3

Pasé el invierno con Calcas. Me hizo un arco. No era un arco muy bueno, pero con él aprendí a disparar a ardillas y a amenazar a pájaros cantores. Y cuando el invierno quedó atrás, él me llevó a cazar.

Aún me sigue gustando la caza y se lo debo a aquel hombre. En realidad, me enseñó a ser un señor más de lo que Milcíades me enseñara nunca. Subíamos a la montaña, levantándonos antes del amanecer y siguiendo las huellas de conejos o venados a través de los bosques. Con su arco, mató un lobo y me hizo llevar a casa el cuerpo del animal.

Lo que mejor recuerdo de aquel invierno es la vista de la sangre sobre la nieve. No tenía ni idea de la cantidad de sangre que un animal tiene en su interior. ¡Oh, cariño! Había visto carnicerías de cabras y ovejas, había visto la sangre derramada en el sacrificio. Pero hacerlo yo mismo…

Recuerdo haber matado un ciervo, un cervatillo. El primero que maté. Lo alcancé con una jabalina, más por suerte que otra cosa. Cómo se echó a reír Calcas, para sorpresa mía. Y, de repente, de ser grande, al menos para mí, me pareció muy pequeño allí caído, resollando en la nieve con mi jabalina en la panza. Tenía ojos… estaba vivo.

A indicación de Calcas, cogí el cuchillo de hierro que me había costado una paliza y agarré la cabeza del ciervo y le corté el cuello. Tuve que darle ocho o diez golpes… ¡pobre animal! Que Artemisa impida que vuelva a atormentar de esa manera a un animal. Nunca me abandonó su mirada cuando murió, y había sangre por todas partes. Siguió cayéndome encima, caliente y pegajosa y, más tarde, fría y empalagosa, como la culpa. Cuando la sangre se te mete bajo las uñas, solo puedes rasparla con un cuchillo, ¿sabes? Sospecho que eso encierra una moraleja.

Y yo estaba de rodillas en la nieve, con el frío entrándome por las rodillas al aire. La nieve se mezclaba con la sangre como una flor roja brillante. Me transportó. Me parecía que llevaba un mensaje. En nuestros días, hay un filósofo que enseña en Mileto que dice que el alma de un hombre está en su sangre. No me cuesta nada verlo.

Sí, el relato.

Aprendí las letras, día a día, semana a semana. Cuando pude hacer palabras sobre el papiro, el ritmo de nuestros días cambió. Cazábamos hasta que el sol llegaba a lo más alto en el cielo o nos limitábamos a andar por los bosques, subiendo al Citerón hasta que las piernas me quemaban como si el fuego de la fragua me ardiera en los tobillos y regresábamos a la choza para leer a la buena luz del día. Y todos los días hacíamos la danza, las danzas pírricas. Primero, desnudo; después, cuando crecí, con la armadura puesta.

Era una buena vida.

En primavera, había crecido mucho y era mucho más fuerte, y podía salir a la nieve llevando un quitón y regresar con un conejo. Entendía las huellas que los animales dejaban en la nieve y lo que significaban, y entendía las huellas que hacían los hombres sobre el papel y lo que ellas querían decir. Una vez lo conseguí, lo conseguí; quizá haya sido el principiante más lento de la historia de la lectura, pero, tras el primer invierno, me sabía Hesíodo al dedillo y había acabado la Odisea. Evidentemente, es más fácil leer algo cuando has escuchado la historia durante toda tu vida, claro que sí, cariño. Pero me encantaba leer.

Cuando la nieve hubo desaparecido de las colinas y el sol fue calentando más, Calcas dejó de cazar. Habíamos comido más carne de la que yo había tomado durante toda mi vida, pero él decía que la primavera estaba consagrada a Artemisa, cuando los animales bajaban de las alturas para aparearse.

—No volveré a matar hasta la fiesta de Deméter —dijo. Y, con una mueca, añadió—: Salvo que sea a un hombre.

¡Oh, sí!

El hombre al que mató venía a robarnos. Habían pasado seis meses desde que estuve en casa y Calcas me hacía correr todas las mañanas antes de que saliera el sol; corría y corría por las pistas que estaban detrás de la ermita. Cuando llegó el ladrón, yo estaba corriendo y la primera noticia la tuve cuando llegué de vuelta al claro, desnudo y caliente, y encontré a Calcas con una espada en la mano. El ladrón llevaba una májaira, un cuchillo grande o espada corta, según como se mirase. Desde donde yo estaba, era enorme.

—No te acerques, muchacho —me dijo Calcas.

Por eso, corrí rodeando al hombre. Parecía desesperado.

—Dame el dinero —dijo.

—No —dijo Calcas, y se echó a reír.

Me estaba resfriando. No era verano y estaba desnudo. Y, en su voz, el hombre de la espada manifestaba la misma desesperación que le había oído a Simón.

Calcas retrocedió hacia la tumba y el ladrón lo siguió.

—¡Dame el dinero! —gritó.

Calcas esquivó el torpe avance del ladrón. De repente, este se había quedado de espaldas a la tumba.

—Dame… —dijo, y sonó como si estuviera rogándolo.

Calcas levantó su espada.

—Dedico tu espíritu al héroe Leito —dijo, y la cabeza del ladrón cayó de sus hombros y la sangre se esparció alrededor.

Yo había visto a Calcas matando animales y sabía lo mortífero que era. Así que no me estremecí. Lo observé mientras disponía el cadáver de manera que el resto de la sangre se derramara sobre la cúpula del tolos. Un hombre tiene aun más sangre que un ciervo.

Yo entré, me puse alguna ropa y sacudí las manos.

Más tarde, enterramos el cadáver. Calcas no hizo ninguna oración sobre él.

—Lo mandé a servir al héroe —dijo Calcas—. No necesita oraciones. Pobre cabrón.

El y yo enterramos al ladrón cavando con un pico y una pala de madera y, mientras lo enterrábamos, me di cuenta de que había un círculo de sepulturas alrededor del tolos.

Calcas se encogió de hombros.

—Los dioses envían a uno cada año —dijo.

Aquella noche acabó muy borracho.

El día siguiente estuve corriendo y jugando durante todo el día, porque él no se levantó salvo para calentar unas alubias.

Pero el tercer día, cuando volví de correr, le pregunté si podía enseñarme a utilizar la espada.

—Primero, la lanza —dijo—. La espada, más adelante.

Estoy contando esto de forma desordenada, pero tengo que decir que el único problema que tuve con Calcas y las lecciones fue que, cuando di el estirón de mis nueve años, él me quiso hacer suyo. En cuanto me puso las manos encima, aquel primer día, enseñándome la lanza, supe lo que quería.

Yo no quería hacerlo. Hay chicos que lo hacen y chicos que no. Con las chicas pasa lo mismo, supongo. Así que me libré de sus manos. Él podría haberme forzado, pero no era de ese estilo. Se limitaba a esperar y, siempre que me tocaba las caderas o la cintura, yo me estremecía o me quedaba quieto. Captó el mensaje y no tuve que decir nada.

En cierto sentido, fue una pena. Él era un buen hombre y no era feliz. Necesitaba amigos, compañeros de bebida y una vida. En cambio, enseñaba a un niño que no lo amaba y escuchaba los pecados de mercenarios vagabundos. No tengo ni idea de lo que había hecho ni dónde, pero se había condenado a muerte a sí mismo.

A veces, las buenas personas hacen cosas lamentables, cariño. Y, cuando una persona decide morir, muere. Yo creo que Calcas vivió un poco más para enseñarme. O quizá me guste pensar tal cosa.

Llegó el verano y fui a casa a ayudar a recoger la cebada. Sabía leer y Calcas me mandó a casa con un manuscrito para que siguiera haciéndolo mientras estuviera lejos de él: el catálogo de naves de la Ilíada. Yo le dije que mater tenía manuscritos de Teognis y me pidió que se los prestara.

Mi casa era diferente.

Pater era rico. No hay otra forma de decirlo. Teníamos tres familias esclavas labradoras. Prácticamente, yo sobraba en la recolección, aunque en una dura jornada de trabajo estuviera colocando las gavillas. La mayoría de las veces, leía en voz alta a mater, que es lo más agradable que puedo recordar de ella. Cuando llegué, estaba bebida y avergonzada de su estado. Pero a la mañana siguiente estaba sobria y muy atareada. La paradoja era que, entonces, podría haber actuado como una señora. Había seis o siete esclavas; yo ni siquiera conocía sus nombres. En el patio, había un edificio nuevo: una casa de esclavos.

Mi hermana había cambiado. Tenía siete años y, con su lengua viperina, estaba muy ocupada enseñando sus cosas a los mayores. Tenía una muñeca de cerámica y tela del este que guardaba como un tesoro. Se sentaba al sol y me contaba historias de su preciosa muñeca Casandra, y yo escuchaba muy serio.

Mi hermano trabajaba en la fragua y estaba resentido por eso, pero su cuerpo estaba bien formado. Ya se asemejaba a un hombre o, al menos, a mí me lo parecía. No le interesaba nada que yo pudiera contarle, así que lo dejé solo. Sin embargo, en mi segunda noche, me dio una copa que había hecho él, una cosa sencilla, sin adornos, pero el borde estaba bien torneado y el asa, bien fijada.

—Pater puso los remaches —admitió. Después, encogiéndose de hombros, añadió—: Ahora, probablemente pueda hacerlo mejor.

Frunció el ceño y apartó la mirada.

Me encantó. Me imaginaba bebiendo con mi propia copa de bronce a la orilla de un torrente, en la montaña.

—¡Hefesto te bendiga, hermano! —dije.

—Entonces, ¿te gusta? —preguntó.

De repente, era mi hermano otra vez. El día siguiente fue como los días de otras ocasiones y el resentimiento había desaparecido, por lo que pude enseñarle la mejor manera de lanzar una jabalina y le gustó mucho; él me llevó al taller y me enseñó cómo hacía un cuenco sencillo. Habíamos recorrido un largo camino como familia cuando mi hermano pudo trabajar una chapa de cobre minuciosamente batido sin permiso de pater. En realidad, pater vino, miró su trabajo y lo despeinó. Después se volvió hacia mí.

—¿Cómo van tus letras, chico? —preguntó—. Tu madre dice que sabes leer.

Resulta extraña la velocidad a la que funciona la mente cuando surge el miedo. Por un momento, pensé que le impresionaría; después pensé que quizá sería un error, porque acabarían mis días en el monte Citerón y ya no habría más cazas de conejos al amanecer. Y en ese torbellino de pensamientos, comprendí hasta qué punto me había separado del mundo de la fragua.

No obstante, naturalmente, venció el deseo de complacer a pater.

—Puedo leer la Ilíada, pater —dije—. Y escribir todas mis letras.

Pater me entregó un trozo de carbón y una tabla plana que él había blanqueado y utilizaba para sus diseños.

—Escribe para mí. Escribe: «Esta copa es de Milcíades y la hizo Tecnes».

Lo pensé un momento y después, un tanto atrevido, cambié las palabras de manera que solo hiciesen falta dos.

Escribí con claridad, como un buen artesano. Sabía que pater grabaría las palabras si las mías eran lo bastante buenas. Dos palabras —el griego es un idioma espléndido para indicar la propiedad—: «DE-MILCÍADES POR-TECNES», escribí.

Pater lo examinó. Él podía leerlo, aunque despacio. Después sonrió.

Mi hermano me guiñó el ojo, porque podíamos contar aquellas sonrisas con los dedos de la mano, tan escasas y valiosas eran.

—Mmmm… —dijo.

Asintió; después lo escribió sobre cobre dos veces, para asegurarse. A continuación lo puso sobre una copa que tenía, alrededor de la base. Utilizaba un cincel muy pequeño, una herramienta nueva y evidentemente cara, con un mango fino, para trabajar las letras en profundidad. Chalkidis y yo nos quedamos juntos mirando hasta que estuvo hecho.

—Chalkidis batió el bronce hasta hacerlo una chapa —dijo pater—. Yo hice la copa. Tú has puesto las letras —añadió. Asintió, obviamente satisfecho—. Esto le gustará.

Pater tenía un encargo que cumplir: hacer la armadura y una vajilla lujosa para Milcíades. Pater no era el único: Milcíades compraba los carros de Draco casi tan rápido como podía construirlos. Podían haberse preguntado por qué un aristócrata ateniense no compraba estas cosas más cerca de su casa, pero no lo hicieron.

Mater sí. Ella lo mencionaba dos veces al día, por lo menos.

—Tu padre va directo a la ruina —decía—. Milcíades va tan por delante de tu padre como él va por delante de mí.

Sobria, la inteligencia de mater era penetrante y cruel. Por desgracia, los dioses la hicieron de manera que solo era feliz cuando estaba ligeramente achispada: graciosa, insinuante, lista y sociable. Pero sobria, era Medea, y borracha, era Medusa.

Estuve leyéndole y ella me dejó su libro de poemas y dijo que iría y me visitaría.

—Me gusta lo que oigo de tu Calcas —dijo—. ¿Te ha hecho ya el amor?

Ella era hija de aristócratas, ya sabes. Y esa era la forma de comportarse, aun en Beocia: hombres con niños y mujeres con niñas. Al menos, entre la aristocracia.

Me ruboricé y tartamudeé.

—Así que no. Está bien. No te gustaría, ¿no es cierto? —dijo esto tocándome la mejilla; en cierto modo, era algo horripilante. Ella nunca nos tocaba.

—No —dije.

—No —repitió. Estaba sentada en su ktínia, un banco largo como una cama, reclinada, con su chal encima—. Cuando sientas la necesidad, dímelo y te compraré un esclavo para eso.

No tenía ni idea de lo que estaba hablando, aparte de no entender lo que quería Calcas, excepto un vago temor. Y, en muchos aspectos, me gustaba más Calcas que mater.

Me di cuenta de que estaba deseando volver a la ermita. Me despedí con más alivio que nostalgia. Hermógenes vino conmigo. Tuvimos un paseo agradable.

—Seré libre el año que viene —dijo, melancólico.

—Hagamos como si fueses libre ahora —dije yo—. Puedes practicar.

Me miró.

—¿Cómo puedo hacer como si fuese libre? —preguntó.

Me eché a reír.

—Calcas me dice que todos hacemos como si fuésemos libres —dije, como un niño típico que trata de parecer adulto como su maestro—. Pero tú puedes mirarme a los ojos cuando hables y decirme que me vaya a la mierda cuando te haga enfadar. ¡Vamos, haz como si lo fueras!

Hermógenes negó con la cabeza.

—Tú nunca has sido esclavo, Arímnestos —dijo—. Nadie hace como si fuese libre. Y te aseguro que ningún hombre libre hace como si fuese un esclavo.

Llegamos a la ermita a la caída de la tarde. Hermógenes se quedó por la noche y lo llevamos de caza por la mañana. Era un excelente matador de conejos, entrenado a base de hambre, y rápidamente se ganó los elogios de Calcas. Yo lo envidiaba. Salieron a relucir motes e insultos y algunos puñetazos de niño de nueve años. En medio de una catarata de golpes, le llamé «esclavo» y se paró en seco.

No vi venir el golpe de Calcas. Me dio en la oreja y me tumbó.

—¿Acaso eres tú un caballero? —me preguntó, con la ventaja del metro ochenta de altura—. Le invitaste a ser un hombre libre. Le pediste que confiara en ti. Después le has llamado «esclavo». ¿Puedes mantener tu palabra?

Yo estaba molesto, pero no era tonto. El dolor tiene un efecto notable en los niños. Me senté.

—Te pido disculpas, Hermógenes —dije formalmente—. Solo quería llamarte algo desagradable, como «bastardo» o así —añadí, tratando de sonreír.

Calcas negó con la cabeza.

—Eso es una disculpa que no significa nada, jovencito. Nunca llames «bastardo» a un bastardo ni «esclavo» a un esclavo, a menos que quieras luchar a muerte. Créeme, yo soy un bastardo, lo sé.

Acabamos pidiéndonos perdón muy formalmente. Se produjo un silencio y anduvimos un rato cada uno por su lado.

Calcas se echó a reír, nos llamó «niñas» y nos condujo a la montaña tras un ciervo. Era tarde, pero la Señora de los Animales nos mandó un buen ciervo, y Hermógenes y yo le dimos caza con las jabalinas, mientras Calcas se movía cuidadosamente entre los árboles para empujar al ciervo hasta ponerlo al alcance de nuestras armas, y lo matamos cuando el sol estaba casi a la altura de las copas de los árboles. Después, Calcas hizo que Hermógenes cortara el cuello del ciervo y lo ungió con sangre en la cara, como había hecho conmigo.

—Arímnestos dice que vas a ser un hombre libre —dijo Calcas—. Tienes que aprender a mirar a los otros hombres a los ojos.

Y pensar en ellos como en este —y señaló el cuerpo del ciervo—. Esclavo o libre, el hombre no es más que un montón de huesos y carne con sangre en medio.

Hermógenes no dijo nada, pero me abrazó y, cuando iba a partir, chocamos las manos como si fuésemos hombres. Enviamos a casa a Hermógenes con un pernil de venado y un par de conejos, lo que, sin duda, lo convertiría en un héroe a los ojos de su familia. Hermógenes y yo sellamos nuestra amistad aquella mañana. Pero yo tenía que ser esclavo antes de descubrir hasta qué punto eran ciertas las palabras de Calcas.

En la Beocia de mi juventud, éramos pobres hombres y, aunque pensábamos que conocíamos el mundo, sabíamos poco de lo que pasaba más allá de nuestra población, nuestra montaña y nuestro río. Éstos eran los límites de nuestras vidas.

Las fiestas llegaban y pasaban, como las siembras y las cosechas, y yo me iba haciendo mayor. A la ermita llegaban hombres duros y Calcas se sentaba a pasar la noche con ellos. El segundo año, uno trató de violarme y Calcas lo mató. Yo estaba poco menos que paralizado por el miedo, aunque me las arreglé para darle tal golpe en la mano que dio un alarido. Después de ese episodio, tuve más cuidado con los hombres duros.

Cada vez pasaba más tiempo practicando para la guerra. Calcas había sido un guerrero; me había dado cuenta de ello, aunque no pudiera ponerle una fecha al pensamiento. Todos los hombres que venían también eran guerreros. Era como si pertenecieran a un gremio, como los herreros o los alfareros; era raro, porque, en la Beocia de mi juventud, todos los hombres libres tenían que ser guerreros, pero a ningún hombre que yo conociera entonces le gustaba en realidad, Como el sexo o la defecación, era algo qúe todos los hombres hacían, pero de lo que solo hablaban los niños.

¡Menuda vergüenza!

Por eso, me entrenaba con él. No siempre me daba cuenta de que me estuviera entrenando. Tenía ejercicios para cada hora del día y muchos de ellos se parecían bastante al trabajo: recoger leña, partirla sobre el tocón correspondiente, cortar los trozos más grandes en otros más pequeños del tamaño adecuado al hogar con una afilada hacha de bronce y dividirlos después. Esta tarea podía consumir tanto tiempo como quisiera Calcas: necesitábamos leña, llegaba el invierno. Y el uso del hacha me enseñó muchas cosas, por ejemplo, que, como en la fragua, la precisión era más valiosa que la fuerza bruta; que la habilidad para dar dos veces en el mismo sitio exactamente era mejor que dar una sola vez en dos sitios diferentes. ¡Ah, querida mía!, tú nunca te pelearás con un hombre que lleve bronce encima. Pero debes aceptar la palabra de un anciano: puedes matar a un hombre a través de su caro casco de bronce si puedes golpearle exactamente en el mismo sitio con la suficiente frecuencia.

Calcas no era hoplomaco, un maestro de lucha. Él no tenía una danza especial que enseñar, ni sus lecciones sobre la espada eran tan organizadas como sus lecciones de escritura. En cambio, teníamos que ser profundos en un pasaje de la Ilíada, y buscaría y haría el comentario que acabo de hacer.

—¡Arímnestos! —diría—, ¿sabes que, si golpeas a un hombre con frecuencia suficiente exactamente en el mismo sitio del casco, su casco se romperá y su cerebro se desparramará?

Yo le miraría, tratando de imaginarlo. Y después volveríamos a la Ilíada.

Hay un pasaje, más adelante en el poema, en el que Aquíles está todavía enfurruñado y Héctor descarga su furia entre los griegos. Y varios de los héroes menores forman una fila, traban sus escudos y detienen el ataque. Lo recuerdo cantando en voz bastante baja todo el pasaje. La luz del otoño penetró con fuerza a través de nuestra ventana de asta y las motas de polvo flotaban en el rayo de luz. Cuando ocurría, me gustaba imaginar que los dioses estaban con nosotros.

Calcas levantó la vista, al rayo de luz, pero su mirada estaba mucho más lejos.

—Así son las cosas cuando los hombres menos importantes tratan de parar a los mejores. Debes trabar tu escudo con el de tu compañero, bajar la cabeza y negarte a correr riesgos. Deja que el mejor vaya contra tu escudo. Golpea fuerte con tu lanza para mantenerlo a raya a la distancia de un brazo y no abandones la seguridad del muro de escudos —dijo, encogiéndose de hombros—. Ruega a los dioses que el matador busque otra presa, tropiece y caiga o que tus propios matadores lleguen y te salven.

—Pero vos erais de los mejores —dije yo—. Vos erais un… un matador.

De repente, sus ojos se cruzaron con los míos y pude verlo con su casco de alto penacho, su fuerte brazo derecho machacando el escudo de un hombre del montón, hasta hacer el corte mortal. Podía verlo como si estuviese allí.

—Sí —dijo—. Yo fui un matador de hombres —añadió. Después, su mirada se perdió. Yo sabía dónde estaba; estaba en el campo de batalla—. Todavía lo soy. Cuando has estado allí, no puedes abandonarlo.