Bajé la vista. La inerte rigidez del cuerpo que yacía debajo de las ropas de la cama me había convencido de que Lorraine Pleygel estaba muerta. Los vapores del éter me producían mareo. Haciendo esfuerzos para no desvanecerme, desenrollé la impregnada toalla del rostro y la arrojé al otro extremo de la habitación.
El rostro de Lorraine apareció ante mis ojos, alternativamente turbio y con nitidez, destacándose contra la arrugada sábana. Algo no obstante resultaba extraño. Los ojos de una persona anestesiada y asfixiada debían seguramente estar cerrados. Estos ojos estaban abiertos. Y las mejillas debían de estar pálidas o azuladas. Estas mejillas tenían un tono rosado. Lorraine yacía en la cama inmóvil como un cadáver, pero sus rojos labios dibujaban la imbécil sonrisa fija de un maniquí de tienda.
Cuando el efecto del éter comenzó a disiparse, se hizo en mí la luz. Así una punta de las ropas de la cama y las arranqué de un tirón de la postrada forma.
La figura yacente que descubrieron no llevaba un camisón. Llevaba un largo traje de noche de color verde limón, y debajo de la amplia falda asomaban las puntas de unos zapatos de fiesta de igual color.
Yo me quedé mirando el vestido, y después el vivaz semblante de ojos saltones. Solté una carcajada de puro alivio. Lo que veía no tenía sentido alguno, pero esta vez lo absurdo nos resultaba propicio.
El asesino se había introducido en la habitación con su éter y sus mortíferas intenciones. Había venido y se había marchado seguro del triunfo, pero en verdad sólo se había perpetrado otro enorme fraude.
El asesino no había asfixiado a la dormida Lorraine. Sólo había matado a su efigie.
Me asaltaron la mente infinidad de preguntas. ¿Quién había dispuesto este engaño para incautos? ¿La misma Lorraine? ¿Había adivinado el peligro en que se hallaba todavía e imaginó esta fantástica treta de acostar a su muñeca en la cama en vez de hacerlo ella misma? Esta era una de esas cosas descabelladas muy propias de Lorraine. Pero ¿dónde estaba ella ahora?
Eché una ojeada por la habitación. No había nada allí que pudiera servirme de indicio. Pensé en el inspector Craig, durmiendo el sueño de los exhaustos. Yo tenía bastantes novedades ahora para sacarlo del más profundo de los sueños. Pero no había prestado atención cuando Lorraine le había asignado su cuarto, y no sabía dónde encontrarlo.
Pero también Iris había estado presente en aquel momento. Ella probablemente lo sabría. Además, yo me sentí culpable con mi mujer. Había insistido en que permanecería despierta hasta que yo le comunicara los pormenores de mi entrevista con Craig, y nada, con toda seguridad, la induciría a dormirse antes de satisfacer su curiosidad. A estas alturas ya debía saber de memoria todos los Poemas Selectos de Miss Millay.
Salí apresuradamente del aposento de Lorraine, con su fantástico cadáver falsificado, y atravesé el corredor en dirección a la habitación que había ocupado anteriormente Janet Laguno y que yo había elegido como fortaleza para Iris. Siguiendo mis propias melodramáticas instrucciones, di cuatro golpecitos en la puerta. Se oyeron pisadas del otro lado. Una llave rechinó en la cerradura, y la puerta se abrió.
La luz proveniente del interior del cuarto perfiló una silueta femenina en el vano de la puerta, una figura que vestía un inverosímil pijama rayado. Abrí los ojos desmesuradamente: aquella mujer no era la mía.
Era Lorraine.
—Oh, querido Peter —dijo—, eres tú. Entra.
Me atrajo hacia el interior del cuarto, cerrando la puerta a sus espaldas. Yo seguía mirándola estúpidamente.
—¿Qué haces tú aquí, Lorraine?
—Iris tenía miedo de estar sola. Me hizo salir de la cama y me arrastró hasta aquí para que le hiciera compañía.
Yo eché una recelosa mirada por la habitación.
—¿Y dónde está ahora?
Lorraine encogió sus rayados hombros.
—Oh, rondando por ahí.
—¡Rondando por ahí! —La ansiedad me martirizó como un instrumento sin punta—. Pero yo le hice prometer…; ¿quieres decir que anda vagando sola por esta tierra de nadie?
—No te inquietes, encanto. —Lorraine encendió un cigarrillo—. Había estado fuera de aquí un rato bastante largo y yo ya había empezado a inquietarme, pero hace unos momentos apenas ha vuelto. Me ha dicho que no me preocupe. Ha estado con el inspector.
—¿Con el inspector?
—Sí. No sé de qué se trata, pero Iris dice que no te inquietes ni vayas a buscarla.
—¿Dijo eso? —tartamudeé débilmente.
—Sí. —Lorraine me observaba a través del humo de su cigarrillo—. Peter, ¿qué ocurre? Despides un olor como medicinal y por la cara que traes se diría que acabas de ver un cadáver.
—Es que lo he visto —respondí—. Era tu cadáver.
—¿Mi cadáver?
—Estabas acostada en la cama de tu cuarto, anestesiada y asfixiada.
Le conté lo que había descubierto hacía unos instantes. Sus absurdas pestañas se agitaron ante unos ojos incrédulos.
—¿La muñeca? ¿La muñeca de la sala de los trofeos? Pero, Peter, ¿quién la ha puesto en mi cama?
—No lo sé —dije, aunque comenzaba a tener algunas ideas muy definidas al respecto.
El fruncido rostro de Lorraine estaba sumamente serio.
—De manera que las cosas han llegado a este extremo de locura. Hasta han querido matarme a mí.
—No es que hayan querido matar hasta a ti, Lorraine: eras tú la que interesaba al asesino desde el primer momento.
Yo estaba inquieto por la misteriosa escapada de Iris con el inspector, pero sentía que había llegado el momento de decir a Lorraine la verdad. Cuanto antes se percatara del inmenso peligro que todavía corría, tanto más segura se hallaría. Le expliqué todo el insensato plan, tal como había ido reconstruyéndolo en mi mente. Los hechos se habían sucedido con demasiada rapidez para permitirme llevar mis deducciones a su conclusión lógica. A la sazón, empero, mientras observaba cómo los últimos restos de color se iban desvaneciendo de las mejillas de Lorraine, la solución parecía ridículamente obvia.
Lorraine se dejó caer sobre el borde de una de las camas. Cuando terminé tenía la vista clavada en la alfombra y sus rayados hombros hundidos.
—Pero… ¿quién ha sido, Peter? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Quién ha querido hacerme esto?
Lo que tenía que decirle ahora no sería agradable.
—Tú no has hecho testamento, ¿verdad?
—Ya sabes que no. Tenía decidido hacerlo cuando llegara el señor Throckmorton. Yo…
—Sí, es lo que me parecía. —La sujeté por los hombros para prestarle firmeza—. Cuando una mujer casada muere sin testar, todos sus bienes van a parar a manos de su marido.
Lorraine levantó la mirada; tenía el rostro descarnado y blanco como un lienzo.
—Peter, no puede ser. No, no. No puedes querer decirme que…
Se oyó un golpe en la puerta y Lorraine se interrumpió. Después de consultarme con una rápida mirada, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, chiquilla. —Desde el corredor, a través de la puerta, llegó a nosotros la voz de Chuck Dawson, áspera y alarmada—. ¿Puedo entrar?
Lorraine, sentada en el borde del lecho, contemplaba la puerta como si fuera una serpiente. Lentamente, con esfuerzo, volvió los ojos hacia mí. Yo le hice una señal afirmativa con la cabeza.
—Entra —gritó.
Chuck penetró en el cuarto con un aire que era una parodia de su bravuconería corriente. Su rubio rostro de vaquero se veía delgado y exangüe. Dirigió la mirada hacia mí y luego la posó en su mujer.
—Me dijeron que estabas aquí —explicó entrecortadamente—, y he venido, pues…, quería asegurarme de que estabas bien.
Lorraine le miraba de hito en hito.
—Estoy perfectamente, aunque sólo por milagro. Peter acaba de decirme que alguien ha intentado asesinarme esta noche.
—¡Asesinarte! ¡No es posible!
Chuck se irguió.
—Alguien penetró en mi cuarto para administrarme éter y asfixiarme mientras dormía. Por suerte Iris me había pedido que viniera aquí con ella, y no sé cómo la muñeca de la sala de los trofeos se encontraba en mi cama, como un señuelo para incautos. —Sus ojos seguían escrutando el rostro de Chuck—. Chuck, ¿tú no sabes nada de esto?
Chuck se sentó en la cama junto a ella. Alargó las manos hacia su rostro. Lorraine, con un ligero estremecimiento, se puso en pie y se acercó a mí.
—Chuck, ¿tú no sabes nada de esto? —repitió.
Chuck Dawson parecía un hombre acabado en quien no quedaba ya ningún espíritu de lucha. No contestó.
Yo no apartaba la vista de él en ningún momento. Las palabras del inspector Craig habían vuelto a mi memoria: Quizá el asesino sea el farsante más grande de todos. Recordé la anómala relación de Chuck con Mimí. Recordé su sorprendente venta del club aquella tarde. Esto era algo que más valía aclarar en seguida, y de una vez para siempre.
—Chuck —lo interpelé.
Era la primera vez que le dirigía la palabra desde su llegada. Se sobresaltó y dijo:
—… ¿Qué?
—Ha vendido usted su club de Reno esta tarde, ¿no es verdad?
—¿Por qué me lo pregunta? —contestó, mirándome con ojos centelleantes—. Ya sabe usted que lo he hecho.
—¿Y lo ha vendido usted al contado?
—Sí. Ha sido una venta al contado.
—Entonces, ¿dónde está el dinero?
Sus ojos reflejaron indecisión por un instante. Luego repuso:
—Lo he metido en el banco, por supuesto.
—No es posible —dije yo—. Cuando terminó el funeral de Dorothy eran más de las tres. Usted vendió el club más tarde, y todos los bancos debían estar cerrados entonces.
Un estremecimiento recorrió su robusto cuerpo de atleta.
—Yo…, pues…
Entonces yo cobré la pieza.
—¿Por qué no lo admite? —dije—. Usted no ha vendido el club porque quiere llevarse de aquí a Lorraine. Lo ha vendido porque tenía que conseguir dinero al contado, una buena cantidad de dinero al contado, para pagar a alguien que le está haciendo chantaje. —Hice una pausa—. Pero considerando bien las cosas, le pareció que sería más fácil y barato matar a Mimí que pagarle, ¿no es así?
Chuck se levantó de un salto de la cama. Su figura nos dominó a Lorraine y a mí. Deseé haber conservado en el bolsillo mi revólver reglamentario. Lorraine se aferró a mi brazo. Sus uñas se me hundieron en la carne.
—No. —El rostro de Chuck estaba tan gris como la ceniza—. No. Esto no es…
Una vez más, en este dramático instante, se abrió la puerta. La persona que entró fue Iris, quien la cerró a su paso. Vestía una bata de color azul marino, con vuelo a partir de las caderas. Estaba muy hermosa, y tenía también un aire de misterio y de consciente virtud.
Me dirigió una sonrisa y giró despreocupadamente sobre los talones, encarándose con Chuck.
—Me alegro de que esté usted aquí —dijo—. Ha llegado el momento de hablar de muchas… Bueno, vayamos al grano.
—¿Se puede saber dónde has estado? —la interrumpí, sin dejar de observar recelosamente a Chuck.
—Oh, por ahí —dijo sumisamente mi mujer.
—Me habías prometido no salir de este cuarto.
—Ya lo sé, querido —repuso Iris con una mueca—; pero la pequeña mujercita empezó a pensar, y las cosas que pensó…; bueno, comprendí que había que hacer algo y lo he hecho, a pesar de la aversión del inspector Craig a las mujeres con aficiones detectivescas.
Lorraine la contemplaba fijamente.
—Iris, has sido tú quien ha puesto la muñeca en mi cama, ¿verdad? Me has salvado la vida. Sabías que yo corría peligro y…
Iris se posó en el borde de la baja mesa de tocador y encendió un cigarrillo.
—Me pareció una tontería al hacerlo, pero todo ha sido para bien.
Mi mujer trataba deliberadamente de obtener efectos. Sabía que estábamos deseosos de oír lo que tenía que decirnos, pero su alma de actriz se complacía en prolongar la tensión. Le hubiera retorcido el cuello.
Fijó sus ojos en mí, echando azules bocanadas de humo.
—Todo comenzó, Peter, porque de pronto me puse a pensar que el loco homicida no era tal loco. Era un asesino perfectamente corriente, pero de una suerte detestable.
—Ya lo sé —dije yo de mal humor—. No es necesario darse esos aires de señora Raffles para hacer esta revelación. Yo también lo adiviné. Caí en la cuenta de que todas las trampas mortales habían sido preparadas para Lorraine, y que el intento siempre ha fracasado a causa de una serie de casualidades.
—¡Oh, no, Peter!, no fue a causa de una serie de casualidades. Yo diría más bien que siempre hubo una excelente razón para que cada una de las trampas mortales fracasara. —Mi mujer clavó los ojos en Chuck con aire desafiante—. ¿No le parece, Chuck?
Él apartó el rostro sin decir nada y se encaminó hacia la ventana, hundiendo la vista en las tinieblas.
Con riesgo de aumentar aún más el egotismo de Iris, no pude menos que preguntarle:
—¿Y cómo adivinaste que era Lorraine la verdadera víctima? ¿Por la muerte de Dorothy? Yo lo he adivinado por eso. Comprendí que Dorothy debía de haber sido envenenada mediante alguna ficha de ruleta envenenada.
Iris me miró con expresión condescendiente.
—¡Peter, qué inteligente eres! —Se levantó y cruzó la habitación hasta la cómoda, de donde tomó una pequeña pitillera. Luego me la entregó, quitándole la tapa—. Yo nunca hubiera tenido la perspicacia de adivinar por deducción la existencia de la ficha con veneno. Lo que me sucedió fue sencillamente… encontrarla. Aquí está. Ten cuidado, no la toques.
Yo fijé la mirada en el interior de la pitillera. En el fondo yacía una ficha de ruleta de cinco dólares de color alheña. La trampa que había hecho morir a Dorothy Flanders tenía exactamente el aspecto que yo había imaginado. En el lado de cartón de la ficha, se habían insertado, en forma de abanico, seis diminutas puntas de aguja. Eran apenas visibles, y se podían percibir aún los vestigios de una sustancia viscosa, de color castaño rojizo, con que habían sido untadas.
Era el curare.
Yo me volví para mirar el plácido rostro de mi mujer.
—¿Dónde, en nombre del Cielo, encontraste esto?
Iris volvió a tapar la pitillera, colocándola suavemente sobre la cómoda.
—¡Oh!, estaba por ahí —dijo con exasperante vaguedad, y luego volvió a acercárseme—. Pero no fue por la ficha por lo que me puse a pensar, Peter. Fue por algo que tú me diste; y me sorprende que a ti no te haya llamado la atención.
Se inclinó sobre el lecho y levantó un libro de la mesita de noche. Reconocí en él el ejemplar de Mimí de los Poemas de Edna St. Vincent Millay.
—Me dijiste que los leyera, Peter —prosiguió Iris—, pero me temo no haber llegado más allá de la guarda.
Me tendió el libro.
—Chuck —dijo suavemente—, vuélvase. Tiene usted que escuchar lo que voy a decir ahora.
Chuck se apartó de la ventana con suma lentitud. Permaneció luego en pie, observando con aire hosco sus recias manos.
—Le he pedido que venga aquí para hablar con nosotros, Chuck, porque ya no tiene objeto que ande usted con tapujos. Vea usted, yo comprendí que si había vendido el club era para conseguir dinero con que pagar a un chantajista. Adiviné además que era Mimí quien le estaba amenazando. Pero sólo pude comprender la relación que lo ligaba a ella cuando leí la dedicatoria de este libro.
Con una leve sensación de estar enloqueciendo abrí el libro. En la guarda había una dedicatoria escrita con una torpe letra redonda. La leí en voz alta.
A Mimí Dawson, mi querida esposa,
de Chuck
—Sí, Chuck —estaba diciendo Iris—, por eso es por lo que ella le amenazaba, ¿no es verdad? Y por eso también la han asesinado. Mimí Burnett nunca pensó casarse con Amado. Le estaba utilizando meramente como billete de admisión en esta casa. Y vino aquí porque era su mujer.