el dinero de pater y su esbozo de mueca a modo de sonrisa me dijo que había hecho bien. Yo tenía una magnífica pátera de bronce con la figura de Apolo como mango. No era una obra de pater; era obra de su padre, y el aplanado de la bandeja era como un recordatorio de días mejores. Si hubiésemos perdido, habría sido botín de guerra para un espartano.

Milcíades se acercó a pater con un carro. Iban con él unos cuantos atenienses, hombres importantes, con capas de púrpura de Tiro. Pater estaba comiendo un cuenco de huevos con un pedazo de pan duro.

—Tecnes de Platea, toda Atenas llora tus pérdidas —dijo Milcíades haciendo una reverencia.

Iba con él una sacerdotisa de Atenea, vestida, aun a aquella hora, con el quitón más blanco que yo había visto nunca, con hilo de oro en el dobladillo. Paleto de mí, no pude quitarle los ojos de encima.

Pater tenía la boca llena de huevo. Tragó. Tenía los ojos rojos de llorar y llevaba un quitonisco de lino húmedo que alguna vez había sido blanco y bien plisado y ahora era gris y estaba ajado y deformado. En nuestra fuerza, había esclavos que vestían mejor que pater.

Se levantó.

—No me escogieron en la asamblea para dirigir a los hombres de Platea —dijo formalmente—. Pero, hasta que la asamblea escoja a otro, acepto vuestras palabras en nombre de todos los hombres de nuestra ciudad.

Milcíades abrió sus brazos. Era interesante observarlo en cuanto hombre público; yo solo lo había visto a una distancia coloquial. Tenía entonces unos veinticinco años y estaba introduciéndose en las esferas del poder.

—Platea aportó un octavo de la fuerza que teníamos para hacer frente a los peloponesios —dijo Milcíades—. Nosotros ofrecemos a Platea un cuarto de todo lo que hemos tomado con nuestras lanzas y os consideramos los más valientes de los aliados.

El viento hizo ondear sus capas. Pater no dijo nada, pero los hombres de Platea que estaban tras él se congregaron y empezaron a gritar, en aprobación, casi como una ovación. Después, la sacerdotisa dio un paso adelante y cantó una oración a la Señora, y todos los hombres presentes se le unieron. Después, nos purificó, por haber matado. Era buena: su voz era suave y firme, y todos los hombres se sintieron mejor con sus palabras, y el espíritu de la diosa, que nosotros llamamos Señora y los atenienses llaman Atenea, estuvo con todos nosotros.

Milcíades invitó a pater y a Mirón a asistir a una reunión de los comandantes. Le busqué a pater mi mejor clámide y se la puse con un alfiler de oro del botín. Pater estaba por encima de esas cosas, pero Mirón le hizo una seña de aprobación con la cabeza. Nadie quería que pater pareciera un trapero delante de los atenienses.

Los dos regresaron antes de que el sol llegase a lo más alto; ambos tenían el rostro crispado, y pater tenía marcas negras en las comisuras de los ojos. Pater ignoró mis preguntas y nos envió a mí, a Hermógenes y a todos los demás chicos que pudimos encontrar para que reuniéramos a todos los píateos.

Solo éramos mil hoplitas y otros mil muchachos y esclavos. Nos reunimos antes de que los pájaros dejaran de cantar. Estábamos en la cima de la colina, al lado del viejo fuerte, y pater y Mirón llevaban lanzas, como si, conjuntamente, fueran los presidentes. Pater hizo una señal de asentimiento a Mirón y este levantó su lanza.

—¡Hombres de Platea! —dijo. Estaba pálido. Había perdido mucha sangre y andaba con cuidado por la herida próxima a la ingle que el médico ateniense le había cauterizado. Si el mortífero arquero hubiese afinado la puntería, podría haber sido un muerto viviente. Pero Mirón tenía el coraje que hace que un hombre haga lo que tiene que hacer aun herido—. El arconte murió sirviendo a la ciudad. No tenemos nuevo arconte ni tampoco estratego.

—¿Y eso qué importa? —dijo alguien—. Vayamos a casa. ¡Podemos debatirlo en la asamblea!

—¡Hombres de Platea! —dijo Mirón. Su voz no era muy fuerte, pero los hombres guardaban silencio para escucharlo—. El ejército de Tebas está a un día de marcha y los hombres de Atenas nos piden que nos quedemos y luchemos.

Esa información fue recibida con una oleada de quejas y murmullos.

Pater se adelantó. Levantó su lanza.

—¡Basta de tonterías! —gritó—. O luchamos mañana con Atenas a nuestro lado o tendremos que enfrentarnos a ellos dentro de un mes, en casa, solos —dijo, y eso los calló. Después, pater asintió—. ¡Detuvimos a Esparta! —dijo—. ¿Qué tiene de especial Tebas?

Ahora lo ovacionaron. Todos odiaban a Tebas. Esparta era un monstruo noble y horripilante de los relatos de los viajeros, pero Tebas era el enemigo familiar.

Mirón señaló a pater.

—Propongo que Tecnes, de los Corvaxos, sea estratego.

Nadie rugió. Pater no tenía nada del magnetismo que puede hacer que los hombres te quieran, pero todas las manos se elevaron al aire.

Mirón hizo una señal de asentimiento a pater. Pater apuntó su lanza hacia Mirón.

—Yo propongo que Mirón, de la casa de Hércules, sea arconte de los píateos hasta que nos reunamos en la asamblea.

Y así se hizo.

Antes de que el día sumara una hora más, los escuderos estábamos empaquetando las cosas. Ahora teníamos burros, docenas de burros, como parte del botín del campamento peloponesio. Yo estaba tratando de ingeniármelas para ponerle un aparejo extranjero a un testarudo animal cuando sentí la mano de pater en mi hombro.

—Recoge la armadura de tu hermano —dijo— y toma a Hermógenes como escudero. Mañana estarás con los hombres. Basta ya de juegos de niños.

Y así me convertí en hoplita.