Estando en Heraclea, donde gobernamos la Propóntide desde la época de las tribus salvajes, quizá te parezca raro que, en Beoda, dos ciudades que están a distancia de un día puedan ser enemigas inveteradas. Es cierto, gastamos las mismas bromas y adoramos a los mismos dioses, y todos leemos a Homero y Hesíodo, elogiamos a los mismos atletas y maldecimos del mismo modo, pero Tebas y Platea nunca fueron amigas. Los tebanos eran grandes, pulcros y metían sus grandes narices donde no queríamos. Tenían una «federación», una extraña forma de decir que gobernaban todo, que los antiguos sistemas podían irse al Tártaro y que todas las polis pequeñas tenían que limitarse a obedecer.
Yo tenía entonces cinco años, o quizá seis, cuando pater se fue y regresó herido; los hombres de Tebas se llevaron la mejor parte. No atacaron nuestros huertos ni quemaron nuestras cosechas, pero nosotros nos sometimos y ellos obligaron a la pequeña Platea a aceptar sus leyes.
Y ahí podría haber quedado todo si no hubiese sido por la Daidala.
Creerás que lo sabes todo acerca de la Daidala, querida, porque yo soy aquí el amo y hago que los campesinos celebren la fiesta de mi juventud. Pero, escucha, zugater, en las laderas del Citerón fue donde Zeus temió por primera vez perder el amor de su esposa, Hera. Ella lo dejó, porque era un mal esposo y la engañó, porque dime: ¿crees que tu esposo no debería nunca abandonar tu lecho? Ya me ocuparía yo de que volviera o acabaría con sus tripas deshechas.
En todo caso, ella lo dejó y, cuando se fue, como ocurre en el caso de los hombres, él la echó en falta. Por eso le pidió que volviese. Pero, cuando eres un dios y el padre de los dioses —sí, o cuando solo eres un hombre mortal y pagado de tu propia importancia—, es difícil pedir perdón y más difícil aun que te lo nieguen.
Por eso, Zeus se fue a Beocia, en aquellos días en que había reyes. Él encontró al rey, plateo, por supuesto, y le pidió consejo.
El rey pensó en ello durante un día. Preguntó a su propia esposa si aquello tenía algún sentido. Después volvió al poderoso Zeus, no dudó en encogerse de hombros ante la ironía de todo el asunto y dijo:
—Poderoso Zeus, primero entre los dioses y los hombres, puedes conseguir que vuelva la hermosa Hera, la de los ojos de vaca, si la pones celosa, haciendo que crea que tratas de reemplazarla para siempre.
Así que le propuso hacer una estatua de madera de una hermosa koré, una doncella, vestida con traje nupcial y que la llevaran a los sagrados recintos de la montaña e imitaran la forma en que hombres y mujeres asisten a una boda.
—Hera vendrá en toda su gloria a destruir a la usurpadora —dijo el rey—. Y cuando vea que solo hay un trozo de madera, se echará a reír. Después os reconciliaréis.
Es posible que Zeus pensara que era el plan más estúpido que hubiera oído nunca, pero estaba desesperado. Para un anciano como yo, ese plan me parece profundamente cínico. Sin embargo, funcionó. La procesión nupcial ascendió por la ladera y Hera vino y destruyó la estatua con sus poderes. Después, vio que solo había quemado un trozo de madera y se echó a reír, y ella y Zeus se reconciliaron y celebraron de nuevo su matrimonio eterno.
Por eso, todas las ciudades de Beocia se turnaban para celebrar la Daidala: cuarenta y ocho ciudades y, en el año cuarenta y nueve, se celebraba la Gran Daidala, cuando las hogueras ardían como ardían los faros cuando llegaron los medos. Y competían para celebrar la mejor fiesta, tener la mayor hoguera, los adornos más refinados en los vestidos, la koré más bella. Pero como la federación de Tebas se hizo con el poder, también Tebas se apoderó de la fiesta. No permitiría ningún rival y la Daidala solo la celebraría Tebas, y la pequeña Tespias y nuestra Platea. Solo nuestros dos pequeños estados osaron insistir en nuestros antiguos derechos.
Ahora bien, cuando los hombres de Tebas nos vencieron en aquella ocasión, nuestros dirigentes firmaron el tratado, acataron sus leyes y aceptaron la federación, igual que un hombre pobre acepta un embutido malo en el mercado cuando no se atreve a regatear. Pero el tratado no decía nada sobre la Daidala. Y el turno de Platea se acercaba, su primer turno para celebrar la fiesta en cerca de cincuenta años.
Durante un año después de la batalla, los hombres no hablaron mucho sobre la cuestión. Pero entonces hacía pocos años que se había celebrado la Daidala platea, y las ciudades trabajaban durante años para hacer que la fiesta fuese grande. Por tanto, no mucho después de que el sacerdote viniera a nuestra casa —así lo recuerdo yo— y el fuego de la fragua volviera a encenderse, los hombres empezaron a volver a la herrería. Primero venían a que arreglaran sus ollas y a que reforzaran sus arados, pero pronto comenzaron a venir a hablar. Cuando cambiara el tiempo y pater saliera a trabajar fuera, los hombres vendrían en cuanto acabaran su trabajo en el campo, o antes, y se sentarían en los bancos de la fragua de pater o se apoyarían en la cerca de la vaca o en su cobertizo. Traerían su propio vino, se lo servirían para cada uno y para pater y hablarían.
Yo era un chico y me encantaba oír hablar a los hombres. Eran hombres sencillos, no señores, pero tampoco idiotas. Aun aquí, en esta casa, oigo que la vida del hombre rústico es motivo de diversión. Quizá. Quizá haya gañanes que piensen más en el precio de un burro que en una bella estatua. ¿Y qué? ¿Cuántos de estos filósofos podrían arar un surco recto, eh, chica? En el mundo, hay sitio para muchos tipos de saber: esa fue la revelación de mi vida y tienes que escribirlo.
¡Ah!, es bueno ser señor.
En cualquier caso, al final del día, estaban en el patio el alfarero, Karpos, hijo de Foibos; el carretero, Draco, hijo de Draco; el peletero Zerón, hijo de Xenón, algunos de sus esclavos y una docena de labradores. Y discutían de todo, desde la inmortalidad de los dioses hasta el precio del trigo en el mercado de Tebas, y en Corinto y en Atenas.
Atenas. ¿Cuántas veces la mencionaré en esta historia? No era mi ciudad, pero estaba coronada de belleza y fuerza; en cierto modo, Platea nunca podría ser fuerte, aunque fuese caprichosa y, a veces, cruel, como una doncella. Como tú lo serás bastante pronto, querida. Atenas es ahora la mayor ciudad del mundo, pero entonces no era más que otras polis, y fuera de Atica, los hombres le prestaban poca atención.
Sin embargo, estaba empezando a descubrir su poder. Tengo que aburrirte con algo de historia. Durante cuarenta años, Atenas ha estado sometida a una tiranía, la de los pisistrátidas. Unos dicen que los tiranos fueron buenos para Atenas y otros, que fueron malos. Tengo amigos de ambos grupos y sospecho que la verdad era que los tiranos fueron buenos en ciertos sentidos y malos en otros.
Mientras los tiranos eran dueños y señores de Atenas, el mundo estaba cambiando. Primero, Esparta se hizo con el poder, aplastando inicialmente las ciudades próximas a la suya y obligando después al resto de sus vecinos a celebrar una serie de tratados que los obligaban a servir a Esparta. Ahora, en el Peloponeso, y en todos los demás lugares también, solo luchaban en las guerras los hombres que tenían propiedades inmobiliarias. Los esclavos podían lanzar piedras y los labradores pobres podían lanzar una jabalina, pero los guerreros eran los aristócratas y sus amigos.
Los ejércitos eran pequeños, porque, gracias a los dioses, solo hay unos pocos aristócratas en el mundo. Pero, cuando Esparta creó su «Liga», cambió el mundo. De repente, el Peloponeso pudo alistar un ejército mayor que ningún otro. Los espartanos eran grandes guerreros —pregúntales—, pero lo que los hacía peligrosos era el tamaño de su ejército. Esparta podía poner en el campo de batalla a diez mil hombres.
Los otros estados tenían que responder. Tebas formó su propia liga, la federación de Beocia, pero otros estados tenían que buscar otra manera de reunir esa fuerza. En Platea, optamos por armar a todos los hombres libres. Aun así, como he dicho, nunca pudimos reunir a más de mil quinientos hombres armados.
En Atenas, los tiranos mantenían unos ejércitos reducidos. No permitían que los hombres llevaran armas al extranjero y, cuando tenían que luchar, contrataban a mercenarios de Tesalia y Escitia. No se fiaban de su pueblo.
No te engañes, cariño. Nosotros también éramos tiranos.
En todo caso, siendo yo todavía un niño, cayeron los pisistrátidas. Los supervivientes huyeron a refugiarse bajo el Gran Rey de Persia y Atenas se convirtió en una democracia. De repente, en un día, Atenas tuvo la gente suficiente para poner en pie un gran ejército: diez mil hoplitas o más. La Atenas de mi infancia era como un chiquillo que acabara de desarrollar sus primeros músculos.
Te has mantenido despierta durante mi lección de historia —ese tipo que te está cortejando debe de estar haciendo su efecto—. La cuestión es —porque hay una cuestión, cariño— que, por primera vez, Atenas se sentía fuerte y, de repente, se abría como mercado para los píateos, justo al otro lado de las montañas y evitando el paso a Tebas. Algunos de los agricultores más ricos habían descubierto que, si acarreaban el aceite de oliva, el grano y el vino por la montaña hasta Atenas, conseguían un precio mucho mejor que el que obtenían en el mercado de la pequeña Platea, o en el de la poderosa Tebas.
Yo deseaba con todas mis fuerzas ir a Atenas. Soñaba con ello. Había oído que toda la ciudad estaba construida con mármol de Paros. Mentiras, por supuesto, pero uno tenía sus propios sueños… ya sabes cómo son los sueños. Y oímos que los alcmeónidas estaban construyendo en Delfos el nuevo templo de Apolo en mármol —nunca se había hecho antes— y era una maravilla. Draco, el carretero, lo más parecido a un buen amigo que tenía pater, fue en peregrinación a Delfos y volvió hablando maravillas del nuevo templo.
¡Bah!, dame esa copa de vino y no hagas caso de las digresiones de un viejo. De todos modos, la comidilla de aquel verano eran la Daidala y el precio del grano.
Epicteto era el labrador más rico de la localidad. Había nacido esclavo, se había labrado su riqueza con su propio sudor y podía haber renacido como el viejo Hesíodo; un hombre que no convenía tener como enemigo. Había viajado a Atenas el año anterior y le había entusiasmado. Recuerdo el día en que llegó con un carro grande lleno de jornaleros.
—¿Ésta es la fiesta? —dijo. Tenía una voz sombría y profunda.
—Aquí no hay ninguna fiesta —dijo pater, que estaba haciendo un caldero, un caldero hondo; el yunque cantaba con cada golpe, mientras doblaba el bronce a su voluntad—. ¡Solo un puñado de holgazanes que no quieren trabajar!
Había veinte hombres en el patio de la fragua y todos se reían. Era media tarde y no había allí ningún holgazán. Había un pellejo de vino del año anterior, el magnífico líquido púrpura que daban las uvas de la casa, oscuro como el rojo de Tiro.
Epicteto se apeó de su carro y los hombres que había contratado se bajaron. Era un carro grande y alto, el mejor trabajo de Draco, del tipo que podría llevar el peso del grano de cinco fincas. Tenía un hijo ya adulto, Epicteto hijo, que era la sombra de su laborioso padre.
—Trae nuestro vino, hijo —dijo el padre, entrando a continuación en el patio.
Era todo un acontecimiento, porque Epicteto nunca entraba a holgazanear en el patio de la fragua. Decía que un hombre solo tenía una vida y que todo el tiempo que perdiese iba en su contra ante los dioses. Era el único labrador de Beocia dueño de cuatro arados. Solo necesitaba dos, pero construyó los otros dos por si acaso. Era de esa clase de hombres.
Entró, pues, en el patio y pater me envió a por un taburete a la cocina. Era como si un señor visitara a otro. Agarré un taburete y Epicteto hijo sirvió vino de una pesada ánfora a cada uno de los hombres que estaban en el patio. Yo probé un sorbo del de pater. No era barato.
Epicteto miró a su alrededor.
—He escogido el día adecuado —dijo, y asintió—. Quería hablar con los hombres, los hombres de verdad, sin delatarme ante esos bastardos tebanos de la ciudad.
Pater le entregó a Bion el nuevo caldero.
—Ponle los remaches —dijo—. ¿Me puedes pasar otra chapa?
Bion asintió. Fundiendo bronce era aun mejor que pater.
—Suave como un bebé —dijo.
—Será un rival para ti cuando lo liberes —dijo Draco.
—No —dijo pater.
Se quitó su delantal de cuero y se lo dio a otro esclavo. Después, se echó agua por la cabeza, se secó la cara con un trapo y se acercó.
—Me alegro de verte en mi patio, y un invitado siempre es una bendición —dijo pater; e hizo una libación—. Siempre tengo tiempo para escucharte, Epicteto.
Epicteto hizo una venia. Se levantó, como para hablar en la asamblea. Y, en cierto modo, así era, porque en el patio estaban los jefes de los que podríamos llamar hombres «corrientes», los hombres que sostenían los templos y santuarios, que servían en la guerra. Había algunos aristócratas y dos hombres muy ricos, pero quienes estaban en nuestro patio eran… bueno, eran la voz de los labradores, por así decir.
—¡Hombres! —dijo.
¡Era imponente!: alto, fuerte y tan bronceado que parecía de caoba. Incluso a los cincuenta, era una persona con la que había que contar.
—¡Hombres de Platea! —comenzó otra vez.
Y de repente, supe que estaba nervioso. Eso también me puso nervioso a mí. ¿Un hombre tan fuerte… y rico?
—El año pasado fui a Atenas —dijo—. Sabéis que Atenas ha derrocado a los tiranos. Han desaparecido: han huido junto al Gran Rey de Persia o han muerto —se detuvo y sonrió ligeramente—. Pero todos lo sabéis, ¿no? Soy un charlatán. Escuchad. Atenas tiene dinero: sus búhos de plata son la mejor moneda de la Hélade. Y tienen un ejército: reúnen a diez mil hoplitas cuando van a la guerra —añadió, mirando a su alrededor, y tomó un trago de vino—. Tienen tantas bocas que alimentar en su ciudad que necesitan nuestro grano. ¡Sí, importan continuamente grano de la Propóntide y del Ponto Euxino!
Los hombres se movían inquietos.
—Esto me supera. Por eso, he aquí lo que trato de deciros. No podemos luchar solos contra Tebas. Necesitamos un amigo. Atenas debe ser ese amigo. Ellos necesitan nuestro grano —dijo, encogiéndose de hombros—. He hablado con algunos hombres de Atenas. En Atenas, ellos hablan con los agricultores como si fuesen hombres importantes. No como algunos hijos de puta que conozco, ¿eh? Y los hombres con los que hablé estaban muy interesados. Interesados en ser amigos.
Miró a su alrededor.
Recuerdo que la idea me pareció tan excitante que creí que iba a estallar. ¿Atenas, la gloriosa Atenas, una aliada?
Eso va a demostrar lo que uno sabe cuando tiene siete años. El resto arrastraba los pies y miraba al suelo.
Draco se encogió de hombros.
—Escucha, Epicteto, tu idea es notable, y ya es hora de que empecemos a hablar de estas cosas. Ninguno de los que estamos aquí va a negar que necesitamos un amigo. Pero Atenas está muy lejos. Más allá de las montañas. A quinientos estadios a vuelo de cuervo, y más si es para un hombre y un carro.
Mirón, otro agricultor, se inclinó hacia delante, apoyándose en su pesado bastón.
—Atenas nunca enviaría sus falanges a través de las montañas para protegernos —dijo. Tenía una herida en el muslo de la misma batalla en la que hirieron a pater—. Necesitamos un amigo con cinco mil hoplitas sobre el terreno, a nuestro lado, y no un amigo que acuda a vengar nuestros cadáveres.
Epicteto asintió a Mirón; ambos se tenían bien calados.
—Puede que tengas razón —dijo—. Pero necesitamos un amigo que esté lo bastante lejos para que no nos obligue a ser más que un aliado —añadió, mirando a su alrededor—, como Tebas y la llamada federación.
Todos los hombres escupieron a la mención de Tebas.
Mirón asintió.
—Eso tiene sentido. ¿Qué piensas de Corinto?
Evaristo, el más hermoso de los hombres, negó con la cabeza.
—Corinto está demasiado cerca, tiene demasiados barcos y pocos hoplitas; no necesita nuestro grano, y también ama demasiado a Tebas.
Draco entregó su copa a uno de nuestros esclavos.
—Un poco más, amigo —dijo—. ¿Qué os parece Esparta? Tiene un ejército importante o, al menos, eso he oído.
—Diez veces la distancia a Atenas —dijo Epicteto.
—Lo sé —dijo Draco—. Hice mi peregrinación a Olimpia el año pasado…
—¡Ya lo sabemos! —dijeron muchos hombres, hartos de los interminables relatos de viajes de Draco.
—¡Escuchad, zopencos! —gritó Draco. Ellos lo abuchearon con humor, pero después se callaron. Él continuó—: Esparta no es como nosotros. Lo único que hacen sus ciudadanos es prepararse para la guerra.
—Y tirarse a los chiquitos —intervino Hilarión. Aunque era el menos rico de los labradores, era el más alegre y el mejor ante una muchedumbre, y el menos respetuoso con la autoridad. Se encogió de hombros—. ¡Eh!, he estado en Esparta. Las mujeres están aisladas.
Draco lanzó una mirada feroz a Hilarión.
—Señores, con independencia de sus debilidades personales, son los mejores soldados de Grecia. Y no cultivan la tierra, no hacen cacharros de barro ni trabajan los metales. Ellos combaten. Si tienen la intención, pueden venir aquí. Vengan o no, sus fincas estarán cultivadas.
—Marchen o no a la guerra, sus mujeres están solas —añadió Hilarión—. Quizá mientras vienen a salvarnos, yo atraviese el istmo y visite a algunas de ellas.
Pater habló por vez primera.
—Hilarión —dijo con suavidad. Miró a los ojos del hombre más joven y este bajó los suyos.
—Perdón —dijo.
Pater avanzó hasta ponerse en medio.
—Me da la sensación, por lo que decís —comenzó—, de que todos apoyáis la idea de que busquemos un amigo extranjero.
Ellos se miraron unos a otros. Después, Epicteto se levantó y vació su copa.
—Así es —dijo.
—Pero ninguno de nosotros sabe quién nos conviene: Atenas, Esparta, Corinto o quizá Megara —añadió pater, encogiéndose de hombros—. Somos un puñado de labradores beocios. Al menos, Epicteto ha estado en el Ática y Draco ha estado en el Peloponeso —afirmó, y miró a su alrededor—. ¿Quién querría ser nuestro amigo?
Epicteto hizo una mueca, pero no dijo nada.
—¡Si nos preparamos concienzudamente, podemos vencer a los tebanos! —dijo el hijo de Mirón, un tragafuegos llamado Dionisio—. Así, no necesitaremos a esos extranjeros.
Mirón puso una mano sobre el hombro de su hijo. El chico tenía la edad justa para manifestar su postura y no había estado presente en la derrota.
—Muchacho, cuando ellos traen a cinco mil contra nuestro millar —dijo—, no hay preparación en el mundo que pueda ayudarnos. A ningún hombre aquí presente le importa un bledo a cuántos matemos… lo único importante es que ventamos.
Los hombres mayores asintieron. La Ilíada era una historia muy buena para los niños, pero los agricultores beocios saben bien lo que conlleva la guerra: cosechas quemadas, hijas violadas y muerte. La gloria es fugaz; los gastos, inmensos, y el efecto, permanente.
Dijeron más cosas, pero eso es lo que recuerdo del día en que surgió la idea. En realidad, no era más que un lamento. Todos odiábamos a Tebas, pero ellos no estaban haciéndonos ningún daño.
No obstante, Epicteto se quedó a comer, y se ofreció a llevar lo mejor del trabajo de pater a través de las montañas a Atenas y a traerlo de vuelta si no se vendía. Y pater aceptó. Después, Epicteto le encargó una copa. Había visto la copa del sacerdote y quería una para sí.
—Una copa de la que pueda beber, tanto en el campo como en casa —dijo.
—¿Qué quieres que aparezca en ella? —le preguntó pater.
—Un hombre arando un campo —dijo Epicteto—. Ninguno de tus dioses y sátiros. Una buena yunta de bueyes y un buen hombre.
—Veinte dracmas atenienses —dijo pater—, o nada, si llevas mis productos a Atenas.
Epicteto negó con la cabeza.
—Veinte dracmas es lo que mereces —dijo—, y, de todos modos, llevaré tus productos a Atenas. Si lo tomo como un regalo, te lo debo. Si te pago, me lo debes.
Era de esa clase de hombres.
Pater trabajó como un esclavo durante el resto del verano, haciendo cosas más finas de lo acostumbrado. Hizo diez fuentes, del tipo que utilizaban los caballeros en sus fiestas, y más copas, incluyendo la más elegante de todas, con un labrador arando, para Epicteto. E hizo un casco corintio, de diseño sencillo, pero de perfecta factura. Incluso en el verano de mi séptimo año, reconocía la perfección en el metal cuando la veía.
Pater no tenía la paciencia necesaria para enseñar a los jóvenes, pero me lo metió en la cabeza. Se reía.
—Arímnestos, serás un gran hombre —decía—, pero aún no.
Hizo cuchillos de bronce para mí y para mi hermano, unos cuchillos muy finos, con algún trabajo en el centro de la hoja y en las cachas de hueso de cada lado del mango.
En aquel verano, yo trabajé como un siervo, porque éramos pobres y solo teníamos como esclavos a la familia de Bion, y Bion era demasiado experto para perder el tiempo echando aire al fuego, haciendo agujeros en el cuero o cualquier otro trabajo secundario. Y, aunque mi hermano era demasiado pequeño estuvo arando con la ayuda del hijo de Bion, Hermógenes. Juntos valían por un hombre.
A veces, aparecían hombres como Mirón y hacían una arada, reparaban una rueda o, incluso, sembraban un campo. Teníamos buenos vecinos.
Cuando no estaba en la fragua, yo estaba también en el campo. Me gustaba aquella hacienda. Nuestra tierra se encontraba en la cima de una colina, una colina baja, pero hacía que, desde la casa, hubiese una buena vista. En el patio enlosado, donde hablaban los hombres, se veía el poderoso Citerón, elevándose como un dios con la ladera a la espalda, y podían verse los muros de nuestra ciudad justo enfrente de un pequeño valle. Sobre el Citerón, veíamos la tumba del héroe y el manantial sagrado y, si mirábamos hacia Platea, podíamos ver el templo de Hera, reluciente como una lámpara en un cuarto oscuro. Los árboles del bosquecillo de Hera eran como lanzas apuntando a la colina de nuestra pequeña acrópolis, aunque estuvieran a varios estadios de distancia. Teníamos un manzano en la cumbre del olivar, y yo subía y podaba los brotes nuevos en primavera y en otoño. Teníamos vides en la ladera y, cuando no había otro trabajo que hacer, Hermógenes, Chalkidis y yo construíamos espalderas para llevar las vides.
A la orilla del río que pasaba por la base de la colina había un pequeño bosque, y los mayores habían cavado una pequeña poza de peces. Yo hacía como si fuésemos grandes señores, con nuestro propio fuerte en la colina y nuestros bosques para cazar, aunque no hubiese animales más grandes que los conejos. Pero no tengo un recuerdo más querido que ir paseando a casa desde el ágora de Platea con Bion —debíamos de haber vendido algo de vino o, quizá, de aceite, y me habían permitido bajar a la ciudad—, caminando una vez pasado el cruce en el que nuestra carretera bajaba hasta el río para ascender después por la colina hacia nuestra casa, pensando: «esta es mi tierra. Mi padre es aquí el rey».
La mayoría de las noches, a menos que mater estuviese desvariando borracha, nos reuníamos en el patio después de cenar y mirábamos cómo se ponía el sol. Teníamos un columpio en el olivo del patio. Pater me enseñó las hendiduras que había en la rama, hundidas en la madera igual que los surcos que, incluso en la piedra, hacían las ruedas de los carros. El columpio había estado en ese árbol durante las vidas de muchos hombres.
Quizá te parezca una tontería, querida, pero ver una puesta de sol desde un columpio en tu propia tierra es algo muy bueno.
Debió de ser después de la fiesta de Deméter —porque toda la cosecha estaba recogida— cuando llegó Epicteto con sus carros. Tenía dos. Nadie más sabía que tenía dos carros.
—¿Y bien? —dijo cuando sus carros estuvieron en el patio.
Pater y Bion habían dejado allí todo el bronce, por lo que nuestro patio parecía como si hubiese sido tocado por el rey Midas.
Epicteto se dio una vuelta por allí, cogiendo todas las cosas y, por último, asintió bruscamente. Buscó su copa, se hizo con ella y después miró a pater para confirmar que, en efecto, era la suya.
—No recibo muchas peticiones de un arado y bueyes —dijo pater.
Epicteto la miró; después, la levantó en su mano.
Bion dio un paso adelante y le sirvió vino en ella.
—Tienes que sentirla llena —dijo con una sonrisa.
Epicteto hizo una libación y bebió.
—Buena copa —dijo—. Paga al hombre —le dijo a su hijo.
—Lo preferiría en bronce, de Atenas —dijo pater.
—¿Menos un cuarto por el transporte? —preguntó Epicteto.
—Menos un octavo por el transporte —dijo pater.
Epicteto asintió; ambos escupieron en las manos y las chocaron, y el trato quedó cerrado. Después, los hombres contratados cargaron todo el trabajo del verano y los grandes carros comenzaron a bajar la colina.
Yo era lo bastante mayor para saber que toda la reserva de bronce de pater iba en aquellos carros. No le quedaban nada más que restos para hacer reparaciones. Si los ladrones asaltaban a Epicteto por el camino, estábamos acabados. Yo lo sabía.
Y lo sentí así durante las semanas siguientes. Pater era un hombre justo, pero, cuando el horizonte se presentaba aciago, nos pegaba, y aquellos días fueron infaustos. Una tarde, incluso le pegó salvajemente a Bion. Yo tiré un cuenco de muy buena calidad y me golpeó con un bastón. Pegó a mi hermano cuando lo encontró mirando a las chicas mientras se bañaban y todos los días estaba furioso con nosotros.
Mater estaba sobria. Parece raro en ella, pero era como si supiese que era necesaria. Así, dejó de beber y se dedicó a las labores del hogar. Todos los días nos leía en voz alta desde un taburete de su telar, y se mostraba en gran medida como la dama de cuna aristocrática que era.
Me encantaban sus relatos. Nos contaba los mitos de los dioses o cantaba partes de la Ilíada u otros relatos y yo los devoraba como mi hermano devoraba la carne. Pero, cuando acababa y la magia de su voz se extinguía, no era más que mi aburrida y bebida madre y ya no podía gustarme, por lo que me volvía al campo.
En aquellas semanas, fui a Platea con Bion y comprometí el crédito de la familia por un cuchillo de hierro. Solo los dioses saben en qué pensaba… ¿un niño pequeño con un cuchillo de hierro? ¿Quién llevaba un bronce perfecto en una correa alrededor del cuello? Los niños son tan inescrutables como los dioses.
Pater me pegó de tan mala manera que pensé que podía morir. Ahora lo comprendo: había comprometido un dinero que él no tenía. Y estábamos sin blanca. Toda nuestra cosecha y todo nuestro trabajo estaban en Atenas o se habían perdido por el camino. Ahora lo entiendo, pero entonces me dolió mucho más que la paliza. Aquella noche, decidí, con las lágrimas arrasándome la cara, que, en realidad, él no era mi padre. Ningún hombre podía tratar de ese modo a su hijo.
Aquel dolor era más profundo que cualquier golpe. Todavía me pesa.
AI día siguiente, me pidió perdón. En realidad, hizo de todo menos rebajarse ante mí, haciendo chistes malos y estremeciéndose cuando tocaba mis heridas, alternándolo con quitarle importancia a mis lesiones. Fue una extraña actuación y, en cierto modo, tan desconcertante como la paliza.
Después, se recuperó. Fuera cual fuese el daimon que le estuviera consumiendo el espíritu, él se sobrepuso. Hacía tres semanas o más que había partido Epicteto y ya llevaba una semana de retraso. Pater salió a la viña con nosotros y empezó a construir espalderas, un trabajo que él nunca hacía, como si fuera lo más natural del mundo. No se quejó, no pegó a nadie y trabajamos durante todo el día sin parar, bajo los altos y azules cielos del otoño. Las uvas estaban casi maduras y las espalderas crujían. Bion y yo estábamos físicamente recelosos de él; nuestras heridas demostraban que teníamos todo el derecho para estarlo, pero su reproche no pasó de una mirada. Mi hermano arrancó una vid y nos hizo perder una hora de trabajo, pero pater se limitó a negar con la cabeza y levantar su hacha de bronce, Él se fue al bosque a cortar más soportes y envió a mi hermano al río a cortar juncos.
Era un día de otoño, aunque caluroso. Hermoso: se veía el brillo de la corriente y la línea del río Oroe discurriendo por el valle. Yo sudaba bajo mi quitón y me lo quité para trabajar desnudo, lo que significaba una bofetada de mater si me veía, pero no era probable que bajara a la viña.
Bion había traído un cubo de agua del pozo. Me ofreció el primer cazo —en la cima de la colina, yo era el único hombre libre—, pero, aun a aquella edad, yo ya había aprendido algunas cosas.
—Beberé más tarde —dije.
Vi una chispa en la mirada de Bion y supe que había acertado.
Recuerdo aquello y la belleza del día, pero, sobre todo, recuerdo que pater vino a por nosotros. No tenía por qué hacerlo; estaba abajo, en el bosque, y había visto los carros de Epicteto que salían de la carretera. Podría haberlos visto incluso a una distancia de tres estadios o más. Y por ser el amo y el hombre que tanto tenía que perder, habría sido natural que cogiera su hacha y bajara al patio, dejándonos trabajando en la colina. Pero no lo hizo. Subió a la colina, cojeando rápidamente.
—Venid conmigo —dijo. Fue lacónico, y todos nosotros, aun Bion, pensamos que podría haber problemas.
Dejamos nuestros aperos y lo seguimos por la viña hacia la casa.
Pater no decía nada y nosotros tampoco. Entramos en el patio y solo entonces vimos la ladera y oímos los carros por la vereda.
Yo no podía ver mi cara, pero sí la de Hermógenes. Dirigió a su padre una sonrisa de gozo total.
—¡Seréis libres! —dijo pater; algo que, por entonces, no significaba nada para mí.
Epicteto conducía sus propios bueyes desde el carro. Su hijo iba a su lado y dos de los hombres que había contratado, en la caja, pero el segundo carro había desaparecido… como debieron de hacer las sonrisas de todos los rostros de la oikía. Incluso las de las mujeres, asomadas sobre la barandilla de la exedra.
Epicteto el joven saltó del carro y corrió hacia las cabezas de los bueyes, y dirigió una sonrisa a pater; entonces caímos en la cuenta.
Cuando Epicteto el Viejo descendió del carro, no podía borrar la sonrisa de su rostro.
Después bajaron los hombres contratados y dejaron en el suelo unos pesados sacos de lana. Hacían un ruido como de roca, pero más fino: cobre; lo supe por el sonido. Y después estaño envuelto en piel de un lugar lejano, del norte.
Epicteto avanzó con los pulgares metidos en la faja.
—Era más barato comprar cobre y estaño que comprar lingotes de bronce —dijo—. Y te he visto hacerlo. Si no te gusta —añadió, elevando una ceja—, te dejo el carro para que lo devuelvas.
—Lingotes chipriotas —dijo pater. Había abierto los pesados sacos de lana—. ¡Por Afrodita, amigo, si todo este cobre y este estaño son míos por veinte dracmas, menos un octavo por el transporte, menudos tratos haces!
Epicteto se encogió de hombros, pero era un hombre feliz, un hombre que le había hecho un favor indiscutible a otro hombre.
—Cincuenta dracmas de plata menos un octavo por el transporte —dijo—. Gasté treinta de tus ganancias en material nuevo. Me pareció que tenía sentido.
Pater estaba arrodillado en el cobre como un chiquillo jugando en el barro.
—Te lo debo —dijo.
Epicteto se encogió de hombros.
—Hace tiempo, hiciste algún dinero. Eres un hombre demasiado bueno para pasar hambre. Sabes trabajar, pero no ser rico —dijo, tendiendo una bolsa—. Trescientas setenta y dos dracmas de plata, además de los portes y de todo ese cobre —añadió, asintiendo—. Y hay un hombre que va a venir a verte en relación con un casco.
—¿De Atenas?
Parecía como si pater no se hubiera percatado de lo que le habían dicho y se hubiese quedado solo con la idea del hombre de Atenas que iba a venir.
—¿Trescientas setenta dracmas? —dijo.
Epicteto y él se abrazaron.
Aquella noche, mater y pater cantaron juntos.
Formaban una pareja notable cuando estaban sobrios y se trataban de forma amistosa. No lo creerás, zugater, pero, cuando tengas mi edad, te resultará bastante difícil echar la vista atrás y ver con claridad a tu padre y a tu madre y, si Apolo tiende su mano y Plutón me concede la gracia suficiente de vivir hasta verte con hijos en tus rodillas, ¿por qué me vas a recordar solo como un viejo con bastón, eh? Pero me encanta recordarlos en aquel día. En años posteriores, cuando yo estaba muy lejos, como esclavo, pensaría en pater vestido con sus mejores galas, un quitón de lana engrasada tan fina que se le notaban todos los músculos del pecho, y en su cuello, como el de un toro, y en su cabeza —tenía una cabeza noble—, como una estatua de Zeus, con el pelo completamente oscuro y rizado. Siempre lo llevaba largo, en trenzas que rodeaban la coronilla cuando estaba trabajando. Más tarde, lo comprendí: era el peinado de un guerrero, con las trenzas para amortiguar el casco. Nunca fue un vulgar herrero.
Y mater, cuando estaba sobria… Es difícil que un niño vea a su madre como una mujer hermosa, pero ella lo era. Cuando era niño, los hombres me decían eso, y ¿qué puede haber más embarazoso que otros hombres encuentren atractiva a tu madre? Sus ojos eran azules y grises; su nariz, recta; su rostro, fino; sus pómulos, altos y hundidos… A menudo me pregunto cuántas madres Hera del templo fueron talladas de manera que se parecieran a mater. A ella le gustaba llevar un vestido de lana teñida de rojo de Tiro con bordados —no suyos, Atenea lo sabe— y era esbelta y flexible, sobre todo, para mí, cuando estaba sobria.
El día siguiente, pater liberó a Bion. Le ofreció un sueldo para que se quedara y mandó a buscar al sacerdote de Tebas para que lo elevase a la categoría de herrero libre. Bion y pater regatearon sobre el precio de su familia y pater estableció el trabajo de dos años en la fragua. Bion aceptó y ambos escupieron en las manos y las chocaron.
El día siguiente, pater vino a verme adonde yo estaba barriendo.
—Es hora de ir a la escuela —dijo. No sonreía. En realidad, parecía nervioso—. Lo… siento, chico. Siento haberte pegado tan fuerte por un cuchillo de una dracma. —Y me lo devolvió; me lo había confiscado junto con el bronce que me había hecho en una ocasión—. Te he hecho una vaina —dijo.
Efectivamente, me la había hecho. Una vaina de bronce con un adorno de remaches de plata. Era una cosa maravillosa, más fina que cualquiera que yo hubiera tenido.
—Gracias, pater —murmuré.
—Hice el juramento de que, si lo hacíamos durante el verano… —se detuvo y echó un vistazo afuera de la fragua—. Si lo hacíamos durante el verano, te llevaría a la ermita del héroe y pagaría al sacerdote para que te enseñase.
Yo asentí.
—Quiero decir que voy a mantener mi palabra, pero quiero que sepas que… eres un buen… trabajador —dijo, asintiendo—. Por eso, ponte tu cuchillo alrededor del cuello. Veámoslo. Ahora, ve y ponte un quitón blanco como si fueses a una fiesta y dale un beso a tu madre.
Mater me miró como si me hubiesen arrastrado hasta allí los perros, pero luego sonrió. Me miró como una reina.
—En tu mano está parecer un señor —dijo—. Recuérdalo.
Puso ante mí su espejo, uno de plata fina que no había sido vendido cuando éramos pobres, que tenía en el reverso a Afrodita peinándose el cabello. Me vi. No era la primera vez, pero todavía recuerdo mi sorpresa al ver lo alto que era y cuánto me parecía a mi idea de un señor: quitón de fina lana, el cabello en tirabuzones y el cuchillo bajo el brazo. Después, me ofreció la mejilla para que la besara —nunca los labios y nunca un abrazo— y salí.
Fui andando con pater. Había treinta estadios hasta la ermita de nuestro héroe de la guerra de Troya y yo no estaba acostumbrado a llevar sandalias.
Pater marchaba en silencio. Me sorprendió que no hubiese enviado a Bion ni a nadie más, pero me cogió él mismo y, cuando hubimos subido a una altura suficiente por la ladera de la montaña para adentrarnos en la arboleda —unos hermosos cipreses enhiestos y algún que otro pino raquítico—, se detuvo.
—Escucha, muchacho —dijo—. El viejo Calcas es un hombre de fiar, para ser un borracho. Pero… bueno, si no quieres nada con él, corre a casa. Y si te hace daño, lo mato.
Me cogió por los hombros y me besó, y después anduvimos el resto del camino.
Calcas no era tan viejo. Era de la edad de pater; tenía una barba más poblada, más blanca, pero el cuerpo de un atleta. No parecía un borracho. Me lo imaginaba como un experto; después de todo, conocía muy bien cada fase de la bebida de mater, desde los ojos ribeteados de rojo y el aliento repugnante hasta un modesto llanto. Calcas no mostraba ninguno de esos síntomas. Y estaba tranquilo. Lo vi de inmediato. No estaba nervioso ni mostraba ansiedad.
Pero lo que me llamó la atención fueron sus ojos. Tenía los ojos verdes como yo mismo, pero nunca había visto otros iguales. Tenían también una característica peculiar: parecía que te miraban desde muy lejos.
Lo sé, querida. Mis ojos hacen lo mismo, pero no entonces.
No creo que la mayoría de los labradores del valle del Asopo supieran lo que era Calcas. Creían que era un sacerdote inofensivo, un borracho, un anciano útil que enseñaba a leer a sus hijos.
Dado lo que Platea iba a ser, resulta casi divertido que, en todo el valle, no hubiese un hombre lo bastante duro como para mirar al sacerdote a los ojos y verlo como lo que era: un matador de hombres.
Viví con Calcas durante varios años, pero nunca pensé que su choza, al lado del manantial y de la tumba, fuese mi casa. Desde el extremo de la tumba, podía ver nuestra colina, que se elevaba a treinta estadios de distancia, y, cuando sentía añoranza, trepaba por las piedras redondeadas hasta la parte superior, me tumbaba en el tejado de la tumba y miraba la casa a través del aire en calma.
Y muy a menudo me enviaba a hacer recados allá, porque le pagábamos con vino, aceite de oliva, pan y queso, y porque era un hombre bondadoso para todos los que tenían la mirada vacía. Dejaba que llorara al irme a dormir durante varias noches y entonces me mandaba a casa con algún recado, sin preguntarme nada.
Aquel primer otoño, aprendí las primeras letras y nada más. Durante cuatro horas diarias. Después fregábamos los platos de madera y su jarro de bronce, un gran objeto que, sin duda, había sido una donación hecha en el pasado. No hablaba mucho, excepto para dar clase. Él, simplemente, me enseñaba las letras, una y otra vez, con infinita paciencia, algo que, con pater, habría acabado en gritos de frustración.
Me gustaría poder decir que fui un aprendiz listo, pero no lo fui. Era a principios de otoño y todo era de color dorado, y yo era un chico de exteriores atrapado en sus lecciones. Quería ver las águilas evolucionando en las alturas y me fascinaban los bosques que rodeaban la ermita por su profundidad y su oscuridad. Un día, vi un ciervo —el primero— y después, un jabalí.
Me sentía como si hubiese caído en la tierra del mito.
A veces, llegaban viajeros a la ermita por la montaña. No muchos, solo unos pocos. Siempre eran hombres y a menudo llevaban armas, una visión que era rara en el valle. Calcas me hacía salir y después se sentaba con los hombres y bebía una copa de vino.
Evidentemente, eran soldados. Venían a la ermita soldados de toda Beocia, porque se decía que la ermita y el manantial sanaban a los hombres que venían de la guerra. Yo creo que era Calcas quien los curaba. Él hablaba y ellos escuchaban y, por unos pocos daricos y algo de atención, se iban más aliviados. A veces, se emborrachaba después, pero, en la mayoría de los casos, iba y decía en la ermita algunas oraciones por el héroe, y después hacía unas gachas de cebada.
Su comida era terrible y siempre igual: pan negro, caldo de alubias sin carne y agua. He vivido en un grupo informal espartano y he comido mejor. En aquella época, no me preocupaba mucho. La comida era el combustible.
En su choza, Calcas tenía cosas fascinantes. Tenía un aspis tan fino como el de pater: un gran cuenco de bronce y madera, con una serpiente pintada en rojo y un centenar de abolladuras en la superficie. Tenía una espada, una espada larga de hoja estrecha; ni comparación con el cuchillo largo de pater. Tenía un casco mate, muy simple, no un elegante casco corintio como el de pater, y su coselete estaba formado por capas de cuero blanco con señales y rozaduras, remendadas un centenar de veces, sin un pedazo de bronce que lo reforzara. Tenía una fina lanza de caza, bellamente manufacturada por un maestro, con una punta ahusada de acero, grabada y cuidadosamente incrustada, al estilo medo, y un arco de factura extranjera con un carcaj de flechas.
Le gustaba dejarme tocar todo aquello, cosa que nunca me hubieran permitido con el equipo de pater. Todo excepto el arco.
Naturalmente, yo tenía que robar el arco.
No era difícil. Su choza tenía una pieza de adorno, una ventana hecha con hojas de asta, aplanadas y prensadas. En invierno, dejaba entrar la luz y estaba bellamente elaborada —el regalo de algún patrono rico—. Estaba hecha de manera que pivotara sobre un par de bisagras de bronce delicadamente trabajadas. Calcas solía reírse de ella. La llamaba la «puerta de Cuerno» y decía que todos sus sueños pasaban por ella; también la llamaba la «ventana del Señor».
—Una locura para tenerla en la choza de un campesino —decía, aunque esa ventana me permitía leer en invierno.
Pronto descubrí que podía entrar y salir por aquella ventana. Tallé una vara con mi afilado cuchillo de hierro de manera que pudiera hacer palanca para abrir la ventana desde fuera. Esperé hasta que estuvo borracho; después entré y cogí el arco y el carcaj y salí corriendo por uno de los centenares de caminos que salían del claro por el manantial. Fui por una vereda hacia un pequeño prado con un viejo tocón, que había descubierto en un paseo anterior, y mi aventura tocó a su fin cuando traté de tensar el arco. Pasé la tarde luchando contra la fuerza del arma de un hombre y fracasé.
Así que bajé con el arco y el carcaj y me deslicé al interior de la choza, devolviendo el arco a la clavija de la que colgaba.
Tras las lecciones del día siguiente, dije:
—Maestro, cogí vuestro arco.
Estaba recogiendo el punzón y las hojas de cera que hacía. Se volvió tan rápido que me estremecí.
—¿Dónde está? —preguntó.
—En su clavija —dije, inclinando la cabeza—. No pude tensarlo.
No vi moverse la mano, pero, de repente, me dolió la oreja; un dolor como de fuego.
—Eso es por la desobediencia —dijo con tranquilidad—. ¿Quieres tirar con el arco?
—¡Sí! —dije. Creo que estaba llorando.
Él asintió.
—Te voy a mandar a por más vino —dijo—. Cuando vuelvas, quizá hagamos un arco con el que puedas disparar —añadió, y se detuvo—. Y haremos las danzas. Las danzas militares. Ahora, ¿qué letra es ésta?
Dibujó una letra y yo dije:
—Qmicron.
—¡Buen chico! —respondió.
La oreja me siguió doliendo durante los treinta estadios, hasta llegar a casa.
Mi hermano estaba trabajando en la fragua, pero no le gustaba. Es raro, siendo hermanos. Eramos muy parecidos en muchas cosas y siempre fuimos amigos, aunque estuviésemos enfadados, pero queríamos cosas diferentes. Él quería ser guerrero, un noble con su séquito y sus perros de caza. Quería la vida que mater quería para él. Yo solo anhelaba ser maestro herrero. Cariño, la ironía es la señora de todo. Yo logré lo que él deseaba y él consiguió unos cuantos centímetros de tierra. Pero era un buen chico, y estaba en la fragua, haciendo el trabajo por el que yo hubiese vendido mi alma. Así son las cosas cuando se es joven.
Enseñé a mater mis cartas y le canté los cien primeros versos de la Ilíada, que Calcas me había enseñado, y ella asintió, me besó en la mejilla y me dio una insignia de plata.
—Al menos, uno de mis hijos acabará siendo un caballero —dijo—. Háblame de ese tal Calcas.
Así lo hice. Le conté todo lo que sabía de él, que, a tenor de su mirada al estilo de Medusa, resultó ser bien poco. Pero sonrió cuando le dije que comía pan negro y sopa de alubias.
—Un aristócrata, pues —dijo jovial. No era esa mi idea de un aristócrata, pero mater sabía algo más que su hijo de ocho años.
Estuve en casa dos días, mientras pater reunía cierta cantidad de vino. Yo le ayudé en la fragua y vi que mi hermano ya había aprendido algunas cosas. Había hecho un cuenco de cobre y estaba grabándolo con un punzón: solo unas sencillas líneas, pero me parecieron maravillosas.
Él me lo arrancó de las manos, lo tiró al otro lado de la fragua y rompió a llorar. Y nos abrazamos, y juramos intercambiarnos cuando pater y Calcas no lo supieran. Ninguno de nosotros pretendía hacer un juramento en sentido estricto —sabíamos que nunca podríamos engañar a un adulto— y, sin embargo, pareció confortarnos y durante mucho tiempo me he preguntado qué dios escuchó aquel juramento.
Hubo cambios. Mater estaba mejor, era evidente. La casa estaba limpia, las criadas cantaban y mi hermana sonreía constantemente. Teníamos una nueva familia de esclavos: un hombre joven, un tracio, y su esposa esclava y su nuevo bebé. Él no hablaba mucho griego y a Bion no le gustaba; el hombre tenía una gran cicatriz en la cara, donde alguien le había dado un duro golpe. Su mujer era guapa y los hombres de la fragua la miraban cuando ella les servía vino. Pater no permitía que ocurriera nada. Ahí es, en realidad, donde el amo traiciona a sus esclavos, zugater. Pero me estoy adelantando.
El volumen de la conversación en el patio de la fragua era más alto que cuando me fui, solo dos meses antes, y hacía frío, por lo que había una hoguera en el hoyo. Skira, la mujer tracia, servía vino con gracia, y su marido hacía funcionar el fuelle mientras Bion hacía una olla. Los hombres que estaban en el patío hablaban sobre Tebas y los planes para la próxima Daidala. Habían pasado tres años justos. De repente, pater era un hombre importante.
Teníamos un burro. Nunca habíamos tenido antes uno, y pater dijo que mandaría a Hermógenes con el animal para llevar el vino que me habían encargado. Eso me pareció muy bien.
Pero la preparación del burro, del vino y de Hermógenes llevaba tiempo y quedó claro que tampoco iba a regresar adonde Calcas al segundo día. Eso era fantástico para mí. Los «holgazanes» estaban todos reunidos. Draco había construido un carro nuevo para Epicteto, y lo había dejado al lado de la puerta, dispuesto para su entrega. Era aun más alto, más ancho y más pesado, con las ruedas lo bastante estrechas para que se ajustasen a los surcos de la calzada. Todos lo estábamos admirando cuando un extraño entró en nuestro carril desde la carretera principal. Iba a caballo, igual que su compañero.
Cariño, como en el mundo que tú conoces, cada hombre importante tiene un caballo, creo que tengo que detenerme aquí y decir que, aunque a los ocho años había visto caballos, nunca había tocado uno. Nadie que yo conociese tenía uno. Los caballos eran para los aristócratas. Los labradores utilizaban bueyes. Un agricultor rico podía tener un burro. Los caballos solo llevaban a hombres y los labradores tenían piernas. No creo que hubiese en Platea diez familias que tuvieran un caballo y por nuestro carril se acercaban dos.
Ambos caballeros llevaban capa y botas. Era evidente que se trataba de un señor y uno de sus hombres: el señor llevaba una clámide de color rojo de Tiro con una banda blanca y un quitón a juego, blanco de leche con una banda roja en el dobladillo. Era pelirrojo, como mi hermano, pero su cabello era aun más brillante, y llevaba una gran barba, como un sacerdote. Portaba una espada que se veía aun a la distancia del largo de un caballo, e iba montada en oro.
Se detuvieron todas las conversaciones.
Atiende, zugater. En la Beocia de mi juventud, nos quejábamos mucho de los aristócratas. Los hombres sabían que había aristócratas: después de todo, teníamos nuestro propio basileus, aunque puedo decirte que no tenía una espada montada en oro.
Y los hombres del pueblo sabían que mater era la hija de un basileus. Pero este era un auténtico aristócrata. Francamente, se parecía más a un dios que la mayoría de las estatuas que he visto. Era el hombre más alto allí presente, por más de la anchura de un dedo. Y yo no sabía nada de caballos, pero su gran zaino parecía una criatura salida de un relato fantástico.
Todavía me acuerdo de aquel hombre. Puedo verlo en mi mente. Te diré algo que es absolutamente cierto: lo idolatré. Todavía lo hago. Aun ahora, trato de ser él cuando me «jacto» de algún caso del tribunal o hablo peyorativamente de algún tiranuelo.
Incluso su sirviente tenía mejor aspecto que nosotros, con su fina clámide de lana azul oscuro con una franja roja y un quitón blanco. No portaba espada, pero llevaba una cartera de cuero bajo el brazo y su caballo era tan noble como el de su señor.
Y sin embargo, este dios entre los hombres se deslizó del lomo de su caballo e hizo una venia.
—Busco la casa del herrero de Platea —dijo educadamente—. ¿Alguno de ustedes puede ayudarme?
Mirón hizo una profunda inclinación.
—Señor —dijo—, Chalkeotecnes, el herrero, está trabajando. Nosotros solo somos amigos suyos.
El dios pelirrojo sonrió.
—¿Eso que veo es vino? —preguntó—. Pagaré con gusto por una copa.
No estaba allí nadie de mi familia. Me adelanté.
—Ningún invitado de esta casa ha de pagar por el vino —dije con mi voz de niño—. Perdón, señor. Skira, una copa y buen vino para nuestro invitado.
Skira salió corriendo y el hombre pelirrojo la siguió con la mirada. Después, me miró.
—Eres un chico bien educado —dijo.
Los niños no responden a los señores. Me ruboricé y permanecí en silencio hasta que Skira regresó con una fina copa de bronce y vino. Yo le serví el vino al hombre y él dirigió a la copa la misma mirada que había dirigido a Skira.
Bebió en silencio, dándole de beber también a su hombre. Algunos de los holgazanes comenzaron a hablar de nuevo, pero en su presencia se contenían, hasta que él dio una palmada en el carro.
—Bueno —dijo—. Bueno y grande. Bien hecho.
—Gracias —dijo Draco—. Lo he hecho yo.
—¿Cuánto pides por el carro? —dijo el hombre.
—Ya está vendido —respondió Draco con la voz de un campesino que sabe que acaba de perder la oportunidad de su vida.
—Hazme otro, pues —dijo el hombre—. ¿Qué cobras por éste?
—Treinta dracmas —dijo Draco.
—O sea que has pedido quince, doblando la cantidad al ver la empuñadura de oro de mi espada, y te hará muy feliz construirme dos carros como este por cuarenta.
El hombre sonrió como un zorro y de repente supe quién tenía que ser. Era Odiseo. Era como Odiseo redivivo.
Draco quería balbucear, pero el hombre hablaba con tal tranquilidad y era tan agradable que resultaba difícil contradecirlo.
—Como digáis, señor —dijo Draco.
Y entonces llegó pater.
Todavía llevaba puesto el delantal de cuero. Salió al patio, vio el vino en la mano del hombre y me dirigió una rara sonrisa de recompensa.
—¿Me buscabais, señor? —preguntó.
—¿Conoces a Epicteto?
—Lo tengo por buen amigo mío —dijo pater.
—Me enseñó en Atenas un casco. He cabalgado por la montaña para pedirte que me hagas uno —dijo. El hombre le sacaba amp; pater media cabeza—. Y unas grebas.
La frente de pater se arrugó.
—En Atenas hay mejores herreros —dijo.
El hombre negó con la cabeza.
—Me parece que no. Pero aquí estoy; por tanto, a menos que no te agrade mi aspecto, te agradeceré que empieces a trabajar mañana. Tengo que embarcar en Corinto.
—¿Os esperará el capitán, señor? —preguntó pater.
—Yo soy el capitán —dijo el hombre. Sonrió abiertamente. Era la sonrisa más feliz que había visto en un hombre adulto—. Lo envié allí desde Atenas.
No creo que ninguno de nosotros hubiese visto nunca antes a un hombre lo bastante rico como para ser el dueño de un barco. El hombre tendió la mano a pater.
—Tecnes de Platea —dijo pater.
—Los hombres me llaman Milcíades —dijo el señor.
Era un nombre que todos conocíamos, aun entonces. El caudillo del Quersoneso; sus hazañas eran muy conocidas. Para nosotros, era como si Aquiles entrara por nuestra puerta.
—¡Oh!, la fama es buena cosa —dijo, y su sirviente rio con él mientras nosotros permanecíamos alrededor como los paletos que éramos.
Por supuesto, pater le hizo el casco y las grebas. Y Milcíades se quedó durante tres días mientras pater hacía el trabajo y adornaba los objetos martilleándolos y repujándolos con imágenes de ciervos y leones, siguiendo sus órdenes. En años posteriores, vi el casco con bastante frecuencia, pero no pude quedarme allí hasta verlo hecho. Me enviaron de vuelta a la casa del aburrido y viejo Calcas con el vino.
Llevé conmigo una gema. Aquella noche, mi hermano y yo nos tumbamos en el suelo de la sala que estaba sobre el andrón y escuchamos a los hombres que hablaban: Milcíades, Epicteto, Mirón y pater. Milcíades les enseñó a celebrar fiestas y reuniones sin ofender: les enseñó algo de poesía, les mostró cómo mezclar el vino y no contar nunca siquiera que él estuviese viviendo con campesinos. Si lo tienes, es una cualidad muy buena. Los hombres, envidiosos, dicen que es algo corriente. Nada era corriente en Milcíades. Como he dicho, el placer de su compañía y la fuerza de su mirada hacían que fuese como un dios. Se daba con largueza y los hombres lo seguían entusiasmados.
Habló con los hombres de la alianza con Atenas. Yo tenía ocho años y comprendí inmediatamente que no necesitaba un casco nuevo. Probablemente tuviera diez cascos colgados en las vigas de su salón en el Quersoneso. Eso sí, llevó aquel casco durante el resto de su vida, lo que indica que le gustó. Y, después, eso siempre me trajo a la mente a mi padre y lo que él pudo haber sido.
Sí, señorita, ahora viene el llanto. Estamos llegando a la parte mala.
Pero aún no. Sí. Todavía no. En efecto, escuchamos mientras hablaban, casi conspirando, pero no del todo. La conversación era muy general y nunca descendió a cosas concretas. Milcíades les dijo lo valiosa que podría ser la alianza con Platea para los demócratas de Atenas y cuánto más tenían en común. Y ellos escuchaban embelesados.
Y yo igual.
Después, por la noche —creo que yo estaba durmiendo—, Milcíades estaba diciendo algo sobre el comercio cuando se detuvo y levanto su küix.
—Brindo por tu hijo Arímnestos —dijo Milcíades—. Un chico apuesto con el espíritu de un señor. Él me recibió y mandó a una esclava a por vino como si hubiese recibido a una docena de hombres como yo. Dudo que yo lo hubiese hecho tan bien a su edad.
Pater se echó a reír y el momento pasó, pero entonces yo habría dado la vida por Milcíades. Por supuesto, casi lo hice. Más tarde.
Y al día siguiente regresé con mi sacerdote a la montaña y me dio la sensación de que se había desvanecido toda esperanza de gloria.