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La sorprendente declaración hizo que el foco del interés volviera a fijarse en Iris. Nos trajo nuevamente a la conciencia el hecho de que había sido mi mujer quien había precipitado el desenlace. Del modo más misterioso, parecía haber llegado a la compleja solución extrayéndola del aire.

—¡Amado detenido! —balbuceó Chuck—. No puedo creerlo. No…, no puedo comprenderlo, Iris. Yo pensaba que todo este horrible asunto estaba tan enmarañado que nadie podría sacar nada en limpio. Y sin embargo, usted parece…

—Exactamente —interrumpí. Me volví hacia mi mujer, tratando sin éxito de no parecer impresionado—. En primer lugar, ¿dónde, en nombre del Cielo, hallaste la ficha envenenada?

Iris, también sin éxito, trataba de parecer modesta.

—Fue pura casualidad, Peter. Estaba sentada aquí sola, ¿sabes?, y me puse a pensar en la tentativa de robo en nuestro cuarto. Tú y yo habíamos llegado a la conclusión de que el asesino debía de buscar ya fuera el bolso de Dorothy o el testamento de Janet. Pero de pronto se me ocurrió la idea de que había algo más en aquel cajón: mi cerdito alcancía.

—¡Tu cerdito alcancía! —exclamé—. ¿Por qué habría de querer robar el asesino tu cerdito alcancía?

—No hubiera sabido decirlo; pero sí sabía, en cambio, que lo tenía conmigo el día de la muerte de Dorothy. Así, pues, cuando tú bajaste para reunirte con tu misógino inspector, yo volví a nuestro cuarto y saqué el cerdito del cajón. Pensé que, si mi presentimiento era fundado y el cerdito alcancía tenía importancia, el asesino volvería por segunda vez. Me acordé entonces de aquel otro cerdito alcancía que había comprado para ti y que tú nunca habías usado. Estaba en una de las maletas, debajo de la cama. Lo llené con todas las monedas que pude encontrar y lo guardé en el cajón… como señuelo. —Sonrió con expresión modesta—. Después traje mi propia alcancía aquí. La rompí, y dentro, junto con todas esas monedas del pozo, encontré la ficha.

—¿De manera que constantemente la habíamos tenido delante de nuestras propias narices?

—Sí, Peter. Una vez que vi la ficha, comprendí que la trampa mortal debía de haber estado destinada a Lorraine. Y, reflexionando, eché de ver que Amado era el único que hubiera podido poner la ficha en el cerdito alcancía. ¿Te acuerdas, Peter? Cuando Dorothy murió en la pista de baile, Amado estaba solo en la mesa, con su bolso y mi cerdito alcancía. Al morir Dorothy, se dio cuenta de que había sido envenenada por la ficha y que ésta no podía encontrarse en otra parte que en su bolso. No sabía que el crimen habría de ser encubierto por Wyckoff. Había esperado, naturalmente, que la policía nos registrara a todos. No podía correr el riesgo de tener la ficha en el bolsillo. Mi cerdito alcancía era el escondite ideal…; algo que no estaba en absoluto relacionado con él, algo que siempre podría conseguir más tarde, cuando no hubiera ningún peligro en recobrar la ficha y destruirla. Tal como resultaron las cosas, cuando intentó efectivamente recobrarla, se encontró con que habíamos guardado el cerdito alcancía en el cajón, bajo llave, y él tenía demasiada prisa para ponerse a forzar cerraduras. —Iris se encogió de hombros—. Me alegra poder decir que desde cualquier punto de vista Amado tuvo la suerte más detestable de todos los asesinos ambiciosos de la historia.

Todos observábamos a Iris fijamente.

—El resto es simple. Pensé que Lorraine corría aún gran peligro. Sin hacerle entrar en sospechas, la convencí de que abandonara el lecho y viniera aquí conmigo, donde estaría a salvo. Yo me daba cuenta de que la mala suerte de Amado en cierto sentido le había sido ventajosa, y que, creyendo todo el mundo en la existencia de un loco, contaba aún con una espléndida oportunidad de matar a Lorraine y quedar impune. Cualquier hombre que hubiera hecho tres intentos y fracasado no se detendría allí. De manera que ideé un plan. Bajé sigilosamente a la sala de los trofeos, subí a rastras aquella espantosa muñeca y la puse en la cama de Lorraine. Tiene un aspecto muy natural, y yo sabía que además Amado es miope.

Iris hizo un gesto.

—Me escondí como una tonta en el armario empotrado, dejando la puerta entornada, y esperé. Por cierto que Amado no tardó en aparecer, y por cierto que asesinó a la muñeca con todo el sigilo del Rey al verter el veneno en el oído del padre de Hamlet. Yo había presenciado una tentativa de asesinato: era todo lo que necesitaba. Cuando Amado se escabulló del cuarto, lo seguí. Lo vi dirigirse de puntillas a través del pasillo a nuestra habitación. Iba a buscar, naturalmente, el cerdito alcancía. Yo había dejado la puerta entreabierta como cebo. Además había colocado la llave del lado de afuera de la cerradura para facilitarme las cosas. Una vez que estuvo dentro de nuestro cuarto, no hice más que cerrar la puerta, echar la llave, y correr a despertar al inspector. —Me dirigió una sonrisa—. Al principio parecía bastante receloso. Pero cuando le dije que había pescado a Amado con las manos en la masa, tratando de matar a Lorraine, se levantó de la cama de un salto. Acabo de dejarle con Amado. Yo quería venir aquí y hacer que Chuck nos contara toda la historia, porque todavía no lo veía todo bien claro.

Yo la miré de hito en hito. Tragué saliva. Me había burlado de ella llamándola «la temeraria Iris Duluth, la loba solitaria de Hollywood, as del crimen», y ahora quien estaba en ridículo era yo. Con Iris como testigo ocular de su ataque a Lorraine, Amado podía considerarse en la celda de los condenados a muerte.

Iris deslizó su mano en la mía.

—Este ha sido un caso tremendamente intrincado, Peter, en parte porque Chuck y Mimí enredaban las cosas constantemente, pero más que nada porque Amado resultó ser un asesino tan endiabladamente complicado. Chuck lo cree listo. Yo no. Pero fue bastante despiadado, Dios lo sabe, e ingenioso. Demasiado ingenioso. Si yo quisiera matar a una persona, mataría a esa persona, y no a otras tres. En mi humilde opinión, Amado, como mente privilegiada, resultó un fiasco.

Se volvió hacia Chuck.

—No se preocupe, Chuck. He contado al inspector algunas de las cosas que usted ha hecho, haciéndole notar la espantosa situación en que usted se hallaba. Usted le gusta. Como a todo el mundo. No creo que se vea usted en grandes dificultades. Y…, bien, es realmente un hombre de lo más simpático. Me ha prometido ponerle sordina a todo lo relacionado con Lorraine y su matrimonio.

Chuck y Lorraine la contemplaban como si fuera uno de aquellos entes de los autos sacramentales que bajan del Cielo en el último momento para disponer finales felices. Lorraine se adelantó prestamente hacia ella y le dio un beso.

—Querida Iris —le dijo—, eres admirable. Eres perfectamente admirable.

Iris se sonrió modestamente.

—Tonterías —replicó—. Todo se debió a la suerte y a Edna St. Vincent Millay.

En ese instante se abrió la puerta para dar paso al inspector Craig. Parecía un tanto chiflado, envuelto en un astroso impermeable y, al menos por lo que yo pude ver, nada más. Sólo tenía ojos para Iris.

—Señora Duluth —dijo—, he hecho venir a uno de mis hombres de la ciudad. Está custodiando a French abajo. French no ha confesado todavía, pero con la prueba suya lo tenemos ya bien atrapado. Hay algo, no obstante, que me intriga. El dinero que obtuvo Chuck de la venta del club, el dinero que dio a la señorita Burnett…, usted me dijo que debería tenerlo French. Pues bien, he puesto su habitación patas arriba, pero el dinero no ha aparecido.

—Ya sé. —Iris tenía aire de excusarse—. He sido una estúpida. Tendida que haberme dado cuenta de dónde estaría. Venga. Yo lo encontraré.

El inspector Craig se quedó con la boca abierta. Lo mismo nos ocurrió a todos los demás. Seguimos a Iris humildemente al corredor. Ella echó a andar rápidamente en dirección al aposento de Chuck, y al llegar allí encendió la luz. Mientras todos nos apiñábamos a su alrededor, comenzó a ir de un lado a otro abriendo cajones y revolviendo cosas. Por último se dirigió al lecho y levantó bruscamente el colchón.

Y allí, extendidos sobre el extremo del somier había gruesos fajos de billetes de banco.

Iris miró a Chuck.

—Ya me parecía. Tenía usted razón. Amado había proyectado hacerle cargar a usted con la culpa. Supongo que también habría puesto aquí la ficha con el veneno, si hubiera podido hallarla.

El inspector Craig emitió un bajo y prolongado silbido. El misógino clavó los ojos en el dinero, y luego, con obstinada adoración, en mi mujer.

—Si vuelvo a gastar otra broma acerca de las mujeres —dijo—, péguenme un tiro.

Mi mujer sonrió con delicia.

—Reservaré esto para mi libro de memorias.

El inspector estaba recogiendo los fajos de billetes y guardándoselos en el bolsillo.

—Este dinero le será devuelto, Chuck; pero por ahora será mejor que lo tenga yo. Puesto que todos están despiertos, no tenemos por qué perder tiempo. Supongo que no tendrán inconveniente en bajar y hacer sus declaraciones oficiales.

Cuando salimos todos en tropel del cuarto, Iris deslizó su mano bajo mi brazo.

—Peter —dijo—, escapémonos de aquí mañana mismo. Ahora que esto ha terminado podemos pasar diez días encantadores, diez días de gloria. Estoy aburrida de ser una estrella de cine. Estoy aburrida de ser una detective. Quiero ser una…

—¿Una qué?

—Una pequeña mujercita.

El mundo, que tan entenebrecido parecía unas pocas horas antes, volvía a ser radiante.

—¿Dónde quieres que vayamos? —le pregunté.

—A cualquier parte, con tal de que estemos solos. Si es necesario alquilaremos una celda de la prisión al inspector Craig.

Al pasar frente al cuarto de Fleur Wyckoff, se abrió la puerta y aparecieron Fleur y Wyckoff, ella vistiendo una transparente bata de color rosado y él nada más que los pantalones del pijama. Nos miraron con ansiedad. Wyckoff dijo:

—Oímos voces. ¿No ocurre nada?

—No, claro —respondió Chuck, mostrando sus blancos dientes en una espontánea sonrisa—. No pasa nada. Vengan y únanse a la procesión.

Ellos, sin ningún embarazo, vinieron tal como se encontraban. Formábamos un abigarrado grupo al bajar la gigantesca escalera. Craig encabezaba la marcha, con sus piernas desnudas asomando debajo del impermeable. Los Wyckoff en sus distintos grados de atavíos para la intimidad lo seguían cogidos de la mano. Lorraine y Chuck venían después, e Iris y yo formábamos la retaguardia.

Al llegar al vestíbulo, vi que Lorraine levantaba los ojos posándolos en Chuck, con una expresión extática en su pequeño rostro.

—Gracias a Dios, querido, el señor Throckmorton ha tenido que bajar del aeroplano. Es terriblemente bostoniano en lo que respecta a moral y todas esas cosas. Cuando descubra que no estábamos debidamente casados, va a estallar. Pero ahora al menos podremos volvernos respetables antes de que llegue.

Avanzábamos a través del vestíbulo hacia la abierta puerta de la sala de estar, cuando se oyó sonar estridentemente el timbre de la puerta. Todos nos detuvimos asombrados.

—¿Quién demonios…?

El inspector se adelantó y abrió la puerta de un golpe.

Un hombre se hallaba de pie sobre el umbral; un hombre corpulento, respetable, de edad madura, vestido de negro y con un voluminoso maletín negro bajo el brazo. Tenía un formidable bigote pasado de moda. Parecía un visitante de la Liga de Moral y Buenas Costumbres.

—¡Lorraine! —Apartando al inspector de un empujón, el recién llegado penetró ruidosamente en el vestíbulo—. He cogido un tren y después un autobús, y luego he podido conseguir un taxi. Ha sido un viaje verdaderamente agotador. Pero como parecías tan ansiosa porque yo…

Se interrumpió para echar una mirada al grupo. Abrió los ojos desmesuradamente, con ofendida desaprobación, al reparar en el pijama de Lorraine, la bata de Fleur y el torso desnudo de Wyckoff. Por último fijó la vista en las piernas del inspector, asomando por debajo del intempestivo impermeable.

—¿Quiénes son estas personas? —tronó con profundo resentimiento—. ¿Quiénes son estos hombres desnudos, estas jóvenes vestidas sin recato? ¿He hecho todo este camino para participar en una orgía?

Nos miraba con ojos centelleantes, terriblemente furioso. Lorraine se quedó muda. Hasta el inspector parecía amedrentado. Fue Iris quien intentó despejar la atmósfera.

Con una sonrisa que hubiera desarmado al Angel Vengador, mi mujer se adelantó unos pasos y le tendió la mano:

—Es usted el señor Throckmorton, supongo.

El señor Throckmorton hizo caso omiso de ella. Ahora tenía clavados los ojos en la abierta puerta de la sala de estar. En el interior se divisaba la figura de Amado, acompañado muy de cerca por el más corpulento de los colaboradores vestidos de civil del inspector Craig.

—¡Ah Walter, muchacho! —exclamó el señor Throckmorton, pasando frente a Iris en dirección a Amado, con benévola sonrisa—. A Dios gracias tú estás aquí. A Dios gracias hay por lo menos un ciudadano íntegro y respetable para proteger a Lorraine de esta gentuza.

Yo miré a Iris. Iris me miró a mí.

—Esta es una de las mejores caídas de telón de todos; los tiempos. Vamos, Peter, bebamos algo.

— FIN —